CAPÍTULO II

PETE SE LLEVA UN SUSTO

EL sheriff “Pistol” Pete Rice, que había impedido el robo del Banco de Summit, dirigió la vista hacia el ensangrentado rostro del herido.

—¡Sam Hollins! —exclamó.— ¿Cómo es que estás aquí tan lejos de tu casa?

—Es que me iba hacia casa, cuando oí unos tiros...

Sam Hollins lanzó un nuevo quejido y perdió el conocimiento. Pete observó que tenía un chichón del tamaño de un huevo en la nuca. Esta mostraba una herida de alarmante tamaño y junto a ella el pelo estaba empapado con la sangre que manaba de la herida. Hollins estaba mal herido y necesitaba atención médica inmediatamente.

Pete levantó aquellas doscientas libras de humanidad, y, se dirigió hacia el sitio en que estaba su caballo. Pete Rice contempló desconsolado a los bandidos que huían. Sin embargo, guiado por sus piadosos sentimientos, no pensó más que en salvar al herido.

De momento, le intrigaba también el hecho de que Sam Hollins estuviera en aquel lugar. ¿Qué motivo podría tener Sam para encontrarse en aquel sitio y en hora tan intempestivas?

Sam Hollins y Pete Rice eran antiguos amigos. Sam era un comerciante bien reputado, dueño de una tienda de granos en la Quebrada del Buitre, situada cerca del despacho oficial del sheriff.

¡Bang!

Una bala pasó silbando junta a Pete Rice, y le hizo apartar sus pensamientos de su piadosa misión.

¡Bang! ¡Bang!

Dos tiros más siguieron en rápida sucesión. Uno de ellos dio en la ventana del Banco de los Ganaderos. Al sonido del disparo, siguió el estrépito del cristal de la ventana que caía hecho añicos. Pete Rice había llegado ya cerca de donde estaba el caballo de Sam. Otra bala cruzó el aire silbando junto al animal. Este se espantó momentáneamente, pero como estaba muy fogueado se calmó enseguida.

Pete Rice depositó al herido sobre la acera, y empuñando tranquilamente sus dos revólveres se colocó rodilla en tierra.

Por un momento pensó que tal vez los bandidos volvían al Banco. Mas pronto distinguió entre las sombras a cuatro individuos que se movían en zig-zag, y que con variadas intermitencias aparecían y desaparecían detrás de los portales, disparando contra él. Era la vanguardia de los vecinos de Summit que se habían despertado con el tiroteo.

Pete Rice dejó los revólveres en el suelo, y haciendo bocina con las manos gritó:

—¡No tirar, compañeros, que soy el sheriff Pete Rice!

Dos disparos de un par de 45 ahogaron el eco de su nombre, y una bala le dio de refilón en la bota del pie derecho. Pete Rice trataba de defender con su musculoso cuerpo, al herido que estaba tendido en la acera.

Una vez más su nombre resonó en el aire, para darse a conocer a los que contra él disparaban; pero sus palabras se ahogaron en el ruido de una nueva descarga. Aquellos cuatro individuos, que se iban acercando a él con gran derroche de valor, aunque no de inteligencia, disparaban sin cesar.

El tiroteo del Banco les había robado el reposo, y con un humor de mil diablos disparaban sus armas sin tregua. En el misérrimo alumbrado de la calle, habían descubierto tal vez a Hollins, tendido sobre la acera, y esto le hizo creer que Pete Rice era uno de sus compañeros.

Las tinieblas de la noche, que en cierto modo le favorecían, eran al mismo tiempo un peligro para Pete Rice. Las balas no daban en el blanco, pero iban acercándose cada vez más, y una de ellas le había desmochado el frunce de los zahones de cow-boy y pasado a cortísima distancia de Sam Hollins, que seguía tendido en la acera.

Pete volvió a gritar:

—¡No tiréis más! ¡Soy Pete Rice, de la Quebrada del Buitre! ¡No seáis brutos!

El individuo que iba en vanguardia acababa de cargar su revólver y apuntaba ya deliberadamente a la figura que se le ofrecía delante, rodilla en tierra. De pronto, pareció reconocer en el sonido el nombre de Pete Rice, y volviéndose hacia sus compañeros, gritó con voz atronadora:

—¡Alto el fuego! ¡Hemos disparado contra el sheriff!

Pero no todos parecían dispuestos a obedecer la indicación. Uno de los que habían disparado: un individuo alto, membrudo, de fiero aspecto y con un bigote en forma de herradura, avanzó hacia Pete, aunque uno de sus compañeros trató de detenerlo, y cruzando la calle de un salto, largó una rociada de plomo contra el sheriff.

Pete pudo sólo escapar a los proyectiles, saltando como un gamo sobre la acera.

—¡Aguanten a ese loco! —gritó el sheriff—. ¡Soy Pete Rice!

El individuo del feroz mostacho continuó disparando. Pete cogió a Sam Hollins y lo llevó a rastras al otro lado de la acera que se levantaba sobre el suelo. Una bala pasó de refilón junto a la cabeza del herido y se llevó un pedazo de madera del canto de la acera.

El individuo parecía como enloquecido en el furor de su solitaria ofensiva, pero sus compañeros no cesaban de gritarle que no disparase más. Nadie, sin embargo, se atrevía a salirle al paso y cruzar la línea de fuego.

—¡Métase en el callejón, sheriff! —gritó uno de los vecinos de Summit—. Este es Sorenson, que no lo oye. ¡Corra y métase en el callejón!

Pete midió mentalmente la distancia y pensó que podría ponerse a salvo, pero no podía escapar, sin llevarse al mismo tiempo a Sam Hollins, si quería evitar que Sorenson se acercase y acabara con el herido.

Pete podía derribar de un tiro a su perseguidor, pero ni siquiera le asaltó la idea de hacerlo, pues Sorenson era un valiente que creía que, al disparar sobre Pete, lo hacía en cumplimiento de un deber.

El sheriff se refugió detrás del caballo de Sam, como último recurso. El gigantesco Sorenson suspendió el fuego, sin duda porque no quería herir o matar al caballo. Esos segundos de indecisión fueron los bastantes para que Pete Rice concibiera y realizara su plan. Cogiendo el lazo que colgaba de la silla, se adelantó tres o cuatro pasos, de manera que el caballo no corriera peligro de ser alcanzado por una bala.

Los disparos de Sorenson habían sido un poco altos, y Pete Rice que conocía la balística como nadie, sabía que en muchos casos hay que hacer varios disparos para corregir el defecto en la puntería. De este modo, avanzó seguro de que el próximo disparo sería también un poco alto.

Y así resultó, en efecto. En un momento, la cuerda describió vertiginosos círculos sobre la cabeza de sheriff. La maniobra no era difícil para un hombre como Pete que había nacido, puede decirse, con un lazo en la mano. La cuerda se cayó en los hombros de Sorenson, sorprendiéndole en el momento en que apretaba el gatillo. El tiro dio en el suelo. Pete tiró de la cuerda y el hombre cayó pesadamente.

El sheriff dirigió una mirada de lástima a su prisionero y le quitó el humeante 45 que llevaba en la mano.

—¿Estás loco, hombre? —exclamó Pete, imprimiendo al vocablo "Hombre" ese tono de suprema masculinidad con que se emplea en el Oeste—. ¿Te has empeñado en matarme? ¿No entiendes inglés?

Los tres compañeros de Sorenson se le acercaron. Unos momentos después había allí un corro de una docena de vecinos.

—Es que no le ha oído a usted, sheriff —explicó uno de ellos—. Sorenson es sordomudo.

Uno de los del grupo, un individuo alto, delgado y con pelo color estopa, se acercó a Sorenson Y empezó a hablarle con las manos. A los primeros ademanes, los ojos del sordomudo parecían saltarle de las órbitas. Aterrorizado, clavó la mirada en la estrella distintiva del cargo del sheriff y empezó a hacer signos con las manos al individuo de pelo estopeño que servía de intérprete. Este se volvió hacia Pete.

—El viejo dice que lo siente mucho, sheriff. Él sabe que usted pudo matarle sí hubiera querido. Pero tenía todos sus ahorros en el Banco de los Ganaderos y pensó que usted era uno de los bandidos. El viejo le está muy agradecido.

—Dile que está bien —contestó Pete—. Y, a propósito, mira si le puedes conseguir un médico a éste. Lo más pronto posible. Lleva en la cabeza un chichón, de órdago. Vamos a ver si lo podemos levantar y que lo examine el doctor.

El muchacho asintió y salió corriendo calle abajo. La multitud crecía por momentos y se agolpaba en torno de Pete Rice.

—Sheriff, usted siempre tan oportuno. Ha llegado en el momento en que era necesario —exclamó uno de los circunstantes—. ¿Se han llevado los ladrones algún dinero del Banco?

—Absolutamente nada —aseguró Pete, aunque sin aclarar el motivo de que en aquella hora él se encontrase en Summit—. No os pongáis todos en corro. Apartaos un poco que el pobre hombre está gravemente herido.

—¡Qué más da —dijo uno del grupo—, si es uno de los ladrones!

—¡Tiene tanta culpa como puedas tenerla tú —contestó Pete—. Este es un honrado comerciante de la Quebrada del Buitre, que pasaba por el Banco en aquel momento y trató de defender vuestro dinero. Por eso está ahí tendido. ¡Y ahora, no empujéis más, muchachos!

A pesar de la recomendación del sheriff, la gente seguía apretujándose en torno de Sam Hollins. Unos cuantos vecinos más aparecieron montados en sus caballos, y no pocos de los recién llegados mantuvieron la creencia de que Sam Hollins era uno de los ladrones.

Pete dio señales de enojo, pues el tiempo que allí perdía era un tiempo precioso que necesitaba para perseguir a los bandidos. Pete tenía que esperar a que llegase alguna autoridad a quien poder explicarle quién era Sam Hollins, o de otro modo, algunos de los más exaltados podrían echarle a Hollins una cuerda al cuello y colgarlo de un árbol, dejando para más tarde la tarea de averiguar si era o no culpable del intento de robo. La multitud estaba bastante enardecida, y Sam Hollins, por otra parte, era desconocido en el pueblo.

El único que podía impedir un desaguisado en aquellas circunstancias era Pete Rice. No se trataba de un hombre atractivo, y él era el primero en reconocerlo, pero su aspecto revelaba autoridad y carácter.

Pete experimentó una sensación de alivio cuando vio llegar al alcalde de la población montado en un caballo bayo. Al lado de él, caballero en una jaca roja, se acercaba también Simmons Capehart, presidente del Banco de los Ganaderos.

Capehart frisaba en los sesenta y cinco años, llevaba patillas muy largas y lentes de oro, pero el arco que formaban sus piernas estiradas sobre la cabalgadura revelaba que era un cow-boy retirado.

—Buenos días, sheriff —dijo al llegar—. De manera que se han escapado con el dinero ¿eh? Los billetes tal vez puedan encontrarse, pero querría saber si se han llevado el oro.

—Ni un quilate. Lo que se han llevado es plomo —dijo Rice con sequedad.

Sam Hollins fue llevado a la parte anterior del Banco. El rojo pañuelo de Rice empapado en agua, sirvió de primera cura al herido. Hollins había recobrado el conocimiento, pero la herida le dolía intensamente. Pete hablaba con Hollins, en tanto que el alcalde y el presidente del Banco se esforzaban por mantener el orden en la calle.

Sam explicó de modo incoherente que había estado en una población más allá de Summit, recogiendo pedidos de grano y que se había quedado a cenar y a jugar luego una partida de poker en la casa de un ranchero.

—Era ya tarde cuando emprendí el viaje de vuelta a la Quebrada del Buitre —dijo—, y al pasar por aquí oí los tiros, y no es que yo sea ninguno de esos héroes de novela, pero no pude resistir el deseo de mezclarme en el barullo. Tenía ya a uno de los ladrones en la mira del revólver, cuando me alcanzó un balazo. Uno de esos “socios”, luego, se vino hacia mí y me sacó la raya con el cañón de su pistola.

Sam parecía deseoso de referir el episodio en todos sus detalles, cuando el chico de Sorenson llegó con el médico. Este le lavó la herida. Sam apretó los dientes y dibujó en su semblante varias muecas indescriptibles, cuando el médico le puso yodo en la herida. El doctor le dio luego un calmante y Sam cesó de quejarse. Finalmente, se quedó dormido.

“Pistol” Pete, observó que la multitud daba muestras de inquietud. El alcalde de Summit estaba preocupado con la situación. Su puesto era electivo y no era uno de esos cargos permanentes en el distrito. Pete sabía que el alcalde era honrado, leal, y sincero, pero no sabía cómo entendérselas con la multitud.

Pete hubiera deseado que los comisarios Teeny Butler y Hicks “Miserias” hubiesen estado allí para prevenir cualquier desafuero. El viejo Capehart se acercó a Pete y le dio una palmadita afectuosa en el hombro. El presidente del Banco de los Ganaderos no había dejado de ser un cow-boy en espíritu y en palabra.

—Pete, eres listo como un zorro —dijo en tono que revelaba su admiración por el sheriff—. ¿Cómo te las compones para llegar siempre a tiempo?

—Tenía noticias de que Bristow el “Halcón” se había fugado de la cárcel de Florence —replicó Pete.

Capehart dejó escapar un apagado silbido. Hawk Bristow era un bandido temible, que llevaba con él el desorden y el crimen. Pete Rice lo había capturado hacía algún tiempo.2

El patíbulo estaba ya montado para ejecutarlo, cuando un leguleyo de Mesa Ridge logró que le conmutaran la pena de muerte por la de cadena perpetua, que no cumplió por haberse fugado de la prisión.

—¿Quién te dio el soplo? —preguntó Capehart.

—Silver Renton. Silver es un ranchero que me debe algún favor, y que vive en las montañas. Bristow se detuvo un día en su campo para pedirle de comer. Probablemente pensó que Silver no le reconocería, y desde luego no sabía que Silver era un antiguo amigo mío.

—¿Pero cómo supiste que iba a robar el Banco?

—Verás, Silver sabe escuchar y oyó una conversación entre Bristow el “Halcón” y sus compañeros, sin que lo vieran a él. Bristow habló de proveerse de dinero en el Banco de los Ganaderos, al que llamó el Banco más fácil de robar en todo Arizona. Y Silver me mandó un indio que le ayuda en su trabajo, para decirme que Hawk había emprendido el vuelo. Yo monté a caballo y llegué al Banco con el tiempo justo.

Capehart escuchaba al sheriff con profundo interés.

—Silver Renton recibirá su recompensa —dijo el banquero—, y tú también, Pete. —Capehart de pronto movió la cabeza, con gesto compungido—. ¡Y esos forajidos dicen que mi Banco es el “más fácil de Arizona”! Pete, por varios meses, me has estado pinchando para qué modernice el Banco. Yo siempre había creído que la caja era lo suficientemente fuerte, pero ahora me doy cuenta que yo no entiendo nada de esas cosas y que continúo siendo lo que siempre he sido: un ranchero vulgar e ignorante.

—OH, no te lo tomes tan a pecho —exclamó Pete—. Todos tenemos nuestros defectos, y si algo hay en este mundo que me sea antipático, es un hombre que lo haga todo a la perfección. De todas maneras, no se ha perdido nada, y lo que tienes que hacer ahora es telegrafiar a Tucson y pedir que te manden inmediatamente una puerta de acero. Y mientras llega, pon dos guardias en el Banco.

Capehart prometió hacer lo que el sheriff le recomendaba. Luego dijo:

—Compadre ¡y pensar que tú pudiste entrar en el Banco! Has estado bueno, Pete. ¡Eso es lo que sé llama quedar a la altura!

—¡Bah! —replicó Pete—, cuando un hombre hace una cosa bien, no sólo sorprende a los demás, sino que se sorprende a sí mismo. —Y luego, variando el asunto, de la conversación sugirió:— Vamos a echar un vistazo al Banco, pues no me extrañaría encontrar dentro a uno de esos hombres.

En la parte de atrás del Banco había una farola encendida, y sus rayos se proyectaban sobre una forma inerte que yacía en el suelo. Capehart y el sheriff levantaron el cuerpo del bandido y lo depositaron en el despacho.

Era el forajido que Pete había matado en los principios del tiroteo. Pete Rice, por regla general, se contentaba con poner a sus enemigos fuera de combate, pero en aquel caso, el combate era de cinco contra uno, y la luz además no era muy buena. En aquellas circunstancias, Pete no podía permitirse lujos ni filigranas en la puntería.

El muerto debió de haber sido una autoridad en el arte de hacer saltar cajas de caudales: indudablemente un compañero de prisión de Bristow. Probablemente, se trataba del “Jim”, a quien Bristow aseguraba que aquel sería su último trabajo.

La muchedumbre en el exterior del Banco era en aquellos momentos más densa y más ruidosa que nunca. En ella figuraban señaladamente los vagos y los borrachos habituales que habían sido despertados por la conmoción en el pueblo. Otros eran depositantes del Banco que, aunque moderados en apariencia, podían convertirse en un momento en seres levantiscos, capaces de linchar al primero que se les pusiera delante en el caso de que hubieran sido robados los fondos del Banco.

Un individuo de musculosa y gigantesca apariencia y cara de pocos amigos penetró en el despacho de Capehart. Este personaje llevaba dos revólveres colgados del cinto. Al entrar lo hizo pisando el cadáver del bandido, y volviéndose luego hacia él, lo pateó despiadadamente. Luego, mirando a Sam, que allí estaba como muerto, refunfuñó:

—Uno muerto, ¿eh? Y este otro debía hacerle compañía.

—Oye tú —dijo Pete Rice con acento grave—. Este hombre es tan honrado, por lo menos, como puedas, serlo tú. No ha tenido nada que ver con el robo, y lo único de que lo puedes acusar es de haber tratado de impedirlo. ¡Y ahora, lárgate de aquí, y no esperes a que te lo diga dos veces!

El individuo de talla gigantesca se plantó ante el sheriff.

—Sí, ya veo que lleva usted la estrella. Ya veo que es usted sheriff. Pero eso no quita para que le diga que usted miente ahora para llevarse a este coyote a la cárcel, sin que nosotros le hagamos nada. Nosotros, los que tenemos dinero en el Banco, tenemos derecho a decir algo.

—Te he dicho que te vayas —replicó Pete con voz baja pero llena de firmeza.

—¿Marcharme? ¿Y por qué? Usted nadie para decirle a un ciudadano...

¡Crac!

Un sonoro puñetazo descargó sobre la cara del intruso, que cayó sobre el cuerpo del bandido y allí permaneció tan inmóvil como el muerto.

Pete Rice las gastaba así. Cuando llegaba el momento de pegar, pegaba.

El sheriff llamó al alcalde de Summit. Este penetró en el despacho.

—Ese hombre es de una influencia perniciosa en un momento como éste —le dijo Pete—. Métalo en la cárcel.

El alcalde asintió con un gesto.

—Voy a llamar a un par de cow-boys para que lo pongan en el caballo —dijo él—, y sólo espero que no vuelva en sí hasta que lo tengamos metido en la celda.

—Si no ocurriese así —dijo Pete—, no vaya usted a andarse con ternezas. Es un matón, y los matones siempre miden su valor por la timidez de los demás.

Pete se volvió hacia Capehart.

—Sam —le dijo—, es hora de que me vaya a seguir el rastro de esos coyotes. Pero antes quiero saber que a Hollins no le va a pasar nada y quiero que me prometas que te lo vas a llevar a tu propia casa en tu propio caballo. No creo que nadie se atreva a asaltar tu casa. Esta es toda la recompensa que espero, pues a mí me pagan para que mantenga el orden.

—Te lo prometo —dijo Capehart, sin vacilar—. Pero tú dices que los bandidos son cinco. ¿No quieres llevar a alguien que te acompañe?

—No, prefiero ir solo. Si me llevo a esa gente conmigo, tendremos de seguro un linchamiento, y yo no estoy por esos cuadros. Además, dos de los bandidos están heridos y los otros salieron huyendo durante el tiroteo en el Banco. Por lo visto, se trata de principiantes mal aconsejados por Bristow.

Sam Hollins abrió los ojos.

—Lo que es el que me dio a mí el “sartenazo” —dijo resueltamente no era ningún principiante.

—Cálmate, Sam —le aconsejó Pete—. No te alteres.

Pero Sam Hollins no pareció prestar gran atención a las palabras del sheriff.

—Ya sé yo quién era el que me arreó, y me hubiera caído de sorpresa, aun, sin haberme dado él en la cabeza con el cañón del revólver. La luz de la farola de la calle le daba en la cara. Y te vas a quedar parado, Pete, cuando sepas quién era ese coyote. ¡Era, para que lo sepas, Olin Swain!

Pete Rice dio un salto como si hubiera pisado una culebra. En sus grises ojos se pintó un asombro indefinible y una vez más miró a Sam Hollins, para ver si estaba delirando.

¡Olin Swain! ¡Sólo pensarlo era un absurdo, una imposibilidad!

Olin Swain era uno de los empleados del Banco, a quien la población de Summit tenía en el más alto concepto de honradez. Swain era un hombre casado y con hijos, cuyo único deleite consistía en llevar una vida apacible y sosegada. No bebía, ni fumaba, ni jugaba: un ciudadano ejemplar, con un sentimiento de justicia profundamente arraigado en el corazón. Varias veces había formado parte en las “posses” o partidas que organizaba el sheriff para perseguir a los forajidos de aquellos contornos. Además, era amigo de Pete Rice.

Sam Hollins se dio cuenta de que Pete Rice no se decidía a creerlo.

—No me mires ahora, como si estuviera ya loco, Pete —dijo con muestras de impaciencia—. Ya sé que tú y Swain sois amigos. También es amigo mío, y no lo acusaría si no estuviera seguro de ello.

—¡Quién lo había de decir! ¡Olin Swain! —exclamó Pete con cierta incredulidad—. Hay gentes en este mundo que son tan rabiosamente meticulosas, que da gusto verles hacer de vez en cuando algo ridículo. Swain es una de esas personas.

—Pues esta vez —contestó Sam visiblemente resentido—, seguramente ha hecho algo ridículo, como tú dices. Y no considero —añadió sarcásticamente—, que el darle a un amigo un culatazo en la cabeza, sea una prueba de buena educación.

Sam hablaba en tono enfurecido. Un aroma de alcohol invadió la atmósfera del Banco. Pete Rice no pudo reprimir una sonrisa, más profundamente dibujada en sus labios de lo que él acostumbraba. El sheriff trataba por todos los medios de convencerse de que Sam Hollins había visto visiones.

—Oye, Sam —dijo—, tú y yo somos amigos, y sé que no te vas a enfadar si te digo que llevas un “tablón” como para ti solo. El aliento te huele a whisky a un kilómetro de distancia, y es muy posible que estés equivocado en eso que dices de Swain.

—Nunca he estado más seguro de nada en toda mi vida, Pete. Es verdad que me tomé unos tragos de whisky mientras jugaba al poker, pero eso no quiere decir nada, y además tú sabes bien que yo no me emborracho.

La sonrisa se borró de los labios del sheriff.

—Tienes razón, Sam —dijo Pete—. Tú no eres hombre que bebes whisky y luego te das friegas con él, como otros hacen, y estoy seguro de que si todos supieran beber como tú bebes, no tendríamos tanta guerra en el distrito.

Pete Rice quedóse meditabundo. Su único interés en la vida era el hacer cumplir la ley: su única devoción, su madre, pero aparte de una y otra, aun le quedaba algún tiempo y algún espacio en sus afectos para dedicarlo a sus amigos, entre los cuales contaba principalmente a los comisarios Butler y “Miserias”, sus colegas en el trabajo de mantener la paz pública. Pero sus amigos eran la legión y se encontraban por todas partes: en la población y en la campiña.

Pete aceptaba a sus amigos con toda espontaneidad, sin mirar cómo vestían, y sí sólo a base de la simpatía que le inspiraban. Y Olin Swain era una de las personas por quien él sentía verdadero afecto.

Su amistad con Swain no databa de mucho tiempo, pero de todas maneras, lo apreciaba y lo respetaba. La revelación de Sam Hollins había dejado a Pete mentalmente paralizado. Si Swain había tratado de cometer el robo y su aparente honradez no había sido más que una máscara hipócrita, Pete Rice sufriría una decepción que en lo sucesivo habría de cambiar su actitud con sus amigos.

Sam Hollins parecía leerle los pensamientos.

—Ya sé que no es muy agradable, Pete —dijo—, pero tengo la cabeza completamente despejada, y la vista, gracias a Dios, es excelente. Ya te he dicho antes y te repito ahora, que el que me golpeó en la cabeza esta noche, fue Olin Swain.