CAPÍTULO I

EL JINETE SOLITARIO

EL jinete se precipitó por la ladera a una marcha terrible. La cuesta era muy inclinada y pedregosa, y un tropiezo en el descenso suponía un peligro mortal. El jinete, sin embargo, no parecía darse cuenta de lo arriesgado de la aventura, y, como si hubiese avanzado por terreno llano, espoleaba a la cabalgadura, que bajaba verticalmente, tan desdeñosa de las leyes del equilibrio como el jinete.

La noche estaba en plena cerrazón. Las nubes obscurecían la luna, y aquel jinete de las praderas, lúgubre y espectral se amparaba agradecido en las tinieblas.

Al pie de la colina, tiró de las riendas y se detuvo ante un matorral. Allí se puso a escuchar. En su rostro, enjuto y demacrado se dibujaba una fría e inexpresiva sonrisa y los únicos sonidos perceptibles eran las misteriosas armonías de la soledad. Un jaguar lanzó un rugido. En la dirección del desierto aullaban los coyotes. Sus fieros hermanos, los lobos, ululaban horrisonamente a lo lejos, en la montaña del desierto.

El jinete prosiguió su camino y a lo largo de una vereda. El tiempo había sido seco, y el polvo cubría los cascos del caballo apagando el ruido de la marcha y flotando en remolinos a su espalda.

La vereda ascendía gradualmente y aparecía cada vez más pedregosa. El chocar de las herraduras del animal turbaba el silencio de la noche.

El jinete frunció el entrecejo y torció las riendas de su caballo para llevarlo hacia el campo raso. La mayor blandura del suelo en aquel paraje apagaba en cierto modo el rítmico galopar del caballo, hasta convertirlo en un sonido que recordaba el de un trueno intermitente y apagado.

Esto era precisamente lo que el jinete buscaba, pues en todo momento le asaltaba el temor de que alguien pudiera haber oído el caballo y sospechar su presencia. Era indispensable que llegase a la población montañesa de Summit sin ser visto por nadie. El ser descubierto significaba la muerte para él... también para otros.

El caballo aminoró ligeramente la marcha al cruzar un chaparral denso y espinoso, en que las piernas cambroneras llegaban hasta los estribos. El jinete se protegía las piernas con sus zahones, pero ello no impedía que de vez en cuando alguna zarza más alta que las demás le hiriese en el rostro.

Un rasguño más o menos no parecía tener gran importancia para un hombre que dentro de unos minutos caería, probablemente, acribillado a balazos.

La aventura en que se hallaba empeñado era realmente desesperada, pero merecía la pena de arriesgar la vida, pues en ella se ventilaba toda una fortuna en oro; miles de dólares, para pagar los jornales de vaqueros, mineros y leñadores.

El factor tiempo era el que más significaba en la empresa. Un minuto más o unos segundos, tal vez, podía representar su fortuna y su liberación o su muerte.

El aventurero hizo saltar al caballo sobre una quebrada que se abría en la ruta, el animal la salvó ágil y denodadamente y siguió su marcha, como impulsado por unas alas misteriosas. Al fin, penetró en un desfiladero. Por aquellos gigantescos murallones de roca, chorreaba el agua de infinidad de corrientes que se filtraban por el terreno y que comunicaban al aire su humedad.

El caballo y el jinete descendieron luego por una hondonada y llegaron a un pinar. La luna acechó al misterioso jinete por el borde de una nube, pero sólo por unos instantes. Los rayos del astro de la noche sorprendieron al caballero y a su cabalgadura, haciéndoles aparecer en el fondo de la noche como un centauro.

Un poco más abajo, desparramada por la ladera, aparecía la población de Summit, que al rielar de la luna, se presentaba a la imaginación como una encantada ciudad de elfos o de gnomos.

Unas cuantas farolas callejeras brillaban débilmente a través de un velo de neblina. La mayor parte de las casas estaban sumidas en la oscuridad, y todos los edificios, en aquella incipiente Calle Mayor de la población, estaban envueltos aún en el negro capuz de la noche. Hasta los cafés habían apagado las luces.

Hacia la mitad de la calle hallábase un pequeño edificio cuadrado. Dos cortaduras que se veían a uno y a otro lado de la casa eran otros tantos callejones que le separaban de las inmediatas.

Aquel edificio, bajo y cuadrado, era el Banco de los ganaderos, donde la muerte acechaba aquella noche. El jinete llevó su caballo por la ladera de la colina y tiró de las riendas para aflojar el paso al llegar a la entrada de la población.

A buena distancia, y hacia el norte del primer edificio que aparecía iluminado, describió en su marcha un amplio circulo hasta llegar a un pasadizo en la parte trasera del Banco. Allí desmontó y ató su caballo en las tinieblas y junto a una ruinosa pared de adobes.

La noche había alcanzado su máxima calma. La misteriosa y solitaria figura avanzó sigilosamente a través del pasadizo y llegó a la puerta de atrás del Banco.

La población de Summit tenía un sereno, el nocturno visitante lo sabía, pero toda la vigilancia nocturna de Summit la constituía un sujeto viejo y decrépito, y además, el pueblo no había sido víctima de salteadores ni atracadores. El misterioso merodeador se sentía, pues, amparado en su aventura por el hecho de que el sereno de Summit estaba en aquellos momentos descabezando un sueño o fumando en pipa en algún rincón.

En la parte alta del pasadizo se oyeron de pronto unas suaves pisadas de animal. Los nervios del merodeador pusierónse en tensión, e instintivamente llevó la mano a la culata de su revólver, aunque sin sacarlo de la funda. Aquel rápido movimiento de la mano revelaba, sin embargo, que no se trataba de ningún novato en aquellas lides. Las pupilas, se le percibían escasamente, a través de los entornados párpados.

De pronto, se repuso de la emoción y no pudo menos de reírse. Toda aquella alarma la había causado un individuo motado en un burro, que usaba aquel callejón, para atajar en el camino: un buscador de oro que se adelantaba a la aurora para poder llegar al desierto antes de que le sorprendiera en el camino el sol ardiente de Arizona.

Lo silencioso de las pisadas de la cabalgadura lo explicó pronto cuando percibió que el buscador de oro cabalgaba sobre un burro mejicano, probablemente sin herrar.

No había nada que temer, pues, por aquel lado.

El desconocido al llegar a la puerta de atrás del Banco, sacó un pedazo de alambre gancho, y luego, lo metió en el ojo de la cerradura. Moviendo el alambre, primero en una dirección y luego en otra, fue observando cuidadosamente los choques.

Varías veces sacó el alambre y lo dobló de manera diferente, para meterlo de nuevo en la cerradura. Al fin oyó el chasquido que esperaba. Hizo girar el pomo de la puerta y entró en el Banco.

Dentro no había ninguna luz, pero a unas cuantas yardas del Banco, una farola brillaba sobre su fachada y dejaba penetrar la luminosidad en el interior del edificio.

El Banco de Ganaderos, de Summit, era una institución pequeña y montada a la antigua. No había más que una ventanilla y una sola mesa donde escribían los depositantes.

Un rayo de luz difusa incidía sobre la combinación de la caja de caudales, detrás de la ventanilla. La caja era de construcción tan antigua, que resultaba ridículo forzarla con herramientas modernas.

El solitario visitante cerró la puesta del Banco y se dirigió hacia la caja. Antes de llegar a ella, dio media vuelta y se acurrucó al oír unas voces que hasta él llegaron de pronto.

No cabía duda de que alguien se acercaba al pasadizo detrás del Banco.

Transcurrió un minuto. Oyóse luego el ruido apagado de pasos que avanzaban furtivamente por la parte de afuera. El individuo en el interior del Banco escuchó de nuevo cuidadosamente y calculó que en el grupo habría cinco o seis personas. Hasta él llegaron algunas palabras.

—Muy bien. Vigilad aquel callejón mientras Jim abre la puerta.

El individuo en el interior del Banco reconoció la voz. Los ojos le destellaban de emoción. Al escucharla de nuevo sonrió:

—No diréis que os he engañado. Este es el Banco más fácil que hay en todo Arizona.

—Si lo que dices es verdad —profirió una voz—, yo me comprometo a abrir esa caja con un abrelatas.

—No nos va a costar ningún trabajo —dijo el que había hablado primeramente—. Y dentro hay mucho dinero, Jim. Este será tu último trabajo. Después de esto te puedes retirar con lo que te toque.

El hombre de dentro del Banco marchó de puntillas a guarecerse detrás del tabique de la caja. Las manos las tenía apoyadas en las culatas de sus Colts. Oíase a uno de aquellos intrusos —indudablemente, Jim,— emplear una palanqueta para abrir la puerta.

Al fin se oyó el crujido de la madera al quebrarse.

La puerta se abrió violentamente. El solitario personaje, detrás del tabique, pude distinguir hasta seis figuras que avanzaban aceleradamente. Esperó un momento hasta que logró divisar la silueta de todos ellos en la medía luz entre la caja y la ventana lateral. En este momento, apuntó simultáneamente con sus dos 45.

—¡Manos arriba! —exclamó con voz estentórea.

Los ladrones se quedaron rígidos y aunque no podía distinguírseles la cara, sus posturas denotaban asombro e indecisión. Dos de ellos levantaron las manos. Los otros cuatro, por el contrario, empuñaron sus revólveres.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

El estrépito en el interior del Banco era ensordecedor. Uno de los asaltantes enloqueció de pánico, al darse cuenta que con toda probabilidad la población, en masa, caería sobre ellos. El bandido sin pensarlo más salió corriendo como alma que lleva el diablo. El revólver del individuo que se hallaba detrás del tabique seguía disparando. De pronto, oyóse un lamento agónico y el ruido de un cuerpo pesado al caer sobre el suelo.

Dos de los bandoleros, los que habían levantado las manos, giraron sobre sus talones y echaron a correr hacia el callejón. Sin embargo, otros dos continuaban allí, o tres, para hablar con más precisión, pues uno de ellos estaba tendido en el suelo. Esos dos habían volcado la mesa, despidiendo al hacerlo una lluvia de papeles, además de los tinteros y las plumas, que rebotaban por el suelo en todas direcciones.

La mesa era de nogal y ofrecía una buena protección contra el plomo que vomitaban los revólveres del solitario personaje, allí parapetado.

Uno de los bandidos mantenía el fuego incesantemente. Este parecía ser el jefe de la partida. En uno de los momentos en que cesó de disparar para cargar el arma, se volvió airadamente contra los dos fugitivos diciéndoles:

—¡Aquí otra vez, compañeros! ¡No os vayáis! ¡No tengáis miedo! ¡Sólo hay un hombre y podemos con él!

Inmediatamente renovó el duelo. Él y su colega estaban mejor parapetados que los demás. La luz no era buena, pero los tiros iban acercándose al blanco cada vez más. Uno de los proyectiles dio en la manga al individuo que se ocultaba cerca de la ventanilla; otro le perforó el sombrero Stetson con que cubría su cabeza.

Pero el fuego del rival era incesante. Dos de los fugitivos penetraron por la puerta, pero tan sólo uno de ellos logró colocarse detrás de la mesa que estaba volcada. El otro dejó escapar un lamento de dolor y de rabia. El revólver le cayó al suelo. Había sido alcanzado por un proyectil en el brazo, y una vez más se retiró hacia la calle.

Los bandidos, sin embrago, tenían la ventaja de ser tres contra uno. Las armas al disparar producían el efecto de luciérnagas en la oscuridad, y las balas rebotaban contra la malla de la ventanilla y contra la pared del banco. El solitario seguía descargando su revólver, sin dar tregua a sus rivales. Uno de los disparos se vio recompensado con un alarido de dolor.

—¡Lo mejor que puedes hacer es tirar ese revólver, Bristow el “Halcón”! —ordenó autoritariamente—. Elige una u otra cosa; la cárcel o Boot Hill1.

El jefe de la banda lanzó una exclamación de sorpresa, al reconocer al personaje que así le hablaba. Su revólver, siempre humeante, dejó escapar un disparo más contra la malla de la ventanilla. Inmediatamente, se precipitó hacia la puerta y desapareció por ella.

Los otros bandidos se sintieron desfallecer, al observar que su jefe los abandonaba y huía. Los dos: uno con una herida leve y el otro con un rasguño en el hombro, imitaron a su jefe y salieron precipitadamente a la calle.

Allí se detuvieron un momento para soltar una descarga a su enemigo, que había dejado su parapeto para continuar la batalla a campo abierto, los fugitivos saltaron sobre sus caballos.

A toda prisa, el solitario cargó sus armas, en el momento en que a se oía galopar de los caballos en la huida. Un rayo de la farola cubrió a uno de los fugitivos.

El rostro del solitario se inundó de solemnidad al reconocerlo, y hubiera podido fácilmente herirlo en la espalda, pero había formado el propósito de agarrarlo con vida, aunque fuera al precio de dejar escapar a los demás. Así, se dirigió a toda prisa hacia el callejón en que había dejado su caballo.

De pronto se detuvo medio paralizado. Un hombre yacía en el polvo de la calle. El solitario se inclinó sobre él. El caído lo miró con ojos vidriosos.

—¡Me han herido! —murmuró con voz entrecortada. El herido se revolcaba en el suelo y lanzaba lastimeros quejidos.

El solitario lo levantó del suelo y lo llevó hacia la puerta del Banco.

Los ciudadanos de Summit empezaban ya a dar señales de vida. En las ventanas comenzaban a verse luces, y las gentes salían a la calle lanzando gritos, percibiéndose el ruido de fuertes pisadas en las aceras hechas de planchas de pino.

El solitario se desprendió de su carga junto a una farola. El herido lo miró con ojos apagados. De pronto pareció revivir en ellos la luz.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó.— ¡“Pistol” Pete Rice! ¿Es que ese golpe en la cabeza me ha vuelto loco o eres realmente tú, Pete?