CAPÍTULO III

LA ESTRATEGIA DEL BANDIDO

UNA vez seguro de que Sam Hollins no sería víctima de la violencia de la multitud, el sheriff Pete Rice se dirigió hacia la puerta trasera del Banco por la que desapareció en menos que se tarda en referirlo.

Pete no quería que nadie lo viese salir, pues se exponía a que los vecinos le obligasen a ir acompañado. Esto tenía tres inconvenientes. Su falta de experiencia en aquellas lides probablemente haría que se escaparan los bandoleros. Segundo, si éstos eran capturados, lo inmediato sería un linchamiento; y tercera, de entrar en batalla con los fugitivos, era siempre posible que cayeran en el encuentro varios honrados ciudadanos.

El sheriff se dirigió apresuradamente hacia el sitio en que tenía arrendado su caballo, Sonny, detrás de aquella pared de adobe. Levantó las riendas y montó sobre la silla.

—¡Adelante, Sonny! —le dijo al caballo—. ¡El deber nos llama a los dos!

El caballo partió al galope, sin esperar a que el jinete picara espuelas. Pete Rice consideraba a su caballo como un comisario más, y de hecho, el caballo ostentaba una estrella blanca en la frente, que naturalmente le daba la autoridad de un sheriff. Sonny había pasado con Pete Rice por innumerables peligros, en más de una ocasión había salvado la vida de su dueño.

Con los incidentes ocurridos en la población, después del intento de robo en el Banco, se habían perdido valiosos momentos, que el caballo trataba de compensar en su rápida carrera. Sonny partió al galope y al poco tiempo el rumor de las voces de los ciudadanos de Summit fue apagándose en la distancia, hasta perderse por completo. La sublime majestad de la campiña del Oeste se extendía ante Sonny, que devoraba la distancia. Pete había encontrado el rastro de los bandoleros, y el dar con ellos era sencillamente cuestión de tiempo.

Pete Rice encontraba instintivamente el rastro de su presa. Las gentes decían que el sheriff como los gatos, veía de noche, y esto que era una hipérbole creada por sus admiradores, al menos parecía ser verdad cuando se medía por los resultados.

Los grises ojos de Pete eran como los de un águila, y estaban acostumbrados a las sendas del Sudoeste, donde no había nadie que pudiera competir con él en el conocimiento del país, como no fuera un indio, llamado Hopi Joe, que vivía en la Quebrada del Buitre.

—¡No te duermas, Sonny! —exclamó Pete—, ¡mueve esas patas!

El caballo entendía las palabras del jinete, pues inmediatamente aceleró la marcha. La senda torcía hacia el Este, Pete pensaba dirigirse más tarde hacia el Sur, para cortarles el paso a Bristow y a sus compañeros, que probablemente tratarían de ganar la frontera.

El sheriff sonrió. Sabía que en aquella dirección los fugitivos serían alcanzados, pues había dado instrucciones a Capehart para que telegrafiase a todas las autoridades en los pueblos del Sur, donde la policía estaría esperándolos cuando llegaran, y de resolver los bandidos huir hacia el Norte, era seguro que Pete Rice y sus comisarios los atajarían más pronto o más tarde, aunque aquella noche lograran escapar a la persecución.

Las huellas de las herraduras se remontaban hasta lo alto de una colina y cruzaban luego una pradería, para perderse al fin en una región estéril y desierta. Sonny era tan seguro como una cabra, y entraba en las hondonadas con la misma rapidez que salía de ellas. La distancia que le separaba de los fugitivos iba siendo cada vez más corta, y Pete Rice se acercaba por momentos al lugar del peligro.

Las palmas de las manos las tenía junto a las culatas de nácar de sus revólveres, en los cuales veíanse las iniciales “P.R.”, dispuesto a esperar, si el combate se aplazaba, o a entrar en acción en un segundo, sí lo reclamaba así la ocasión.

Las huellas de los fugitivos doblaban ahora en ángulo, hacia el Sur. El rastro era más fácil de seguir de lo que Pete había creído. Los fugitivos continuaban todos juntos. La luna se remontaba por encima de una masa de nubes.

Pasó media hora. Sonny devoraba las millas, y caballo y jinete se encontraban ya al borde del desierto, dejando atrás el monte bajo, para penetrar en la región de los cedros, pinos y robles. Pete siguió su laberíntica ruta a través de macizos de robles y álamos y por en medio de selvas pobladas de pinos y de cedros. El aire era puro y cargado de fragancias.

Ordinariamente, los momentos más felices de la vida de Pete Rice eran cuando en nombre de la ley cabalgaba en persecución de los enemigos de ella. ¡Ley, orden! He aquí las dos mágicas palabras en que resumía su existencia. Por el mantenimiento de la Ley, el sheriff exponía gustoso su vida, con una sonrisa en los labios y un canto en el corazón.

Sin embargo, los grises ojos de Pete aparecían en aquella noche que consagraba al imperio de la Ley, densamente velados por la preocupación. Las líneas de su rostro revelaban la inquietud de su espíritu. Sobre su corazón pesaba todo el plomo que llevaba en su cartuchera. Pete Rice en aquellos momentos salía en busca, no solamente de Bristow el “Halcón” y su partida de facinerosos, sino también de Olin Swain, su amigo.

Y este episodio en la vida de Pete era también una manifestación de triunfo de la Ley. Pete Rice no cejaba nunca en la persecución de un delincuente, una vez que había encontrado el rastro. La amistad terminaba donde comenzaba la delincuencia, y Olin Swain era tan sólo un criminal como cualquier otro. Si Swain se había confabulado con los bandidos y había herido a Sam Hollins...

Un pensamiento asaltó al sheriff. ¡Si hubiera herido a Sam Hollins! ¿No habría mentido Sam Hollins? ¿Había dicho la verdad, cuando trató de explicar su presencia en el Banco en el momento en que se intentó el robo? ¿No cabía dentro de lo posible que Sam Hollins mintiera para protegerse él mismo?

Pete Rice hizo una mueca como si se hubiese llevado a la boca algo desagradable y trató de borrar de su mente aquellos pensamientos, con la misma resolución con que hubiese arrojado de su boca una fruta venenosa.

¡No!

Pete Rice admitió la posibilidad de que las cosas hubieran ocurrido tal como Sam Hollins las había relatado. El tendero de la Quebrada del Buitre era una persona honrada e incapaz de mentir.

Por otra parte, Olin Swain no parecía ser en nada distinto a Sam Hollins. Pete se acordaba de una vez en que había sido invitado a la casa de Swain en la Quebrada del Buitre.

Los perros de la casa habían ladrado gozosamente a la llegada de su amo. Los tres hijos lo habían abrazado y besado, y su esposa expresaba el orgullo que sentía de tener tal hombre por marido.

Y Pete se acordaba con emoción de aquella visita de la que había regresado con un paquete: un regalo para su madre en el día de su cumpleaños.

Era verdad que Pete hacia más tiempo que conocía a Hollins que a Swain, pero de todos modos, creía que lo había tratado lo bastante para reconocerlo. Uno de sus mayores orgullos era el de adivinar a un taimado bajo una máscara hipócrita de respetabilidad.

De todo aquel meditar, Pete Rice salió más confuso que antes, e inconscientemente temblaba y clavó las espuelas en los ijares del caballo. Este, no acostumbrado al acicate, saltó frenéticamente.

Dos puntos luminosos se destacaban en la nebulosa preocupación que invadía el ánimo de Pete. Sam podía haber, delirado, o podía estar equivocado. No era nada extraño que una persona con una herida en la cabeza padeciese de alucinaciones, dijese cosas absurdas y aun acusase a su mejor amigo con evidente falsedad.

Pete, en su carrera de sheriff, presenció casos de hombres enloquecidos por efecto de llevar una bala en la cabeza. Había visto a criminales empedernidos, en esas circunstancias, invocar el nombre de sus madres a las que no habían visto hacia años, y cuyas vidas habían acibarado con su propia conducta. Había, igualmente presenciado el espectáculo de unos labios maldicientes, entonar una plegaria que no habían repetido desde su infancia.

A pesar de todo, el sheriff no lograba desprenderse de aquella pesadilla que le oprimía el ánimo, aun en aquellos momentos en que marchaba a caballo con la mirada avizor y el oído atento a los más tenues rumores. Pete llevaba el revólver en la mano cuando Sonny, se encaramaba por la ladera en la dirección del río Bonanza. Una sorpresa podía esperarle allí.

Sin embargo, por ninguna parte se percibía señal de vida. El río se deslizaba perezoso y tranquilo. Unas cuantas millas más abajo, hacia el villorrio indio, el cauce de la corriente se inclinaba, y el Bonanza dejaba caer sus aguas en un torrente vertiginoso. En el paraje en que el sheriff se encontraba, sin embargo, el río discurría con poética placidez. El agua que durante el día era turbia, a la luz de la luna, rielaba como una cinta de plata.

En otros momentos, el espectáculo del Bonanza hubiera tal vez impresionado a Pete Rice con su majestad. En aquella hora de amargura, el alma del sheriff no respondía a los encantos de la Naturaleza.

¿Qué podría haberle ocurrido a Swain? ¿Habría desfalcado al Banco, asociándose luego con Bristow, con objeto de cubrir así el “déficit” causado por sus malversaciones?

¿Habría ocurrido en su vida alguna horrible tragedia que él no quería revelar? ¿Se habría vuelto loco a consecuencia de esa tragedia?

Pete Rice mantenía alerta la mirada, mientras en el pensamiento le daba vueltas al problema. Había seguido el rastro de los fugitivos a lo largo de la margen del río y se encontraba en aquel momento galopando a través de un pinar.

El camino se bifurcaba allí. La mirada del sheriff se clavó en el suelo. Parecía que los fugitivos, al llegar a aquel punto, se habían dividido en dos grupos. El problema consistía en saber cuál de las dos ramas de la bifurcación debía él de seguir. En rigor, el problema podía ser más complicado de lo que parecía. Pete Rice conocía aquellos andurriales y podía haber trazado el mapa de toda aquella sección en las tinieblas.

El camino se bifurcaba allí, pero unas cuantas millas más hacia el Sur, las dos ramas del camino volvían a encontrarse a poca distancia de la frontera, formando al hacerlo una línea cerrada, que encuadraba una gran extensión de terreno inculto y selvático.

¿No conocería Bristow el “Halcón” aquel lugar también? Varios de sus secuaces eran mestizos, tal vez no asesinos, pero extremadamente pobres, y como tales, fáciles de persuadir y sólo con algún riesgo. Esos hombres debían conocer palmo a palmo la frontera. Y siendo así ¿por qué se habrían separado?

Pete Rice creía saber la razón. Con tal estratagema, probablemente Bristow se proponía prepararle una emboscada en aquel sitio, cualquiera que fuese la rama de la bifurcación por que optara.

Pete miró cautelosamente en derredor. A lo largo del camino de la izquierda los árboles crecían con profusión. El camino de la derecha torcía después en la dirección del río Bonanza. La maleza era allí abundante, pero no había árboles.

Pete Rice optó por el camino de la izquierda, que le pareció más seguro para Sonny, y protegido también para él en caso de emboscada.

Pete Rice no vacilaba en arriesgarse hasta lo increíble cuando la situación lo requería. En el asalto al Banco de los Ganaderos, los bandidos sólo hubieran podido llegar a la caja pasando por sobre su cadáver. Pete hubiese protegido aquel dinero, que representaba el honrado sudor de tanta gente, con su propia vida. De esta manera entendía Pete Rice su misión, pero cuando las circunstancias no lo exigían, era un hombre cauteloso y discreto.

Sonny emprendió de un salto el camino de la izquierda. El sheriff iba preparado para cualquier contingencia, mas a pesar de ello, en su cerebro continuaba devanando aquel problema que cada vez parecía más insoluble.

No era nada nuevo para Pete Rice ver a un hombre honrado colocarse de pronto al margen de la Ley, aún en casos en que la transformación iba precedida de muchos años de una vida de honradez y de respetabilidad. Algo, indudablemente, les atacaba el cerebro, ya que en un instante se transformaban de ciudadanos honrados en vituperables criminales. Era como si un perro se hubiese vuelto rabioso de repente; un animal afectuoso que, inesperadamente, cesa de menear la cola, regocijado a la vista de su dueño, y se convierte en una fiera pronta a morder.

A un perro rabioso se le daba un tiro. Pero a un criminal...

El sheriff terminó su íntima disertación con una mueca indescifrable. Pete Rice tenía un concepto elevado de la amistad, pero la Ley era más que la amistad.

¿Se habla vuelto loco Olin Swain?

Las preguntas se retorcían en la mente de Pete Rice como si fueran serpientes venenosas.

¡Pam! ¡Ziss! ¡Paf!

Una bala pasó silbando junto a la cabeza de Pete y se empotró en un árbol a cortísima distancia de donde se encontraba. Una segunda bala rebotó a dos pulgadas de él.

¡Pete Rice había caído en la emboscada! ¡Y qué emboscada! A cierta distancia, hacia la derecha, un rifle vomitaba fuego por entre los matojos. El 45 de Pete no alcanzaba tan lejos.

No estaba seguro de si el tirador lo había ya visto. El bandido debía de guiarse del sonido para disparar: el sonido del galope de Sonny. Pero la puntería iba siendo cada vez mejor, y con aquellas balas blindadas, bastaba con dar en el blanco una sola vez.

El sheriff no tuvo mucho tiempo para meditar su plan de defensa. Pudo, en verdad, haberse apeado del caballo, avanzar por entre la maleza y tratar de silenciar aquel rifle, pero Pete Rice era demasiado veterano para incurrir en tal puerilidad.

Eso podía ser precisamente lo que sus enemigos buscaran: el que cayera de lleno en la trampa de alguno de los forajidos que lo cazara como un conejo. La muerte lo acechaba en el bosque. Un proyectil, le pasó rozando.

¡Pete no sabía qué hacer!