CAPÍTULO XV

PETE PREPARA LA TRAMPA

AQUELLA época no era la indicada para la compra de ganado. Sunrise Holden, sin embargo, había llevado unos cuantos novillos a la Quebrada del Buitre en la mañana siguiente al episodio en que estuvo a punto de perder la vida. Holden había arreglado el precio, con un tratante de Chicago.

El viejo Holden salió del pueblo con un fajo de billetes de Banco, capaz de enloquecer a cualquiera. Sunrise había sido toda su vida un hombre económico y cicatero. De momento parecía haberse operado una transformación radical en sus costumbres, y al pasar por la Calle Mayor del pueblo daba señales de regocijo y se conducía jovial y juguetón como un potro.

El dinero que llevaba en el bolsillo hubiera hecho la fortuna de cualquier vaquero en aquellos contornos, y Holden parecía gozarse en que todo el mundo supiera que llevaba una fortuna consigo.

Sunrise entró en el “Descanso del Vaquero” y convidó a beber a los contertulios, y después de pagar se marchaba sin acordarse de recoger el cambio de un billete de veinte dólares, que había dado al mozo del bar para pagar las copas.

Sunrise había sido siempre un hombre que contaba hasta los céntimos, pero ¡ahora se marchaba dejándose distraídamente en el mostrador el cambio de un billete de veinte dólares! Toda la población convino en que Holden debía llevar abundante dinero, y el hecho de que hubiera invitado a los vaqueros en la taberna, causó tal sensación en la Quebrada del Buitre como si Pete Rice se hubiera metido a bandolero.

Sunrise entró en el Banco para cambiar unos cuantos billetes por monedas de oro. J. Duane Mortimer, el presidente del Banco, se había enterado de la extraña conducta de Sunrise.

—Usted debía dejar el dinero en el Banco —dijo el presidente—. ¿Por qué no lo deposita aquí y le saca interés?

—Yo no quiero interés; me preocupa más el capital —dijo Sunrise con una carcajada irónica.

—Pero de ese modo —insistió Mortimer—, no sólo pone su vida en peligro, sino que también estimula a los malhechores de la comunidad. El pobre sheriff tiene bastante que hacer, así y todo. ¿No habría manera de persuadirle de que pusiese el dinero en el Banco?

—¡No! —dijo definitivamente Sunrise—. No tengo confianza en los Bancos. Son fáciles de volar, y además, los empleados del Banco muchas veces se escapan con el dinero. ¡No! Prefiero guardarlo enterrado.

Sunrise salió del Banco y siguió calle abajo hacia la tienda de Charley Bridger. Varias de las veces que Sunrise había visitado la tienda de Bridger, el viejo ranchero había tratado de llevarse los géneros a menos precio del que el propietario de la tienda había pagado en el almacén. El viejo Sunrise vacilaba mucho antes de abrir la bolsa, y Bridger lo sabía por experiencia.

Tan pronto como el tendero vio a Sunrise entrar por la puerta, le dijo jovialmente:

—Vamos a ver, viejo avaro, ¿qué esperas llevarte hoy de mi tienda sin pagar? Si tuviera unos cuantos parroquianos más como tú, haría ya tiempo que habría quebrado.

—Quiero un saco de harina y diez liras de judías —contestó Sunrise—, y dime cuánto valen, que no estoy dispuesto a discutir el precio. Tengo dinero en abundancia y de hoy en adelante voy a ser generoso con mis amigos.

Sunrise Holden dejó un billete de veinte dólares en el mostrador, recogió el cambio y se lo metió cuidadosamente en el bolsillo.

—¿No ves? Ni siquiera he contado el cambio —dijo—; podías haberme cobrado un par de dólares más y no me hubiera dado cuenta. De esa manera, Bridger, nunca te harás rico.

Este lanzó un suspiro.

—Hace tiempo que he abandonado la idea de hacerme rico, Sunrise. Toda mi ambición consiste en tener un agujero donde meterme, en comer tres veces al día y en poderme calentar al sol de vez en cuando.

Sunrise Holden salió a la calle. El fajo de billetes le abultaba en el bolsillo de atrás del pantalón, y hacia él concentraban sus miradas todos los haraganes y vagabundos que discurrían por la calle Mayor de la Quebrada del Buitre.

Sunrise montó a caballo y después de colocar a la grupa el saco de harina y las diez libras de judías que había adquirido en la tienda, se dirigió lentamente a su cabaña, entonando por el camino canciones vaqueras. El sol teñía de oro las crestas de las colinas. Al llegar al camino de Mesa se hacía ya de noche.

A mucha distancia se oía el galopar de un caballo, pero a Sunrise no parecía preocuparle la presencia de ningún personaje extraño en aquella soledad. Sin embargo, se apartó del camino y se ocultó detrás de un roble. En la distancia apareció un caballo con su jinete.

—¿Estás ahí, Sunrise? —exclamó una voz.

El viejo Holden salió de nuevo al camino y se colocó al lado de Pete, caballero en su magnífico alazán.

—Sólo quería estar seguro de que eras tú, sheriff —dijo—. ¿Qué tal lo he hecho? ¿No te parece que soy un buen actor?

Pete Rice se sonrió.

—Has exagerado un poco el papel —dijo el sheriff, con toda franqueza—. Es posible que no todos se hayan tragado el anzuelo, pero algunos estoy seguro que han caído en el lazo.

Los dos jinetes siguieron juntos por el camino.

—De todas maneras, nada se pierde con probar —dijo Pete—. Si algún bandido te ataca esta noche en la cabaña, para quitarte el dinero, estaremos preparados. He enviado a Teeny por delante, y si tuviéramos la suerte de coger a alguno de esos malhechores y hacerle cantar, podríamos sin duda hacernos con los jefes de la partida, en menos de veinticuatro horas.

La oscuridad había invadido el horizonte cuando se acercaban a la cabaña del ranchero. Al llegar a la cima de la colina, desde la cual se divisaba la casa de Holden, vieron que por las ventanas asomaba luz.

—Ese debe de ser Teeny, que está preparando la cena —dijo Pete—. Teeny es un buen cocinero.

Pete, sin embargo, no quería correr riesgos innecesariamente, y se dispuso a echar mano de su 45 en caso de sorpresa. El hombre en el interior de la cabaña no parecía fiarse mucho de nadie tampoco, pues entreabrió cuidadosamente la puerta y miró recelosamente, al mismo tiempo que empuñaba su Colt.

Así que Teeny vio quiénes eran los visitantes, los dejó pasar y dijo sonriente:

—¡Aten los caballos, señores, y entren a probar la cena, que está de primera!

Y Teeny tenía razón. Pete y Sunrise se sentaron a la mesa, después de haber atado los caballos. Teeny había encontrado abundantes provisiones en la cabaña y además él mismo había traído algunas.

La cena consistió en una especie de panecillos hechos en el horno de la cabaña, carne asada, patatas doradas, café y, para postre, un “pudding” que hubiera hecho chuparse los dedos a cualquier cow-boy.

Los tres camaradas se sentaron a la mesa y empezaron a saborear el rústico menú. Pete miraba al reloj con ansiedad. Hicks “Miserias” hacía ya rato que debiera haber llegado. El barberillo tenía instrucciones de venir a la cabaña por otro camino.

Sunrise Holden sacó regocijado el fajo de billetes que había causado tal conmoción en la Quebrada del Buitre. Del fajo separó unos pocos billetes. Estos eran legítimos. Los demás eran un macizo de papel verdoso que Sunrise echó al fuego de la estufa.

La supuesta venta de ganado a un tratante de Chicago había sido preparada por Pete Rice, cuya teoría era cazar los bandidos de una manera o de otra. Y a los jefes de los bandidos, más pronto o más tarde, los cogía también haciendo cantar a sus prisioneros. En el caso presente, se proponía seguir los filamentos de la tela de araña hasta encontrar la araña grande que en el centro se ocultaba seguramente.

La cena prosiguió alegremente. El menú preparado por Teeny fue un exitazo, y el propio comisario se había llenado ya el plato por tercera vez.

—¡Que me coma un coyote! —dijo—, si no haces todo lo imaginable para coger a Swain, Pete.

—Hago todo cuanto puedo —contestó Pete—. Quiero coger a Swain secretamente y dejar que el tribunal decida el castigo. La gente de este distrito está cada vez más alborotada, y si alguien que no sea yo prende a Swain, tendremos un linchamiento, y la situación es ya suficientemente mala para que nadie venga a empeorarla. Si Swain...

El sheriff no había terminado su frase. El galope de unos caballos se oía a corta distancia hacia el Sur. Pete se puso de pie de un salto y apagó la lámpara. Sacó luego sus dos 45, siendo imitado por Teeny.

Pete se fue hacía la ventana, se agachó hasta colocarse a la altura del alféizar y miró al exterior. Sunrise Holden, mientras tanto, examinaba su rifle a la luz de la luna, que brillaba a través de la ventana.

Instantáneamente cesó el galope de los caballos.

—¿Por qué apagáis la luz? —profirió en tono explosivo e indignado una voz desde afuera—. ¿Es que pensáis no darme de cenar? ¡Abrid esa puerta, y pronto!

Pete sonrió y volvió a encender la lámpara. Teeny abrió la puerta, y el pequeño “Miserias” se presentó en la habitación.

—La cena huele bien —dijo—, pero lo malo es que no tendré tiempo de aprovecharme. ¡Se acercan, Pete! Y a juzgar por las apariencias, Bristow y Swain vienen con ellos.

—¿Cómo lo sabes, “Miserias”? —Pete revelaba en sus ojos una ansiedad agobiante.

“Miserias” lo explicó en pocas palabras. Al venir había oído unos cuantos individuos a caballo y él había metido el suyo en la espesura. Al llegar el grupo a un punto muy cercano a aquel en que se encontraba, a uno de los caballos se le metió una piedra en la herradura, y el jinete se apeó para sacarla: “Miserias” se había acercado al grupo agazapándose cautelosamente para escuchar la conversación.

Como había sospechado, eran bandidos, y aunque no pudo entender todo lo que decían, oyó que los jefes sospechaban que Sunrise Holden no había procedido sinceramente aquella mañana en la Quebrada del Buitre, y que Pete Rice estaría en la cabaña del viejo ranchero en caso de ataque. Así, pues, iban a atacar la cabaña en masa, para coger también al sheriff.

—¡No podía haber salido esto mejor! —dijo Pete visiblemente regocijado.

—Pero a juzgar por lo que decían —continuó “Miserias”—, se proponen traer un pequeño ejército. Nada les daría más gusto que verte salir a ti con los pies por delante, y tal vez a ti también, Teeny, y a mí mismo.

—Mete el caballo en la cuadra, “Miserias” —dijo el sheriff—, y vuelve aquí en seguida, pues hemos de prepararnos para el ataque.

“Miserias” condujo el caballo a la cuadra y volvió a la cabaña. El sheriff, Holden y los dos comisarios se pusieron a hablar, aunque todos ellos estaban dispuestos a empuñar el revólver en cuanto amenazase el peligro.

El sheriff prestaba atención a los menores ruidos que llegaban de afuera. En dos ocasiones, dos viajeros pasaron por el camino hacia la montaña de Mesa Ridge. Siguió luego un largo intervalo de silencio, con excepción de los misteriosos sonidos de la noche en los parajes solitarios.

“Miserias” acabó de cenar. Se lavaron los platos. Sunrise fumaba en su pipa y Pete Rice continuaba mascando goma y mirando su revólver. Los cuatro personajes estaban sentados lejos de la ventana, y dispuestos a apagar la luz al primer indicio sospechoso.

De pronto se percibió al exterior una ráfaga de luz.

—¿Qué ha sido eso? ¿Una estrella fugaz? —preguntó.

Pete meneó la cabeza y se levantó de la silla para apagar la luz.

—No —dijo—. Eso era una flecha incendiaria.

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando se oyó el crepitar de las llamas en el techo de la cabaña. EL techo había comenzado a arder. Los bandidos se habían acercado a la cabaña sin ser advertidos y habían empleado uno de los ardides característicos de los indios: el de pegarle fuego a una casa desde lejos.

—¡Por vida de...! —exclamó “Miserias”, empuñando su revólver y dirigiéndose rápidamente hacia la puerta.

Pete lo agarró y lo echó hacia atrás con gran violencia.

—¡No seas bruto! —le dijo el sheriff—. Eso es precisamente lo que esos coyotes quieren: que salgamos para poder fusilarnos a mansalva.

Pete se agachó cerca de la ventana y empezó a disparar contra una arboleda cercana.

—Voy a probar si les hago contestar al fuego —dijo—. No sé por qué me parece que hay muchos en la partida.

Pete tenía razón. Sonaron varias descargas y los proyectiles se estrellaron contra las paredes de la casa. Era evidente que los bandidos habían desmontado y llevado a los caballos por la rienda al acercarse a la cabaña de Sunrise Holden. Los atacantes estaban bien protegidos, y todo lo que tenían que hacer era esperar que sus víctimas se vieran obligados a salir de la cabaña y acribillarlos a balazos.

Otra flecha incendiaria cortó el aire. Pete disparó hacia el punto de donde había salido el proyectil. Dejóse oír un lamento. Evidentemente, Pete había causado una baja.

El humo, sin embargo, iba entrando en la cabaña y el crepitar de las llamas en el techo era cada vez más perceptible. En unos minutos la cabaña sería una hoguera, pero si el sheriff, Holden o los comisarios trataban de salir, los bandidos los cazarían impunemente antes de darles tiempo a emplear sus armas. La luna seguía brillando en el firmamento y la claridad en aquella noche era casi tanta como si hubiese sido de día.