CAPÍTULO XVII

LOS REFUERZOS

PETE creía tener ya datos de positivo valor, pero para poder servirse de ellos, era indispensable escapar de allí. Una empresa de aquel calibre hubiera sido difícil para cualquier estratega, pero Pete, más que en el escape, pensaba en lo que iba a hacer una vez que hubiese escapado, y soñaba en que, con un poco de suerte, podría coger a Bristow y Swain antes de que se hiciera de día.

Teeny Butler había logrado impedir que los bandidos se acercasen al codiciado tronco desde el cual se proponían arrojar la flecha incendiaria. Esto no era obstáculo, sin embargo, para que los de afuera prosiguiesen tenazmente en su empeño, lo que indicaba tal vez, que el jefe les había prometido una buena recompensa si conseguían incendiar el baluarte de los sitiados.

Pete dejó al muerto arriba y descendió a reunirse con sus comisarios. El enemigo se preparaba para lanzarse al asalto por el lado que defendía Hicks “Miserias”. Pete con sus armas había añadido una nueva batería a las defensas y el ataque no era probable que prosperara, aunque había gran número de asaltantes ocultos en la arboleda.

—No se te ocurra, “Miserias” —dijo humorísticamente el sheriff—, asomar la cabeza por esa puerta, si es que quieres seguir con la barbería.

—Pues es el único sitio por donde se puede salir, o al menos, yo no veo otro —respondió el barberillo de la Quebrada del Buitre.

—Eso es precisamente lo que ando buscando —fue la respuesta de Pete—. Tú aguanta por este lado, y si me necesitas, me llamas.

Pete se puso al lado de Teeny.

—¿Cómo andas de municiones, Teeny? —preguntó.

—No te preocupes de las municiones. Tengo aquí bastante para abrirles diez agujeros en la barriga a todos esos hombres, en cuanto salgan de su escondrijo.

Pete no pudo menos de reírse.

—Muy bien —dijo—, la batalla se considera indecisa. Al menos de momento.

Pete había estudiado la situación. Tres de las paredes del establo estaban expuestas al fuego del enemigo, pero una no lo estaba; se trataba de una pared en la que no había ninguna ventana.

Pete echó todo el peso de su cuerpo contra aquella pared de tablas. Cogió luego la mesa y la arrastró hacia la pared.

Teeny comprendió la idea de su jefe.

—Déjemelo a mí, patrón —dijo el gigantesco comisario—. Este trabajo requiere un poco más de carne de la que tú llevas encima.

Pete ocupó el puesto de Teeny en la tronera, mientras su subordinado levantaba la mesa por encima de la cabeza. Teeny empujó la mesa con toda su fuerza contra aquella pared. El choque produjo el estrépito natural, que Pete apagó disparando al propio tiempo uno de sus 45.

Una vez más, Teeny descargó la mesa contra la pared, y el sheriff protegió la maniobra disparando el revólver. Al furioso impacto, saltó una de las tapas de la pared. La madera, ya gastada, no pudo resistir el golpe asestado por Teeny.

De este modo Teeny logró aflojar cuatro de las tablas verticales, las cuales arrancó con su hercúlea fuerza. La quinta tabla, sin embargo, resistió más que las otras, y Teeny y el sheriff tuvieron que servirse de la mesa como un ariete. Pete volvió a su tronera.

Pero en aquellos preciosos segundos había ocurrido algo que no esperaban. Uno de los bandidos había conseguido colocarse detrás del tronco. Unos instantes después una flecha lumínica describía un arco en la oscuridad y penetraba por el agujero en la parte de arriba del silo e inmediatamente se percibió el crepitar del heno seco al arder.

Los caballos empezaron a resoplar en cuanto notaron el humo y Pete se dio cuenta de que había de proceder con toda la premura posible, comprendiendo que si se declaraba el incendio, los caballos tendrían que ser sacados con los ojos vendados y que aun entonces, podrían resistirse a salir.

Para despistar a los asaltantes, Pete hizo varias descargas.

—¡Ya tenemos el agujero! —dijo Teeny orgulloso de su proeza—. No es muy grande que digamos, pero por ahí cabe uno por lo menos.

—Ya es bastante, —replicó Pete—. Podemos salir de uno en uno y nos habremos escabullido antes de que nos rodeen enteramente.

Teeny finalmente, arrancó una tabla más, con lo que quedó espacio bastante para pasar un caballo.

—¡Muy bien, patrón! —dijo Teeny.

Pete rompió de nuevo el fuego contra los sitiadores.

—Que salga primero Sunrise —ordenó el sheriff—, y así es probable que se ponga a salvo antes de que nos descubran. Luego, tú y “Miserias”, y el último me iré yo, que soy quien tiene el caballo más ligero.

El heno había empezado a arder; hasta abajo llegaban algunas briznas encendidas. Los caballos piafaban y lanzaban vigorosos resoplidos. Pero Teeny era autoridad en caballos.

Al jamelgo del viejo Sunrise hubo que vendarle los ojos. El ranchero montó y se alejó, sin que los bandidos se dieran cuenta de ello. “Miserias” lo siguió. El techo del silo ardía ya por todas partes y alumbraba el espacio que “Miserias” tenía que recorrer en la huída. Oyéronse gritos de alarma en las filas sitiadoras. Pete oyó disparar a “Miserias”, al mismo tiempo que Teeny salía también por el agujero que él mismo había abierto. Cuatro bandidos salieron al campo raso y dispararon contra los fugitivos. Pete esperó a que se pusieran a tiro para hacerlos retroceder con sus disparos.

Luego se acercó a Sonny, lo acarició y le habló con ternura, haciéndolo pasar por el agujero de la pared. Una bala pasó silbando junto a la cabeza del sheriff en el momento en que montaba. Sonny salió al galope, y el jinete, por primera vez en aquella aventura, creyó que podía salvarse.

El viejo Sunrise le había dicho que diera la vuelta alrededor de la arboleda y siguiese hacia la población, aunque Pete sabía que el ranchero y los comisarios tendrían probablemente que sostener varias batallas antes de ponerse enteramente a salvo.

Aquella maniobra, sin embargo, parecía haber desmoralizado a los bandidos, unos cuantos de los cuales saltaron sobre sus caballos para perseguir a los fugitivos. Una bala de “Miserias” alcanzó a uno de los perseguidores, que cayó rodando a los pies de su caballo.

La batalla había terminado. El resto de la partida volvió grupas y después de hacer unos disparos sueltos, abandonaron el campo.

Era muy raro que Pete Rice pidiera refuerzos a la población. Él y sus comisarios se sentían capaces de hacer frente por sí solos a cualquier situación que se ofreciese, pero el sheriff no había tenido la menor intención de hacer caer a sus subordinados en una trampa como aquella de la que acababan de escapar.

Pete meditaba en la forma de poder llegar al rancho que el bandido le había indicado al morir. No sabía tampoco la fuerza que Bristow y Swain reunían a su mando. Tal vez eran pocos: tal vez veinte o más. El caso, pues, requería la organización de una posse.

El “Descanso de los Vaqueros” no había cerrado aún sus puertas aquella noche, y pronto como la voz entre los contertulios de que Pete Rice andaba reclutando una posse y los cow-boys, que se hubieran rebelado ante la idea de guardar el ganado a aquella hora en el rancho, saltaron inmediatamente sobre sus caballos en la puerta del café, esperando que se les llamase.

Pete Rice salió al galope hacia la casa de Curly Fenton. Allí desmontó y se fue hacia el corral que había detrás de la casa y le echó a un caballo la cuerda al cuello, al mismo que montaba aquel bandido la noche del primer asalto al rancho de Sunrise Holden. Pete se había llevado al animal y lo había dejado en el corral de Curly Fenton.

Pete siempre creyó que aquel animal podría darle la pista del paradero de los bandidos, pero ahora que sabía que el rancho estaba en el camino de Summit tenía la segura certeza de descubrirlo.

—Soltaremos el caballo —le decía el sheriff a Fenton, mientras cabalgaban hacia el centro del pueblo—, y lo dejaremos que vaya a dónde le guía su instinto. Nosotros lo seguiremos.

Quince cow-boys estaban a caballo dispuestos a seguir a Pete Rice, cuando éste llegó al Café de los Vaqueros. Teeny y “Miserias” estaban hablando con el doctor Buckley, que montaba una magnifica yegua de pelo castaño.

Tom Welcome, aunque había nacido en la ciudad, sabía montar a caballo y había comprado un animal dócil a un tratante de la población. Hopi Joe, el rastreador indio, que generalmente se hacía pagar por su trabajo, ahora consideraba un privilegio que se le permitiese salir con la caravana.

Dos jóvenes, los hijos del ranchero Runnison, que por casualidad se encontraban en el pueblo, se unieron a la posse, y aunque en otro tiempo habían sido enemigos de Pete Rice, eran ahora sus mejores aliados.

El padre de los Runnison era quien había regalado a Pete Rice aquel par de revólveres con sus iniciales en las culatas. Esos revólveres habían pertenecido a un antepasado de Runnison, llamado Pike Runnison, y sus iniciales servían para Pete Rice.

El sheriff iba a recibir una doble sorpresa en el momento en que salía de la población a la cabeza de la cabalgata. Hacia él galopaba un individuo con la cabeza vendada y acompañado de otro individuo alto y de cabellos grises.

El del vendaje era Sam Hollins, que estaba ya casi curado de la herida que recibió en la cabeza la noche del atraco frustrado al Banco de los Ganaderos.

—No estoy aun bien para atender a mis negocios —dijo muy acalorado—, pero cuando se trata de ir a la caza del coyote que me dio el golpe en la cabeza, no puedo pasarlo por alto.

El compañero de Hollins era Duane Mortimer, presidente del Banco de la Quebrada del Buitre. Mortimer no tenía en aquel momento aspecto de banquero, pues llevaba un sombrero de cow-boy y un par de revólveres al cinto.

Pete no había visto a Mortimer desde el día que habló con él en el Banco, y él no acababa aún de comprender la razón de que Mortimer no le dijese la verdad en aquella ocasión. La posse galopaba por la calle abajo, cuando Sunrise Holden se sumó a la comitiva.

—Me había entretenido tomando unas copas —le dijo a Pete—, y a poco os pierdo de vista. Supongo que no esperabas irte sin mí, Pete.

—Tú vete a dormir, Sunrise, que ya las has pasado bastante gordas hoy —dijo Pete—. Ve al Hotel Arizona y diles que te den un cuarto, y lo pago yo.

El viejo ranchero quería ir con los demás, pero Pete Rice lo trataba como a un díscolo adolescente. El pobre ranchero estaba muy fatigado y nervioso después de la aventura de aquella noche.

—¡Por vida de...! —exclamó—. No sé por qué no he de ir yo, cuando van los demás. Y aun quedan unos cuantos que vendrán de un momento a otro.

Pete, sin embargo, insistió en que el ranchero se fuera a dormir y se dejara de meterse en aquellos trotes, impropios de su edad y de su estado. Pete mascaba goma furiosamente al frente de su posse, cuando ésta desfiló por delante de la casa de Curly Fenton, en la dirección del camino de Summit.

—Pareces preocupado, Pete. ¿Qué te pasa? —le preguntó Fenton.

—Sí que lo estoy —replicó Pete—. No me gusta llevar conmigo a una serie de aficionados, que probablemente nos impedirán hacer todo lo bueno que haríamos nosotros. Son las cosas pequeñas las que me preocupan. Las grandes no tienen remedio y así, ¿para qué preocuparse de ellas? Si esta gente le echa mano a Swain, estoy seguro que lo ahorca y no tengo intención de que en este distrito haya ningún linchamiento.

Pete comprendía perfectamente el encono que prevalecía contra Swain. Los ciudadanos de la Quebrada del Buitre iban a la caza de criminales ordinarios sin otro propósito que el de cazarlos para que no hicieran más daño, y le daban un tiro a cualquier renegado de la frontera con la misma lógica y naturalidad que aplastaban a una serpiente venenosa. Pero en el caso de Swain, la multitud sentía una profunda aversión hacia el hombre que había sido uno de ellos y luego los había traicionado.

La posse avanzó por el camino de Summit, a través del campo raso. Pronto se encontraron atravesando la selva virgen, y por doquier se oían los aullidos de los lobos, coyotes y jaguares.

Pete guió la expedición por el camino abandonado y luego torció a lo largo de una vereda que conducía a las lejanas montañas. Curly Fenton llevaba de la rienda al caballo negro, que seguía al trote, con las orejas levantadas, como si percibiera el calor del establo en la cercanía. Al llegar la cabalgata a una bifurcación del camino bordeado de plantas espinosas, Pete soltó el caballo negro. El animal aspiró el aire, relinchó y salió corriendo por la vereda que conducía a la región inculta, al otro lado de Summit.

En los labios de Pete se dibujó una sonrisa. El caballo negro señalaría el camino que debía seguir, pues inevitablemente se iría hacia su rancho, y todo lo que la posse tenía que hacer, era no perderlo de vista.

El camino era un denso chaparral, a través de desfiladeros y algunas planicies cubiertas de artemisa. El caballo bordeó una quebrada y salió al galope en la dirección de un pinar. Más abajo, recostado en la ladera, estaba el pueblo de Summit, pero el caballo se fue en la dirección opuesta. Pete seguía al animal de cerca, y la posse seguía a Pete.

A medianoche la cabalgata se encontraba al pie de las montañas. En la distancia, recortadas contra la luz de la luna se divisaban unas espiras y pináculos de roca.

Inesperadamente, el caballo relinchó tres veces, aceleró el paso y se lanzó a través de un prado, en dirección a un rancho situado en un claro de la espesura, bordeado de álamos.

Pete Rice sintió que el corazón se le saltaba del pecho. La última vez que recordaba haber visto aquel rancho, estaba vacío y desmoronándose. En aquel momento varias luces se filtraban a través de las ventanas.

El rancho estaba, ocupado, y todo permitía suponer que aquél era el lugar que indicó el bandido en su confesión de muerte en la cabaña de Sunrise Holden. Pete tiró de las riendas del caballo y levantó la mano como señal de que los de la posse cesaran de hablar. Los jinetes le rodearon presurosos.

—Me parece que aquel rancho, en medio de la arboleda es el sitio a donde vamos —dijo Pete—. Llevad los caballos al paso de aquí en adelante, para que esa gente no sospeche y cuando llegue el momento partid a galope tendido. No sé por qué me parece que esos coyotes están ahí ahora.

La posse acogió las palabras del sheriff con un murmullo de expectación.

Pete llevaba a Sonny al paso a la cabeza de la comitiva.

Nada parecía indicar que la presencia de la posse no había sido advertida por los del rancho, sobre todo teniendo en cuenta que aquella cortina de árboles ocultaba a los jinetes.

De ser aquel rancho la guarida de los bandidos, lo probable era que hubiese uno de ellos de centinela, aunque pudiera haberse quedado dormido o estar tan confiado, que la posse podría acercarse a cien yardas de la casa, antes de que sonara el disparo de alarma.

El caballo negro relinchó a cierta distancia. El animal pasaba por delante de las cuadras, a unos pocos centenares de yardas de la vivienda. Pete no creía que el relincho del caballo despertara en el rancho sospecha alguna. Muchos son los caballos que relinchan en un rancho, y los bandidos, si realmente estaban allí, lo considerarían una cosa muy natural.

La posse avanzaba lentamente, y Pete sentía que la victoria estaba al alcance de su mano. Como medida de precaución, se aprovechaba de cuantos medios le ofrecía el terreno para ocultarse, y así, después de colocar a su gente detrás de una fila de rocas, se parapetó detrás de unos árboles.

Pete tenía confianza en la gente que lo acompañaba, y lo esperaba todo de su comportamiento y disciplina. Bristow y Swain probablemente serían capturados sin necesidad de disparar un tiro, y luego la posse misma ayudaría al sheriff a poner a los criminales bajo la jurisdicción del Tribunal.

En su viaje de regreso a la Quebrada del Buitre, Pete se proponía no pasar por Hondonada Ardiente, un villorrio construido por la empresa del ferrocarril y cuyos ciudadanos eran un tanto levantiscos.

Al amparo de los árboles, Pete detuvo su caballo y levantó la mano para reclamar silencio. Las instrucciones finales las dio en voz baja. Cuatro hombres fueron designados para dar la vuelta al rancho, hasta colocarse en el lado opuesto al que se encontraba el grueso de la fuerza.

—Llevad los caballos al paso. Me parece que no saben aún que estamos aquí, y...

¡Bang!

La detonación de un 45 interrumpió el silencio de la noche. El disparo había salido de la posse misma. Sam Hollins y Tom Welcome desahogaron su indignación en horribles blasfemias.

—¿Qué diablos le paga a usted, Mortimer? —preguntó Hollins, con acento airado—. ¿Está usted nervioso? ¿Es ésta la primera vez que sale usted con una posse?

—Ustedes dispensen —dijo Mortimer. Pete había llegado ya al lado del banquero.

—No sabe usted cuánto lo siento, sheriff —dijo Mortimer con voz temblorosa—. No me puedo explicar cómo ha podido ocurrir... El dedo se me fue al gatillo sin darme cuenta...

—¡Adelante, muchachos! —ordenó Pete—. ¡No hay que esperar más! Este tiro ha dado la alarma a los del rancho.

En verdad, dentro de él se escuchaban ya los gritos y desde una de las ventanas había comenzado a disparar un Winchester. Las balas silbaban alrededor de la posse.

—Ponerse a cubierto, de momento. Ya asaltaremos la casa.

Las balas llovían cerca de Pete y de sus hombres. Aquel disparo accidental había dado la alarma, y si los de la posse salían al campo abierto, serían fácil blanco de aquellos mortíferos Winchesters. Dos rifles más disparaban desde las ventanas.

Uno de los cow-boys cayó herido de un balazo en el hombro.

Pete clavó las espuelas a Sonny y dio la orden de avanzar. Los del rancho no cesaban de disparar y el caballo de Sam Hollins cayó muerto de un tiro en la cabeza. Sam había caído a tierra y no podía sacar la pierna, que tenía aprisionada debajo del cuerpo del animal.