CAPÍTULO IV
UN HOMBRE SE VUELVE LOCO
PETE no sacó el otro revólver. En lugar de ello, volvió a meter en la funda el que llevaba en la mano. Un revólver no sirve de nada cuando no se distingue el blanco o cuando éste se halla tan lejos, que no hay manera de alcanzarlo.
El sheriff en la emboscada miró en derredor. A breve distancia, un poco hacía la izquierda, se veía una rama que colgaba de un pino. Oprimió las espuelas a Sonny. Tenía que pasar por un claro iluminado por la luna y esperaba una rociada de plomo al llegar a aquel sitio.
Sus vaticinios se cumplieron en toda la línea.
¡Pam!
La bala se estrelló a considerable distancia de Pete.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Los 45 entraron en acción. Uno de los proyectiles dio de refilón en una de las botas del sheriff.
Otra bala le arrancó uno de los frunces de los zahones. Pete Rice se movía ágilmente y no ofrecía punto seguro al blanco de sus enemigos. Por otra parte, el bandido emboscado no tenía tiempo para apuntar, y así el sheriff pudo escapar inmune a los ataques de sus adversarios.
El jinete y su caballo pasaban de la luz a la sombra con la inquieta rapidez de un murciélago. En un momento, Pete sacó los pies de los estribos echó las manos por alto. Sonó otro disparo, y la bala pasó a gran distancia del sheriff.
Este se agarró a la rama de un árbol, incitó a Sonny con el pie para que se apartase de la línea de fuego, y se encaramó en el árbol.
¡Bang! ¡Bang! ¡Poo-oom! ¡Bang!
Los disparos de los 45 del rifle continuaban cortando el aire y sonaban como los ladridos de unos fox-terriers que acosaran juguetonamente a un lebrel o a un perdiguero.
Los enemigos de Pete salieron al fin de la emboscada y Pete percibía ya el ruido producido por sus botas al rozar la maleza. Los 45 seguían disparando.
Pete se adentró en la frondosidad del árbol y por entre el encaje de la enramada espiaba a sus perseguidores, y aunque de momento no podía divisarlos, percibía sin dificultad los llamarazos de sus disparos, que iban a cercándose en la dirección del sitio que él ocupaba.
Pete sospechaba que, con excepción de aquellos escasos momentos en que se había visto expuesto a la luz de la luna, sus enemigos más bien lo habían oído que visto. En aquel momento concentraban el fuego en el lugar en que lo había sorprendido, resultaba completamente inofensivo.
Con excepción de una bala que se incrustó en el tronco del árbol en que se hallaba, los otros disparos dieron a gran distancia, como podía apreciarse por el ramaje que se desprendía en la trayectoria de la bala. Pete en el árbol recibía la impresión de encontrarse en un bohío contra cuyas paredes se estrellasen las descargas de sus enemigos.
Los disparos cesaron por un momento. A cierta distancia se oía el pisar de Sonny sobre la hierba seca. Alguien lanzó un grito en español y un momento después volvieron a sonar los 45, que barrían el sendero por donde marchaba la cabalgadura de Pete, quien determinaba la dirección en que venían las balas por los lívidos llamarazos de los disparos.
Nerviosamente, esperaba el momento de oír el relincho agónico del caballo, al ser herido. El sudor le corría por la frente. Oyóse un juramento en español. Con profundo alivio de Pete cesó el fuego. Sonny había llegado a un punto lo suficientemente lejano para que no le pudieran alcanzar las balas. Los enemigos de Pete creyeron que el jinete había partido juntamente con el caballo y no sospechaban que su presa estaba todavía oculta en el árbol.
Dos individuos con enormes sombreros aparecieron arrastrándose entre la maleza, a la derecha de la senda, y se dirigieron al pino en que se guarecía Pete.
—Se ha marchado, chico —dijo uno en español—. Habrá que oír al jefe, cuando se entere de que se nos ha escapado.
Su compañero no dijo una palabra. A Pete, le pareció ver que se encogía de hombros en indiferente ademán.
Cuando el bandido se detuvo y rascó una cerilla, para encender un cigarro, Pete observó que llevaba una especie de cabestrillo hecho con un pañuelo o serape, que le colgaba del cuello, y en el que le descansaba el brazo derecho. El sheriff supuso que aquél debía ser uno de los bandidos que tomaron parte en el frustrado asalto al Banco de los Ganaderos.
Principalmente le intrigaba saber dónde pudiera hallarse el jefe de la banda, Bristow el “Halcón”. Un juramento en inglés dejóse oír en la maleza, en la que se percibía también el ruido de unas botas contra la hierba seca. Una masa humana, de vigorosa corpulencia surgió finalmente de la oscuridad.
—¡Sois todos unos imbéciles! —gritó con voz atronadora—. Se os ha escapado, ¿eh? ¿Por qué, diablos, no disparasteis contra el caballo?
El aire resonó con una nueva serie de juramentos e interjecciones. Pete Rice halló la situación bastante divertida. Bristow el “Halcón” probablemente, carecía de muchas cualidades, pero no podía negarse que sus gritos y blasfemias eran de lo más escogido.
—No sé por qué me parece que te la vas a “cargar”, Ramón —dijo el del brazo en cabestrillo—. Yo tengo la excusa del brazo.
Ramón contestó en tono tan bajo, que Pete Rice no logró entender lo que decía. Unos momentos más tarde, se unió a sus secuaces que lo esperaban bajo un árbol. Bristow llevaba un rifle. Sus blasfemias cortaban el aire y se dejaban oír a larga distancia.
—No lo hemos podido evitar, señor Bristow —dijo uno de los bandidos—. Nosotros oímos el caballo, vimos una sombra que parecía un fantasma. Un segundo después lo vimos a la luz. Disparamos contra él, y el hombre se desvaneció en el aire. Yo creo que es uno de esos magos o encantadores.
Bristow el “Halcón” le dio un empujón al que así hablaba, y se agachó para observar las marcas de las herraduras en el sendero. Siguiólas por una corta distancia y luego regresó.
—¡Debisteis colocaros más cerca del sendero, idiotas! —exclamó furioso—. ¿Es que teníais miedo? ¡Mal rayo!...
—Chico y yo hemos hecho lo que usted nos dijo —insistió el bandido llamado Ramón—. Usted dijo que no disparásemos más cuando Chico y yo podríamos haberlo cazado como un pájaro.
Bristow el “Halcón” continuó maldiciendo a sus secuaces y profiriendo blasfemias más fantásticas que reverentes. Bristow había trazado sus planes, que él no creía podrían fallarle en modo alguno y no se resignaba a reconocer su propia culpa en el fracaso.
—Si hubiera venido por el otro camino, le hubiera volado la cabeza en un minuto —dijo—. Yo no me aparté del borde del camino, en tanto que vosotros es metisteis en un sitio en que os sentíais seguros.
El bandido con el brazo en cabestrillo no decía una palabra. El otro, Ramón, parecía estar enojado. El sheriff desde su atalaya, se daba cuenta de lo bien que Bristow había preparado la emboscada para cogerlo.
Si Pete hubiera seguido la vereda opuesta, con toda seguridad hubiera quedado vacante el puesto de sheriff en la Quebrada del Buitre. Pero Rice al evitarla, se había guiado de su intuición, aunque tal vez las plegarias de su madre, que le acompañaban en todas sus aventuras, le habían salvado la vida en aquella ocasión. Pero fuese una cosa u otra, o sencillamente su buena estrella, la que lo había protegido, lo cierto era que Pete Rice estaba a salvo y que los tres bandidos habían caído en la trampa.
El sheriff en aquel momento llevaba en las manos los dos revólveres de culatas de nácar. Los tres bandoleros eran un blanco infalible y pudo haberlos derribado, uno a uno, como esas figuras de escayola que se ven en las galerías de tiro. Pete, sin embargo, era un hombre que sólo disparaba en defensa propia y a demás, tenía especial interés en coger vivo a Bristow.
Con uno de sus 45 encañonó a Bristow, en tanto que con el otro apuntaba al mejicano Ramón. Iba ya a proferir el mandato de que soltasen sus armas y pusiesen las manos en alto, pero se dio cuenta de que podía permitirse el lujo de esperar.
¿Estaría Swain por allá? ¿Se le habría asignado algún puesto en aquella emboscada tan minuciosamente preparada? ¿O habría regresado al pueblo por otro camino? Probablemente —pensó el sheriff— Swain proyectaba llegar a su casa antes del amanecer, para ponerse a tiempo su máscara de respetabilidad y reanudar con ella su trabajo en el Banco, aunque era igualmente probable que, en vista de haber fracasado el robo, hubiera emprendido la marcha hacia la frontera, antes de que se descubriese el desfalco.
—¿Quién anda por ahí? —exclamó una voz algo apagada por la distancia— “Halcón”.
—¡Por aquí! ¡Hacia la izquierda! —contestó Bristow.
—¿Lo has atrapado? —preguntó la voz, todavía a la distancia.
—Estos imbéciles lo han dejado escapar —gritó el forajido.
Pete aplazó la intimación a los bandidos para que se entregaran. De estas manera, pensaba atrapar a cuatro en lugar de tres. La voz que se oía en la distancia podía ser la de Swain.
Oyóse el ruido que producía la llegada del nuevo personaje, al avanzar a través de la maleza. La figura que al principio aparecía borrosa, empezó a recortarse con más claridad, a medida que se acercaba. Los cuatro bandidos estaban ya a merced del sheriff.
Las manos de Pete Rice temblaron por primera vez en su vida. ¡Aquel bandido que se sumaba al grupo de Bristow y los dos mejicanos, aquella figura de amplios hombros, con uno de ellos un poco más alto que el otro y el sombrero Stetson con el pico retorcido, le era familiar!
Los cuatro forajidos conferenciaron, llevando Bristow la voz cantante. Su conversación estaba salpicada de estruendosas blasfemias. Bristow rascó una cerilla en el cañón de su revólver y la llevó al cigarrillo que le colgaba de los labios.
La llama reveló los ceueles rasgos de su fisonomía. Al mismo tiempo descubría el perfil del recién llegado: su nariz aguileña, la del sheriff estaban tan tensos, que parecían eminencia en el labio superior y unos mechones de pelo ya gris que asomaban por debajo del Stetson.
Los músculos en la angular mandíbula a punto de quebrarse. Olin Swain no era lo que podría llamarse un hombre guapo, pero sí un tipo de impresionante masculinidad, que trocaba su fealdad en hermosura.
¡Y pensar que Pete había podido creer que aquel rostro era indicativo de firmeza de carácter! Su decepción no era menor que la que hubiera experimentado si su fiel caballo, Sonny, le hubiera dado traicioneramente un par de coces.
En su corazón no había ya un adarme de compasión, y en sus venas fluía la indignación y la cólera. ¿Lo has atrapado ya? ¡Y era Olin Swain quien lo había preguntado! ¡Olin Swain, el hombre que él había considerado como uno de sus mejores amigos!
La boca del sheriff se convirtió en una línea irregular y en sus ojos resplandecía la cólera.
Pete Rice, sin embargo, sentía pena y compasión por la esposa y los hijos de Swain. Este, indudablemente, se había vuelto loco, o llevaba dentro de él el alma de un lobo, con todas las apariencias externas de un fiel mastín, guardador de su hogar y de su familia.
En aquellos momentos tan amargos, Pete Rice se había olvidado del “Halcón”. De éste nadie podía esperar más que mal, pero la presencia de Swain en aquel sitio había derrumbado sobre la cabeza de Pete Rice todo el edificio de la fe en la naturaleza humana, y jamás podría volver a tener confianza en nadie y en nada: exceptuando, claro está, a sus comisarios Teeny Butler y Hicks “Miseria”. Mientras los bandidos conferenciaban en voz baja, un pensamiento asaltó la mente del sheriff.
¿Por qué no matar a Swain en el sitio mismo en que se encontraba? Y ¿por qué no matar a Bristow? Este, al fin y al cabo, era un asesino que merecía la muerte y a quien ya habrían ahorcado, a no ser por el picapleitos que lo salvó del patíbulo.
Este pensamiento lo asediaba irresistiblemente. Sus secuaces se irían para la frontera y nada dirían de aquel episodio. A Sam Hollins no sería difícil tampoco sellarle la boca, pues era hombre de corazón tierno cuando se trataba de mujeres y niños. Una vez que Sam conociera las circunstancias, comprendería la necesidad de guardar silencio.
De este modo se borraría la infamia sobre la memoria de Swain y habría manera de inventar alguna mentira que salvase el honor de la familia. Podría decirse, por ejemplo, que Swain había muerto al lado del sheriff en un encuentro contra los bandidos. Su esposa lo lloraría, pero al menos quién sabe si Pete Rice lograría obtenerle una pequeña pensión como viuda de un hombre que había sacrificado su vida en una noble empresa.
Mas, pronto este pensamiento se disipó en la mente del sheriff.
¡No!
Él no tenía derecho a acabar con la vida de aquellos criminales. Esta era la función de la Ley. El juez Grange y el jurado eran los llamados a resolver ese punto; no él. La misión de Pete Rice era detenerlos y ponerlos a disposición del juez. Eso era lo que la Ley mandaba.
Empuñó los revólveres, y ordenó:
—¡Arriba las manos! ¡Tú, Swain y tú, Bristow! ¡Suelta ese rifle, que no te sirve para nada!
Pete sabía la clase de gente con quien se las había, y que lo más lógico en aquel caso hubiera sido sencillamente matarlos sin entretenerse. Pero el honor y la dignidad de su cargo le impedían proceder lógicamente.
Bristow el “Halcón” se enderezó al oír la imperativa voz del sheriff y soltó el rifle. Ramón, sin embargo, tratando probablemente de redimirse ante su jefe, se revolvió rápidamente y disparó tres tiros contra el árbol.
Una bala cortó el aire con un gruñido salvaje y se alojó en el tronco cerca de la cabeza de Pete, levantando una astilla que se clavó en la mejilla del sheriff.
Los tres compañeros de Ramón, se escurrieron, espantados como conejos.
Echáronse los tres a tierra y comenzaron a disparar contra el árbol.
El sentimiento de humanidad y de respetuosa observación de la Ley que había guiado la conducta de Pete, se había vuelto en su contra. Pete se veía otra vez luchando por defender su vida contra un enemigo superior.
Su rostro volvió a reflejar la tensión muscular que expresaba la suprema determinación que le embargaba.
Sus revólveres vomitaban fuego. Un penetrante alarido y un lamento en español se dejaron oír en la espesura. Las palabras cesaron súbitamente. Ello quería decir que Chico o Ramón habían pasado a mejor vida. Pete Rice, a pesar de su odio instintivo de privar a nadie de la vida, había acabado con la de uno de esos bandoleros.
El sheriff había entrado en acción. Instintivamente, sabía cómo conducirse en un caso como aquél. Las armas de los bandidos disparaban, pero los proyectiles no alcanzaban a Pete Rice, que había vuelto a colocar el revólver en la funda y se encaramaba por las ramas del árbol hasta ganar, con la agilidad de un gato montés, las de otro árbol.
Estas crujían bajo su peso. Inmediatamente, los Colts del enemigo empezaron a disparar, y las balas llegaban cada vez más cerca, pues los bandidos habían descubierto la situación del sheriff. Se encaramó sobre una rama cerca del tronco y se expuso a que le alcanzara alguno de los proyectiles que silbaban a su alrededor.
Una bala le rozó la mandíbula, y la dolorosa sensación casi le hizo perder el equilibrio. Sin embargo, instintivamente, siguió con las manos agarradas a la rama del árbol y con el balanceo se sacudió el aturdimiento que momentáneamente le había embargado.
El ruido de los disparos apagaba el que él mismo producía saltando de un árbol a otro, con la agilidad de un jaguar. Al llegar a unos treinta pies del primer árbol, decidió descender saltando al suelo protegido por la oscuridad reinante.
Los bandidos seguían haciendo fuego contra el árbol en que habían oído crujir una rama. Pete, que sabía dónde estaban sus enemigos, describió cautelosamente un ancho círculo, y avanzando sin ser visto, llegó hasta unos diez pies de uno de los bandidos. Swain y Bristow habían desaparecido, y Pete no sabía dónde se encontraban. El bandido cerca de quien se hallaba era Ramón o Chico, a juzgar por el tipo de sombrero que llevaba.
—¡Manos arriba! —gritó Pete.
El forajido volvióse rápidamente y percibió él brillo de los cañones de los revólveres del sheriff. Levantó enseguida en alto las manos dejó caer su 45.
Pete Rice se agachó a cogerla, sin perder de vista al otro, y dispuesto a meterle una bala en el cuerpo si trataba de sacar algún otro revólver que pudiera llevar escondido. El bandido, sin embargo, estaba amedrentado y era inofensivo en aquellos momentos. Pete reconoció a Ramón, ya que su colega Chico era el que llevaba el brazo en cabestrillo.
—¿Dónde están los otros? —preguntó imperativamente Pete, mientras barría con la mirada los árboles y matojos, dispuesto a entablar un duelo con sus enemigos en caso necesario.
—Se han marchado al campo —dijo Ramón, con el espanto en la voz y en la mirada. La cara de Ramón no era repulsiva, pero las cicatrices y la vida miserable que llevaba le habían dado un aspecto siniestro.
—¿Es verdad lo que dices? A mí no me vengas con mentiras. ¿Dónde está el campamento?
—Está ahí abajo, hacia el río Bonanza. Me dijeron que me escondiera y los esperase, que ya volverían. Ellos creían que usted se había escapado, e iban a buscarlo con toda su gente por estos sitios.
Pete, después de coger el revólver del bandolero, le aflojó la canana.
Bristow y Swain podían volver cuando quisieran, ya que Pete, con tres armas de fuego y todas aquellas municiones se consideraba seguro en aquel baluarte.
—Dame el cinturón —le dijo Pete al cautivo—, que te voy a atar a un árbol. ¡Y no te olvides que te puede salir mal la cuenta si me vienes con mentiras!
—Yo no le miento a usted —dijo Ramón al mismo tiempo que entregaba el cinturón—. He visto que se llevaban los caballos y...
—¡Yo que tú no me molestaría en atar a ese hombre! —dijo una voz suave y acompasada que salía por entre la maleza, a unas veinte yardas de distancia—. ¡Lo mejor que puedes hacer es soltar las armas y poner las manos en alto!
Era la voz de Bristow el “Halcón”. Por toda respuesta, Pete disparó tres tiros al azar y se hundió en la maleza. Había empezado un duelo a muerte, en el que caería Bristow, o pronto habría un nuevo sheriff en la Quebrada del Buitre.
Pete no podía menos de sorprenderse de aquel tono retador en la voz de Bristow, después que éste había salido huyendo cuando se encontró con Pete Rice en el Banco. ¿A qué venía a desafiarlo ahora?
El “Halcón” estaba bien defendido, pero Pete no lo estaba menos, y con su acostumbrado arrojo, podía liquidar para siempre la carrera criminal de Bristow.
—¿No quieres hablar conmigo, sheriff? —preguntó Bristow desde su escondite, con el mismo tono retador.
—Lo único que te voy a decir es que voy a contar hasta tres para darte tiempo de que salgas con las manos en el aire, y si no lo haces, “Halcón”, te voy a volar la cabeza. ¡Uno!
Oculto en la maleza, Bristow lanzó una sonora e insultante carcajada.
—¡No acabes de contar, sheriff —dijo—, a no ser que te quieras quedar sin el caballo, al que supongo le tendrás algo de cariño.
Pete Rice sintióse desfallecer. Tal vez Ramón había mentido, o quizá había emprendido el viaje hacia el campamento de los bandidos en Bonanza. Pero Bristow se había tropezado con su Sonny y tenía el magnifico animal como prenda o rehén para parlamentar con Pete. Todo el distrito de Trinchera sabía el cariño que el sheriff sentía por su alazán.
—Así, sheriff, no me vengas con prisas —dijo Bristow—. Aquí tengo a Sonny amarrado a un árbol, y a la primera equivocación que cometas, le meto una bala por esa estrella blanca que lleva en la frente.
Pete oyó el chasquido e un látigo y casi simultáneamente Sonny lanzó un relincho. Pete lo conocía tan bien, como Sonny conocía las voces de los comisarios Teeny Butler y Hicks “Miserias”.
—Yo que tú, soltaría todo ese arsenal —insistió Bristow—, y dejaría que me atara a un árbol ese hombre, pues de un momento a otro vas a escuchar un tiro y no te va a gustar nada, pues con él morirá tu hermoso caballo.
Pete Rice se consideró derrotado. El mismo relincho volvió a llegar a sus oídos, inmediatamente después de sonar el chasquido de un látigo.
Pete veía en su dolorida imaginación la piel sedosa de Sonny temblar bajo el rebenque. Y él mismo, temblaba de cólera al reconocer su impotencia. Por unos instantes hizo cuanto pudo para contener el impulso de soltar una rociada de plomo en la dirección en que Bristow se encontraba. Pero el temor de herir a Sonny lo detuvo. Había que confesar, por amargo que fuese, que Bristow le había ganado por la mano.
—¿Y qué dirás tú si le meto un balazo en el cuerpo a tu compañero, zorro indecente? —replicó Pete.
Bristow soltó una segunda carcajada, más estruendosa que la primera. Tal vez se le ocurría que Pete Rice no llevaría a efecto su amenaza, y lo que era más probable, al “Halcón” le tenía sin cuidado que matase al otro.
—¡Mátalo, si quieres! No vayas a creer que me voy a echar a llorar por tan poca cosa.
—¡Piedad, señor! —suplicó el cautivo—. Yo no soy más que un pobre peón. ¡Por todos los santos del Cielo, no me mate!
—Sólo te quedan dos segundos, sheriff. O sueltas el revólver o...
Pete Rice cumplió con la orden del bandido; Sonny le había salvado la vida tantas veces, que era sólo justo que se la salvase él ahora. Pete estaba dispuesto a compartir el peligro con Sonny, pero no podía permitir que pereciese de aquella manera. Pete Rice había conjurado todo su valor para entregarse a Bristow. Sabía que en ello le iba la vida, pero todavía alentaba en él la esperanza de encontrar algún escape providencial.
—¿Ha soltado el revólver, Ramón? —preguntó desde lejos el “Halcón”.
—Sí, señor —dijo, pero no ya con el acento suplicante con que había implorado la clemencia de Pete unos momentos antes. El bandido había recobrado la imprudente arrogancia del desesperado de la frontera. Ramón había cogido las armas de Pete y con ellas lo había encañonado.
Bristow el “Halcón” no iba a correr un peligro innecesario, y se detuvo a unos pocos pasos de su prisionero.
—¡Bien hombre! ¡Aquí tenemos al gran “Pistol” Pete Rice! —dijo jocosamente—. ¿Dónde te has metido el revólver, sheriff?
El bandido añadió luego con marcado acento de odio:
—Tú me tenías sentenciado a muerte, Pete Rice. ¡Piensa en eso por un minuto! ¡Este es todo el tiempo que te concedo!
—Y sigues bajo sentencia de muerte —contestó Pete—. ¿Qué te crees tú, mala víbora? ¿Es que piensas que me va a asustar? Si me matas mis dos comisarios te habrán arrancado esa piel sarnosa antes de veinticuatro horas.
El bandido le dirigió una mirada cínica y cruel.
—De modo que creías que ibas a ganarle la partida a Bristow el “Halcón”, ¿eh? Pues, estabas equivocado de medio a medio. Tus minutos están contados, Pete Rice. No me voy a dar siquiera el gusto de torturarte. Mira si llevo prisa.
La palabra tortura parecía fascinar al bandido. El aplomo y la sangre fría de Pete Rice frente a la muerte, desesperaban al bandido. Bristow se volvió hacia su compañero.
—Pégale una bofetada, Ramón —le ordenó.
El otro vaciló un instante.
—¡Pégale, te digo! —insistió su jefe.
¡Pam! El bandido descargó un fuerte puñetazo contra el sheriff, dejándole ligeramente aturdido.
Pete estaba pensando en la probabilidad de escapar de aquella trampa que su propia generosidad le había tendido. ¿Qué le pasaría si se decidiese a saltar sobre Bristow? ¿Podría arriesgarse a que el primer tiro de su revólver le diese en el hombro y no le matase?
—¡Bastante, Ramón! —dijo el bandido con voz áspera.
Este se echó hacia atrás unos pocos pasos con los dos revólveres juntos.
La luna, se reflejaba sobre los cañones de sus armas.
—No vas a tener tiempo de rezar mucho, Pete —dijo.
Las bocas de los revólveres le parecían a Pete las cuencas de una calavera.
Pete sabía ahora que a no ser que ocurriese algo inesperado, le había llegado su hora. Sus dos comisarios estaban investigando otro caso cerca de la Quebrada del Buitre. De haber estado allí, la cosa hubiese sido distinta. ¡Pero no estaban!