CAPÍTULO IX
¡POR UN PELO!
A medida que el individuo de la cicatriz se iba acercando a Pete Rice, éste se consideraba cada vez más cerca del otro mundo. El sheriff, sin embargo, se había encontrado en otras ocasiones en trances tan apurados como aquél.
El sheriff no podía lamentarse de su sino, por la sencilla razón de que estaba amordazado, y se limitó a golpear con los pies, que tenía atados, contra el suelo, en la esperanza de llamar la atención de los otros bandidos.
Pete creía que ellos lo salvarían de momento, aunque sólo fuera para torturarle después, aparte de que temerían tener luego que enfrentarse con Bristow y Swain y decirles que durante su ausencia el prisionero había sido apuñalado. El bandido de la cicatriz se acercaba todavía más. Pete se agitó furiosamente, levantó los pies y los descargó contra el bandido.
Este se apartó, y acercándose luego a Pete, le quitó la mordaza y le tapó la boca con la mano.
—Usted no entiende —le dijo—. Yo no he venido a matarle, sino a salvarle.
Pete no podía creer lo que oía. Si Ramón se lo hubiera dicho, hubiese tenido fe en aquellas palabras, pero viniendo éstas de aquel facineroso, que era la hez de la frontera, y a quien le había descargado tan tremendo puntapié cuando trató de escaparse, no podía concebir que pudiera ser verdad.
—Yo necesito dinero: mucho dinero —dijo el bandido—. Yo le cortaré las ligaduras y usted puede escaparse nadando por el río. Si usted promete no hacerme nada, yo lo veré luego en la Quebrada del Buitre. Usted me dará dinero y me dejará escapar.
El sheriff se quedó asombrado. En los ojos del bandido se percibía un destello de astucia y Pete se resistía a creer lo que el de la cicatriz le proponía.
Pete, recelosamente, pensó que aquel bandido sólo quería vengarse de él, y temeroso de sus jefes quería cortarle sólo las ligaduras, para que Pete se escapase y asesinarlo luego a mansalva, mientras cruzase el río a nado. De esta manera, pensaba él, quedarían borradas las huellas del crimen.
Pete se encogió de hombros. De cualquier manera, la elección no era dudosa tanto si el motivo de su aparente salvador era puro o perversamente interesado. Pete puso sus músculos en tensión y observó que seguía fuerte y vigoroso, a pesar de la cruenta aventura de que había sido protagonista.
Pete estaba tan acostumbrado a los golpes de la vida, como un pugilista a los golpes del boxeo. La vida había sido dura para él, y si no podía resistir las pruebas que le imponía el cargo, siempre podía abandonarlo y dedicarse una vez más a cow-boy.
Él sabía que, de poder ganar el río, tendría grandes probabilidades de escape, ya que en otras ocasiones había luchado victoriosamente contra los traicioneros remolinos de la corriente.
De todos modos, dudaba en lo de prometer inmunidad al bandido que se le ofrecía como salvador, sobre todo cuando el bandido probablemente se había manchado varias veces las manos con la sangre de sus víctimas. La Ley, sin embargo, tenía sus triquiñuelas, y Pete creía que tal vez, dejando escapar a un pez pequeño, podría coger a otro más gordo. Estaba dispuesto a dejar escapar de la red una pescadilla con tal de atrapar una ballena.
—Yo me voy ahora hacia la orilla del río —dijo el bandido en voz baja—, y allí dispararé varios tiros, que despertarán a esta gente. Ellos saldrán corriendo hacia el sitio de donde vengan los disparos y usted podrá entonces escaparse.
El bandido levantó el cuchillo.
—Ahora voy a cortarle las ligaduras y...
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! El eco de unos disparos se dejó sentir en la calma de la noche en dirección de Villa India. En un instante todo el campamento surgió a la vida. Los bandidos se ponían de pie y arrojaban las mantas con que se cubrían, llevándose instintivamente la mano hacia sus pistolas.
—Esos son los jefes que deben estar en algún apuro y nos llaman para que los socorramos —dijo uno de los bandidos en español.
El de la cicatriz en la cara bajó súbitamente el cuchillo y se escurrió en las tinieblas. Había estado a punto de ser sorprendido en el acto de librar a un prisionero. En aquel momento no tenía más remedio que salir con sus compañeros en ayuda de sus jefes. Uno de los mestizos tomó el mando de la partida.
—¡En marcha todos! —exclamó en español—. ¡Tú, Ramón, tráete los caballos! ¡Miguel, agarra esos fusiles! ¡Tú, Vidal, encárgate de la munición!
El fuego en la dirección de Villa India seguía sin amainar. Los bandidos preparaban su marcha, y Pete oía desde donde estaba, el sonido del metal en los bocados de los caballos, mezclados con las blasfemias de varios de aquellos facinerosos, que no parecían muy contentos por haberse tenido que levantar a aquella hora tan intempestiva.
El campamento era un hervidero. Unos cuantos de la partida se ocupaban en cargar las acémilas, otros guiaban ya sus caballos en dirección al pueblo. Otros, en fin, habían cogido sus rifles y salían corriendo.
El sheriff buscó por todas partes al bandido de la cicatriz. Este, sin embargo, no quería correr un riesgo excesivo y esperaba evidentemente un momento más favorable para llevar a cabo sus planes. La partida estaba congregada en la ladera de la colina, preparando los caballos.
Pete nunca podía encontrar una ocasión mejor para salvarse, pues en pocos segundos podía descender, dando vueltas como un barril, hasta la orilla del río. Es claro que la aventura podía serle fatal, pero de cualquier manera, iba a correr el riesgo que las circunstancias le imponían. Atado como estaba, empezó a rodar.
Era una empresa acrobática de cierta dificultad el rodar con los pies atados y los brazos sujetos atrás, codo con codo. Sin embargo, se sorprendió a sí mismo al observar el avance que había logrado en unos pocos momentos.
Al principio, cinco pies; más tarde, quince. Pete se sintió orgulloso y regocijado. La huída que antes parecía una imposibilidad, tenía ya todo el aspecto de un hecho consumado. Los guijarros que encontraba en el camino le herían cruelmente, pero en aquellos momentos había perdido casi la sensación del dolor. ¡Lo importante era llegar al río!
De pronto una sensación glacial le heló la médula. Pete oyó un grito de alarma y luego una blasfemia colérica. Uno de los bandidos lo había sorprendido y venía hacia él con la mano apoyada en la culata de su revólver.
El bandido disparó con la mano a la altura de la cadera y el proyectil rebotó contra una piedra a los pies mismos del sheriff. No le quedaban más que unos tres metros que recorrer para llegar a la orilla del río, y pensaba que podía salvarlos en tres vueltas, más, a no ser que una bala lo parase antes de llegar a la meta.
Un segundo proyectil levantó una nube de polvo y guijarros contra la cara del sheriff, quien en aquel momento volvió a recobrar la esperanza, al ver aparecer al bandido de la cicatriz. Este llegó en el preciso momento en que su compañero hacía el tercer disparo, que fue a dar a considerable distancia del sheriff, por haber desviado el de la cicatriz el brazo del que disparaba.
—¡No lo mates! —dijo—. Los jefes no quieren que se le mate hasta...
El otro bandido dio un empujón al que así hablaba. Sus blasfemias cortaban el aire, como si hubieran sido otros tantos disparos. La mano que empuñaba el revólver volvió a levantarse una vez más, pero el bandido continuaba agarrado a ella.
En el forcejeo, Pete tuvo tiempo de rodar hasta la orilla. Las piernas le colgaban ya sobre el borde. Pete estaba resuelto a arrostrar el peligro, y su determinación se reflejaba en la línea de sus labios. Por debajo de donde él estaba se escuchaba un estrépito presagioso: el ruido del agua al despeñarse por las rocas en innumerables cascadas.
Pete no tuvo tiempo de meditar. El bandido que empuñaba el revólver seguía forcejeando con su colega, el de la cicatriz, y no pudiendo levantar el brazo, porque su compañero se lo impedía, disparó a la altura de la cadera. La bala le pasó de refilón y sintió un golpe en el brazo que le hizo perder el equilibrio. Pete había pensado en lanzarse a la corriente, apoyándose contra las rocas de la orilla, pero en su lugar se venció y cayó en el agua. Al caer oyó los gruñidos y blasfemias del bandido, así como los gritos de sus compañeros que habían sido atraídos por los disparos.
Pete apretó las rodillas contra el pecho y dio tres saltos mortales completos. Él sabía que si las rocas no se extendían hacia el cauce más hondo de la corriente, lograría evitarlas de aquella manera. Al tercer salto se desdobló e hizo el vuelo del cisne, con toda la gracia y perfección que resultaban posibles con las manos atadas a la espalda. Con el impulso ganado en los tres saltos mortales, cayó a una distancia de unos diez pies de la orilla.
Las tinieblas le invadieron la mente en la caído y sólo percibía el ruido de las aguas, al chocar contra las rocas. ¿No sería aquél el último segundo de su vida?
La respuesta a su pregunta la recibió en la forma de una zambullida al penetrar en el agua con la fuerza de un ariete. El agua se lo tragó de momento, a la superficie asomaron varias burbujas de aire. Pete salió a flote, agitando su cuerpo como un pez. La cabeza le asomó en la superficie.
Un grito de cólera partió de la orilla en donde sonaron varios disparos. Las balas hicieron saltar el agua en derredor de Pete y algunas de ellas cayeron a peligrosa proximidad. Pete volvió a hundirse en el agua y dejó que la corriente lo arrastrase río abajo.
Cuando volvió a levantar la cabeza, los tiros seguían aun sonando en la orilla, pero una barrera de tinieblas se levantaba ahora entre el fugitivo y sus perseguidores.
El sheriff se encontraba, sin embargo, en una situación desesperada. El Bonanza podía ser su sepultura y había que pensar en cómo salir de aquel nuevo peligro. Los murallones de las márgenes eran demasiado altos, y a menudo rocas inmensas asomaban a la superficie en medio de la corriente, la cuál a veces ofrecía remolinos en que Pete se sentía dar vueltas vertiginosamente, con la cabeza, hacia abajo. El sheriff pasó en aquellos momentos por todas las torturas de un hombre en el instante de ahogarse.
En su desesperación llegó a una de aquellas rocas que asomaban por encima de la superficie, y apoyando contra ella los pies, estiró súbitamente las piernas, experimentando al hacerlo una violentísima sacudida en todo el cuerpo. Pete sintió que se hundía otra vez y se esforzó por sacar la cabeza y respirar el aire. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo lograrlo y sintió que se ahogaba.
En aquel instante un remolino lo cogió y le hizo dar vueltas como una peonza, sacándolo otra vez a la superficie. Había llegado a la parte más rápida de la corriente.
A unos veinte pies de distancia, río abajo, asomaba una roca que, de chocar con ella, le aplastaría la cabeza como si fuera una cáscara de huevo.