CAPÍTULO XIV
LA ESTRATEGIA DE LA GOMA DE MASCAR
QUESADA parecía aterrorizado, después de haber prestado su declaración.
—Prométame, sheriff —imploró—, que si vuelve a ver a Swain, no le dirá lo que yo le he dicho.
Pete lo prometió así. Quesada daba indicios de tener miedo a Swain, aunque, como era de suponer, nadie tendría que temer nada de Swain, si Pete Rice le echaba la vista encima. Pete se encargaría de ponerlo en un sitio en que no podría inspirar temor alguno.
—Quesada —dijo—, si me contestas a la pregunta que te voy a hacer, es posible que logres la libertad: ¿Dónde se ocultan Bristow y Swain?
El detenido insistió en que no lo sabía. Swain y Bristow habían levantado el campamento aquella mañana, en preparación de un asalto contra los yacimientos de oro del Arroyo de la Roca Hendida. Quesada no sabía sí los jefes irían o no con la banda.
—Muy bien, Quesada. Después de pensarlo bien, creo que el mejor sitio para ti es la cárcel. La gente de esta tierra es un poco levantisca y se les sube la sangre a la cabeza cuando ven a un hombre de tu calaña. Si te dejo suelto, y te cogen, lo menos que te harían sería colgarte de un árbol. Así, pues, el mejor favor que te puedo hacer es dejarte aquí encerrado.
Metió a Quesada en una celda y luego se volvió hacia la barbería, enfrente de la cual había dejado amarrado a Sonny. No quería perder tiempo en avisar a los mineros del Arroyo de la Roca Hendida. El tiempo y el agua son las dos cosas que más necesitamos y las que malgastamos más.
Pete Rice, sin embargo, no malgastaba el tiempo, y a media tarde estaba ya a mitad de camino en la inmensa pradería que separaba los yacimientos de oro de la Quebrada del Buitre.
Llevaba a Sonny al paso por las laderas de las colinas. Desde la cima de una de ellas divisaba el aurífero arroyo que se ofrecía como una cinta azul, describiendo curvas laberínticas, entre sus márgenes pedregosas.
Pete puso a Sonny al galope hasta llegar a los yacimientos, y se detuvo en la primera cabaña que encontró. Era la de Hanks Lewis, un veterano minero, con la tez bronceada por los elementos.
Lewis le dijo que de vez en cuando tenían que habérselas con partidas de bandoleros, que asaltaban su campamento, pero no parecía conceder mucha importancia a esos incidentes, que eran cosa corriente en los campamentos de buscadores de oro.
—A eso he venido, precisamente —dijo Pete—. Todas las incursiones que han sucedido hasta ahora, no han sido más que pequeños ensayos para conocer el terreno, en preparación de un asalto en toda la regla, que iba a tener lugar una de estas noches; esta misma noche o quizás dentro de una o dos semanas. Es, pues, necesario que los del campamento os organicéis para recibir a los bandidos como se merecen.
Pete se metió una nueva tira de goma de mascar en la boca. Estos eran los momentos en que le acudían ideas.
—¿Tienes por ahí unas pepitas de oro, Hanks? —preguntó al minero.
Hanks sacó una bolsita de piel llena de ellas, que le entregó al sheriff.
—Hanks —dijo Pete—, voy a poner una trampa y la voy a cebar con estas pepitas. Tú las pones, con la bolsa, en un estante y te vas a buscar más, como si tal cosa. Si los bandidos vienen y roban el campamento, haz de manera que encuentren esta bolsa.
—¡Hombre, eso es mucho pedir! —exclamó Hanks—. ¡Esas pepitas me han costado meses de trabajo!
—Te garantizo —dijo Pete—, que no vas a perder nada y que recibirás el precio del oro en el dinero que se reparta como recompensa, si logramos así atrapar a los bandidos.
El sheriff cogió la goma que mascaba y empezó a pegar pedacitos de goma a las pepitas de oro. Hanks Lewis lo contemplaba ensimismado.
—Este es un secreto entre los dos, Hanks —le dijo Pete—. Si estas pepitas se venden en alguna parte, no tendremos dificultad en averiguar quién ha sido el ladrón.
Hanks comprendió la idea.
—Muy bien sheriff —dijo—. Usted es el que manda. Aquí esperaré el dinero de la recompensa. Los bandidos me han robado más de la cuenta. Hora es ya que me lo devuelvan.
Pete abandonó el campamento, llevándose un revólver del 32 que Hanks Lewis había encontrado después del último asalto. Uno de los mineros lo había derribado de la mano de un bandido. Pete creyó que tal vez podría descubrir quién era el propietario del arma, examinándola con cuidado. Tenía ya, pues, tendida la red para coger a Swain y Bristow, y no quería dejarse ningún detalle.
Llevó al paso a Sonny al empinado recuesto y luego le aflojó la rienda. Se había hecho ya de noche, pero la luna en toda su plenitud asomaba por el horizonte. Una brisa refrescante emanaba de las colinas, y Pete se quitó el sombrero y dejó que el aire de las colinas le orease la cabeza.
A pesar de que la región estaba infestada de bandidos, cualquiera de los cuales hubiera disparado a gusto un tiro al sheriff, éste no dejó que la preocupación del peligro le malograra aquella apacible y serena jornada.
De pronto contuvo al caballo. A bastante distancia, hacia la izquierda, escuchó unas descargas, que en aquella región sólo podían significar una cosa: una batalla campal con los bandidos.
Pete escuchó con atención y calculó que los tiros venían de la finca de Sunrise Holden, a una media milla de distancia.
Guió a Sonny en aquella dirección y partió a galope tendido.
El alazán parecía comprender la misión de orden que guiaba a su dueño hacia aquellos parajes y continuó su carrera, sin el acicate por parte de su dueño. Pete iba meditando. ¿Estaría Swain envuelto también en aquel tiroteo? ¿Resultaría Swain, a última hora, un archibandolero, que sólo había buscado aquel empleo en el banco para familiarizarse con las gentes y con el terreno, y preparar mejor sus audaces golpes?
Sonny galopó hasta llegar a la cima de un altozano. Abajo en la hondonada, un grupo de jinetes habían rodeado la cabaña de Sunrise Holden.
La cabaña se ocultaba en un grupo de árboles, pero Pete percibía los llamarazos de los disparos que salían de una de las ventanas. Un disparo de rifle resonó por encima de las detonaciones de los 45. El viejo Sunrise Holden no era hombre a quien se le pudiese poner en fuga con facilidad. Su valor era mayor que su discreción, y Pete estaba seguro que nada le amedrentaría y que continuaría dándole gusto al dedo, hasta que lo pusieran fuera de combate o se hubiese marchado el último de aquellos merodeadores.
Pete espoleó a Sonny. La blanda hierba apagaba el sonido de las herraduras del caballo. Pete divisaba cinco jinetes que maniobraban en torno de la cabaña, disparando incesantemente contra las ventanas y gritando como si fueran indios. Pete, no podía entender lo que decían al gritar, aunque saliera de su cabaña y se entregase.
Los asaltantes, según Pete logró ver en las sombras de una arboleda, iban vestidos de negro, y aun a aquella distancia, le parecía que todos llevaban cubierta la cara.
Sunrise se defendía como un bravo, y debía ya haber agotado los proyectiles de su rifle, pues al tiroteo sucedió una pausa de unos instantes.
De haber tenido el ranchero alguien que le cargase los rifles, hubiera, con toda seguridad, aguantado el sitio indefinidamente, pero Pete observó que los asaltantes se mantenían en la sombra todo cuanto podían, atrayendo el fuego del rancho, esperando lanzarse al asalto en cuanto al bravo Holden se le vaciase el rifle.
Pete pudo escasamente reprimir su impulso instintivo de lanzarse en medio de la contienda, a pesar de todas las desventajas que el encuentro le ofrecía. Pero su discreción y serenidad se impusieron al fin, cuando se dio cuenta de que de aquella manera se exponía a que lo mataran, antes de poder prestarle ninguna ayuda a Holden.
El sheriff dio vuelta al caballo. En tres lados de la finca había unas arboledas espesas. Se parapetó en el lado Sur. A través del follaje veía la cabaña. Al mismo tiempo llegaban hasta él los gritos de los bandidos.
La puerta de la cabaña estaba ya abierta y la luz del interior se percibía desde afuera. En el círculo de aquella luz Pete alcanzó a ver a una persona solitaria, y a cierta distancia, alguien que echaba una cuerda por encima de la rama de un árbol. Era evidente que los bandidos habían echado abajo la puerta y capturado a Sunrise.
Pete no estaba aún lo suficientemente cerca para disparar, en la seguridad de no errar el tiro. Mientras avanzaba, mascaba furiosamente. Por fin, se acercó y disparó. Una de las figuras en negro dio un salto, al sentir el impacto de la bala. Los cinco bandidos se reunieron para decidir lo que debieran hacer.
Pete comprendió enseguida que se proponían atacarlo. ¡Cinco contra uno! No había manera posible de defenderse contra tal número. Sólo una fuerza igualmente numérica podía hacerles disuadir del ataque. Pete sacó de esta lógica meditación una idea que la llevó inmediatamente a la práctica.
Hizo otro disparo y sacando luego de la funda el otro 45 que llevaba, cubrió el cañón con su rojo pañuelo y apretó el gatillo. El disparo sonó como si hubiera sido hecho por otra clase de arma. Inmediatamente, cogió el 32 que Hanks le había dado e hizo dos disparos más.
En aquel instante los merodeadores habían partido ya hacia el sitio donde disparaba el sheriff.
—¡Duro con ellos! —gritó Pete—. ¡Teeny, tú llévate a Longhorn y a Zack y ataca por la izquierda!
“¡“Miserias”, llévate a Bill y a Barton y al Chicón, y cogeremos a esos coyotes por el frente! ¡Tirad sin compasión, hasta que no quede uno!
Pete continuó la parodia, gritando sin cesar y llamando a cuantos nombres se le ocurrían. Disparó los dos 45 y luego el 32.
—¡Adelante muchachos! —exclamó—. ¡No os los dejéis escapar! ¡Duro con ellos!
La idea dio el resultado que Pete se proponía. Los bandidos creyeron que se encontraban frente a un ejército de comisarios, y aquellos que parecían lobos cuando atacaban al pobre Holden, se habían convertido en coyotes, que huían a uña de caballo hacia el Sudoeste. Pete siguió disparando tras ellos.
Tres de los jinetes se volvieron sobre sus monturas e hicieron una descarga contra sus “perseguidores”. Uno de los proyectiles vino a dar cerca de Pete. Los otros se incrustaron en los árboles.
Una bala dio contra el estribo de la montura, y Pete devolvió el obsequio haciendo varios disparos más, aunque no vio a ninguno de los jinetes perder la silla. Uno de ellos, receloso tal vez de que habían sido víctimas de una añagaza, se detuvo y se volvió hacia Pete Rice, con la idea de comprobar si se las había con un hombre nada más y avisar a sus compañeros. Pete disparó, pero no con la idea de matar a su antagonista, sino solamente de herirlo en el hombro. El disparo tuvo el efecto que Pete se proponía, pero otros también que el sheriff no podía sospechar.
El bandido empezó a inclinarse a un lado de la silla, pero sin caerse enteramente. Uno de los pies se le quedó cogido en el estribo, y así colgado, gritaba pidiendo socorro, arrastrado por el caballo.
El caballo se asustó y echó a correr en la dirección de Pete, mientras el jinete se daba furiosos golpes con la cabeza al chocar contra las rocas y los troncos de los árboles.
Pete no había querido matar a aquel hombre, pero parecía que el destino tenía decretada su muerte, pues era evidente que la cabeza se le haría polvo con aquel terrible zarandeo.
Pete oía el galopar de los caballos que se alejaban y no creía que los bandidos que habían escapado con vida, volviesen más por el distrito de Trinchera.
El bandido que se había quedado colgado del estribo le inspiraba lástima al sheriff, pero con toda la pena de su corazón, había tenido que recurrir a ponerlo fuera de combate, pues de lo contrario, el resto de la partida hubiera regresado y asesinado a Holden y al propio sheriff.
Este espoleó al caballo hacia la cabaña de Holden. Al pobre ranchero le habían dado un golpe en la cabeza con el cañón de un 45 y lo habían dejado sin conocimiento, al pie de árbol donde los bandidos pensaban colgarlo. Holden, que estaba tratando de levantarse, lanzó una exclamación de alegría al ver al sheriff.
—¡Pete! —exclamó con acentuado tono de gratitud—. ¿Dónde has dejado a tu gente? Ya os he oído a todos en esa arboleda. ¿Han salido los demás en persecución de esos miserables?
Pete le explicó a Holden el ardid a que había recurrido para salvarlo de aquellos criminales.
—¡Pete, eres una maravilla! —exclamó el ranchero—. Nunca había oído nada semejante.
Holden se levantó y se llevó la mano al chichón que le asomaba en la cabeza. El ranchero era un hombre viejo y nada robusto, pero dotado de la fibra de un joven. Profundas arrugas le surcaban la cara. Por más de medio siglo había vivido en ranchos al Norte de Río Grande y sólo en los dos últimos años había logrado poseer su pequeño rancho.
—¿Sabes lo que querían esos hombres? —preguntó el viejo.
—Supongo que venían a matarte —contestó.
—No me cabe la menor duda de que esos desalmados me hubieran colgado de ese árbol, si no les hubiera dicho, como querían, dónde guardaba mis ahorros: todo el dinero que me ha costado tantos años de reunir. Me dijeron que sabían que no tenía cuenta en el Banco de la Quebrada del Buitre y que, por lo tanto, debía de tener el dinero escondido en la casa.
Pete frunció el entrecejo. ¿Cómo habían sabido los bandidos que Holden no tenía el dinero en el Banco?
—¿Le has dicho alguna vez a alguien que tenías miedo de poner el dinero en el Banco?
—No le he dicho a nadie una palabra. Tú sabes que yo no cuento mis asuntos a nadie.
Pete sabía perfectamente que Holden era un hombre muy reservado y que no había dicho a nadie que no tenía cuenta corriente en el Banco de la Quebrada del Buitre. Alguien, sin embargo, lo había descubierto. Lo importante era saber quién y cómo.
Pete había enfundado sus 45, pero pronto volvió a empuñarlos al oír el galope de caballos que venían del Sudeste, o sea la dirección en que los bandidos habían desaparecido. El sheriff esperó a que asomara el jinete.
Un momento más tarde, sin embargo, volvió las armas a la funda y de su ánimo se apoderó un estremecimiento de horror. El jinete que regresaba era el mismo qué él había derribado del caballo y que éste arrastraba, colgado del estribo. La cabeza de aquel infeliz chocaba contra los obstáculos del terreno. El caballo se había desbocado.
El lazo cogió al animal por el cuello. El sheriff enroscó el otro extremo en un árbol inmediato. La cuerda la sujetó Holden mientras Pete se acercaba al frenético animal y le hablaba con voz apaciguadora. Finalmente, logró desasir del estribo al bandido a quien él había derribado de la silla.
El bandido estaba ya muerto, y la cara había recibido tantos golpes, que era imposible identificarle. Aquel individuo no era ni Swain ni Bristow y en la ropa no llevaba marca alguna de identificación.
—¿Te has fijado, Holden, en que este caballo no lleva hierro? —dijo el sheriff.
El viejo asintió con un gesto y dijo:
—Ninguno de los otros caballos lo llevaba tampoco. Estoy tan acostumbrado a los caballos, que me fijé en ese detalle, hasta cuando me tenían la cuerda puesta al cuello para ahorcarme.
—Los caballos eran todos negros, ¿no es así, Holden? —preguntó Pete.
—Negros como la mora, todos ellos —replicó Holden.
Pete empezó a mascar goma furiosamente. No habrá que decir que el sheriff meditaba.
—Negros y sin hierro —pensó—. Entonces esos caballos se han criado especialmente para los asaltos de noche. —Y luego, mirando al animal que se había desbocado, añadió:— Y este caballo es veloz y resistente en la carrera. Si pudiéramos averiguar de dónde procede, seguramente descubriríamos algo importante.
Sunrise Holden sacó su vieja pipa del bolsillo, llenóla y encendió una cerilla en la suela del zapato.
—Todavía sigo sin saber cómo averiguaron esos forajidos que yo no tenía el dinero en el Banco —dijo meditativamente el viejo—. Lo mejor será, Pete, que me vaya contigo esta noche a la Quebrada del Buitre. Dormiré en la cárcel y mañana por la mañana, abriré una cuenta en el Banco.
Pete, con su mirada de lince, percibió en aquel momento un objeto que yacía a los pies del ranchero, y encendió una cerilla para examinarlo. Era una estilográfica, con dos iniciales de oro “O.S.”.
—Tengo una idea que me parece mejor, Holden —dijo Pete—. Voy a quedarme contigo en la cabaña esta noche, y por la mañana puedes irte a la Quebrada del Buitre.
—A mí lo mismo me da —dijo Sunrise—, con tal que no tenga que quedarme aquí toda la noche. ¿Qué es eso que has cogido del suelo? ¿Una de esas plumas con tinta dentro? —El ranchero no pudo contener la risa—. Tiene gracia el encontrar uno de esos juguetes por aquí. Las únicas personas que he visto que las usaban han sido dependientes de las tiendas y los empleados de Banco. Nunca he visto que las empleara ningún bandido, pero uno de ellos ha debido ser el que la ha perdido.
—Así parece —dijo Pete.
Se metió la estilográfica en el bolsillo entró y en la cabaña de Holden, con quien habló del papel que al ranchero le iba a corresponder en los planes que maquinaba el sheriff para la mañana siguiente.