CAPÍTULO X

SORTEANDO LOS PELIGROS DEL BONANZA

PETE se estremeció y se sorprendió dando un salto mortal hacia atrás. La corriente, lo arrastraba como si fuera un tarugo de madera. La pierna rozó contra aquella roca, pero en el momento preciso adelantó el otro pie y logró escapar al peligro.

La sacudida esta vez fue aun mayor que lo había sido anteriormente, y Pete recibió la sensación de qué la espina dorsal se le salía por el cuello. Pero de momento estaba fuera de peligro.

En aquellos instantes se le ocurrió pensar en sus revólveres, con las magníficas iniciales grabadas en las culatas y que Bristow o Swain debían tener en su poder. Pete pensó también en su leal caballo, Sonny, que debía estar por allí cerca, y del que los bandidos probablemente se apoderarían de nuevo. El sheriff lo llamó con aquel grito que Sonny hubiera reconocido en cualquier parte:

—¡Whoo-oo-oo! ¡Whoo-oo! ¡Wr...!

El último de los gritos acabó en una gárgara. Otro remolino lo sorprendió y le metió la cabeza en el agua, pero al cabo de un momento volvía a salir a flote.

Pete repitió la llamada del búho dos veces más, mientras la corriente lo arrastraba. La imitación del búho era tan acabada que un mochuelo en la orilla la repitió. Pero Sonny no aparecía por ningún lado.

Pete se encontraba en un remanso apacible como un lago, y creyó que era el momento de poder ganar la orilla. Los macizos rocosos que bordeaban la corriente eran demasiado altos y cortados como una sierra. Como último recurso, trató de agarrarse a una de las rocas para descansar, pero una corriente traicionera lo levantó en alto otra vez.. Un momento después estaba a mercad de la corriente.

Por un instante le pareció oír un relincho por encima del ruido de las aguas. La sospecha se convirtió en seguridad. El trote de un caballo se hizo claramente perceptible, y pronto el sheriff divisó a Sonny que avanzaba hacia la orilla.

El caballo relinchaba de gozo. Pete lo llamó, y Sonny realizó una proeza de que su dueño le creía capaz. Sonny se arrojó a las aguas turbulentas del Bonanza desde una altura de treinta pies.

Sonny era capaz de todo por salvar a su amo. El caballo avanzó nadando hasta llegar al lado de su dueño, el cual, atado como estaba, no podía, sin embargo, montarlo, y aunque hubiera podido hacerlo no le hubiera servido de mucho, pues Sonny no hubiese logrado escalar aquella empinada altura para ganar la orilla.

Todo parecía presagiar el fin trágico del sheriff y de su caballo, a no ser que lograra llegar a Villa India, a cierta distancia aún, río abajo, y pedir socorro. Pete se llenó los pulmones de aire y gritó con toda su fuerza. El grito resonó como si lo hubiera lanzado un ciervo salvaje.

Empezaba a apuntar el día. Los indios afortunadamente, eran todos madrugadores, y alguno de ellos estarían ya en la orilla, en la esperanza de poder añadir un pescado a su colación matutina de tortilla de harina de maíz y taparis, nombre con que designaban a los frijoles. A Pete le pareció oír un grito, pero pudo haber sido meramente un eco o el aullido de algún animal salvaje.

Sonny lanzó un resoplido. Los oídos del caballo eran más finos aún que los de su dueño. El animal había percibido el chasquido del agua al chocar con un tronco que descendía con la fuerza vertiginosa de un ariete.

Pete se hundió en la corriente con el tiempo preciso para evitar la colisión, pero sin que el tronco al pasar, le hiriera de refilón en la cabeza. Pete se sintió desvanecer. La boca la tenía abierta y los pulmones se le llenaban de agua.

Por fin logró salir a la superficie. Con las manos atadas a la espalda, tocó la correa de uno de los estribos del caballo y se agarró a él, para no hundirse irremisiblemente.

Los ojos se le saltaban de las órbitas, y en los pulmones percibía la sensación dolorosa y punzante de mil cuchillos que se le clavaran a la vez. La cabeza le daba vueltas y los oídos le zumbaban estrepitosamente.

Al principio creyó que aquel fenómeno era la protesta lógica de la naturaleza animal. Pero luego reconoció que el ruido procedía de la corriente y era causado por la catarata de Villa India.

Pete agitó los pies cuanto le permitían las ligaduras. Estaba ya próximo al pueblo indio, pero si no podía atraer la atención de sus habitantes, Sonny y él se precipitarían mortalmente por la cascada.

En su desesperación trató de gritar, pero el esfuerzo se manifestó meramente en un chorro de agua que le salió por la boca. En la imposibilidad de lanzar un grito vigoroso, se esforzó por hacer algún ruido, pero éste no se dejaba oír por encima del estrépito de la cascada.

Con las manos atadas seguía cogido al estribo del caballo, que le seguía con enternecedora lealtad. Por oriente, el sol asomaba su disco dorado.

—¡La hora del amanecer! ¡El momento temido por aquellos a quienes van a ejecutar! —pensó Pete.

El ruido de las cataratas adquirió una magnitud ensordecedora. Un remolino cogió a Pete y lo hundió de nuevo, haciéndole dar incontables vueltas. Pete trató furiosamente de salir a la superficie, mas al hacerlo rozó con una roca sumergida.

El agua, en marcha vertiginosa, fluyó sobre su cuerpo y volvió a sentirse sofocado. Continuó asido del estribo, hasta que una corriente contraria lo separó del caballo. Se sentía hundir, pero no por eso dejó de agitar violentamente los pies, hasta que volvió a ganar la superficie.

Oyóse un grito. Pete miró alrededor. En la orilla percibía confusamente unas formas que se movían, según a él le parecía, como los peces en el agua.

Los gritos de júbilo continuaban, y nada parecidos a los proferidos por los indios. Pete no podía distinguirlos, aunque sí reconoció lo que significaban aquellas cuerdas que caían en el agua en torno suyo.

Las cataratas no estaban a más de cien yardas de distancia. Unos segundos nada más separaban a Pete Rice de una muerte segura. ¿Pero dónde estaba Sonny? El sheriff volvió la cabeza y vio a su caballo que trataba de alcanzar a su dueño. Los dos habían quedado separados cuando Pete había sido alcanzado en aquel remolino.

La corriente parecía ser demasiado fuerte para que Sonny la pudiera vencer. Pero Pete estaba más arriba que Sonny y podría alcanzarle.

Una cuerda cayó en el agua cerca de Pete. Este la cogió con los dientes. En la orilla resonó un grito de triunfo. Pero Pete no tenía intención de salvarse él sólo, y no iba a dejar que su caballo pereciera en la catarata.

El sheriff instantáneamente soltó la cuerda de los dientes que le imposibilitaba gritar y ésta era la única manera de hacer comprender a los de la orilla que no quería salvarse, si no se salvaba también Sonny.

En la orilla resonaron gritos de desconsuelo. A Pete le pareció oír las voces de sus comisarios y creyó que su imaginación lo engañaba antes de perder enteramente el conocimiento.

Siguió nadando río abajo, hasta que llegó a agarrar a Sonny, y hundiendo la cabeza en el agua, cogió la rienda con los dientes. Al hacerlo tragó bastante agua, pero dio una vigorosa patada y salió a la superficie. Los de la orilla lanzaron otra vez un grito de júbilo.

Una cuerda cortó el aire y descendió a sólo unas pocas yardas de Pete.

Este no pudo cogerla. Pete y el caballo se acercaban al borde de la cascada. Cerca de donde había caído la cuerda se oyó una zambullida, que levantó espuma en el agua. Un segundo después asomaba una cabeza en la superficie y una cara enjuta y demacrada se deslizaba próxima a la de Pete.

—¡Sálvate, Pete! ¡Saca la cabeza y no te preocupes, que Teeny y yo os sacaremos del río!

Aquellas palabras revivieron al desfallecido Pete Rice.

—¡”Miserias”! —exclamó—. Átame la cuerda a mí y al caballo también.

—¡Cuidado con ese tronco! —dijo una voz en la orilla—. ¡Agacha la cabeza, Pete!

Este se agachó, pero el tronco, al pasar por encima de él le rozó la cabeza.

Al volver a la superficie, vio que “Miserias” llevaba la cuerda de la mano y nadaba hacia la orilla.