CAPÍTULO XVIII

EL LINCHAMIENTO

PETE Rice se incomodaba muy rara vez. Pero en aquel momento tenía apretados los párpados, hasta hacer casi imperceptibles sus grises ojos y los surcos de su rostro revelaban la tensión nerviosa que le invadía. Aquel disparo de Mortimer había estropeado todos sus planes.

Pete trataba de evitar en lo posible el derramamiento de sangre, pero en aquellas circunstancias, si decidía lanzarse al asalto, no era humanamente posible que toda aquella gente escapara de la aventura sin daño alguno.

—¡Atrás todo el mundo! —gritó el sheriff—. ¡Pónganse todos detrás de los árboles!

Con las balas silbando en torno suyo, Pete sacó a Hollins de debajo del caballo y lo condujo a un sitio más protegido.

—No te preocupes por mí, Pete —dijo Hollins—. Estoy perfectamente. Nada más que una contusión en la pierna.

“Miserias” lanzaba mientras tanto una rociada de plomo contra el rancho y le pedía a su jefe que le dejara avanzar. En el patio del rancho se oían ya pisadas de caballo, lo que indicaba que los bandidos se preparaban para la huída.

—¡Prepararse! —ordenó Pete—. ¡Adelante! Desparramarse un poco.

Mortimer, el banquero, trataba de redimirse del estigma de haber estropeado el plan, disparando sin cesar, parapetado detrás de un arbusto, contra las sombras que se agitaban en el patio del rancho. Oyóse un grito de dolor, al caer uno de los malhechores.

Pete Rice y sus dos comisarios valían más que el resto de la posse y por todas partes se les veía disparando y ocupando las posiciones que consideraban estratégicas para reducir más fácilmente a los bandidos, y sin dar tregua a sus revólveres.

Tom Welcome había sacado su rifle nuevo de que iba equipado y avanzó hasta colocarse a corta distancia de Pete y derribando a uno de los bandidos en los primeros disparos. Los del rancho, sin embargo, no contestaban al fuego, y esto, unido a que ya se oía el galopar de los caballos, indicaba que algunos de los malhechores habían emprendido la huída.

Pete salió a todo galope y saltó una tranquera en el corral del rancho. Las luces en la vivienda ardían todavía. El sheriff hizo girar a su caballo y se dirigió al primero que se encontró junto a él.

—Tú, Joe —le dijo al indio Hopi—. Llévate media docena de hombres y no dejes escapar a esas víboras. Y no te metas en honduras, pues quiero terminar la partida sin perder hombres innecesariamente. Más pronto o más tarde, agarraremos a esos pajarracos.

El sheriff se dirigió luego a sus comisarios.

—Vamos a registrar la casa. “Miserias”, tú entra por la puerta de atrás. Tú, Teeny, entra por la de adelante. Es probable que aun quede gente dentro y esté escondida en la casa.

Los dos comisarios procedieron a cumplir las órdenes de su jefe. Pete vio una escala de mano apoyada contra una ventana en el piso alto, y trepó por ella como al hubiera sido una ardilla.

La ventana estaba abierta, y en el interior de la habitación había luz. Pete entró en el cuarto, miró en un armario, debajo de la cama y detrás de una cómoda colocada diagonalmente contra un ángulo de la habitación.

El sheriff salió al pasillo y se metió en el cuarto contiguo donde ya encontró a Teeny y a “Miserias”, quienes indicaron que no había nadie abajo, aunque algunos de los de la posse estaban todavía registrando.

El cuarto en que se encontraban era de buen tamaño y tenía dos armarios roperos y un arca suficientemente grande para ocultar a un hombre. Pete y sus comisarios registraron aquel mueble, en el que encontraron cartuchos, colillas de cigarro, botellas vacías y hasta unas cuantas pepitas de oro. Pero los bandidos se habían escapado.

Pete abrió la ventana de par en par, pues el cuarto apestaba a humo.

Los tres representantes de la Ley pasaron luego a otro cuarto en el lado opuesto del pasillo. Allí encontraron un pañuelo manchado de sangre y un sombrero con la punta curvada. En este cuarto no se notaba olor a tabaco. Pete dedujo que aquél debía ser el cuarto de Swain, que no era fumador.

El sheriff y los dos comisarios registraron la habitación, mirando debajo de la cama, en un armario ropero, detrás de una caja grande, dentro de la caja y hasta dentro de la chimenea. Esta había sido tapada con cajas y trapos viejos.

Pete reposó la mirada en un objeto que se había caído debajo de la mesa.

El sheriff lo cogió y dijo:

—No me cabe duda ahora de que esta habitación era la de Swain.

Pete hablaba con tono de amargura en la voz, mientras sostenían en la mano un pequeño estilete de oro, ribeteado de obsidiana.

Algún tiempo atrás, Pete y sus comisarios habían descubierto los restos de una antigua, población azteca4 en una de las estribaciones de las Montañas de Baja. El tesoro había sido entregado a un museo del Estado, pero Pete y sus colegas se habían quedado como recuerdo de la expedición con unas cuantas curiosidades, algunas de las cuales Pete había repartido entre sus amigos.

—Este chisme —dijo con amargura en las palabras—, se lo di yo a Olin Swain. ¿No os acordáis? Yo tenía dos: uno de los cuales regalé a mi madre y el otro se lo di a Swain.

—Debías habérselo clavado en el corazón —exclamó “Miserias”, con los ojos chispeantes de indignación.

Pete permaneció silencioso. Él y sus comisarios, para no decir también los demás miembros de la posse, habían registrado toda la casa, de arriba abajo, pero no encontraron dentro ni un ser humano, excepto un herido y dos muertos. Mortimer y Welcome los habían matado.

—En vista de que aquí no tenemos nada que hacer —dijo Pete—, nos iremos a seguir con Hopi Joe la pista de los criminales.

Sam Hollins y el herido quedaron al cuidado de un par de cow-boys, y Pete y su gente emprendieron la marcha en persecución del enemigo.

Pete revelaba en el semblante indicios de fatiga. Tom Welcome observó el desfallecimiento del jefe de la posse, así como los grandes círculos de sus mejillas, a luz de una farola.

—Tú debías quedarte aquí y descansar un rato —le dijo Welcome—. Nosotros nos encargaremos de lo demás. El cuerpo, Pete, no lo aguanta todo.

Pete agradeció la observación con una sonrisa, al mismo tiempo que movía negativamente la cabeza.

—Cuando yo me canso —dijo el sheriff—, es cuando no hago nada. El moho come más que el cansancio. ¡En marcha, muchachos!

La vereda torcía en dirección a la Quebrada del Buitre, y Pete no encontraba dificultad en seguir la pista de los fugitivos, que delataban las huellas de sus caballos, en las que superponían las de los caballos de la posse.

La condición del suelo denotaba al viajero experimentado que los bandidos habían salido a todo galope. A pesar de ello, Hopi Joe seguía las huellas lentamente, ya que su misión era no perder la pista, y procurar no entrar en batalla con los fugitivos. Pete y sus comisarios querían estar en el terreno cuando el encuentro comenzase.

Pete y sus hombres marchaban a todo el galope de sus caballos, y una hora después de haber salido del rancho, alcanzaron a Hopi Joe y a su pequeño destacamento.

—La pista es fácil de seguir —dijo el indio—. Fueron a la Quebrada del Buitre, pero probablemente volverán pronto. Sólo tres bandidos han escapado y los caballos iban juntos.

El indio señalaba hacia el camino para demostrar su teoría que era la misma de Pete. Las huellas de los fugitivos seguían hacia la población. Pete y su gente salieron a toda marcha, seguros de que tres hombres no se atreverían a prepararles una emboscada.

La vereda torcía de pronto hacia Hondonada Ardiente y al borde de un grupo de cedros, Hopi Joe detuvo bruscamente su caballo. Con los ojos parecía taladrar el suelo. El indio refunfuñó en torno de desagrado.

—Los hombres malos han tenido aquí apuro. —Hopi Joe señaló con el dedo a lo largo de la senda—. Dos se escapan, pero el otro con mucho sueño es cogido. Le dan un tiro. No sé si lo matan, pero no se cae de la silla.

Pete examinó las huellas que mostraba el indio. Este era una autoridad en la materia. Sin embargo, Pete podía leer aún más que el indio en la revuelta condición del camino y en las gotas de sangre que sobre él se veían.

Los tres fugitivos, aparentemente, habían sido atacados por un grupo de ciudadanos. Pete Rice recordaba que Sunrise Holden al salir de la Quebrada del Buitre le dijo que varios cow-boys a quienes no les había permitido salir en la posse, habían formado su propia banda y decidido salir por su cuenta en persecución de los bandidos.

—¿Por dónde vamos ahora? —preguntó “Miserias” con ansiedad.

—Espérate un minuto —le contestó Pete—. De momento, todo el mundo quieto.

Hizo girar a Sonny y salió a galope a través del prado hacia un lugar en que resplandecía la hoguera de un campamento. Él sabía que los bandidos no se habrían atrevido a encender una hoguera, y el resplandor evidentemente procedía de algún campamento de vaqueros. Alrededor de la hoguera estaban el cocinero, cubierto con un delantal sucio y dos vaqueros fumando, que fueron los que recibieron a Pete.

—¿Habéis oído vosotros algo ahí arriba, en el camino? —preguntó Pete—. ¿No habéis oído tiros?

—¿Qué si hemos oído tiros? —replicó uno de los vaqueros y señalando a su compañero añadió:— Shorty y yo fuimos allí y encontramos a un bandido. Dos que con él iban se escaparon. Pero de todas maneras cogieron a uno. Un hombre alto que no llevaba sombrero. La gente decía que era Swain, aquella víbora que trabajaba en un Banco en la población.

Él que así hablaba interrumpió su arenga para tirar el cigarrillo que fumaba a la lumbre de la hoguera.

—La gente —continuó—, estaba que no veía, y tenían razón. Yo mismo me hubiera ido con ellos si no hubiese tenido que guardar el ganado. A Swain se lo llevaron a Hondonada Ardiente o a algún otro sitio por allí cerca, con la idea de ahorcarlo.

—Gracias, hombre —le dijo Pete—. Eso era todo lo que el sheriff quería saber y volviendo grupas salió al galope de Sonny para juntarse otra vez a la posse.

—Vamos a todo galope —dijo el sheriff—. La gente ha cogido a Swain y tal vez podamos alcanzarlos, pues no hace mucho que han salido.

Sonny partió a galope tendido al frente de la comitiva. Los de la posse sabían bien que Pete no era hombre para tolerar un linchamiento, si podía impedirlo. El camino seguía hacia el Noroeste, en dirección contraria a la Quebrada del Buitre y atravesaba varios desfiladeros en un terreno accidentado que hacía demorar la marcha de la comitiva.

Al cabo de dos horas habían salido de aquel terreno, para entrar en una zona de baja vegetación... Pronto se encontraron en la cima de un cabezo desde donde se divisaba el pueblo. Dos cintas de acero se tendían simétricamente a través de las colinas y relucían a la luz de la luna. La vía férrea cortaba a través del borde occidental del pueblo.

Pete y su gente espolearon a los caballos, y por un rato marcharon a galope tendido. A una distancia de una milla, o quizá menos, el sol naciente descubrió un grupo de jinetes envuelto en una nube de polvo. Aquella cabalgata era probablemente la que conducía a Swain. O tal vez, un grupo de vaqueros que emergía de las colinas.

La posse descendió por la ladera, pero al llegar al pie de aquel recuesto, los jinetes se habían perdido de vista. En cuanto hubieron atravesado las colinas, Sonny emprendió un galope que los demás no pudieron seguir, y Pete se adelantó considerablemente a sus compañeros.

El sheriff sabía que unos minutos tan sólo podían decidir la vida de un hombre, y era de la mayor importancia que alcanzase a aquella cabalgata con la mayor premura, pues de otro modo, Swain sería como un cordero entre una manada de lobos.

Al llegar a las afueras del pueblo, otro jinete avanzó al galope por la vereda y se colocó junto a Pete. El nuevo personaje iba al lado derecho del sheriff y así no podía ver la estrella que éste llevaba en el lado izquierdo del pecho.

—¿Qué, vas también al linchamiento, hombre? —gritó el desconocido—. Acaban de coger a Olin Swain, ese asesino. Un amigo me lo ha dicho.

—¿Hay mucha gente? —preguntó Pete.

El jinete soltó una carcajada.

—Todo el pueblo, supongo yo. Y mucha gente que ha venido de la Quebrada del Buitre. Cuanto más, mejor. Así no podrán echarle a nadie la culpa.

Pete se alegraba de que su compañero de viaje no le hubiese visto la estrella. El jinete era joven: un vaquero de suaves modales. En los ojos, sin embargo, le brillaba una luz salvaje, que hizo comprender al sheriff la psicología de la multitud. Un grupo en un linchamiento era lo mismo que un nido de víboras.

—¿Dónde van a lincharlo? —persiguió Pete.

—Supongo que cerca del Ayuntamiento, pues allí hay buenos árboles.

El joven se sonrió al escuchar la cándida observación de su compañero.

—¡Nada de árboles! —dijo—. La gente tiene tal odio a Swain, que van a atar a ese coyote a los rieles del tren en una curva, antes de que pase el de mercancías. ¡Maldita sea! ¡Por ahí viene ya!

Oyóse el silbido de la locomotora y el resoplido de la misma al subir la pendiente.

—Vamos a tener que correr, si queremos verlo —dijo el joven—. Esto merece la pena.

Pete sintió un escalofrío que le recorrió la medula. Tal vez había llegado tarde. Su compañero, estaba en lo cierto: había que darse prisa si no quería llegar tarde. Metióle la espuela a su alazán y éste salió a todo correr dejando atrás al viajero, sorprendido y boquiabierto.

Pete llegó a la entrada del pueblo, atravesó una calle, siguió a lo largo de un callejón, hasta salir a la calle Mayor. Esta era muy hermosa, pues la población, a pesar de su nombre, no tenía nada de despreciable, ya que el centro ferroviario de aquella era el de una gran zona rural.

La calle Mayor estaba desierta. Una de las razones de la aversión que aquellos rancheros sentían por Olin Swain, era que la mayoría de ellos tenían sus fondos en el Banco de la Quebrada del Buitre y se mostraban resentidos de que aquel empleado hubiese traicionado la confianza que en él naturalmente tenían depositada.

Pete siguió por la calle Mayor, calculando que la muchedumbre se reuniría en la estación del ferrocarril, mas al llegar allí, se encontró con que estaba un poco más lejos. Los linchadores habían elegido un sitio antes de llegar a la curva y al acercarse Pete oyó el silbato de la locomotora que se acercaba.

Pete sacó el revólver, pero no con la idea de disparar contra los ciudadanos, sino meramente de intimidarlos. Una bala —pensaba— en el corazón de un bandido era beneficio para muchos; en el pecho de un ciudadano honrado, era sólo una tragedia para su familia.

Al sheriff no se le ocultaba tampoco que lo podían acribillar a balazos, si intervenía para impedir el linchamiento, pues no faltaban en el distrito de Trinchera quien le tuviera inquina y estuviese dispuesto a aprovechar aquella coyuntura para quitárselo de en medio. Pete siguió adelante.

Lo primero que hizo fue quitarse la estrella que llevaba en la parte de afuera del chaleco y ponérsela dentro. De esta manera, él calculaba que podría meterse por entre la multitud, sin que fuera reconocido.

La multitud era digna de estudio. El estrépito era ensordecedor: el ruido de un rebaño que se desmanda, aterrorizado. La locomotora silbaba en la distancia y el ruido del tren era ya perceptible.

Pete observó que los linchadores habían atado al empleado de Banco a unos cien pies de la curva, y que el maquinista no se daría cuenta del peligro hasta que fuese demasiado tarde.

El sheriff se apeó del caballo y cruzó por entre la multitud sin que nadie pareciera reconocerlo. Pete había sacado el revólver y se quedó anonadado al ver la salvaje expresión en los rostros de aquellos individuos, que siempre le habían dado muestras de civismo y cordura.

Pete estaba seguro de que, una vez perpetrado el linchamiento aquellos semblantes volverían a recobrar su acostumbrada dulzura y placidez, aunque todo ello no excusaría la comisión de aquel crimen brutal y salvaje.

El silbato de la locomotora se oía ya con toda claridad. La gente se apartó de la vía, y entre ésta y él y la multitud había un espacio de unas cincuenta yardas.

Pete se adelantó a la multitud. Swain permanecía completamente inmóvil. En uno de los rieles se veía una mancha de sangre que manaba de la frente de la víctima y causada probablemente por un golpe que alguien le había asestado con el cañón de un revólver. Swain había perdido el conocimiento.

—¡Échate atrás! ¡Que viene el tren!

Un individuo que se había destacado de la muchedumbre impedía con su improvisada autoridad que la gente se acercase demasiado a la vía.

Las mujeres empezaron a chillar. Los niños lloraban. Los hombres blasfemaban por la misma razón que los niños silban en la oscuridad para no asustarse. El sheriff vio a una mujer que se desmayaba y por todas partes se oían gritos incoherentes.

De pronto, Pete asomó por fuera de la multitud y cruzó corriendo la vía. Un silencio sepulcral reemplazó al griterío de unos minutos antes. Sólo una voz se escuchó: la de alguien que advertía a Pete que el tren se acercaba.

Pete procedió con su agilidad característica, sacó los dos revólveres que llevaba y los empleó para arrancar las escarpias que sujetaban a la vía las cuerdas con que Swain llevaba atados los pies y las manos. Un grito de protesta inundó el aire.

—¡Que lo maten! —propuso una voz enfurecida—. ¡Métele un tiro en la cabeza!

¡Bang!

La detonación de un 45 se dejó oír dominando el ruido del tren que se acercaba.

¡La bala alcanzó al sheriff encima del corazón!