CAPÍTULO XIX

EL BORDE DEL SUPLICIO

EL impacto de la bala hizo girar a Pete como una peonza y caer finalmente de rodillas, con el cuerpo retorcido en el paroxismo del dolor. El sheriff se ahogaba y trataba de respirar, pero, a pesar de ello, su cerebro se mantenía despejado.

En primer lugar sentía cierta satisfacción de que el individuo que le había disparado el tiro tuviese tan certera puntería, pues de haberle dado el tiro en el hombro o en otro lado del pecho, seguramente lo hubiera puesto fuera de combate. Pero al darle la bala en la estrella del sheriff, que se había puesto en el interior del chaleco, el proyectil había rebotado sin penetrarle en el cuerpo.

—¡Es Pete Rice! —proclamó una voz—. ¡Es Pete Rice!

—¡Que lo maten, aunque sea Pete Rice! —exclamó la voz de un sujeto mal encarado que parecía ejercer cierta influencia en la multitud.

Pete volvió la vista hacia aquel individuo que estentóreamente pedía su muerte y reconoció en él a “Slug” Downer, un cuatrero que acababa de salir de la cárcel, a donde lo había enviado el sheriff.

Downer, sin embargo, no se atrevía a matar al sheriff por sí solo, pero trataba de incitar a los demás a que lo hicieran. Los del grupo echaron mano a las pistolas. Pete se había cargado a Swain sobre los hombros y se había metido uno de sus revólveres en la funda. Con el otro tenía encañonada a la multitud.

Desde luego el sheriff no tenía intención de disparar, pero ninguno de los circunstantes estaba cierto de las intenciones del sheriff y por lo tanto, tampoco estaba dispuesto a entrar en batalla con él.

Uno de ellos, sin embargo, parapetado detrás de un montón de rieles, hizo fuego y la bala atravesó la copa del sombrero del sheriff. Este se había olvidado de las balas en aquel momento, pues el tren llegaba a la curva.

El maquinista se asomó por la garita. Los ojos parecían saltársele de las órbitas cuando vio aquel gentío allí congregado. Inmediatamente tocó la sirena y aplicó los frenos.

Pete miró a la enorme locomotora que se les venía encima a él y a la carga que llevaba sobre los hombros. Las balas llovían en su derredor. De pronto Pete sorprendió a un minúsculo individuo encima de un montón de rieles. Era Hicks “Miserias” que de un tiro había arrancado la pistola a uno de los que disparaban, y le asestaba a otro un golpe en la cabeza con el cañón de su revólver.

Unos cuantos pies más allá, Teeny Butler se abría paso entre tres individuos, cada uno de ellos con una pistola en la mano. Los que se desprendieron de las manos de aquellos “héroes” así que Teeny empezó a descargar puñetazos.

Detrás de “Miserias” y de Teeny, venía el resto de la posse que aparentemente acababa de llegar a la escena. Los de la posse empezaron a disolver el grupo de frustrados linchadores, pero los tiros continuaban silbando por encima de la cabeza de Pete. Una de las balas le pasó junto a la oreja. Otra dio de refilón a Swain en la rodilla.

Pete en aquel momento se colocó detrás de la locomotora, que así le servía de protección. El maquinista volvió a dar al tren toda la marcha, pues aquel tren, conocido entre los campesinos con el nombre de “bala de cañón” no paraba en aquel pueblo.

Pete se mantuvo alerta, pues estaba aún lejos de poderse considerar fuera de peligro. La parte más difícil de su hazaña estaba aún por realizar. El furgón de cola del tren iba a pasar por delante de él. Pete agarró fuertemente a Swain y se guardó el revolver en la funda. Limpióse bien en el chaleco la mano que le quedaba libre y esperó que pasase el furgón.

El sheriff dio un salto, una fracción de segundo antes de que el último vagón pasase delante de él. Con matemática precisión se asió a la barandilla del coche y no sin sufrir por eso una violentísima sacudida, ganó el estribo. La fuerza misma del salto lo echó contra la barandilla del coche, pero Swain no se dio cuenta de nada, pues seguía sin conocimiento.

La multitud se desató en furiosos gritos al ver pasar el tren y notar que Pete y Swain habían montado en él. Sonaron unos cuantos tiros y varios proyectiles se estrellaron contra las paredes del furgón. Pete desde el tren observó cómo “Miserias” y Teeny, y los demás de la posse, disolvían el grupo.

Varios de los ciudadanos del pueblo se sumaron a esta misión apaciguadora. En aquel pueblo, como en todos, no faltaba gente amante del orden, pero que en el momento elegido de un linchamiento se sentía atraída por una morbosa curiosidad, y que en cuanto se abatía la onda emocional, se ponían incondicionalmente al lado de la Ley.

Un empleado del tren vino corriendo a la plataforma del furgón y ayudó a Pete a desprenderse de la carga que llevaba sobre el hombro, pues Swain era un hombre alto y grueso. Finalmente entre el sheriff y su ayudante metieron a Swain en el furgón, dentro del cual entró tambaleándose el propio Pete.

Al alejarse el tren, el sheriff divisó a “Miserias” que agitaba la mano en el aire y decía algo que Pete no pudo comprender. Varias de las mujeres del grupo agitaban también sus pañuelos. Finalmente, el tren entró en una curva y la escena se disipó de la vista del sheriff.

Un plan bien rápidamente meditado, había librado a la víctima de aquella masa enfurecida, que aquella misma tarde volvería a sus habituales faenas, sin el menor asomo de rencor en el corazón.

Pete ayudó a los empleados del tren a colocar a Swain en una improvisada litera. El empleado del Banco había vuelto a abrir los ojos. Murmuró al principio unas palabras incoherentes y luego, levantando la vista, exclamó:

—¡Pete!

Este no contestó. El sheriff sentía gran orgullo y satisfacción de haberlo salvado de la muerte, pero de pronto se apoderó de él la aflicción, al pensar que llevaba a Swain ante la Justicia para responder a los crímenes de que se le acusaba. El trago era muy amargo para Pete, pero eso era la Ley.

El tren se detuvo a tomar agua. Pete había observado a los empleados del convoy, que le parecían buenas personas y gente de quien se podía fiar. Estaba meditando en el riesgo que ahora corría al llevar al detenido a la Quebrada del Buitre.

Varios ciudadanos de la población habían figurado en el frustrado linchamiento y parecía imprudente tentarlos de nuevo, metiendo en la cárcel del pueblo al hombre que se les había escapado de las manos.

Swain no había recobrado enteramente el conocimiento y sólo a ratos tenía intervalos de lucidez. De vez en cuando balbuceaba algo acerca de su mujer y de sus hijos, y de las cuentas del Banco, reviviendo en sus letárgicos pensamientos escenas de tiempos más felices para él en la Quebrada del Buitre.

—¿No para el tren en ningún sitio, antes de llegar a la Quebrada del Buitre? —preguntó Pete.

—No —le contestaron—, pero si le conviene bajar antes, pararemos donde usted nos diga. Ha estado usted muy oportuno. Si no llega tan a tiempo...

Pete tenía gran número de amigos en el distrito de Trinchera entre ellos un cazador que tenía una cabaña junto a la vía. El sheriff calculaba que si conseguía llevar allí a Swain, éste podría descansar, y él también, que mucho lo necesitaba.

—Gracias —dijo Pete al empleado del tren—. ¿Me hará usted el favor, pues, de parar, cuando yo le avise?

—Cuando usted quiera —dijo el empleado—. Usted manda.

—Espero, desde luego, que no hablen del asunto con nadie cuando lleguen a la población, ni mucho menos digan dónde me he apeado con el prisionero.

—¡Descuide, que nadie sabrá una palabra!

—¡Muy bien! Ya avisaré.

A unas tres millas de distancia, Peto dio la señal. El tren se detuvo y Pete bajó del furgón. Los empleados del tren ayudaron a bajar a Swain.

Con él a cuestas, anduvo como un octavo de milla a través de un campo llano, cubierto de artemisa y de espinos, para llegar al fin a una cabaña medio desmoronada. Era la cabaña de Beaver Miller.

Beaver recibió a Pete con alegría, y él sheriff le explicó el motivo de la visita.

—Todo lo que yo quiero es esconderme aquí esta noche y que tengas cuidado de este hombre por un día o dos.

—Eso es fácil —contestó Beaver con una sonrisa.

Pete cuidó de Swain, que seguía sin recobrar el conocimiento, cenó y acostóse en una litera de la cabaña. En un par de minutos se había dormido profundamente.

Reinaba la oscuridad cuando Pete se incorporó en la litera, desde donde vio a Beaver, que entendía algo de medicina, agachado al lado de Swain. Le había levantado la cabeza y se esforzaba por hacerle tomar una medicina con una cuchara.

Pete comprendió que Swain estaba bien atendido y se volvió a acostar quedándose otra vez dormido. Cuando se levantó era ya día claro. Pete se sentía completamente descansado.

—Beaver —dijo—, no sé por dónde van a respirar algunos de los ciudadanos en el pueblo, y así, me voy allá yo solo para ver lo que dicen. Si la gente está aún acalorada, es posible que te deje aquí a este hombre un par de días más hasta que se apacigüe aquello.

—No te preocupes —dijo Beaver—, que yo no he de salir de aquí lo menos en dos o tres días, pues tengo varias pieles que adobar.

Pete llegó a la Quebrada del Buitre al mediodía, y aunque no era amigo de la bebida, entró en el “Descanso del Vaquero” para ver de qué humor estaban los cow-boys por aquellos contornos.

Uno de los parroquianos del café se acercó a felicitarle.

—No hay miedo de que tengamos ya ningún linchamiento ni tonterías por el estilo. Supongo que lo traerás aquí para meterlo en la cárcel.

—No puedo decir nada —contestó Pete brevemente—. Lo traeremos aquí cuando convenga, y me hago responsable de su vida.

El sheriff dirigióse calle abajo hasta llegar al Hotel Arizona, donde también entró. Más tarde visitó un par de bares más. La situación era normal, pensó Pete, y no había peligro en traer al prisionero a la Quebrada del Buitre.

De todas maneras decidió llevase con él a sus dos comisarios a la cabaña de Beaver, pues no quería exponerse a que al empleado de Banco se lo llevasen los vecinos ni los bandidos, que todavía tenían más interés que los otros en arrebatarlo.

A eso de mediodía, Pete y sus comisarios montaron a caballo enfrente de la barbería de “Miserias”. Podían estar de vuelta al atardecer.

Pete tenía su trabajo perfectamente ordenado. En primer lugar, metería a Swain en la cárcel, poniéndole una guardia especial. A continuación, él y sus comisarios descansarían un rato y al día siguiente saldrían a la caza" de Bristow el “Halcón”.

Bristow había caído en la ratonera y no había modo de que cruzase la frontera, ni de que se alejase mucho de aquel distrito. Las autoridades lo buscaban por todas partes y Pete daba por descontado que en muy poco tiempo se habrían hecho con el criminal.

A eso de una milla del pueblo, el trío oyó el disparo de un 45, que procedía de las montañas cubiertas de enebros que se divisaban en la distancia, y situados entre el camino que ellos seguían y los yacimientos de oro que Pete había visitado recientemente.

Pete y sus comisarios se dirigieron al lugar de donde procedía la detonación. Un caballo pinto asomó la cabeza por entre las ramas y los miró con curiosidad.

—¡Ese es el caballo de Hank Lewis! —exclamó, sorprendido, Pete Rice.

—¡Y la silla está vacía! ¡Apuesto cualquier cosa a que se han “cargado” a Hank!

El sendero conducía a una barranca y en ella estaba tendido el viejo minero.

—¡No os lo decía yo! —exclamó el sheriff.

Pete saltó de la silla, y se dirigió a la barranca. Hank Lewis respiraba, tenía una herida en el costado. Pete la examinó y comprobó que se trataba nada más que de una herida superficial que le rozaba las costillas. El minero se había desmayado por la perdida de sangre. Era demasiado viejo para resistir una herida de bala.

Pete examinó la funda del revólver que Hank llevaba en el cinto, y comprendió la causa de la extraña detonación que habían percibido. Hank Lewis había sido herido en el camino o, tal vez en las minas. Por razones que no era posible determinar, el viejo se dirigía hacia la Quebrada del Buitre pero, al pasar por la barraca se sintió desfallecer y apretó el gatillo del revólver sin sacarlo de la funda. Probablemente no tuvo fuerzas para hacerlo y el tiro había sido disparado solamente para dar la alarma.

El sheriff revivió al minero echándole en la cara agua de una fuente cercana y Teeny le dio un trago de té de aquel que siempre tomaba y del que llevaba un frasco consigo. Hank se incorporó.

—¿Qué diablos es eso que me estáis dando y que sabe a solimán? —preguntó en tono quejumbroso.

Hank abrió los ojos y trató de reconocer a los que tenía al lado. De pronto clavó los ojos en Pete y se le animó el semblante.

—¡Compadre! —dijo— tú eres el hombre a quien yo quería ver! —El viejo minero hizo un gesto de dolor—. Yo estaba perfectamente bien cuando salí de las minas, pero me desmayé y antes de perder el conocimiento, disparé el revólver para dar la alarma. Olin Swain y su partida asaltaron las minas anoche.

Pete Rice dio un salto como si le hubiera picado una avispa.

—¿Tú no quieres decir que Swain, sino alguien que se le parecía? —dijo el sheriff con voz temblorosa—. Apuesto a que nadie vio a Swain allí.

—¿Cómo que no, si lo vi yo mismo? —dijo Hank—. Swain fue el que me dio el tiro.

—¿Estás seguro, Hank? ¿Estás seguro?

—He visto a Swain más de cien veces y no me equivoco —contestó el viejo impacientemente—. Su estatura, su pelo gris y el labio que le sobresale como si estuviera siempre mascando tabaco. No te quepa duda que era Swain.

El corazón le latía a Pete furiosamente. “Miserias” estaba un poco perplejo, pero Teeny Butler comprendió en seguida la causa del asombro de su jefe. Los grises ojos del sheriff relucían como ascuas. Las manos le temblaban ligeramente.

—¿Comprendéis ahora? —dijo Pete excitado—. ¡Ojalá el viejo no esté delirando!

—¿Delirando? ¿Acaso crees que estoy loco? Tengo la cabeza tan despejada como la tuya. Sólo que el cuerpo me duele a causa de la bala que me disparó Swain.

Pete Rice se puso de pie de un salto.

—“Miserias” —le dijo a su comisario—, llévate a Hank a casa del doctor Buckley para que le cure la herida, y luego vuélvete a toda prisa a la cabaña de Beaver Miller. Allí estaremos Teeny y yo.

“Miserias” salió a cumplir su encargo y Teeny y el sheriff se dirigieron a la cabaña de Miller. Sonny galopaba a placer, de tal manera que a Teeny le era casi imposible seguirlo.

Pete sentía un gran alivio en su corazón, ya que nunca había podido creer que Olin Swain fuese uno de los bandidos, y aunque le había parecido reconocerlo en aquella siniestra figura de nariz aquilina, que acompañaba a Bristow el “Halcón” en un par de ocasiones, siempre había sido casi en la oscuridad. Había también oído su voz, pero tampoco con mucha claridad, a causa de la distancia.

Pete llegó a la conclusión de que alguien en el distrito de Trinchera había tratado de suplantar a Olin Swain y el sheriff se preguntaba qué razón habría podido existir para ello.

Aquel pañuelo con la inicial “S” había sido puesto deliberadamente en el lugar en que fue encontrado, para despistar a las autoridades, y lo mismo aquella estilográfica con las iniciales “O. S.” que Pete recogió en la cabaña de Sunrise Holden. Pete había llegado a sospechar de tantas coincidencias y de que el criminal se prestara a dejar rastros delatores de su paso por el teatro de sus hazañas.

Al fin se tenía una pista, pero una pista que embrollaba el asunto, en lugar de aclararlo definitivamente. Hank Lewis había “visto” a Olin Swain a la cabeza de los ladrones que asaltaron el campo minero.

Y toda la noche anterior, Olin Swain se la había pasado durmiendo en la cabaña de Beaver Miller.