En casa: un epílogo

UN mes después, Nilima estaba sentada frente a su escritorio cuando una enfermera llegó corriendo desde el hospital para decirle que había visto a «Piya-didi» bajar del transbordador de Basonti.

Nilima no ocultó su sorpresa.

—¿Piya? ¿La norteamericana? —dijo—. ¿Estás segura de que es ella?

—Sí, Mashima. Es ella. Estoy segura.

Nilima se recostó en la silla, intentando asimilar la noticia.

Apenas habían pasado dos semanas desde que se había despedido de ella y lo cierto era que no esperaba volver a verla. Tras el ciclón, Piya se había convertido en una presencia extrañamente desconcertante, una especie de espectro, introvertida, silenciosa. Nilima no hubiera sabido que hacer con ella de no haber sido por Moyna, con la que Piya parecía haber entablado una estrecha amistad tras la muerte de Fokir. Nilima las había visto varias veces en la casa de huéspedes, o en los alrededores del hospital, sentadas en silencio, la una junto a la otra. En una ocasión, incluso había llegado a confundirlas. Al haber perdido toda su ropa, Piya se había visto obligada a empezar a vestir los saris —rojos, amarillos y verdes— que Moyna había elegido entre la ropa que ella, por su viudedad, había dejado de vestir. Además, siguiendo la tradición, Moyna se había cortado el pelo y ahora lo tenía tan corto como Piya. Y, aun así, en lo que a su comportamiento y a su expresión se refería, el contraste entre las dos mujeres no podría haber sido mayor, pues, mientras el dolor de Moyna se reflejaba nítidamente en sus enrojecidos ojos, el gesto del rostro de Piya era de una inexpresividad pétrea, como si hubiera retrocedido hasta algún recóndito lugar oculto en su interior.

—Piya está conmocionada —le había dicho Kanai a Nilima poco antes de partir—. Si lo piensas, la verdad es que no es de extrañar. Imagínate cómo debió de sentirse, atada a aquel árbol, con el cuerpo sin vida de Fokir protegiéndola del ciclón. Además, todavía se siente culpable de lo que ocurrió.

—Entiendo todo lo que dices, Kanai —había contestado Nilima—. Y es precisamente por eso por lo que creo que debería abandonar Lusibari. ¿No crees que debería volver a Estados Unidos? ¿O al menos a casa de sus familiares de Kolkata?

—Se lo he sugerido —había respondido Kanai—. Hasta le he ofrecido encargarme de todos los preparativos para su viaje de vuelta a Estados Unidos, pero ni siquiera me ha escuchado. Creo que, ahora mismo, en sus pensamientos sólo hay sitio para la deuda que cree tener con Moyna y con Tutu! Creo que lo mejor es que no la presionemos; Piya tiene que descifrar las cosas por sí misma.

—Eso es fácil de decir. Soy yo la que me voy a quedar sola con ella —había dicho Nilima con aprensión—. ¿Qué voy a hacer yo sola con esa chica?

—No creo que te cause ningún problema —le había contestado Kanai—. De hecho, estoy seguro de que no lo hará. Sólo necesita un poco de tiempo para asimilar todo lo que ha ocurrido. Yo no puedo ayudarla, Nilima. De hecho, sospecho que mi presencia tiene precisamente el efecto contrario sobre Piya.

Nilima no había insistido.

—Está bien, Kanai —había dicho—. Vete si tienes que hacerlo. Sé que estás muy ocupado.

Kanai le había dado un abrazo a su tía.

—No te preocupes —le había dicho—. Todo saldrá bien. Volveré a verte pronto. Ya verás.

A modo de respuesta, Nilima se había encogido de hombros.

—Sabes que siempre serás bienvenido en esta casa.

Kanai se había marchado al día siguiente, una semana después de que el ciclón asolara la tierra de la marea.

Un par de días después, Piya había ido a ver a Nilima y le había dicho que ella también se marchaba.

—Sí, cariño. Claro que lo entiendo —había dicho Nilima esforzándose por no dejar traslucir el alivio que sentía, pues llevaba varios días preguntándose si la presencia de Piya en Lusibari podría crearle problemas con las autoridades. ¿Tendría el visado en regla? ¿Dispondría de los permisos necesarios?—. Ha pasado por mucho —le había dicho con calidez—. Necesitará tomarse algún tiempo para recuperarse.

—Volveré pronto —había prometido Piya.

Pero esas palabras de despedida no eran nuevas para Nilima. Las había oído en multitud de ocasiones en boca de otros extranjeros y nunca había vuelto a tener noticias de ninguno de ellos. Asumiendo que lo mismo ocurriría con Piya, Nilima le había contestado:

—Sí, cariño, claro que lo hará.

Pero, al parecer, Piya había cumplido su palabra, pues, tal y como había prometido; había vuelto a Lusibari.

Piya llamó a la puerta antes de que Nilima hubiera tenido tiempo de prepararse para recibirla. De ahí que tan sólo se le ocurriera decir:

—¡Piya! Ha vuelto.

—Claro que he vuelto —dijo Piya—. ¿Acaso pensaba que no iba a hacerlo?

Nilima prefirió cambiar de tema.

—Pero, dígame, ¿dónde ha estado desde que se fue de Lusibari?

Nilima observó que Piya volvía a vestir pantalones de algodón y una camisa blanca.

—He estado en Kolkata —contestó Piya—. En casa de mi tía. He pasado muchas horas navegando por internet, y le alegrará saber que la respuesta ha sido magnífica.

—¿La respuesta? ¿Qué respuesta?

—Envié algunas cartas explicando cómo murió Fokir durante el ciclón. Algunos colegas y amigos empezaron una cadena a fin de recaudar fondos para Moyna y Tutul. La respuesta ha sido mucho mejor de lo que podíamos imaginar. El dinero recaudado debería bastar para que Moyna se compre una casa y para pagar la universidad a Tutul cuando llegue el momento.

—Ah —dijo Nilima—. Desde luego, son muy buenas noticias. Moyna se alegrará mucho.

—Pero eso no es todo —añadió Piya. —¿No? —Nilima arqueó las cejas.

—He escrito un informe sobre los avistamientos de orcaella en las Sunderban —le explicó Piya—. Como puede imaginarse, al haber perdido las hojas de datos no es un informe muy preciso. Aun así, ha despertado mucho interés. He recibido ofertas de financiación de varias instituciones, pero no quería aceptar ninguna antes de consultarlo con usted, Nilima.

—¿Conmigo? —exclamó Nilima—. Yo no sé nada de ese tipo de cosas.

—Usted sabe mucho sobre la gente que vive en estas islas —replicó Piya—. La protección del medio ambiente no debería perjudicar a los más pobres, como tantas veces ocurre. Si voy a poner en marcha un proyecto en la tierra de la marea, quisiera que fuese con los auspicios de la Fundación Badabon. Así los pescadores locales podrían intervenir en las decisiones que vayan a impactar en su forma de vida. Compartiríamos los fondos de las instituciones, claro está. De esta manera, la Fundación Badabon también se beneficiaría del proyecto.

Al oír hablar de fondos, Nilima, siempre pragmática, escuchó a Piya con renovado interés.

—Desde luego es una oferta que merece la pena estudiar —dijo—. Pero ¿se ha parado a pensar en las facetas prácticas de su proyecto? Por ejemplo, ¿dónde va a vivir?

Piya asintió.

—Sí, lo he hecho —contestó—. En realidad, tengo una idea que quisiera compartir con usted. A ver qué le parece.

—Dígame.

—Pensaba que, si le parece bien, podría alquilarle la planta de arriba de esta casa, la casa de huéspedes. Allí tendría sitio de sobra para todo lo que necesito. Podría crear un banco de datos y montar una pequeña oficina para llevar la contabilidad del proyecto.

Nilima sonrió con indulgencia. Sus años de experiencia al frente de la fundación le decían que Piya no sabía en lo que se estaba metiendo.

—Pero, Piya —dijo con dulzura—; para emprender un proyecto de esa envergadura necesitará un equipo, gente que la ayude. Usted no puede hacerlo todo.

—Lo sé —afirmó Piya—. He pensado que quizá Moyna pudiera encargarse de la parte administrativa del proyecto. A tiempo parcial, claro está; cuando no esté trabajando en el hospital. Eso le proporcionaría una fuente adicional de ingresos. Estoy convencida de que haría un buen trabajo. Además, podría enseñarle inglés y ella, a cambio, podría enseñarme un poco de bengalí.

Nilima se frotó las manos sobre el regazo al tiempo que fruncía el ceño, considerando las posibilidades que tenía el proyecto de Piya de salir adelante.

—Pero, Piya, ¿ha pensado en todos los permisos que necesitará? No olvide que es usted extranjera. No creo que el gobierno le permita permanecer aquí durante un tiempo ilimitado.

Pero Piya también se había encargado de eso.

—He hablado con mi tío. Al parecer, al ser hija de ciudadanos indios, cumplo los requisitos para solicitar un permiso de residencia permanente. En cuanto a los permisos, mi tío me dijo que si yo conseguía que la Fundación Badabon auspiciara el proyecto, él se encargaría de todo lo demás. Conoce a ciertas personas en Nueva Delhi.

—¡Verdaderamente ha pensado en todo! —exclamó Nilima. Después rió—. Hasta tendrá un nombre para el proyecto. —Nilima lo había dicho de forma retórica, pero, al ver que Piya se aclaraba la garganta, se dio cuenta de que, en efecto, también había pensado en eso—. ¿Lo tiene? ¿Tiene ya un nombre?

—He pensado que, ya que voy a basar mi trabajo en los datos que me proporcionó Fokir, lo más justo sería dedicarle el proyecto a él.

—¿A qué datos se refiere? —preguntó Nilima arqueando las cejas—. Creía que lo había perdido todo durante el ciclón.

Piya sonrió.

—No todo —dijo—. Todavía tengo esto. —Piya sacó el GPS de su bolsillo y se lo enseñó a Nilima—. Este pequeño aparato está conectado a los satélites del sistema de posicionamiento mundial. El día del ciclón lo llevaba colgado de una de las trabillas de mi pantalón. Fue lo único que no perdí. —Piya tocó una tecla y la pantalla se encendió. Después, introdujo una clave para acceder a la memoria—. Cada sitio al que me llevó Fokir está almacenado aquí. Mire. —Piya señaló la línea serpenteante que había aparecido en la pantalla—. Ésa es la trayectoria que seguimos el día antes del ciclón. Al no encontrar ningún orcaella, Fokir me llevó a todos los pequeños ríos y a todos los cauces de agua donde había visto alguna vez un delfín. Este mapa equivale a décadas de trabajo. Será el punto de partida del proyecto. Por eso creo que debería llevar el nombre de Fokir.

Entonces, Nilima volvió la cabeza y miró el cielo a través de una de las ventanas—. ¿Quiere decir que todo está escrito ahí arriba?

—Así es.

Nilima permaneció en silencio mientras pensaba en el enigma de Fokir y de su barca, en cómo Piya había escrito un diario de sus viajes y lo había guardado entre las estrellas. Apoyó una mano en el brazo de Piya y lo apretó suavemente.

—Tiene razón —dijo—. Seria hermoso construir algo para honrar la memoria de Fokir. En cuanto a los detalles, tiene que dejarme un poco de tiempo para que lo piense. —Nilima suspiró y se levantó de la silla—. Pero, ahora mismo, lo que necesito es una taza de té. ¿Le apetece una?

—Me encantaría —aceptó Piya—. Gracias.

Nilima fue a la cocina y llenó la tetera con agua. Estaba a punto de encender el hornillo de queroseno cuando Piya se asomó a la puerta.

—¿Qué sabe de Kanai? —preguntó—. ¿Ha tenido noticias de él?

—Sí —contestó Nilima mientras acercaba la cerilla al hornillo—. Recibí una carta suya hace un par de días.

—¿Y cómo está?

Nilima rió al tiempo que colocaba la tetera sobre el hornillo.

—Al parecer ha estado tan ocupado como usted.

—¿Por qué lo dice? ¿Qué ha estado haciendo?

—Ni siquiera sé por dónde empezar —respondió Nilima—. Ha reestructurado su empresa para poder tomarse algo de tiempo libre. Quiere trasladarse a Kolkata durante una temporada.

—¿De verdad? —dijo Piya—. ¿Y qué va a hacer en Kolkata?

—No estoy segura —contestó Nilima mientras echaba unas hojas de té de Darjeeling en la tetera—. Dice que va a escribir la historia del cuaderno de Nirmal: cómo llegó a sus manos, la historia que contenía, cómo lo perdió... Supongo que nos lo explicará mejor cuando venga dentro de un par de días.

—¿Va a venir a Lusibari? —preguntó Piya—. ¿Tan pronto?

Nilima asintió. La tapa de la tetera empezó a vibrar. Retiró la tetera del hornillo y apagó el fuego.

—Espero que no le moleste volver a compartir la casa de huéspedes con él. Piya sonrió.

—En absoluto —dijo—. De hecho será un placer tenerlo en casa.

Boquiabierta, Nilima dejó caer la cuchara con la que removía las hojas de té.

—No sé si la he oído bien —dijo mirándola con incredulidad—. ¿Ha dicho en casa?

Piya lo había dicho sin pensar, pero, ahora, al reflexionar sobre ello, unas arrugas surcaron su frente.

—¿Sabe, Nilima? —dijo por fin—. Para mí, mi casa es donde están los orcaella. Así que sí, supongo que ésta es mi casa ahora.

Nilima la miró en silencio durante unos instantes. Después rió.

—Ésa es la diferencia entre nosotras —dijo—. Para mí, mi casa es donde pueda prepararme una buena taza de té.

Nota del autor

LOS personajes de esta novela son ficticios, al igual que los dos emplazamientos principales: Lusibari y Garjontola. Sin embargo, otros lugares, como Canning, Gosaba, Satjelia, Morichjhápi y Emilybari, realmente existen y fueron fundados o colonizados tal como explico.

Mi tío, ya fallecido, Shri Chandra Ghosh, ocupó durante más de una década el cargo de director del Rural Reconstruction Institute, la escuela de educación secundaria que fundó sir Daniel Hamilton en Gosaba. Durante varios años, antes de fallecer prematuramente en 1967, también fue el administrador de los bienes de los Hamilton. A él y a su hijo, mi primo Subroto Ghosh, debo los primeros recuerdos que me unen a la tierra de la marea.

Una de las más prestigiosas cetólogas del mundo, la profesora Helene Marsh, de la Universidad James Cook, demostró una gran generosidad al responder al correo electrónico de un absoluto desconocido. Nunca podré agradecerle lo suficiente que me pusiera en contacto con su alumna, Isabel Beasley, una especialista en el estudio del Orcaelia brevirostris. Al permitirme acompañarla en una expedición por el Mekong, Isabel Beasley me introdujo en el mundo y en las costumbres, no sólo del delfín de Irrawaddy, sino también de los cetólogos. Mi gratitud sólo se ve superada por la admiración que siento por su fortaleza y su dedicación.

Tuve el privilegio de poder viajar por la tierra de la marea en compañía de Annu Jaláis, uno de esos escasos eruditos que aúnan una inmensa valentía con unos extraordinarios dones lingüísticos e intelectuales. Estoy seguro de que su trabajo de investigación sobre la historia y la cultura de la región pronto será considerado como definitivo. Por su integridad y su ilimitada generosidad al compartir su sabiduría, tengo una inmensa deuda de gratitud con Annu Jaláis.

En la isla de Rangabelia, que formó parte de las posesiones de Hamilton, tuve la buena fortuna de conocer a Tushar Kanjilal, director jubilado del instituto local. En 1969, junto a su esposa después fallecida, Shrimati Bina Kanjilal, Tushar Kanjilal fundó una pequeña organización de voluntarios que más tarde daría lugar a la Tagore Socíety of Rural Development (TSRD). Bajo la tutela de Tushar Kanjilai, esta organización puso en práctica una serie de innovadores proyectos. En una zona en la que la infraestructura pública era prácticamente inexistente, la TSRD consiguió crear una inestimable variedad de servicios médicos y sociales. Hoy en día, la calidad de la atención médica que ofrece el hospital de la TSRD en Rangabelia es digna de encomio, así como también lo es la dedicación de quienes trabajan en él. En este contexto quisiera mencionar, en particular, al doctor Amitava Choudhury, quien, durante mis visitas a la tierra de la marea, se convirtió en un ejemplo de idealismo para mí. Actualmente, los programas de la TSRD se extienden más allá del ámbito geográfico del estado de Bengala Occidental y abarcan campos tan variados como los derechos de la mujer, los cuidados sanitarios básicos y la mejora de las prácticas agrarias. Su número y su eficacia son el mejor homenaje posible a las personas que los hicieron realidad. Quienes deseen saber más sobre la TSRD pueden encontrar más información en las siguientes páginas web: www.indev.nic.in/tsrd y www.geocities.com/gosaba_littlehearts.

En su momento, los acontecimientos de Morichjhápi tuvieron una amplia repercusión en la prensa de Calcuta, tanto en inglés como en bengalí. En la actualidad, el único análisis histórico de los acontecimientos disponible en inglés es el artículo de Ross Mallick, «Refugee Resettlement in Forest Reserves: West Bengal Policy Reversal and the Morichjhápi Massacre» (The Journal of Asian Studies, 1999, 58:1, pp. 103 — 125). Desafortunadamente, la excelente tesis doctoral de Nilanjana Chatterjee, «Midnight Unwanted Children: East Bengali Refugees and the Politics of Rehabilitaron» (Brown University), nunca ha sido publicada. El artículo de Annu Jaláis, «Dwelling on Marichjhampi», también está sin publicar.

Quisiera agradecer a B. Poulin su permiso para citar la traducción de 1975 de A. Poulin Jr. de las Elegías del Duino de Rainer Maria Rilke; en mi opinión, ésta sigue siendo la versión definitiva en inglés. Todas las referencias a versiones bengalíes de las Elegías aluden a las soberbias traducciones publicadas por Buddhadeva Basu a finales de la década de 1960. En la actualidad, éstas están disponibles en la edición de la obra reunida de Buddhadeva Basu, Kabita Sangraha (Pancham Khanda), ed. Mukul Guha, 1994, Dey's Publishing, Kolkata.

También quisiera agradecer la ayuda, el apoyo y la hospitalidad, según los distintos casos, de las siguientes personas e instituciones: Léela y Horen Mandol, Tuhin Mandol, la fundación Santa Maddalena, Mohanlal Mandol, Añil Kumar Mandol, Amites Mukhopadh-yay, Parikshit Bar, James Simpson, Clint Seely, Edward Yazijian, Abhijit Bannerjee y el doctor Gopinath Burman. A mi hermana, la doctora Chaitali Basu, le debo un agradecimiento especial. Finalmente, por el cuidado con el que han trabajado en mi libro, estoy en deuda con Janet Silver, Susan Watt y Karl Blessing, además de con Agnes Krup y Barney Karpfinger de la Karpfinger Agency.

El apoyo de mi esposa, Debbie, ha sido de inestimable valor a la hora de escribir este libro. Siempre estaré en deuda tanto con ella como con mis hijos, Lila y Nayan.

índice

PRIMERA parte

MAREA BAJA; BHATA ... , 7

Segunda parte

MAREA ALTA: JOWAR..., 193

Nota del autor.. 429

Table of Contents

Datos del libro

Primera parte Marea baja: Bhata

La tierra de la mareaUna invitaciónCanningEl barco de vaporLusibariLa caídaSir DanielLa ventana de SnellLa fundaciónFokirLa cartaLa barcaNirmal y NilimaFondeadosKusumPalabrasLa gloria, de Bon BibiSusurrosMorichjhápiUna epifaníaMoynaCangrejosViajesGarjontolaEl rugidoEscucharArrastrados a la orillaLa pescaSueñosEl ataque Segunda parte Marea alta: Jowar

Volver a empezarLa llegadaLa reuniónPoniéndose al díaTempestadesNegociacionesCostumbresUna puesta de solTransformaciónUn peregrinajeEl destinoEl MeghaCreenciasIntermediariaEl asedioPalabrasCrímenesDejando LusibariUn desvíoVivoComo una oficina de correos en domingoUna muertePreguntasEl señor SloaneKratieSeñalesDestellosLa búsquedaBajasUn regaloLa salvación de DukheyAgua dulce y saladaHorizontesPérdidasEn tierraLa olaEl día despuésEn casa: un epílogoNota del autor índice

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06/01/2014