Una epifanía
POR la tarde, al empezar a subir la marea, las apariciones de los delfines orcaella comenzaron a hacerse menos frecuentes; al parecer, los animales habían empezado a abandonar el lugar con el cambio de marea.
Durante las primeras horas de la mañana, Piya había trabajado con la urgencia propia de quien cree estar ante una manada de delfines migratorios que pueden desaparecer en cualquier momento. Pero, ahora, empezaba a dudar que fuese así. Desde luego, aquellos animales no se habían comportado como si estuvieran de camino a algún sitio. Al contrario, era más bien como si hubieran decidido permanecer allí hasta que la marea volviese a subir. Pero eso tampoco tenía sentido; sencillamente no encajaba con lo que se sabía sobre aquellos animales.
Había dos tipos de orcaella. Uno prefería las aguas saladas de la costa, mientras que el otro prefería el agua dulce de los ríos. La diferencia entre las dos comunidades no era de tipo anatómico; tan sólo tenía que ver con su preferencia por un habitat u otro. De las dos poblaciones, la costera era con mucho la más numerosa. Se estimaba que habría varios millares de individuos repartidos entre el sur de Asia y el norte de Australia. Sin embargo, la población de orcaella de agua dulce era mucho más escasa; posiblemente tan sólo quedaran algunos centenares de individuos en los ríos de Asia. Los orcaella de la cosía nunca permanecían mucho tiempo en el mismo lugar. Al contrario, vagaban libremente, aunque siempre cerca de la costa. Sus primos de agua dulce, sin embargo, eran más territoriales y mucho menos gregarios. En época de lluvias, cuando el nivel del agua ascendía, acostumbraban nadar río arriba, siguiendo a sus presas hasta afluentes, e incluso hasta campos de arroz inundados. Pero en la temporada seca, cuando el nivel del agua descendía en los ríos, solían retroceder hasta enclaves concretos. Por lo general se trataba de pozas de gran profundidad horadadas en el lecho del río, bien por los caprichos de la geología bien por las propias corrientes de agua. En Camboya, Piya había encontrado poblaciones de orcaella en varias pozas del río Mekong, desde Phnom Penh hasta la frontera de Laos. Había podido comprobar que los mismos individuos regresaban a las mismas pozas un año tras otro y que, al subir el nivel del agua durante la temporada de las lluvias, viajaban cientos de kilómetros río abajo. En un desgraciado ejemplo de ello, un orcaella había nadado desde la frontera de Laos hasta las cercanías de Phnom Penh y había muerto ahogado al quedar atrapado en una red.
Piya había viajado a las Sunderban con la idea de que, si encontraba algún orcaella, éste sería de la variedad costera; al menos eso parecía lo más lógico teniendo en cuenta lo salobres que eran aquellas aguas. Pero lo que acababa de ver hizo que se preguntase si no estaría equivocada. Si esos orcaella eran de la variedad costera, ¿qué hacían congregándose en una poza? Eso era algo que sólo hacían sus primos de agua dulce. Por otro lado, el agua era demasiado salada para que fuesen orcaella de río. Y, además, los orcaella de río no abandonaban las pozas al caer la tarde, sino que permanecían en ellas durante toda la temporada seca. Entonces, ¿ante qué tipo de orcaella se encontraba y cómo podía explicarse lo extraño de su comportamiento?
Reflexionando sobre todo aquello, Piya tuvo una idea. ¿Acaso harían esos orcaella dos veces al día lo que sus primos del Mekong hacían una vez al año? ¿Era posible que hubieran adaptado su comportamiento a las mareas de las Sunderban, que hubieran comprimido los ritmos estacionales de sus primos del Mekong, adaptándolos al ciclo diario de las mareas?
Piya sabía que, si aquella hipótesis resultaba ser cierta, habría descubierto un comportamiento animal de una elegancia y una sencillez sorprendentes; algo tan bello como difícil de encontrar en el irregular comportamiento de los mamíferos. Y, más aún, aquella idea podría tener importantes implicaciones para la preservación de esa especie, pues si los orcaella se concentraban en pozas y en pasillos fluviales concretos resultaría mucho más fácil tomar medidas eficaces para su protección. Pero aquella hipótesis planteaba tantas preguntas como respuestas daba. Para empezar, ¿cuál sería el mecanismo fisiológico capaz de sintonizar los movimientos de los delfines con el cambio de las mareas? Evidentemente, no podían ser sus ritmos circadianos, pues las mareas no siempre cambiaban a la misma hora del día. ¿Y qué ocurriría durante los monzones, cuando el flujo de agua dulce aumentaba, alterando el equilibrio de salinidad del agua? ¿Estaría grabado ese ciclo migratorio en el palimpsesto de un ciclo estacional?
Piya recordaba haber leído que había más especies de peces en las Sunderban que en todo el continente europeo. Se suponía que la proliferación de vida acuática era el resultado de la composición, inusualmente variada, del agua. En aquella zona del delta, el agua dulce y el agua salada de mar no se mezclaban en partes iguales, sino que penetraban una en la otra, creando centenares de nichos ecológicos, con todo tipo de variantes, en la salinidad y la turbiedad del agua. Estos microambientes eran como globos suspendidos en el agua, pues cada uno de ellos tenía sus propios patrones de movimiento que, además, variaban continuamente. En unos casos flotaban en el centro de las corrientes de agua, mientras que en otros lo hacían junto a las orillas. En ocasiones eran arrastrados mar adentro, mientras que otras veces retrocedían río arriba. Cada globo era como un biodomo flotante, con su fauna y su flora endémicas, y sus movimientos eran seguidos por una cadena de predadores. Esa proliferación de habitáis era la causa de aquella magnífica variedad de formas de vida acuática, desde cocodrilos pantagruélicos hasta peces microscópicos.
Sentada en la barca, considerando todas aquellas cuestiones, Piya cerró los ojos, abrumada ante el universo de posibilidades que acababa de abrirse ante ella. Había tanto que hacer, tantas preguntas que contestar, tantos posibles caminos que recorrer... Primero tendría que adquirir ciertos conocimientos básicos en una gran variedad de campos: hidráulica, geología y sedimentación, química del agua, climatología... Tendría que realizar censos de la población de orcaella con cada cambio de estación; documentar los pasillos por los que se desplazaban; conseguir financiación adicional; solicitar todo tipo de permisos... La envergadura del proyecto era descomunal. Había ido a las Sunderban con la intención de realizar un modesto trabajo de campo de apenas dos semanas de duración, pero, para dar respuesta a todas las preguntas que surgían en su cabeza, necesitaría años, puede que incluso décadas. Se trataba de la obra de una vida entera.
Piya siempre había envidiado a aquellas biólogas que habían dedicado su vida a importantes proyectos de investigación, como Jane Goodall en las montañas de Kenya o Helene Marsh en la costa de Queensland, pero nunca había imaginado que el futuro pudiera depararle algo similar a ella. Y eso era exactamente lo que acababa de ocurrir: cuando las cosas parecían irle peor, Piya había tropezado con el proyecto de una vida entera. Recordó los mitos que rodeaban muchos famosos descubrimientos, mitos que la habían atraído a la ciencia cuando todavía era una niña, y pensó en lo sorprendente que resultaba que los descubrimientos más extraordinarios tuvieran su origen en acontecimientos cotidianos: Arquímedes y su bañera o Newton y su manzana. Desde luego, su trabajo no era comparable al de aquellos extraordinarios hombres, pero al menos ahora podía entender cómo ocurría, cómo podía surgir una idea cuando uno menos lo esperaba, proporcionando el objeto de estudio al que esa persona dedicaría toda su vida.
Piya nunca había pensado que llegaría a convertirse en una gran científica. Aunque le interesaban los cetáceos, su elección no estaba motivada sólo por aquellos animales. Al igual que muchos de sus colegas de profesión, se había sentido atraída por la biología de campo no sólo por el desafío intelectual que suponía, sino también por el estilo de vida que ofrecía, porque era una profesión que le permitía trabajar sola, sin una dirección permanente, y, al mismo tiempo, podía seguir formando parte de la comunidad. Y aquel descubrimiento no cambiaría nada de eso. Para empezar, Piya tendría que escribir todo tipo de informes y solicitudes y buscar financiación para su proyecto, con todo el papeleo que eso implicaba. Y, fuera cual fuese el resultado final, desde luego Piya no iba a revolucionar el mundo de la ciencia. Aun así, nunca hubiera pensado que tener claro el futuro, saber lo que iba a hacer el año siguiente y el siguiente y el siguiente, hasta quién sabía cuándo, pudiera resultar tan tranquilizador, tan placentero. Aunque el resultado de todo aquel trabajo no revolucionara el mundo científico, ni siquiera una pequeña rama de la ciencia, tampoco tendría nada que envidiar a ningún otro trabajo de campo. Sí, aquel trabajo bastaría para justificar el paso de Piya por el mundo.