Fondeados

APENAS quedaba luz cuando la barca llegó a un río de gran anchura. Aunque la orilla contraria ya estaba sumida en la penumbra, en el centro del río podía verse lo que parecía una pequeña empalizada flotante. Al mirar a través de sus prismáticos, Piya comprobó que se trataba de varias barcas de pesca, seis en total, similares tanto en forma como en tamaño a la barca de Fokir. Tras fondear, los pescadores habían amarrado las barcas entre sí, de tal manera que pudiera pasarse de una a otra. Aunque la barca de Fokir estaba a más de un kilómetro de distancia, los prismáticos de Piya le proporcionaron una nítida visión de los pescadores. Algunos estaban sentados, fumando bidis en solitario; otros bebían té o jugaban a las cartas; unos pocos lavaban la ropa o fregaban algún utensilio de cocina en cubos de acero. Al ver el humo que ascendía desde una de las barcas, Piya supuso que allí se estaría cocinando la cena comunal. La escena le resultaba conocida y sorprendente al mismo tiempo, pues le traía recuerdos de aldeas a orillas del Mekong y el Irrawaddy donde, con la proximidad de la noche, el tiempo parecía detenerse mientras perezosas espirales de humo ascendían hacia el crepúsculo y los hombres se acercaban a la orilla del río para limpiarse el polvo acumulado en el cuerpo. Sólo que, en este lugar, la población había abandonado la orilla para instalarse en el centro de la corriente. ¿Por qué?

Al avistar las barcas, Tutul avisó a su padre y ambos intercambiaron unas rápidas palabras. Por sus gestos, parecía que habían reconocido las barcas que componían aquella pequeña flota. Posiblemente pertenecieran a familiares o a amigos. Piya había pasado suficiente tiempo en ríos para saber que las gentes que habitaban sus orillas casi siempre se conocían entre sí. Fokir y su hijo conocerían a los moradores de aquella aldea flotante y, sin duda, serían bienvenidos en ella. Para ellos, aquélla sería la mejor manera posible de acabar la jornada, pues les ofrecía la oportunidad de comentar los acontecimientos del día y exhibir a la extranjera que tenían en su barca. Puede que ésa hubiera sido su intención desde el principio: pernoctar allí, junto a sus amigos.

Cuanto más tiempo pasaba, más convencida estaba Piya de que ése era el caso. Había navegado por muchos ríos y sabía, por experiencia, que las jornadas a menudo acababan con inesperados encuentros como aquél. Podía imaginarse exactamente lo que ocurriría a continuación: la sorpresa que ocasionaría su llegada, las preguntas, las explicaciones, las palabras de bienvenida... Desde luego, la idea no le atraía lo más mínimo; no porque temiera por su seguridad —sabía que no tenía nada que temer de esos pescadores—, sino porque lo único que deseaba ahora era permanecer en aquella barca, en aquel pequeño islote de calma, flotando sobre el silencio del río. Hubiera querido hablar con Fokir, pedirle que no se detuviera, que se ocultara en la orilla, donde los otros pescadores no pudieran ver la barca.

Por supuesto, eso era algo que no podía decirle; ni siquiera hubiera podido hacerlo de haber tenido las palabras. Precisamente por eso, porque no le había dicho nada, su sorpresa fue todavía mayor cuando vio que la proa de la barca viraba exactamente en la dirección que ella había deseado que lo hiciera. Al parecer, Fokir había decidido alejarse de la aldea flotante, deslizándose entre las sombras de la orilla más cercana. Aunque Piya no demostrase su alegría de forma visible, aunque ni siquiera se apartara los prismáticos del rostro, en su interior se sentía como una niña que salta de alegría tras recibir un regalo inesperado.

Poco después de que el último rayo de luz se hubiera extinguido, Fokir dejó caer el ancla en el centro de un pequeño río. Aunque resultaba imposible seguir navegando con tan poca luz, había algo en la actitud de Fokir que transmitía decepción, como si hubiera tenido en mente otro lugar para fondear y estuviera molesto consigo mismo por no haber podido llegar a él antes de caer la noche.

Aun así, ahora que estaban fondeados, ahora que las emociones del día habían quedado atrás, una apacible sensación de languidez descendió sobre la barca. Fokir acercó una cerilla a una lámpara ennegrecida de aceite y encendió un biri con la llama. Al acabar de fumar, se dirigió a la parte posterior de la barca y, mediante gestos, le explicó a Piya cómo podía hacer sus necesidades o lavarse en la plataforma cuadrada de la popa sin que ellos la vieran. Para mostrarle cómo asearse, llenó un cubo de agua del río y procedió a bañar a Tutul, usando el agua del cubo para enjabonarlo y el agua dulce de una lata de gran tamaño para aclararlo.

Con la llegada de la noche, el aire se había tornado más fresco; hasta tal punto que a Tutul, empapado como estaba, le empezaron a castañetear los dientes. Fokir se apresuró a secarlo con un retal de tela rojiza.

Una vez vestido, fue Tutul quien se encargó de bañar a Fokir. Entre risas y gritos, dejó caer un torrente de agua fría tras otro sobre la cabeza de su padre, que tan sólo llevaba puesto un taparrabos. Piya observó cómo las costillas de Fokir se marcaban contra la piel de su pecho, al igual que las franjas de una lata de hojalata. El agua resbalaba por el contorno de su cuerpo, dibujando caprichosas formas, como si cayera por los distintos niveles de una fuente.

Una vez que el hijo y el padre acabaron de lavarse, llegó el turno de Piya. Fokir dejó un cubo lleno de agua sobre la plataforma y cubrió la entrada de la techumbre con un sari para que Piya pudiera asearse en privado. En el limitado espacio de la barca, moverse no resultaba fácil; al no poder permanecer los tres de pie al mismo tiempo, se vieron obligados a cambiar de sitio gateando, en una confusión de codos, caderas y pies, con Fokir sujetándose el lungi para que no se le levantara. Al cruzarse bajo la techumbre, las miradas de Piya y Fokir se encontraron durante un instante y los dos rieron.

Cuando Piya llegó a la plataforma, la superficie del río brillaba como si, en vez de agua, estuviese hecha de mercurio. La luminosidad de la luna ocultaba el fulgor incluso de las estrellas más brillantes y, aparte de la llama de la solitaria lámpara que centelleaba en la cubierta, no se veía ninguna otra luz, ni en la orilla ni en el río. Tampoco se oía nada que no fuese el chapoteo del agua, pues la orilla estaba lo suficientemente lejos para que ni siquiera les llegara el ruido de los insectos. Piya nunca había conocido un lugar donde la presencia del hombre fuese tan tenue; excepto el mar, posiblemente. Y, aun así, al mirar a su alrededor descubrió bajo la amarillenta luz de la lámpara que aquel diminuto aseo disponía de más lujos de los que hubiera imaginado en tan remoto lugar. Tenía una lata de agua dulce y un cubo lleno de agua salobre del río. Además, había una pastilla de jabón y, a su lado, un objeto tan diminuto como inesperado: una muestra de champú en un sobrecito de plástico. Aunque los había visto colgando en largas tiras en los puestos de té de Canning, en aquel momento su presencia le resultó extrañamente molesta y fuera de lugar. Le hubiera gustado arrojar el sobrecito al agua, pero sabía que allí, en la isla que era aquella barca, la muestra de champú era un verdadero tesoro; ¿cuántos cangrejos habría costado comprarla? De ahí que, aunque no sintiera el menor deseo de hacerlo, Piya se lavase el pelo con un poco de champú, con la esperanza de que, al ver pasar las burbujas junto a la proa del barco, su anfitrión supiera que había aceptado su regalo.

Piya no se acordó de que no tenía toalla hasta que ya fue demasiado tarde. Tintando de frío, se sentó en cuclillas sobre la plataforma mojada y se abrazó las rodillas. Pero un examen más atento le mostró que Fokir también había pensado en eso, pues un rectángulo de tela de cuadros colgaba de un extremo de la techumbre de bambú, esperando a que ella lo usara. Al tocarlo, Piya tuvo la intuición de que era el mismo trozo de tela que llevaba puesto Fokir cuando había saltado al agua en su rescate. Sabía que aquellos retales cumplían muchos y distintos propósitos y, al acercarse la tela al rostro, además de la aspereza de la sal y el aroma metálico del fango, creyó poder oler el aroma avinagrado del sudor de Fokir.

Y entonces recordó dónde había visto antes una toalla como aquélla: colgando del picaporte del armario de su padre, en el apartamento del undécimo piso en el que se había criado en Seattle. Piya recordaba cómo la tela había ido desgastándose y perdiendo color; hasta tal punto que ella la hubiera tirado de no ser por las protestas de su padre. Por regla general, su padre no era un hombre sentimental, especialmente cuando se trataba de la India, Mientras que muchos de sus compatriotas intentaban preservar los recuerdos del «viejo país», él siempre había intentado desprenderse de ellos. El padre de Piya vivía con los pies en el presente, como acostumbraba explicar, aunque lo que realmente quería decir era que los tenía firmemente apoyados en su empeño por ascender en la empresa en la que trabajaba. Pero, cuando Piya le había preguntado si podía tirar aquel trozo deshilachado de tela, su padre había reaccionado con indignación. Esa tela llevaba muchos años con él, le había explicado. Casi formaba parte de su cuerpo, como su cabello o sus uñas. Los hilos de su fortuna estaban entrelazados a los de aquella tela; ni siquiera podía concebir la posibilidad de separarse de ella, de deshacerse de su... ¿Cómo la había llamado? Pero habían pasado muchos años desde entonces y el tiempo parecía haber borrado aquella palabra de la memoria de Piya.