Poniéndose al día
TRAS ducharse, Piya se dejó caer en la silla que había junto a la ventana de su habitación y, durante unos instantes, pensó que no sería capaz de volver a levantarse. Después de pasar varios días sentándose en cuclillas o con las piernas cruzadas, poder apoyar la espalda en el respaldo de una silla y mover libremente las piernas era un verdadero lujo. Todavía podía sentir el balanceo de la barca. Todavía podía oír el quejido del viento al deslizarse entre los manglares.
De repente, aquella sensación le hizo recordar el terror que había sentido aquella misma mañana. Había pasado tan poco tiempo que la impresión seguía presente en sus sentidos, sin procesar, como si todavía no hubiera tenido tiempo de pasar a su memoria. Volvió a ver cómo el cocodrilo cerraba las mandíbulas en el preciso lugar donde había estado su mano un instante antes. Piya se imaginó el tirón que la hubiera sumergido bajo la superficie y cómo las mandíbulas la habrían soltado un instante antes de volver a cerrarse alrededor de su cintura, sumergiéndola en aquellas tenebrosas profundidades desde las que no se veía la superficie. Entonces recordó la sensación de pánico que se había apoderado de ella al caer del barco de vapor y volvió a experimentar la misma angustia que entonces, la extrema agonía de quien sabe que nunca logrará escapar de aquellas fauces de lodo. La sensación era tan intensa que las manos empezaron a temblarle; ahora, sin Fokir a su lado, aquella experiencia casi resultaba más aterradora que cuando la había vivido realmente.
Se obligó a sí misma a incorporarse en la silla y miró por la ventana. La noche era oscura, pues la luna todavía no había salido. Tan sólo se veía la silueta de unos cocoteros y, más allá, una penumbra estriada que sugería la presencia de un campo de cultivo. Entonces oyó voces; era Kanai, que hablaba en bengalí con una mujer.
No sin esfuerzo, Piya se levantó y bajó la escalera. Kanai estaba de pie, hablando con una mujer vestida con un sari rojo. Aunque estaba de espaldas a Piya, al oírla bajar, la mujer volvió la cabeza, y la lámpara de aceite que sujetaba Kanai en una mano iluminó la mitad de su rostro. Tendría aproximadamente la misma edad que Piya. Era una mujer robusta, de boca ancha y ojos grandes y luminosos. Llevaba un gran bindi rojo entre las cejas, y una franja de shindur bermellón se dibujaba como una herida en la partición de su luminoso cabello negro.
—Piya —dijo Kanai en inglés y, por el tono excesivamente enérgico de su voz, Piya supo que estaban hablando de ella. La mujer la miró fijamente, como si estuviera midiéndola. De repente apartó los ojos con tal brusquedad que Piya casi sintió más desasosiego que cuando la miraba fijamente. La mujer le dio a Kanai una cesta y desapareció en la oscuridad.
—¿Quién era? —le preguntó Piya a Kanai.
—¿No te lo he dicho? —respondió Kanai—. Era Moyna, la mujer de Fokir.
—Ah —dijo ella. Moyna se parecía tan poco a la esposa que había imaginado para Fokir, que Piya tardó unos segundos en asimilar las palabras de Kanai—. Debería haberlo supuesto —agregó finalmente.
—¿El qué? —dijo él.
—Que era la mujer de Kanai. Tiene los mismos ojos que su hijo.
—¿Se parecen?
—Sí-contestó Piya—. Mucho. Pero, dime, ¿qué hacía aquí?
—Ha venido a traerme la cena.
Piya sintió una punzada de envidia al pensar que, ahora, esa mujer volvería junto a Fokir y Tutul, mientras que ella regresaría a la soledad de su habitación.
—No la imaginaba así —se apresuró a decir, intentando disimular el rubor que sus propios pensamientos le habían provocado.
—¿No?
—No. —Piya vaciló, buscando las palabras apropiadas—. Lo que quiero decir es que... No imaginaba que fuese tan atractiva.
—¿Te parece atractiva?
Aunque sabía que sería mejor cambiar de tema, Piya contestó la pregunta de Kanai, como si se estuviera arrancando una costra.
—Sí —respondió—. A su manera, me parece una mujer hermosa.
—Estoy de acuerdo —dijo Kanai con tranquilidad—. Desde luego, no es una mujer que pase inadvertida. Además, es digna de admiración.
—¿De verdad? ¿Por qué lo dices?
—Por cómo ha sabido conducir su vida teniendo en cuenta sus circunstancias —dijo Kanai—. Consiguió obtener una educación cuando todo estaba contra ella y pronto se convertirá en enfermera titulada. Moyna sabe lo que quiere, tanto para sí misma como para su familia, y no permitirá que nada se interponga en su camino. Es ambiciosa y perseverante. No me cabe la menor duda de que llegará lejos.
Algo en el tono de voz de Kanai hizo que Piya se sintiera como si la estuviera comparando con la mujer de Fokir. Piya nunca había destacado por su ambición y, desde luego, no había tenido que luchar por obtener una educación. A los ojos de Kanai, sin duda, sería el estereotipo de norteamericana consentida. Y Piya no podía culparlo por ello. Igual que no podía culparse a sí misma por ver a Kanai como el estereotipo de determinado tipo de hombre de la India: autoritario, vanidoso, egocéntrico y, aun así, no carente de cierto atractivo.
Decidió que sería mejor llevar la conversación hacia un terreno menos comprometido.
—¿Son de aquí Moyna y Fokir? —preguntó—. ¿Son de Lusibari?
—No —dijo Kanai—. Son de Satjelia, una isla bastante lejana.
—Pero, entonces, ¿por qué viven aquí?
—Ella está haciendo las prácticas de enfermería en el hospital. Además, aquí hay una escuela a la que puede ir el niño. Creo que era por eso por lo que estaba tan disgustada con Fokir, por haberse llevado al niño a pescar cuando debiera estar en la escuela.
—¿Sabe que yo he estado en la barca con ellos?
—Sí —respondió Kanai—. Moyna sabe todo lo ocurrido. Sabe lo del guarda forestal que se llevó el dinero. Sabe que te caíste al río y que Fokir te salvó la vida. Sabe lo del cocodrilo... El niño se lo ha contado todo.
Así que había sido el niño quien se lo había dicho. ¿Querría decir eso que Fokir no le había hablado del viaje? ¿O que Fokir le había dado una versión distinta de lo ocurrido? Aunque Kanai probablemente conociera la respuesta a alguna de sus preguntas, Piya pensó que sería mejor no hacerlas. En lugar de eso, se limitó a decir:
—Supongo que Moyna se preguntará a qué he venido a Lusibari.
—Desde luego —dijo Kanai—. Le he explicado que eres científica. Parecía muy impresionada.
—¿Por qué?
—Como puedes imaginar —contestó Kanai—, Moyna siente un gran respeto por la educación.
—¿Sabe también que mañana iremos a su casa?
—Sí —dijo Kanai—. Nos estarán esperando.
De vuelta en la casa de huéspedes, Kanai dejó la cesta de comida sobre la mesa del comedor.
—Espero que tengas apetito —dijo al tiempo que abría los distintos recipientes de comida—. Moyna siempre trae comida de sobra, así que debería de haber suficiente para los dos. Veamos qué nos ha traído esta noche... Arroz, daal, pescado al curry, chorchori y begun bhaja. ¿Con qué prefieres empezar?
Piya contempló la comida con resquemor.
—Espero que no te ofendas —dijo—, pero no quiero nada. Tengo que tener mucho cuidado con lo que como.
—¿Un poco de arroz, entonces? —sugirió Kanai—. Porque podrás comer arroz, ¿no?
Ella asintió.
—Sí. No veo qué daño puede hacerme —dijo ella—. Al fin y al cabo, no es más que arroz blanco.
—Toma —dijo Kanai al tiempo que le servía unas cucharadas de arroz en el plato. Después se remangó y empezó a comer el arroz de su plato con las manos.
Durante la cena, Kanai le habló a Piya de Daniel Hamilton, y le contó cómo habían sido colonizadas las islas y las circunstancias que habían llevado a Lusibari a Nirmal y a Nilima. Parecía saber tantas cosas sobre aquel lugar que Piya le dijo:
—Cualquiera diría que has pasado media vida en Lusibari.
Él se apresuró a desmentir sus palabras.
—No, no —dijo—. Antes de esta visita sólo había estado una vez en Lusibari, y eso fue cuando todavía era un niño. Aunque, para serte sincero, recuerdo todo lo que me ocurrió durante aquella visita con una claridad sorprendente; sobre todo teniendo en cuenta que fue una especie de castigo.
—¿Por qué te sorprende?
Kanai se encogió de hombros.
—No soy el tipo de persona que piensa mucho en el pasado —contestó—. Prefiero mirar hacia adelante.
—Pero ahora estamos en el presente, ¿no? —dijo Piya con una sonrisa—. En el presente y en Lusibari.
—No, no —dijo él con énfasis—. Para mí Lusibari siempre formará parte del pasado.
Al acabar el arroz, Piya se levantó y empezó a recoger la mesa.
—Siéntate —dijo Kanai, como si la actitud de Piya lo irritase—. Moyna se encargará de recogerlo todo mañana.
—Prefiero hacerlo yo —replicó ella—. No necesito que nadie friegue mis platos.
Kanai se encogió de hombros.
—Si eso es lo que quieres...
—Estoy aquí, en Lusibari —replicó ella mientras fregaba uno de los platos—. Tu tía me ha acogido en su casa y tú me has ofrecido tu comida, pero lo cierto es que apenas sé nada de ti. Sé cómo te llamas, claro está, pero poco más.
—¿De verdad? —dijo Kanai sorprendido—. ¿Cómo es posible? La verdad es que no me caracterizo precisamente por ser un hombre reservado.
—Y, aun así, es cierto —replicó ella—. Piénsalo. Ni siquiera sé dónde vives.
—Eso tiene fácil remedio —dijo él—. Vivo en Nueva Delhi. Tengo cuarenta y dos años y casi siempre estoy soltero.
—Ah. —Piya se apresuró a llevar la conversación a un terreno menos personal—. Y eres traductor, ¿verdad? Eso sí me lo dijiste en el tren.
—Así es —contestó Kanai—. Soy traductor e intérprete, aunque, ahora mismo, soy más bien un hombre de negocios. Fundé una empresa hace algunos años, al darme cuenta de la escasez de profesionales dedicados a los idiomas que había en Nueva Delhi. Proporciono traductores a todo tipo de organizaciones: empresas, embajadas, medios de comunicación, organizaciones no gubernamentales...
—¿Y hay mucha demanda?
—Desde luego. —Kanai asintió vigorosamente—. Nueva Delhi se ha convertido en una de las ciudades del mundo que más congresos alberga. Además, es un importante centro para el mundo de los medios de comunicación. Siempre está ocurriendo algo. A veces ni siquiera puedo satisfacer toda la demanda que tengo. La empresa no deja de crecer. Hace poco abrimos un centro de modificación del acento para las personas que quieran trabajar en servicios de asistencia telefónica para Estados Unidos. En pocos meses se ha convertido en la actividad de mayor crecimiento de la empresa.
La idea de que el lenguaje pudiera convertirse en una mercancía con la que ganar dinero era algo en lo que Piya nunca había pensado.
—Supongo que hablarás muchos idiomas, ¿no?
—Seis —contestó él con una sonrisa—. Trabajo sobre todo en hindi, urdu y bengalí. Además de en inglés, claro está. También hablo francés y árabe.
Piya se sintió intrigada por aquella extraña combinación.
—¿Francés y árabe? ¿Por qué te interesaste por el francés y el árabe?
—El factor determinante fueron las becas —respondió Kanai con una sonrisa—. Siempre tuve buena cabeza para los idiomas. De universitario frecuentaba la Alliance Frangaise de Calcuta. Una cosa llevó a la otra y me concedieron una bourse. Después, durante mi estancia en París, surgió la oportunidad de aprender árabe en Túnez, así que viajé al norte de África.
Piya se acarició un pendiente en un gesto que resultaba tan adulto en su elegancia como infantil en su naturalidad.
—¿Supiste siempre que tendrías tu propia empresa?
—No —dijo él—. En absoluto. A tu edad yo era como cualquier otro universitario de Calcuta; tenía la cabeza llena de poesía. Recuerdo que hubo una época en la que quería traducir a Jibanananda al árabe y a Adonis al bengalí.
—¿Y qué ocurrió?
Kanai se llenó los pulmones de aire con un gesto teatral.
—En realidad, aunque el bengalí y el árabe posean riquezas incalculables, no es posible ganarse la vida traduciendo literatura en esos idiomas. A los árabes adinerados no les interesa lo más mínimo la poesía bengalí, y en cuanto a los bengalíes adinerados... Da igual lo que les interese, pues casi no existen. Así que, con el tiempo, no tuve más remedio que reconciliarme con la inevitable vulgaridad de mi destino y abrirme al mundo de los negocios. Y debo decir que tuve suerte de hacerlo en el momento en que lo hice; están ocurriendo muchas cosas en la India y resulta emocionante formar parte de esos cambios.
Piya recordó las historias que solía contarle su padre sobre el país que habían abandonado; era un país donde sólo existían dos modelos de coche y donde la clase media se caracterizaba por anhelar todo aquello que procedía del extranjero. Sin duda, el mundo que habitaba Kanai estaba tan lejos de esa India como lo estaba de Lusibari.
—¿Crees que algún día volverás a traducir literatura?
—A veces pienso en ello —contestó él—, pero tengo que reconocer que no muy a menudo. Te confieso que disfruto dirigiendo mi empresa; me gusta saber que estoy creando puestos de trabajo, que estoy pagando salarios, que puedo proporcionar un empleo a estudiantes con títulos universitarios que no les sirven para nada. Y, seamos sinceros, también me gusta el dinero y las comodidades que proporciona. Nueva Delhi es un buen lugar para un hombre soltero con dinero; la ciudad está llena de mujeres interesantes.
Piya permaneció en silencio durante unos segundos, sin saber qué decir. Secó el último plato y bostezó al tiempo que levantaba una mano para cubrirse la boca.
—Perdón —dijo.
—Pareces cansada —se apresuró a decir Kanai.
—Sí, estoy agotada. Creo que ya es hora de que me vaya a dormir.
—¿Tan pronto? —Aunque Kanai consiguió forzar una sonrisa, su decepción resultaba evidente—. Claro. Has tenido un día repleto de emociones. Por cierto, no sé si te he dicho que la luz eléctrica se desconecta más o menos dentro de una hora. Asegúrate de tener una vela a mano.
—Espero estar dormida mucho antes.
—Claro. Descansa. Si necesitas algo, sólo tienes que llamarme; estaré en la azotea, en el estudio de mi tío.