Un peregrinaje
AL ver la cena, Piya supuso que alguien le habría hablado a Moyna sobre sus gustos culinarios pues, además de las acostumbradas raciones de arroz y de pescado al curry, había dos plátanos y puré de patatas sin ningún tipo de especias; conmovida por aquel gesto, Piya juntó las manos en un namasté de agradecimiento.
Al marcharse Moyna, Piya le preguntó a Kanai si había sido él quien había hablado con ella. Kanai negó con la cabeza.
—No, no he sido yo —contestó.
—Entonces habrá sido Fokir —dijo Piya al tiempo que se servía una abundante porción de puré de patatas—. Ya sólo me faltaría un vaso de Ovaltine.
—¿Ovaltine? —preguntó sorprendido Kanai—. ¿Te gusta el Ovaltine? ¿Tenéis Ovaltine en Estados Unidos?
—Es una costumbre que mis padres llevaron con ellos —respondió Piya—. Me he acostumbrado a llevarlo en mis viajes; es fácil de transportar y resulta muy práctico.
—¿Así que te alimentas de Ovaltine mientras sigues a tus delfines?
—Sí, a veces.
Kanai movió la cabeza de un lado a otro al tiempo que se llenaba un plato de arroz, daal y chhechki.
—Me da la impresión de que has sacrificado muchas cosas por esas criaturas.
—Yo no lo veo así.
—¿Tan interesantes son esos delfines?
—A mí, desde luego, me lo parecen —contestó Piya—. Y estoy segura de que a ti también te lo parecerían si supieras más sobre ellos.
—Estoy dispuesto a dejarme convertir —dijo Kanai—. Habíame de los delfines.
—¿Sabías que los primeros delfines de río fueron encontrados en Calcuta? —preguntó Piya.
—¿En Calcuta? —dijo Kanai con incredulidad—. ¿Me estás diciendo que hubo delfines en Calcuta?
—Desde luego —respondió ella—. Y no sólo delfines; también hubo ballenas.
—¿Ballenas? —Kanai rió—. Sin duda te estás burlando de mí.
—En absoluto —afirmó ella—. En otra época, Calcuta fue un lugar de gran importancia para la zoología cetácea.
—No te creo —dijo Kanai—. Si fuera así, estoy seguro de que en algún momento habría oído a alguien mencionarlo.
—Te aseguro que es cierto —insistió Piya—. De hecho, la semana pasada, en Kolkata, emprendí lo que podría llamarse un peregrinaje a través de algunos hitos de la cetología.
Kanai dejó escapar una carcajada.
—¿Un peregrinaje cetáceo?
—Así es —contestó Piya—. Mis primas también se rieron de mí. Pero eso es exactamente lo que fue: un peregrinaje.
—¿Primas? —dijo Kanai—. ¿Tienes primas en Kolkata?
—Las hijas de mi mashima —respondió Piya—. Son más jóvenes que yo. Una va a la universidad y la otra todavía está en la escuela; las dos son muy inteligentes. Alquilaron un coche con conductor y me dijeron que me llevarían a donde yo quisiera ir. Supongo que pensarían que yo querría comprar algún recuerdo de mi visita o algo por el estilo. Cuando les dije adonde quería ir, me miraron como si hubiera perdido la cabeza. «¿A los jardines botánicos? ¿Quieres ir a los jardines botánicos?»
—Desde luego es una elección sorprendente —comentó Kanai—. ¿Qué pueden tener que ver los jardines botánicos con los delfines?
—Mucho —dijo Piya—. No sé si sabrás que, a lo largo del siglo XIX, una serie de excelentes naturalistas estuvieron al frente de los jardines botánicos de Calcuta. William Roxburgh, el hombre que identificó el delfín del Ganges, fue uno de ellos.
Piya le explicó que, en 1801, Roxburgh había escrito un artículo en los jardines botánicos de Calcuta anunciando el descubrimiento del primer delfín de río. Aunque lo había llamado Delphinus gangeticus (la mayoría de los bengalíes lo llaman soosoo), el nombre fue cambiado con posterioridad, al descubrirse que, durante el primer siglo de nuestra era, Plinio el Viejo ya había bautizado el delfín de río de la India con el nombre de Platanista. En el inventario zoológico, el delfín del Ganges finalmente fue inscrito con el nombre de Platanista gangetica Roxburgh 1801. Muchos años más tarde, John Anderson, uno de los sucesores de Roxburgh al frente de los jardines botánicos de Calcuta, tuvo una cría de delfín del Ganges varías semanas en su bañera, hasta que la criatura finalmente falleció.
—Lo más curioso —añadió Piya— es que, pese a tener un delfín en la bañera, Anderson nunca llegó a darse cuenta de que el platanista es ciego; como tampoco sabía que nadaba de costado.
—¿Nada de costado?
—Así es.
—Pero, dime, ¿encontraste la bañera en los jardines botánicos? —preguntó Kanai mientras se servía un poco más de arroz.
Piya rió.
—Debo confesar que no —contestó—. Aunque tampoco esperaba hacerlo. Tan solo quería ver el lugar.
—¿Y cuál fue la siguiente parada en tu peregrinación? —preguntó Kanai.
—Esto te va a sorprender aún más —dijo Piya—. Salt Lake.
Kanai arqueó las cejas.
—¿Te refieres al suburbio?
—No siempre fue un suburbio —respondió ella mientras pelaba el segundo plátano—. En 1852 era una zona pantanosa con varias lagunas.
Piya le explicó que, en julio de aquel año, una marea inusualmente alta había hecho que el agua de los ríos del delta ascendiera hasta un nivel sin precedentes, llegando a inundar las marismas que rodeaban Calcuta. Al volver a descender la marea, un rumor corrió por las calles de la ciudad: unas gigantescas criaturas marinas habían quedado varadas en una de las lagunas saladas que había al oeste de la ciudad. Por aquel entonces, el superintendente de los jardines botánicos de Calcuta era un naturalista inglés llamado Edward Blyth. Un año antes, en la costa de Malabar, una ballena varada de veintisiete metros había sido descuartizada con cuchillos, hachas y lanzas por los habitantes de una aldea cercana. Al parecer, aquella gente se había referido al botín como «carne de primera». A Blyth le preocupaba que las criaturas varadas en la laguna salada corrieran la misma suerte sin haber sido sometidas previamente a los exámenes pertinentes. Así que se dirigió de inmediato a aquel lugar.
—No es que le importase que las mataran —dijo Piya—. Es que quena ser él quien lo hiciera.
Al llegar, las marismas hervían bajo un sol abrasador y el agua había descendido hasta su nivel acostumbrado. Blyth encontró a unos veinte animales varados en la laguna. Tenían la cabeza redonda y el lomo negro; sus vientres, en cambio, eran blancos. Los más grandes medían más de cuatro metros. El agua no tenía suficiente profundidad para cubrirlos por completo, por lo que sus aletas dorsales quedaban a la vista. Resultaba evidente que estaban asustados, pues sus quejidos podían oírse con claridad. Blyth identificó a aquellos animales como ballenas piloto de aleta corta, Globicephalus deductor. Se trataba de una especie común en el Atlántico que había sido clasificada seis años antes por el gran anatomista británico J. E. Gray.
—¿El autor de la famosa Anatomía? —preguntó Kanai.
—Así es. El mismo.
Aunque había muchas personas, para sorpresa de Blyth nadie había dañado a los animales. Al contrario, habían intentado ayudarlos a escapar empujándolos a través de un canal que llevaba hasta el río. Al parecer, a aquellos campesinos no les gustaba la carne de ballena. Además, no debían de saber que podía obtenerse gran cantidad de aceite del cadáver de uno de aquellos animales. Blyth se enteró de que los campesinos ya habían salvado a muchos animales y de que aquellos veinte no eran sino los últimos de un grupo mucho más numeroso. Dada la celeridad del rescate, Blyth no tenía tiempo que perder. Eligió a dos de los ejemplares más grandes y le ordenó a sus hombres que los amarraran a la orilla con cuerdas y estacas; su intención era regresar al día siguiente con los utensilios necesarios para realizar una disección en condiciones.
—Pero, al volver a la mañana siguiente —continuó diciendo Piya—, aquellos dos animales ya no estaban. Los campesinos los habían liberado. Aun así, Blyth, que no era un hombre que se diera fácilmente por vencido, se hizo con los dos únicos ejemplares que quedaban en la laguna y los redujo a dos perfectos esqueletos. Y, tras un atento examen de sus huesos, llegó a la conclusión de que aquellos animales no eran ballenas piloto de aleta corta, sino que pertenecían a una especie desconocida, que se apresuró a bautizar como ballena piloto de la India, Globicephalus indicus. Yo mantengo la teoría —concluyó Piya— de que, de no haber ido a aquella laguna, Blyth se habría convertido en el primer hombre en identificar el delfín de Irrawaddy.
Kanai se chupó un grano de arroz del dedo índice.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque, seis años después, cometió una terrible equivocación al encontrar el primer ejemplar de oreadla.
—¿Dónde lo encontró?
—En un puesto de pescado del mercado de Calcuta —dijo Piya con una carcajada—. Alguien le avisó de la presencia de un extraño animal y él fue corriendo a ver de qué se trataba. Lo observó por encima y decidió que se trataba de una cría de las ballenas piloto que había visto años atrás en la laguna. Nunca consiguió quitarse a esas criaturas de la cabeza.
—Entonces, ¿no fue él quien identificó a tus queridos delfines? —preguntó Kanai.
—No —respondió Piya—. El viejo Blyth dejó pasar su oportunidad.
Un cuarto de siglo después se encontró el cadáver de un pequeño cetáceo de cabeza redonda en Vizagapatnam, a seiscientos cincuenta kilómetros de Calcuta. En esta ocasión, el esqueleto llegó hasta el Museo Británico, donde despertó un gran interés. Los anatomistas de Londres vieron lo que Blyth había pasado por alto: que ese esqueleto no pertenecía a una cría de ballena piloto, sino que se trataba de un ejemplar de una especie desconocida, emparentada nada menos que con la orea. No obstante, mientras que la orea podía llegar a medir más de diez metros de longitud, este pariente raramente superaba los dos metros y medio. Además, y lo que era más importante, mientras que la orea prefería las frías aguas de los océanos subpolares, esta criatura prefería el calor de los trópicos y parecía encontrarse igualmente a gusto en aguas tanto dulces como saladas. Comparada con la poderosa orea, esta criatura era tan apacible que decidieron bautizarla con un diminutivo: orcaella, Orcaella brevisrostris para ser exactos.
Kanai parecía confuso.
—Pero, entonces —dijo—, si los primeros orcaella fueron vistos en Calcuta y en Vizagapatnam, ¿por qué se llaman delfines de Irrawaddy?
—Ésa es otra historia —contestó Piya.
Durante la década de 1870, John Anderson —el mismo que había tenido un delfín del Ganges en su bañera— participó en dos expediciones zoológicas que atravesaron Birmania. Aunque no vio ningún orcaella en el tramo inferior del Irrawaddy, en el tramo superior eran, al parecer, muy abundantes. Además, se creía que había algunas pequeñas diferencias anatómicas entre los animales que vivían en el río y los que habitaban en aguas saladas. Anderson llegó a la conclusión de que se trataba de dos especies distintas y bautizó al nuevo pariente del Orcaella brevirostris como Orcaella fluminalis. Ése, en su opinión, era el delfín de Irrawaddy, el cetáceo que moraba en los ríos del sureste de Asia.
—Sin embargo, aunque el nombre de delfín de Irrawaddy cuajó —prosiguió Piya—, la teoría de Anderson resultó ser errónea. Tras examinar varios esqueletos en Londres, el gran Gray llegó a la conclusión de que sólo había una especie de orcaella, no dos. En efecto, había poblaciones costeras y poblaciones fluviales, y ambas no se mezclaban entre sí. Pero, desde el punto de vista anatómico, no existía diferencia alguna entre ellas. Finalmente, el animal fue clasificado con el nombre de Orcaella brevirostris Gray 1886.
»Pero ¿sabes lo más irónico de todo? —continuó diciendo Piya—. El viejo Blyth no sólo dejó pasar la oportunidad de identificar a los orcaella, sino que también se equivocó al identificar a las ballenas varadas en la laguna salada, que eran sencillas ballenas piloto de aleta corta. Algunos años después, Gray también demostró que no existía nada parecido a la Globicephalus indicus.
Kanai asintió.
—Así funcionaban las cosas por aquel entonces —dijo—. Calcuta era a Londres como una orcaella a una orea.
Piya rió. Después se levantó y llevó su plato a la pila.
—¿Entiendes ahora por qué digo que Calcuta era el centro mundial de la zoología cetácea?
Piya se acarició el lóbulo de la oreja con ese gesto tan suyo que la hacía parecer, al mismo tiempo, elegante como una bailarina y vulnerable como una niña. Al verla, el corazón de Kanai latió más deprisa. No podía soportar la idea de que Piya fuese a marcharse. Dejó su plato sobre la mesa y fue al cuarto de baño a lavarse las manos. Un minuto después, volvía a estar junto a ella, delante de la pila.
—Se me ha ocurrido una idea —dijo.
—¿Una idea? —dijo ella con cautela al advertir el brillo en los ojos de Kanai.
—¿Sabes lo que le falta a tu expedición?
—¿El qué?
Piya frunció los labios y eludió la mirada de Kanai.
—¡Un intérprete! —exclamó él—. Ni Horen ni Fokir saben hablar inglés. ¿Cómo esperas comunicarte con ellos?
—Hasta ahora no he tenido ningún problema —replicó ella.
—Pero no tenías una tripulación a la que dirigirte; sólo tenías que hacerte entender por Fokir.
Piya asintió. Aunque era indudable que la presencia de un intérprete le facilitaría las cosas, algo le decía que debía comportarse con cautela, que la presencia de Kanai podría ocasionarle problemas. Intentando ganar tiempo, preguntó:
—Pero ¿no tenías cosas que hacer en Lusibari?
—Ya me queda poco para acabar el cuaderno de mi tío —dijo él—. Además, no hay ninguna razón por la que tenga que leerlo aquí. Podría acabarlo en el barco. Francamente, empiezo a estar cansado de Lusibari; me vendría bien cambiar de aires.
Al advertir el nerviosismo de Kanai, Piya sintió una punzada de culpabilidad. No podía negar que él la había recibido con hospitalidad; ahora tenía la oportunidad de corresponder a su generosidad.
—Está bien —dijo finalmente—. Si quieres, puedes venir.
Kanai cerró la mano en un puño y se golpeó con ella la palma de la otra mano.
—¡Fenomenal! —exclamó, aunque pareció avergonzarse inmediatamente de su demostración de entusiasmo, pues, un instante después, añadió con aparente desinterés—: Siempre he querido participar en una expedición. Creo que es algo que he querido hacer desde que me enteré de que el hermano de mi bisabuelo hizo de intérprete en la expedición de Younghusband al Tibet.