Crímenes

EL sitio de Morichjhápi se prolongó durante muchos días sin que nosotros pudiéramos hacer nada. Los rumores no cesaban de llegar a Lusibari. Se decía que, a pesar del cuidadoso racionamiento, los víveres se habían acabado y los refugiados se veían obligados a comer hierba. También se decía que no tenían agua potable, que se veían obligados a beber el agua de los charcos y de los estanques, y que se había producido una epidemia de cólera.

Al parecer, un joven refugiado había conseguido escapar de la isla y, cruzando el río Gáral a nado, lo cual constituía una verdadera hazaña, había conseguido llegar hasta Calcuta, donde los periódicos habían publicado su historia. Ante el clamor popular, la situación de Morichjhápi había llegado hasta el Parlamento y, finalmente, un tribunal había dictaminado que el sitio era ilegal y que tendría que levantarse.

Aparentemente, los refugiados habían logrado una gran victoria.

Un día después de que la noticia llegara hasta nosotros, vi a Moren esperando cerca del badh. Tan sólo nos miramos. No hizo falta decir nada. Corrí a casa, preparé mi jhola y volví a donde estaba amarrado el barco. Zarpamos inmediatamente.

Nuestros corazones estaban llenos de alegría. Pensábamos que los refugiados estarían celebrando la victoria. Pero no era así. Al llegar a Morichjhápi pudimos comprobar el alto precio que habían pagado los refugiados por la victoria. Aunque se había levantado el sitio, la policía seguía patrullando las aguas que rodeaban la isla.

El aspecto de Kusum era terrible; los huesos parecían querer salirse de su piel y estaba tan débil que apenas si podía levantarse de la esterilla. Joven como era, Fokir parecía haber soportado mejor los estragos del hambre; ahora era él quien cuidaba a su madre.

Observándola se me ocurrió que Kusum quizá hubiera renunciado a su comida para poder alimentar a Fokir, pero la verdad era más compleja. Durante el sitio, Kusum le había prohibido a Fokir que saliera de la choza, temiendo lo que pudiera ocurrirle si se topaba con la policía. Aun así, Fokir a veces se escapaba y volvía con algún cangrejo o con algún pez pequeño. Kusum había insistido en que Fokir comiera los cangrejos y el pescado mientras ella se alimentaba de una hierba silvestre conocida como jodu-palong. Pero, a pesar de su agradable sabor, esa hierba le había provocado una disentería que, añadida a la falta de nutrientes, la había debilitado hasta el punto de casi no poder moverse.

Afortunadamente, Moren y yo, antes de ir a Morichjhápi habíamos tomado la precaución de comprar algunos artículos básicos: arroz, daal y aceite. Pero Kusum se negó a aceptar nuestra comida y, demostrando una increíble fuerza de voluntad, se levantó lentamente de la esterilla, se cargó a los hombros uno de los pequeños sacos de comida, y pidió a Fokir y a Moren que la siguieran con el resto de la comida.

—¿Qué pretendes hacer, Kusum? —exclamé yo—. ¿Adonde quieres llevar la comida? La hemos traído para vosotros.

—No puedo quedármela, Saar. La comida está racionada. Tenemos que llevar estos sacos al responsable de la sección.

Aunque yo comprendía mejor que nadie lo que decía, la convencí de que al menos guardase un poco de arroz y de daal, de que hacerlo no sería una falta de solidaridad, sobre todo teniendo en cuenta que tenía un hijo al que debía alimentar.

Mientras separábamos los alimentos que iba a quedarse, Kusum rompió a llorar. Ni Moren ni yo estábamos preparados para algo así. Hasta ese momento, Kusum nunca había dado la menor muestra de que su ánimo pudiera flaquear. Verla venirse abajo resultaba terriblemente doloroso para nosotros. Fokir se acercó a su madre y la abrazó mientras Moren, sentado a su lado, le acariciaba cariñosamente la espalda. Yo permanecía donde estaba, incapaz de ofrecer mi apoyo de otro modo que no fuese a través de las palabras.

—¿Qué te ocurre, Kusum? —le pregunté—. ¿Qué te atormenta?

—Lo peor, Saar, no ha sido el hambre ni la sed —dijo ella—. Lo peor ha sido la espera. Lo peor ha sido tener que esperar aquí, indefensa, mientras escuchaba las amenazas de la policía por la megafonía, mientras decían que nuestra vida valía menos que el fango. «Nuestra obligación es proteger la selva —decían—. Esta isla debe ser protegida para los animales que viven en ella. Es parte de una reserva natural. Esta isla es parte de un proyecto para la defensa del tigre financiado por ciudadanos de todo el mundo.» Todos los días oíamos las mismas palabras, una y otra vez, sentados aquí, mientras el hambre nos roía las entrañas. ¿Quiénes son esas personas —me preguntaba— que aman tanto a los animales y que están dispuestas a dejarnos morir para salvarlos? ¿Sabrán esas personas lo que se está haciendo aquí en su nombre? ¿Dónde vivirán esas personas? ¿Tendrán hijos? ¿Tendrán madre? ¿Tendrán padre? Mientras pensaba en esas cosas me pareció que este mundo en el que vivimos se había convertido en un mundo de animales y que nuestra culpa, nuestro crimen, era ser personas, intentar vivir del agua y de la tierra, como siempre lo han hecho las personas. ¿Cómo podía pensar nadie que eso fuese un crimen? A no ser que las personas hubieran olvidado que así es como han vivido siempre los seres humanos: pescando, cazando y cultivando la tierra.

Sus palabras y la visión de su demacrado rostro debilitaron mi cuerpo y mi espíritu hasta el punto de no poder mantenerme en pie y, como el insignificante director de escuela que soy, tuve que tumbarme sobre una esterilla.