Transformación

DE no haber sido por Moren, es posible que me hubiera conformado con dedicar los últimos días de mi vida a aquellas costumbres que habían fijado en mí su morada. Pero, un día, Horen vino a verme y me dijo:

—Ya estamos a mediados de enero, Saar. Ya es casi el momento de celebrar el puja de Bon Bibi. Kusum y Fokir me han pedido que los lleve a Garjontola en mi barco. Kusum quiere saber si usted querría acompañarnos.

—¿Garjontola? —pregunté—. ¿Qué es Garjontola?

—Es una isla —contestó—. Está en lo más profundo de la jungla. El padre de Kusum levantó un santuario a Bon Bibi en la isla. Por eso vamos allí.

Las palabras de Horen me planteaban un nuevo dilema. En el pasado siempre había permanecido al margen de todo lo que tuviera que ver con la religión. No sólo porque no creyera en sus dioses, sino porque había visto por mí mismo los horrores que la religión había ocasionado durante la partición de la India. Como director de una escuela, había considerado que tenía el deber de no ser identificado con ninguna fe, ya fuese el hinduismo, el islam o cualquier otra religión. Y ése era el motivo por el que, por extraño que pudiera parecer, nunca había asistido a un puja en honor de Bon Bibi. Pero, ahora que ya no dirigía una escuela, los factores que en el pasado me habían impedido mostrar interés por ese tipo de cuestiones ya no resultaban relevantes.

Pero ¿y Nilima? ¿Acaso podía ignorar lo que me había dicho acerca de Morichjhápi? No, claro que no. Así que decidí engañarme a mí mismo y me dije que Morichjhápi sólo sería una escala, pues nuestro destino final no era otro que Garjontola.

—Está bien, Moren —le dije—. Pero, recuerda: ni una palabra a Mashima.

—Por supuesto, Saar. No se preocupe.

Zarpamos a la mañana siguiente.

Habían pasado varios meses desde mi última visita a Morichjhápi y, en cuanto llegamos, resultó evidente que las cosas habían cambiado mucho, pues la euforia inicial había dado paso al temor y a la duda. Prueba de ello era la torre de vigilancia recién construida y los grupos de refugiados que patrullaban la orilla. Nos vimos rodeados por uno de aquellos grupos en cuanto tocamos tierra.

—¿Quiénes sois? —nos preguntaron—. ¿A qué venís a Morichjhápi?

Cuando por fin llegamos a la choza de Kusum, Moren y yo estábamos intranquilos. Ella también parecía nerviosa. Nos explicó que, durante las últimas semanas, habían ido policías y representantes del gobierno y les habían ofrecido mejorar sus condiciones en el campo de refugiados si accedían a abandonar Morichjhápi. Los refugiados se habían negado y los representantes del gobierno los habían amenazado. Y, aunque los refugiados seguían decididos a permanecer en Morichjhápi, una sensación de profunda inquietud se había apoderado de la isla, pues nadie sabía lo que ocurriría a continuación.

Empezaba a hacerse tarde, así que nos preparamos para abandonar Morichjhápi. Kusum y Fokir habían esculpido dos pequeñas imágenes de arcilla; una de Bon Bibi y otra de su hermano, Shah Jongoli. Las cargamos en el barco y zarpamos hacia Garjontola.

Al alejarnos de la isla, la marea nos devolvió el buen ánimo. Los ríos estaban llenos de embarcaciones que, como la nuestra, viajaban con ofrendas. Algunas llevaban hasta veinte o treinta personas a bordo y transportaban grandes y coloridas figuras de Bon Bibi y Shah Jongoli.

En nuestro barco sólo íbamos nosotros cuatro: Moren, Fokir, Kusum y yo.

—¿Por qué no has traído a tus hijos? —le pregunté a Moren—. ¿Dónde está tu familia?

—Han ¡do con la familia de mi esposa —contestó Moren como si se avergonzara de ello—. El barco de mi suegro es más grande que el mío.

Al cruzar una mohona, Moren y Kusum empezaron a realizar genuflexiones, llevándose las yemas de los dedos a la frente y tocándose a continuación el pecho. Fokir intentó imitar sus movimientos.

—¿Qué ocurre? —pregunté sin entender lo que ocurría—. No veo ningún templo.

Kusum se rió. Aunque al principio no quería decírmelo, finalmente me explicó que acabábamos de cruzar la línea que había trazado Bon Bibi para dividir la tierra de la marea. En otras palabras, acabábamos de cruzar la frontera que separa los dominios de los seres humanos de la jungla donde moran Dokkhin Rai y sus demonios. Y, por sorprendente que resultara a mis ojos, para Horen y para Kusum aquella quimérica línea era tan real como una valla de alambre de espino.

Y lo cierto era que, de repente, todo parecía distinto, misterioso, lleno de sorpresas ocultas. Yo había llevado un libro para que me ayudara a pasar el tiempo y, en aquel momento, se me ocurrió que los paisajes eran como los libros: una secuencia de hojas en la que la página siguiente nunca es igual que la anterior. Cuando las personas abren un libro, lo que ven en él, lo que sienten al pasar cada página, depende de sus gustos, sus recuerdos y sus anhelos; para un geólogo, la parte más apasionante de la historia se inicia en una página, para un marinero en otra, y en otra para un piloto o un pintor. Y, en ocasiones, estas páginas son atravesadas de lado a lado por unas finas líneas que, aun siendo invisibles para algunos, para otros resultan tan reales y peligrosas como un cable de alto voltaje.

A mis ojos, los de un hombre de ciudad, aquella jungla siempre había sido un vacío, un lugar donde el tiempo se detenía; ahora me daba cuenta de que aquello era una ilusión, de que era precisamente todo lo contrario. En la jungla, la rueda del tiempo giraba tan rápido que resultaba imposible verlo. En otros lugares hacían falta décadas, incluso siglos, para que un río cambiara su curso. En otros lugares hacía falta una era para que surgiera una isla. Pero aquí, en la tierra de la marea, la transformación era la norma; los ríos se desviaban en cuestión de semanas y bastaba un par de días para ver aparecer una isla nueva. En otros lugares, los bosques tardaban siglos, incluso milenios, en regenerarse, pero, aquí, los manglares sólo necesitaban diez o quince años para cubrir una isla desnuda. ¿Acaso sería posible que los ritmos del planeta se mostraran aquí de manera acelerada?

Recordé la historia de The Royal James and Mary, un buque inglés que se adentró en las traicioneras aguas de la tierra de la marea en 1694. Tras encallar en un banco de lodo, el buque se hundió. ¿Cuál hubiera sido su destino de haber naufragado en las bondadosas aguas del Caribe o del Mediterráneo? Imaginé la gruesa capa de vida submarina que se hubiera aferrado al buque, preservándolo durante siglos. Imaginé a los buzos y a los aventureros que harían fortuna con su desdicha. Pero ¿aquí? Aquí, la marea engulló el gran galeón en apenas unos años y los restos del naufragio desaparecieron para siempre sin dejar rastro alguno.

Y aquél no había sido el único caso. Los ríos de la tierra de la marea estaban llenos de tumbas de viejas embarcaciones. ¿Acaso no habían naufragado en estas aguas más de veinte buques durante el gran temporal de 1737? ¿Acaso no era cierto que, en 1885, la naviera British India Steam Navigation Company había perdido dos imponentes buques de vapor en estas aguas, el Arcoty el Mahmtta? ¿Y no se sumó a aquella lista el City of Canterbury en 1897? Pero ya no quedaba el menor rastro de ninguno de aquellos buques. Nada escapaba del voraz apetito de la tierra de la marea, que lo tritura todo, hasta convertirlo en fango.

Me sentí como si la tierra de la marea me hablara a través de las palabras del poeta, pues «nuestra vida se agota en transformación».

Ya es por la tarde. Kusum y Moren acaban de regresar de una reunión de esta sección de la isla. Los rumores se han confirmado. Los esbirros del gobierno se concentran en un número cada vez mayor frente a Morichjhápi. Pronto estarán aquí. Pero el ataque no se producirá hasta mañana. Todavía me quedan algunas horas para escribir.