Lusibari

LLEGARON a Lusibari con la marea baja. Desde el barco, Kanai y Ni-lima no alcanzaban a ver lo que había al otro lado del alto dique que rodeaba la isla. Incluso una vez en tierra, Kanai no vio Lusibari hasta llegar a lo más alto del dique. Entonces fue como si se desplegara un mapa y la isla apareció ante sus ojos.

Lusibari tenía forma de caracola y medía aproximadamente dos kilómetros de largo. Era la más meridional de las islas habitadas de la tierra de la marea; no había un solo asentamiento más a lo largo y ancho de los cincuenta kilómetros de manglares que la separaban del mar abierto. Cuatro ríos la separaban de las numerosas islas que la rodeaban. Dos de los ríos eran de tamaño medio y el tercero era tan modesto que, con la marea baja, prácticamente se convertía en un lodazal. Pero el extremo más afilado de la isla —la punta de la espiral de la caracola— se adentraba en uno de los ríos más poderosos de toda la tierra de la marea: el Raimangal.

Visto desde Lusibari, con la marea alta, el Raimangal no parecía un río, sino más bien parte del océano; puede que una bahía o un gran estuario. Cinco ríos se incorporaban a su corriente en las cercanías, creando una inmensa mohona. Con la marea baja, las desembocaduras de aquellos ríos podían verse claramente en la distancia; gigantescos portales abiertos en la espesa vegetación que rodeaba la mohona. Pero Kanai sabía que, al subir la marea, todo aquello desaparecería, pues las aguas, cada vez más altas, devorarían la jungla. De hecho, de no ser por las copas de los árboles más altos, uno creería estar contemplando un océano abierto que se extendía más allá del horizonte. Kanai recordaba que, dependiendo de la marea, aquella vista tan pronto podía llenar a uno de júbilo como resultar aterradora. Con la marea baja, cuando la mayor parte del dique sobresalía del agua, Lusibari parecía una gigantesca arca de tierra, flotando serenamente sobre las aguas que la rodeaban. Con la marea alta, lo que hacía unas horas había parecido una embarcación imposible de sumergir se convertía en un plato inestable que el agua amenazaba con hundir. Entonces, cuando el nivel del agua amenazaba con superar el dique, se advertía claramente que el interior de la isla se encontraba muy por debajo del nivel del agua.

En el extremo más estrecho de la isla, una lengua de tierra se adentraba decenas de metros en el río Raimangal. Aquella lengua era como una estrecha bandera a merced de las corrientes que, al igual que ésta permanece sujeta a su mástil, se mostraba obstinadamente tenaz en su empeño por aferrarse a la isla. Además, la lengua de tierra proporcionaba un muelle natural que las embarcaciones solían aprovechar para que desembarcaran los pasajeros. Lo cierto es que en Lusibari no había ni muelles ni espigones, pues las corrientes y las mareas que fluían a su alrededor eran demasiado poderosas para que fuese posible levantar cualquier tipo de estructura permanente.

La población principal de la isla —conocida también como Lusibari— estaba junto a la base de la lengua de tierra, a sotavento del dique. Un recién llegado que contemplara Lusibari desde lo más alto del bádh vería una población que, a primera vista, no se diferenciaba en nada de otras miles de Bengala: un apretado asentamiento de chozas con tejados de palmas y paredes de adobe. Sin embargo, quien prestara más atención descubriría que la distribución del lugar no tenía nada de usual.

En el centro se abría un maidan, un espacio abierto de forma indefinida que hacía las veces de una plaza. En un extremo de aquel maidan de caótico perfil se apiñaban los puestos del mercado, que, tras permanecer vacíos durante la mayor parte de la semana, cobraban vida el sábado, el día elegido para comprar y vender todo tipo de mercancías. En el otro extremo del maidan, dominando la población, se alzaba el edificio de la escuela, que, a pesar de no tener una gran envergadura, emergía entre las cabañas, las chozas y los cobertizos que lo rodeaban como si de una catedral se tratara. Escrito en los ladrillos, sobre la entrada principal del edificio, podía leerse el nombre de la escuela y la fecha de su fundación; «Instituto sir Daniel Hamilton, 1938.» La fachada constaba de una larga galería, con columnas estriadas, un frontón neoclásico, arcos vagamente sarracenos y otros elementos típicos de la arquitectura de la época. Las aulas, espaciosas y bien ventiladas, estaban provistas de grandes ventanales con postigos.

Junto a la escuela había una casa separada del maidan por un seto. Aunque era mucho más pequeña y modesta que la escuela, aquella casa gozaba de una apariencia todavía más deslumbrante. Construida enteramente de madera, se levantaba sobre un caballete de pilotes de dos metros de altura. El tejado descansaba sobre una estructura de líneas simétricas —pilotes y columnas, ventanas y balaustradas—, y en las fachadas exteriores se abrían filas de ventanales franceses con postigos que llegaban desde el suelo hasta el techo; todo ello rodeado por una galería cubierta que daba la vuelta a todo el edificio. Frente a la casa había un estanque con lirios al que se llegaba por un enmohecido sendero de ladrillo.

En 1970, al joven Kanai aquel lugar le había parecido solitario y apartado, pues, aunque estaba situado en el centro, apenas había casas a su alrededor. Era como si, en señal de respeto, los demás habitantes de la isla hubieran decidido levantar sus moradas lejos de la casa de madera. Pero las cosas habían cambiado mucho desde 1970 y, ahora, los alrededores de la casa estaban tan densamente poblados como el resto de Lusibari. Las chozas se apiñaban a su alrededor, junto a todo tipo de puestos y tenderetes, y en los serpenteantes callejones resonaban los acordes de música ftlmi y el aire olía a jilipis recién fritos.

Mientras Nilima conversaba sobre cuestiones de la fundación con dos mujeres de la cooperativa, Kanai abrió las puertas de entrada a la parcela y avanzó por el enmohecido sendero que conducía a la casa de madera. Para su sorpresa, el ruido y el bullicio del lugar no lo siguieron y, por un momento, Kanai se sintió como si estuviera viajando a través del tiempo. La casa parecía a la vez muy vieja y muy nueva. La madera, descolorida por el sol y la lluvia, como la corteza de un árbol viejo, había adquirido una pátina plateada que hacía que, al reflejarse en ella la luz, pareciese prácticamente traslúcida. En ese momento parecía de color azul, al reflejar la tonalidad del cielo.

Al llegar a la entrada, Kanai se detuvo un momento a contemplar los pilotes sobre los que se alzaba la casa; las formas geométricas que dibujaban las sombras eran exactamente como las recordaba. Subió los escalones, y estaba a punto de abrir la puerta principal cuando oyó la voz de su tío, que le hablaba desde el pasado.

—No se puede entrar por esa puerta —le decía Nirmal—. ¿Es que no te acuerdas? La llave que abría la puerta principal se perdió hace muchos años. Tendremos que dar la vuelta a la casa.

Siguiendo el mismo camino que en aquella otra ocasión, Kanai avanzó por la galería, dio la vuelta a la esquina y siguió caminando hasta llegar a una modesta puerta trasera. Sólo tuvo que empujarla para que se abriera. Al entrar, lo primero que vio fue un viejo retrete de porcelana con la tapa de madera. Junto al retrete había una enorme bañera de hierro forjado con el borde curvo y patas con forma de garra. La alcachofa de la ducha colgaba sobre la bañera como una flor con el tallo marchito.

Aunque estaban bastante más oxidados que la última vez que los había visto, los grifos eran exactamente como Kanai los recordaba. Todavía no había olvidado el anhelo con el que los había contemplado de niño, pues, durante su estancia en Lusibari, se había visto obligado a asearse en un estanque, al igual que lo hacían Nirmal y Nilima. ¡Cuántas veces había deseado poder usar aquella bañera!

—Es una shahebi choubachcha, una cubeta del hombre blanco —le había dicho Nirmal señalando la bañera—. Los shahebs las usan para bañarse.

Kanai recordaba haberse sentido impresionado por la exactitud de la descripción. También recordaba cómo lo había ofendido el hecho de que su tío lo tratara como si fuese un aldeano que nunca había visto algo así.

—Sé perfectamente lo que es —había dicho—. Es una bañera.

Tras abrir la puerta que unía el cuarto de baño con el interior de la casa, Kanai pasó a una tenebrosa habitación con las paredes revestidas por paneles de madera. Una nube de polvo colgaba suspendida en los haces de luz que atravesaban las láminas de los postigos. El inmenso armazón de una cama descansaba abandonado en el centro de la habitación, como si de los restos de un atolón hundido se tratara. Viejos cuadros con pesados marcos colgaban en las paredes; casi todos eran retratos de memsahibs con largos vestidos y de caballeros con pantalones bombachos.

Kanai se detuvo frente al retrato de una joven con un vestido de encaje, sentada en un valle cubierto de flores amarillas. A lo lejos podían verse unas laderas repletas de flores violetas que ascendían hasta las cumbres salpicadas de nieve. El marco tenía una sucia lámina de cobre en la que podía leerse: «Lucy McKay Hamilton. Isla de Arran.»

—¿Quién es? —se oyó decir a sí mismo Kanai en el pasado—. ¿Quién es Lucy Hamilton?

—Es la mujer por la que recibió su nombre nuestra isla.

—¿Vivió aquí? ¿En esta casa?

—No. Viajaba hacia aquí, desde lo más remoto de Europa, cuando su buque naufragó. Aunque nunca llegara a verla, esta casa fue construida especialmente para ella. De ahí que las gentes del lugar la llamaran Lusi'r-bari. Con el tiempo, aquel nombre llegó a convertirse en Lusibari y pasó a designar toda la isla. Y, aunque ésta sea la casa original, la auténtica Lusibari, ya hace mucho tiempo que la gente dejó de llamarla así. Ahora todo el mundo la conoce como la casa Hamilton.

—¿Por qué la llaman así?

—Porque fue sir Daniel McKinnon Hamilton, el tío de Lucy, quien mandó construirla. ¿No has visto su nombre en el colegio?

—¿Y quién era sir Daniel Hamilton?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Está bien —había dicho Nirmal al tiempo que levantaba uno de sus nudosos dedos—, te contaré su historia. Escucha con atención, pues todo lo que vas a oír es cierto.