Pérdidas
TAN sólo pasaban unos minutos de las cinco y media cuando Fokir levó el ancla. Aunque el viento había aumentado, el cielo seguía despejado. Y, lejos de ser un inconveniente, al principio el viento y las olas supusieron una ventaja, pues, como si de otro par de remos se tratara, empujaban la barca en la dirección deseada. De espaldas a la proa, Piya podía ver cómo las olas rebasaban la barca. A esas alturas todavía eran grandes ondulaciones de agua sin crestas de espuma; avanzaban en silencio, levantando la popa de la barca y volviendo a bajarla suavemente antes de seguir su camino hacia adelante.
Al cabo de una media hora, Piya tomó una lectura de su posición. El resultado era esperanzados A esa velocidad estarían en Garjontola en un par de horas; con un poco de suerte, llegarían antes de que los alcanzase la tempestad.
Pero, a medida que pasaban los minutos, también aumentaba la fuerza del viento y el cielo se tornaba cada vez más oscuro. Al cambiar de dirección en un río, también cambió el ángulo del viento, golpeándolos de costado con fuerza suficiente para hacer que la barca se escorase. A medida que la fuerza del viento crecía, las olas también aumentaban de tamaño y las primeras crestas de espuma no tardaron en aparecer. Aunque todavía no llovía, el viento levantaba el agua de las olas y la arrojaba contra sus rostros. Piya estaba empapada y tenía que chuparse continuamente los labios para evitar que se le formara una costra de sal en ellos. Al llegar a una mohona, encontraron olas mucho más grandes que las que habían visto hasta entonces. Cada vez que una ola los levantaba y el agua se rizaba frente a ellos, tenían que remar con todas sus fuerzas para conseguir que la barca pasara sobre la cresta. Esforzándose el doble que antes, parecían cubrir la mitad de la distancia; como si lo que antes era una senda plana se hubiera convertido en un accidentado camino que subía montañas y descendía escarpados valles.
Cuando por fin consiguieron atravesar la mohona, Piya tomó una nueva lectura con el GPS mientras recuperaba el aliento; la lectura confirmó que el ritmo de su avance había disminuido considerablemente.
Piya había vuelto a coger los remos cuando algo le rozó la cara y cayó sobre su regazo. Era una hoja de manglar. Al mirar en la dirección de la que había llegado la hoja, vio que el viento tenía que haberla empujado al menos dos kilómetros, pues ésa era más o menos la distancia que los separaba de la orilla.
Volvieron a cambiar de dirección y Piya se encontró remando de espaldas al viento. Cada vez que una nueva ola levantaba la barca, Piya se sentía como si estuviera balanceándose al borde de un precipicio de agua, hasta que, de repente, caía hacia atrás, como en un tobogán, y tenía que sujetarse a los bordes de la barca para no caer al agua. Con cada nueva ola, el agua saltaba sobre la proa y chocaba con fuerza contra su espalda.
El impacto de las olas no tardó en hacerse notar en las tablas que formaban la cubierta de la barca. Las tablas temblaban, golpeando unas contra las otras. De repente, el viento arrancó una, haciéndola desaparecer entre la tempestad. Unos minutos después, una segunda tabla salió volando e, inmediatamente después, una tercera, dejando a la vista las tripas de la barca, donde Fokir guardaba los cangrejos.
Un nuevo cambio de dirección hizo que el viento los golpeara de costado, escorando peligrosamente la barca. El remo que Piya sujetaba en la mano derecha estaba casi medio metro más alto que el otro, y la obligaba a echar el cuerpo hacia ese lado para conseguir sumergir la pala en el agua. Al golpear una ola contra la barca, la mochila de Piya rodó bajo la techumbre. Piya había pensado que allí estaría seca; aunque ahora eso ya era lo de menos. El agua golpeaba la barca desde tantos ángulos que no había nada en ella que no estuviese empapado. Al dar un nuevo bandazo la barca, la mochila saltó en el aire y hubiera caído al agua de no ser por la techumbre. Piya soltó los remos, gateó hasta la techumbre y se dejó caer sobre la mochila. Todo su equipo estaba en aquella mochila: los prismáticos, la sonda de profundidad, las hojas de datos con la información que había reunido durante los últimos nueve días, envueltas en una bolsa de plástico y sujetas al clip de la tablilla portapapeles. Todo menos el GPS, que colgaba sujeto a una de las trabillas de sus pantalones.
Piya buscaba la manera de asegurar la mochila cuando Fokir dejó de remar y le acercó un trozo de cuerda. Piya se apresuró a cogerla y, tras pasarla entre las correas de la mochila, la ató con fuerza a la base de la techumbre. Después abrió la mochila, justo lo suficiente para comprobar que, gracias al resistente material impermeable del que estaba hecha, el contenido permanecía razonablemente seco. Mientras volvía a cerrarla, se fijó en el bolsillo en el que guardaba su teléfono móvil; al no haberlo activado para usarlo en la India, no lo había encendido desde que había llegado al país. Ahora, a pesar del balanceo y de las sacudidas de la barca, la curiosidad hizo que apretase el botón de encendido. Al ver la luz verde de la pantalla, durante un instante pensó que quizá funcionara, pero inmediatamente después se encendió el icono que señalaba que no había cobertura. Piya volvió a guardar el teléfono en la mochila, regresó a la proa de la barca y cogió de nuevo los remos.
El viento y la inclinación de la barca parecían haber aumentado en el rato que había estado en la techumbre. Mientras remaba, Piya recordó las historias que había oído sobre personas que habían llamado por su teléfono móvil desde vagones de trenes descarrilados o desde los escombros de casas derruidas por terremotos; incluso desde las torres gemelas.
¿A quién hubiera llamado ella? Desde luego, no a sus amigos de Estados Unidos, pues estaban demasiado lejos para poder pedirles ayuda. ¿A Kanai, quizá? Piya recordó que, además de su dirección, Kanai había escrito un par de números de teléfono en la parte de atrás del sobre con su «regalo»; uno de aquellos números era de un teléfono móvil. Lo más probable era que, a esas alturas, Kanai ya estuviera en un avión, camino de Nueva Delhi. Resultaría extraño hablar con él; sin duda, Kanai diría algo que la haría reír. La mera idea hizo que Piya se mordiera los labios; ojalá pudiera reírse ahora con la barca gimiendo bajo ella, como si estuviera a punto de romperse en mil pedazos.
Cerró los ojos, como solía hacerlo cuando era una niña. Que sea en tierra, dijo para sus adentros. Ocurra lo que ocurra, que sea en tierra firme. No en el agua, por favor. No en el agua.
Tras virar en un recodo del río, Fokir se puso en cuclillas y señaló hacia una isla.
—Garjontola —dijo.
—¿Y el Megha? —dijo ella—. ¿Dónde está Horen?
Fokir negó con la cabeza, mientras ella se incorporaba ligeramente, intentando ver mejor la isla. El Megha no estaba. En las aguas que rodeaban la isla sólo se veía el blanco de las crestas de las olas.
Piya intentaba hacerse a la idea cuando el viento hizo que parte del plástico gris se soltara de la techumbre. Arrastrado por el viento, el plástico golpeó a un lado y a otro antes de hincharse como una vela, tirando de la techumbre, que crujió peligrosamente; era como si el viento se hubiera convertido en las garras de un animal que intentaba destrozar la barca.
La popa de la barca se levantó en el aire mientras el plástico tiraba de la techumbre, sumergiendo la proa bajo el agua. Fokir soltó los remos y se lanzó hacia la techumbre. Pero, mientras intentaba cortar los nudos del plástico, se oyó un terrible crujido y, de repente, la techumbre entera se separó de la barca y salió volando, con la mochila de Piya detrás, como el lazo de una cometa. Unos instantes después, aquel amasijo de objetos —la techumbre, el plástico de correos y la mochila con todo el equipo de Piya— tan sólo era un punto que disminuía de tamaño en la distancia.
Eran casi las once cuando el Megha llegó a la mohona del Raimangal y viró en dirección a Lusibari. Para sorpresa de Kanai, el agua había adquirido una apariencia sorprendentemente translúcida; en contraste con la grisácea oscuridad del cielo, las pardas aguas brillaban como si una luz las iluminase desde dentro.
La mohona era el tramo más ancho de agua que habían atravesado hasta entonces y las olas eran las más altas que habían encontrado. El sonido del motor del Megha se elevaba, produciendo un quejido lastimero, cada vez que el barco caía sobre una nueva ola. El agua que levantaba la proa llegaba hasta la cubierta superior.
Desde que habían partido de Garjontola, Kanai había permanecido en la timonera junto a Horen, quien, a medida que aumentaba la fuerza del viento, parecía volverse cada vez más taciturno. Ahora, al ver cómo el agua chocaba contra el cristal de la timonera, Horen se volvió hacia Kanai y le dijo:
—Está entrando mucha agua. Si llega al motor tendremos problemas. Será mejor que baje a la sala de máquinas y vea qué puede hacer.
Asintiendo, Kanai se incorporó. Inclinando la cabeza para no golpeársela contra el techo, se levantó el borde del lungi y se lo sujetó a la cintura antes de abrir la puerta.
—Tenga cuidado —dijo Horen—. La cubierta estará resbaladiza.
Kanai ni siquiera había acabado de girar el picaporte cuando el viento le arrancó la puerta de la mano y la hizo girar violentamente sobre sus goznes. Kanai se quitó las sandalias y salió a la cubierta. Tuvo que rodear la puerta y apoyar todo el peso de su cuerpo sobre ella para conseguir cerrarla en contra del viento. Avanzó lentamente hasta la escalera que bajaba a la cubierta inferior. La escalera no estaba protegida y, al apoyar el pie sobre el primer peldaño, notó cómo el viento tiraba de su pierna; de no haberse quitado antes las sandalias, sin duda el viento se las habría arrancado ahora de los pies. Bastaría con un movimiento en falso para que el ciclón le hiciese caer de la escalera y lo arrojase a las embravecidas aguas de la mohona.
Finalmente descendió el último peldaño y se dirigió a la sala de máquinas. Aunque la luz era escasa, vio a Nogen junto al bastidor del motor, achicando agua con un cubo de plástico. El agua le llegaba hasta los tobillos.
—¿Hay más cubos? —preguntó Kanai.
Nogen señaló el cubo de metal que flotaba sobre una mancha de combustible. Kanai lo cogió del asa. Mientras lo bajaba para llenarlo, una repentina sacudida del Megha estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Al volver a agacharse comprobó que llenar el cubo resultaba más difícil de lo que hubiera podido imaginar, pues el agua retrocedía y avanzaba con cada ola, obligándolo a perseguirla de un lado a otro de la sala de máquinas.
—Estamos cerca de Lusibari —dijo Nogen al cabo de unos minutos—. ¿Va a desembarcar allí?
—Sí. ¿Vosotros no?
—No —contestó Nogen—. Tendremos que seguir hasta la siguiente isla; en Lusibari no hay ningún sitio resguardado donde podamos fondear. Debería subir a preguntarle a mi abuelo cómo lo vamos a dejar en Lusibari. No será fácil desembarcar con este viento.
—Está bien.
Retrocediendo sobre sus pasos, Kanai subió la escalera y volvió a entrar en la timonera.
—¿Cómo van las cosas abajo? —preguntó Horen.
—Un poco mejor ahora que nos hemos alejado del centro de la mohona —dijo Kanai.
Horen golpeó el parabrisas con un dedo.
—Mire, ahí está Lusibari. ¿Quiere que lo dejemos aquí o prefiere acompañarnos?
Kanai ya había tomado la decisión.
—Me quedaré en Lusibari —respondió—. Mashima está sola. Necesitará ayuda.
—Acercaré el Megha todo lo que pueda a la orilla —dijo Horen—, pero tendrá que vadear los últimos metros de agua.
—¿Qué hago con la maleta?
—Lo mejor será que la deje a bordo. Se la traeré a Lusibari cuando haya pasado la tempestad.
A Kanai sólo le importaba una cosa de la maleta.
—Quiero llevarme el cuaderno —dijo—. Lo envolveré en plástico para que no se moje.
—Tome —dijo Horen al tiempo que sacaba una bolsa de plástico de detrás del timón—. Dése prisa. Estamos a punto de llegar.
Kanai volvió a salir de la timonera. Al llegar a su camarote, luchando contra el viento, abrió la puerta lo suficiente para poder deslizarse dentro. Sin apenas luz, abrió la maleta, sacó el cuaderno de Nirmal y lo envolvió cuidadosamente en la bolsa de plástico. El motor se paró cuando Kanai salía de nuevo a la cubierta.
Horen lo estaba esperando.
—No debería tener problemas para llegar —dijo señalando hacia el dique de Lusibari, que estaría a unos treinta metros de distancia. En la base del dique, donde las olas rompían contra la tierra, se veía una línea blanca de espuma—. Hay poca profundidad —continuó diciendo Horen—. Pero tenga cuidado. Una última cosa: si ve a Moyna, dígale que iré a buscar a Fokir en cuanto pase el ciclón.
—Me gustaría acompañarlo —dijo Kanai—. ¿Podría venir a recogerme antes de volver a Garjontola?
—Estaré aquí en cuanto el tiempo mejore —dijo Horen mientras levantaba una mano en señal de despedida—. No se olvide de decírselo a Moyna.
—Lo haré.
Kanai se acercó a la popa del barco, donde Nogen ya había sacado la pasarela.
—Tiene que bajar de espaldas —le explicó Nogen—. Sujétese con las manos, como si estuviera bajando una escalera. Si no lo hace, el viento lo tirará al agua.
—Está bien.
Kanai se guardó el cuaderno envuelto en plástico entre la cintura y el lungi, se dio la vuelta y se agachó para sujetarse a los bordes de la pasarela. Descendió retrocediendo agachado y no se enderezó hasta que sus pies se hundieron, primero en el agua y después, lentamente, en el fango. El agua le llegaba hasta las caderas y la corriente se arremolinaba en torno a sus piernas, tirando de ellas con fuerza. Para evitar que se mojara, Kanai se sacó el cuaderno del lungi y se lo apretó contra el pecho antes de soltar la pasarela. Sin apartar la mirada del dique, empezó a avanzar, dando un pequeño paso tras otro, asegurándose de tener bien apoyado el peso sobre una pierna antes de mover la otra. No respiró con tranquilidad hasta que el agua le llegó por debajo de las rodillas; ya casi había llegado. Al oír el ruido del motor del Megha, se volvió para ver cómo se alejaba.
Y, como si hubiera estado esperando aquel descuido, el viento lo arrastró hacia adelante y le hizo caer al agua. Kanai clavó las manos en el fango y, resoplando por el esfuerzo, consiguió incorporarse justo a tiempo de ver cómo el cuaderno se alejaba flotando. El cuaderno permaneció en la superficie un par de minutos antes de desparecer para siempre bajo el agua.