Susurros
AUNQUE la luna sólo mostrara tres cuartos de su rostro, la claridad de la superficie del río era tan intensa que la luz parecía proceder del interior del agua. El aire era fresco, pero no había la menor brisa ni tampoco se oía el menor sonido. Inmersa en un sueño inquieto, al mover el sari que estaba usando como almohada, Piya apoyó la cabeza en las tablas de la cubierta. Un repentino bullicio la despertó: el frenético sonido de roces y arañazos filtrándose desde los intestinos del barco. Piya tardó varios minutos en darse cuenta de que aquel sonido era producido por el movimiento de los cangrejos, debajo de las tablas de la cubierta. Mientras escuchaba el ruido de sus pinzas y el roce de sus caparazones contra las ramas, Piya se sintió como un gigante que espía la frenética actividad de una ciudad subterránea.
Al notar que el barco se balanceaba levemente, levantó la cabeza. Fokir estaba sentado en el centro de la embarcación, con una manta envuelta alrededor de los hombros. Al principio, Piya pensó que Fokir acababa de levantarse tras dormir algunas horas bajo la techumbre de bambú. Pero algo en su pétrea inmovilidad sugería que llevaba mucho tiempo en aquella postura. Unos instantes después, Fokir pareció advertir su mirada, pues volvió la cabeza y fijó sus ojos en ella. Al ver que Piya estaba despierta, sonrió, como disculpándose y riéndose de sí mismo al mismo tiempo. A ella le reconfortaba saber que él estaba despierto, haciendo guardia, mientras ella y Tutul dormían. Recordó cómo sus manos la habían cogido bajo el agua y la violencia con la que había luchado por desprenderse de ellas; hasta que se había dado cuenta de que lo que la tocaba no era un animal, sino un ser humano, alguien en quien podía confiar, alguien que no la haría daño. Costaba creer que aquello hubiera ocurrido hacía tan sólo una horas. El recuerdo hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo. Al cerrar los ojos, Piya se sintió como si el agua la envolviera de nuevo, como si volviera a sumergirse en la turbia luminosidad de aquellas profundidades, donde la luz del sol perdía la orientación y resultaba imposible distinguir la superficie del fondo.
Piya no se dio cuenta de que estaba tiritando hasta que notó que el barco se movía bajo su cuerpo. Intentaba tranquilizarse, respirando profundamente, cuando sintió una mano en el hombro. La frialdad del contacto volvió a recordarle su caída. Al abrir los ojos vio que Fokir la miraba preocupado. Ella intentó sonreír, pero, desobedeciéndola, su rostro dibujó una mueca de disgusto, pues empezaba a sufrir convulsiones. Apoyó una mano sobre la de Fokir. Él la sujetó con firmeza y se tumbó a su lado. Su piel olía a sal y a sol. A pesar de la manta que separaba sus cuerpos, Piya sintió las costillas de Fokir contra su espalda. El calor del cuerpo de Fokir fue atenuando el sudor frío que se había apoderado de las extremidades de Piya. Cuando el temblor por fin cesó, ella se incorporó abruptamente, avergonzada. Él se apresuró a apartarse y Piya advirtió que se sentía tan desconcertado como ella. Hubiera deseado encontrar la manera de hacerle saber que no pasaba nada, que no había habido ningún malentendido, que no había ocurrido nada de lo que debieran arrepentirse, pero todo lo que supo hacer fue aclararse ruidosamente la garganta y darle las gracias. Entonces, como si se compadeciera de ellos, Tutul gritó en sueños, dando fin a tan embarazoso momento. Fokir acudió inmediatamente a reconfortar a su hijo.
Al volver a apoyar la cabeza en el sari enrollado, Piya creyó oler la presencia de su dueña en la tela; de hecho, se sintió como si aquella mujer se hubiera materializado de repente a bordo de la barca, y se alegraba de poder decirle exactamente lo mismo que le hubiera dicho a Fokir: que no había ocurrido nada de lo que debieran arrepentirse.
Y, en cualquier caso, ¿qué podría haber ocurrido? Aunque apenas conocía a Fokir, Piya sabía que tenía un hijo y que probablemente estuviera casado. Y, en cuanto a ella, lo último que necesitaba en ese momento era una aventura amorosa. Había ido a las Sunderban a trabajar, y la ausencia de cualquier tipo de relación íntima era precisamente lo que convertía un viaje en una expedición de trabajo. Traspasar esa línea sería como darle la espalda a su vocación.
La barca ya se movía, envuelta en la densa bruma que había surgido del encuentro entre el frío del aire y el calor del agua, cuando Piya abrió los ojos a la mañana siguiente. Apenas podía ver más allá de sus propios pies y tenía las mantas cubiertas de rocío. De no ser por la luminosidad que clareaba el cielo hacia el este, ni siquiera hubiera estado segura de si había amanecido. Le sorprendió que Fokir fuera capaz de orientarse con tan poca visibilidad; debía de conocer muy bien aquel río.
Piya dejó que el sueño la envolviera de nuevo, pues no había ninguna razón para levantarse. Cuando volvió a despertar, la barca se había detenido. La bruma seguía siendo densa y Piya todavía no podía ver nada a su alrededor. Oyó un sonido a popa, como el que haría un ancla al caer al agua, y, sin darle demasiada importancia, se preguntó por qué Fokir habría decidido detenerse allí. Probablemente tuviera que ver con la bruma; quizá deseaba esperar a que mejorase la visibilidad antes de seguir avanzando.
Estaba a punto de volver a quedarse dormida cuando oyó algo que la hizo incorporar la cabeza. Escuchó con atención. Sí, allí estaba de nuevo; un susurro en el agua, como si algo emergiera a la superficie, seguido de un callado ronquido, como si alguien se sonara la nariz.
—¡Mierda!
Se incorporó, como empujada por un resorte, y, en cuclillas, escuchó los sonidos durante varios minutos. No había duda: eran delfines. La dirección de los sonidos variaba con frecuencia; a veces eran débiles y distantes, y en otras ocasiones parecían surgir junto a la barca. Piya había pasado incontables horas escuchando aquellos resoplidos y sabía exactamente lo que eran: tan sólo el delfín de Irrawaddy, el Orcaella brevirostris, hacía ese ruido al emerger en busca de aire. Al parecer, un grupo de delfines de Irrawaddy había decidido tomarse un descanso en aquel tramo del río, pero, en un típico ejemplo de su mala fortuna, los delfines se habían acercado a la barca cuando Piya no podía ver más allá de su propio brazo. Y Piya sabía por experiencia que los delfines se impacientarían en cuestión de minutos. Lo más probable es que ya se hubieran marchado antes de que ella tuviera tiempo de sacar su equipo de la mochila.
—¡Fokir!
Pronunció su nombre en un susurro lleno de urgencia. Al notar el balanceo de la barca, Piya supuso que Fokir se estaba acercando a ella y, aun así, se asustó al ver aparecer su rostro flotando entre la trémula bruma.
—¡Escucha! —le dijo llevándose una mano al oído al tiempo que, con la otra, señalaba en la dirección de los sonidos. Él asintió sin mostrar la menor sorpresa, como si no hubiera nada de inesperado en aquel encuentro. Por su actitud se diría que había sabido desde el principio que los delfines estarían allí. ¿Acaso sería ése el lugar al que Fokir había querido llevarla la noche anterior? ¿Era posible que, desde el primer momento, hubiera deseado llevarla allí para enseñarle los delfines?
Piya cada vez estaba más perpleja. ¿Cómo sabía Fokir que encontrarían un grupo de delfines? Por supuesto, siempre era posible que los delfines frecuentaran aquella ruta, que fueran vistos a menudo en ese tramo del río. Pero, incluso así, ¿cómo podía saber Fokir que estarían allí en ese momento concreto? Los movimientos de los grupos migratorios de orcaella eran cualquier cosa menos predecibles. Sea como fuere, no era el momento de hacerse preguntas. Lo que tenía que hacer ahora Piya era obtener toda la información que le permitiera aquella bruma.
A pesar de la urgencia del momento, Piya sacó su equipo de la mochila con movimientos tan pausados como metódicos. En el momento exacto en el que sujetaba varias hojas de datos en su tablilla portapapeles, un delfín emergió a apenas un metro de la barca; tan cerca que Piya notó su húmeda respiración sobre la piel. Se dio la vuelta justo a tiempo de ver un chato morro y una aleta dorsal. Ya no había duda posible: eran orcaella. Aunque había estado convencida de ello desde el principio, siempre era deseable obtener una confirmación visual. El orcaella había emergido tan cerca del barco que Piya sólo tuvo que extender el brazo para obtener una lectura en la pantalla del GPS. Inmediatamente después, anotó las coordenadas con una sensación triunfal; aquel pequeño apunte convertía el encuentro en algo constatable.
La bruma había empezado a disiparse y, con la marea en su punto más bajo, Piya advirtió que apenas los separaban trescientos metros de la orilla. También pudo ver que Fokir había detenido la barca en un brusco recodo de aguas tranquilas, donde el río apenas tendría un kilómetro de ancho. Al parecer, Fokir había anclado el barco en la zona del recodo donde el agua alcanzaba su mayor profundidad. Y precisamente era allí donde los delfines nadaban en círculo, como si se mantuvieran dentro del perímetro de una piscina imaginaria.
La bruma matutina no tardó en desaparecer por completo, convirtiéndose en un recuerdo tan lejano como el frío aire de la noche. No había la menor brisa, pues los árboles impedían el paso del viento. Rodeado de aquella quietud, el río parecía un segundo sol, pues el calor que emanaba de la superficie del agua era mayor incluso que el que descendía del cielo. Al aumentar la temperatura, legiones de cangrejos ascendieron hasta la superficie en la orilla, dispuestos a apoderarse del rico botín de hojas y demás restos vegetales que había dejado la marea en su descenso.
A mediodía, Piya ya había reunido suficientes datos para atreverse a hacer una conjetura sobre el número de delfines orcaella que componían el grupo. Eran siete. Dos de ellos parecían nadar juntos en todo momento, pues siempre emergían al mismo tiempo a la superficie. Uno de estos delfines era más pequeño que el resto de los animales de la manada, por lo que Piya supo que se trataba de una cría; probablemente un recién nacido, todavía demasiado joven para nadar lejos de su madre. Al emerger, sacaba toda la cabeza del agua, pues todavía no había aprendido a respirar con soltura. El pulso de Piya se aceleraba cada vez que veía su cabecita; resultaba emocionante saber que los orcaella seguían reproduciéndose en las Sunderban.
Ninguno de los siete individuos se alejó en ningún momento de aquel tramo de aguas profundas y, desde luego, no era la presencia de la barca lo que los mantenía allí, pues ya hacía mucho tiempo que habían dejado de mostrar el menor interés por su presencia. Entonces, ¿por qué permanecían allí? ¿Qué los había atraído a aquel lugar? ¿Por qué no lo abandonaban? Aunque todavía no fuese capaz de explicarlo, Piya intuía que estaba contemplando un fenómeno de gran importancia; algo que podría ser de gran interés para entender las pautas de comportamiento de los Orcaella brevirostris. Ahora sólo tenía que descubrir en qué consistía.