Una invitación
APENAS veinte minutos después, al detenerse el tren a las afueras de Kolkata, Piya tuvo la oportunidad de hacerse con un asiento junto a la ventana. Hasta entonces había estado en la zona más calurosa del compartimiento, sentada en el borde de uno de los bancos con las mochilas apoyadas a su alrededor. Ahora, al sentarse junto a la ventana, vio que estaban en una estación llamada Champahati, cuyo andén, flanqueado por un grupo de chabolas, acababa sumergiéndose en un espumoso charco de agua grisácea. Por la cantidad de gente que se amontonaba en el andén, no había duda de que el tren iría abarrotado hasta Canning; mirando aquella jungla de chabolas, costaba creer que el tren estuviera a las puertas de las Sunderban.
Al volver la cabeza, Piya vio a un vendedor de té patrullando el andén. Aunque nunca le había gustado el chai que podía comprarse en Seattle, durante los diez días que llevaba en la India había desarrollado un sorprendente gusto por aquel té lechoso y recalentado, servido en tazas de barro cocido. Para empezar, no tenía especias, lo cual lo hacía más agradable a su paladar que el chai de su ciudad. Piya sacó los brazos entre las rejas para llamar al vendedor.
Tras pagar el té, intentaba pasar la taza entre los barrotes de la ventana cuando el hombre que ocupaba el asiento de enfrente la golpeó con la mano al mover una de las hojas que estaba leyendo. Aunque giró la muñeca y derramó la mayoría del té fuera de la ventana, Piya no pudo evitar que un pequeño reguero de líquido cayera sobre las hojas.
—¡Cuánto lo siento! —exclamó.
Piya estaba abochornada. De todas las personas que había en el vagón, aquel hombre era la última a la que hubiera deseado salpicar con el té. Se había fijado en él en Kolkata, mientras esperaba en el andén. Le había sorprendido la arrogancia con la que observaba a cuantos lo rodeaban, asimilándolos primero, midiéndolos y clasificándolos después. La insolencia con la que había desalojado de su asiento al hombre que lo ocupaba antes que él le había recordado a algunos de sus familiares de Kolkata, que, como él, parecían tener la idea de que gozaban de ciertos privilegios (¿sería por su condición social o por su educación?) por los que los pequeños obstáculos y molestias de la vida cotidiana siempre debían ser apartados convenientemente de su camino.
—Déjeme que lo ayude —le dijo Piya al tiempo que le ofrecía unos pañuelos de papel.
—Ya no se puede hacer nada —dijo él, malhumorado—. Las hojas se han estropeado.
El hombre hizo una bola con las hojas y la arrojó por la ventana.
—Espero que no fuera nada importante —dijo ella apenas con un hilo de voz.
—Nada que no pueda reemplazarse; sólo eran unas fotocopias.
Piya pensó en recordarle que había sido él quien le había golpeado la mano, pero sólo consiguió decir:
—De verdad que lo siento. Espero que me perdone.
—¿Acaso tengo otra opción? —dijo él. Su tono de voz era más desafiante que irónico—. ¿Acaso tiene alguien otra opción cuando trata con norteamericanos?
Piya pasó por alto el comentario, pues no tenía ganas de discutir. Al contrario, levantó las cejas, con fingida sorpresa.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—¿El qué?
—Que soy norteamericana. Es usted muy observador.
Sus palabras parecieron agradar a su interlocutor, pues relajó los hombros y se reclinó en su asiento.
—No lo he adivinado —dijo—. Lo sé.
—¿Cómo? —insistió ella—. No será por mi acento...
—En efecto —asintió él—. Casi nunca me equivoco con los acentos. Soy intérprete y traductor; profesional, claro está. Me gusta pensar que tengo el oído sintonizado a las peculiaridades de la lengua oral.
—¡No me diga! —sonrió Piya, y sus dientes brillaron en el oscuro óvalo que dibujaba su rostro—. ¿Y cuántos idiomas habla?
—Seis. Sin contar los dialectos.
—¡Vaya! —exclamó ella, esta vez con sincera admiración—. Me temo que yo sólo sé hablar inglés. Y tampoco puede decirse que domine a la perfección ese idioma.
Él frunció el ceño con desconcierto.
—¿Y viaja a Canning?
—Sí, así es.
—Pero, dígame —continuó diciendo él—, ¿cómo pretende hacerse entender en Canning si no habla ni bengalí ni hindi?
—Haré lo que hago siempre —rió ella—. Improvisaré. Además, en mi trabajo no hace falta hablar mucho.
—¿Y en qué trabaja, si me permite la pregunta?
—Soy cetóloga —contestó ella—. Eso quiere decir que...
—Sé lo que quiere decir —la interrumpió él antes de que Piya pudiera explicarle en qué consistía su trabajo—. No es necesario que me lo diga. Significa que estudia mamíferos marinos. ¿O me equivoco?
—Así es —asintió ella—. Está usted muy bien informado. Estudio mamíferos marinos: delfines, ballenas, dugongs y demás. En mi trabajo, a menudo paso días enteros en un barco sin hablar con nadie; o al menos nadie con quien hablar en inglés.
—Y, dígame, ¿viaja a Canning por motivos de trabajo? —preguntó él.
—Así es. Estoy interesada en la población de delfines de las Sunderban.
En esta ocasión, él guardó silencio, aunque tan sólo brevemente.
—Me deja perplejo —dijo finalmente—. No sabía que hubiera delfines en las Sunderban.
—Desde luego que los hay —afirmó ella—. O, al menos, los había. Y en gran número.
—¿De verdad? Aquí sólo se oye hablar de tigres y de cocodrilos.
—Lo sé —dijo ella—. En efecto, hace tiempo que no se tienen noticias de cetáceos en las islas. Es posible que queden muy pocos. Lo cierto es que nunca se ha realizado un estudio en condiciones.
—¿Y eso por qué?
—Para empezar, resulta prácticamente imposible obtener un permiso —explicó ella—. El año pasado vino un equipo de investigación. Llevaban meses preparando la expedición, pero, aunque habían mandado toda la documentación necesaria, ni siquiera les permitieron embarcar. Les retiraron los permisos en el último momento.
—¿Y qué le hace suponer que usted tendrá más suerte?
—Una persona sola puede deslizarse más fácilmente entre los resquicios burocráticos —contestó ella—. Además, tengo un tío en Kolkata con buenos contactos en el gobierno. Al parecer, ha hablado con alguien del Departamento Forestal. Sólo me queda cruzar los dedos.
—Entiendo —dijo él. Parecía sorprendido, tanto por su franqueza como por sus recursos—. Así que tiene familia en Calcuta.
—Sí. De hecho, nací en Kolkata, aunque nos fuimos a Estados Unidos cuando sólo tenía un año. —Levantó una ceja y lo miró con sorpresa—. Veo que todavía dice «Calcuta». Mi padre hace lo mismo.
Él asintió.
—Tiene razón —admitió—. Debo tener más cuidado. El cambio de nombre es tan reciente que a veces todavía me equivoco. Intento emplear «Calcuta» para el pasado y «Kolkata» para el presente, pero no siempre lo consigo; sobre todo cuando estoy hablando en inglés. —Sonrió y extendió una mano—. Permítame que me presente. Me llamo Kanai Dutt.
—Yo me llamo Piyali Roy, pero todo el mundo me llama Piya.
Piya advirtió que el origen bengalí de su nombre había sorprendido a Kanai; el hecho de que ella no hablara aquel idioma debía de haberle hecho suponer a Kanai que su familia era originaria de alguna otra parte de la India.
—¿Cómo es posible? —dijo él arqueando las cejas—. ¿Es usted bengalí, pero no habla el idioma?
—Realmente no es culpa mía —se apresuró a defenderse ella—. Me crié en Seattle. Nos fuimos de la India antes de que aprendiera a hablar.
—Siguiendo su lógica, al haber nacido en Calcuta yo no debería saber hablar inglés.
—Lo cierto es que los idiomas nunca se me han dado muy bien... —Piya dejó que la frase se perdiera, inacabada—. ¿Y qué le trae a Canning, señor Dutt? —preguntó, intentando cambiar de tema.
—Kanai... Llámeme Kanai —dijo él—. Y, contestando a su pregunta, voy a visitar a mi tía.
—¿Vive en Canning?
—No —respondió él—. Vive en una isla que se llama Lusibari. Está bastante lejos de Canning.
—¿Dónde exactamente? —Piya sacó un mapa de una de sus mochilas—. ¿Puede señalarme la isla en el mapa?
Kanai extendió el mapa y, con la yema de un dedo, trazó una línea serpenteante a través de canales y cursos de agua.
—El ferrocarril de las Sunderban termina en Canning —le explicó a Piya—. Y Lusibari es la última de las islas habitadas. Es un largo viaje río arriba. Hay que pasar por Annpur, por Jamespur y por Emilybari. Y, finalmente, aquí está: Lusibari.
Piya frunció las cejas mientras estudiaba el mapa.
—Qué nombres tan extraños —dijo.
—En las Sunderban hay muchas islas cuyos nombres proceden de palabras inglesas —le explicó Kanai—. Lusibari, por ejemplo, significa «casa de Lucy».
—¿Casa de Lucy? —Piya levantó la mirada—. ¿Lucy? —preguntó sorprendida—. ¿Se refiere al nombre de mujer?
—Así es —dijo él—. Debería visitar la isla. Si lo hace, le prometo contarle la historia de Lucy.
—¿Eso es una invitación? —preguntó Piya con una sonrisa.
—Desde luego —respondió él—. Desde luego que lo es. Su compañía haría mucho más llevadera la carga de mi exilio.
Piya rió. Al principio, Kanai le había parecido demasiado engreído. Ahora, sin embargo, lo veía con mejores ojos, pues los destellos de ironía que había apreciado en él hacían que su egocentrismo resultase más interesante.
—Y ¿cómo lo encontraría en Lusibari?
—Pregunte por «Mashima» en el hospital —respondió él—. Es mi tía. Ella sabrá dónde encontrarme.
—¿Mashima? —dijo Piya—. Pero... Yo también tengo una Mashima. ¿No quiere decir sencillamente «tía»? Tiene que haber más de una tía en la isla.
—Si pregunta por Mashima en el hospital —dijo Kanai—, sabrán a quién se refiere. Mi tía fundó el hospital y es la presidenta de la organización que lo dirige: la Fundación Badabon. Lo cierto es que mi tía es una verdadera celebridad en la isla. Todo el mundo la conoce como Mashima, aunque realmente se llama Nilima Bose. Mi tía y su marido eran una pareja muy especial. A él lo llamaban Saar, igual que a ella la llaman Mashima.
—¿Saar? ¿Qué significa?
Kanai rió.
—No es más que la manera bengalí de decir «sir». Mi tío era el director de la escuela de Lusibari, y todos sus pupilos lo llamaban «sir». Lo cierto es que, con el tiempo, la gente acabó por olvidar su verdadero nombre. Se llamaba Nirmal Bose.
—Noto que habla de él en pasado.
—Así es. Hace ya tiempo que falleció. —Kanai hizo una mueca, como si quisiera retirar lo que acababa de decir—. Aunque lo cierto es que a veces no lo parece.
—¿Por qué dice eso?
—Porque acaba de resurgir de sus cenizas —dijo Kanai con una sonrisa—. Al parecer, mi tío dejó unos papeles para mí antes de morir. Y, ahora, esos papeles han reaparecido tras largos años de olvido. Es por eso por lo que voy a Lusibari; mi tía me ha pedido que vaya a ver esos documentos.
—No parece que le apetezca demasiado —dijo Piya.
—No, lo cierto es que no —confirmó él—. Tengo mucho que hacer. No ha sido fácil ausentarme del trabajo.
—¿Es la primera vez que viaja a Lusibari? —preguntó Piya.
—No —contestó Kanai—. Cuando era joven, mis padres me enviaron a la isla una temporada, pero de eso hace ya muchos años.
—¿Lo enviaron? ¿Qué quiere decir?
—No sé si conoce el término «rusticar» —dijo Kanai con una sonrisa—. ¿Ha oído alguna vez esa palabra?
—No, la verdad es que no.
—Era un castigo para colegiales —le explicó Kanai—. Consistía en enviarlos a sufrir la compañía de gentes rústicas. De niño, yo creía saber más que mis maestros sobre la mayoría de las cosas. En una ocasión, humillé públicamente a un profesor que tenía dificultades para pronunciar algunas palabras. Yo tendría unos diez años por aquel entonces. Una cosa condujo a otra hasta que, finalmente, mis tutores convencieron a mis padres de la conveniencia de hacerme «rusticar» y me enviaron a la casa de mis tíos, en Lusibari. —El recuerdo hizo reír a Kanai—. Pero eso fue en 1970.
El tren aminoró la marcha y las palabras de Kanai fueron interrumpidas por el sonoro pitido de la locomotora. Al mirar por la ventana, vieron el cartel amarillo de la estación de Canning.
—Hemos llegado —dijo Kanai. Por su tono de voz, parecía lamentar que así fuera. Cortó un pedazo de papel, escribió algo y se lo dio a Piya—. Tome. Esto la ayudará a recordar dónde puede encontrarme.
El tren se detuvo y los viajeros empezaron a salir del vagón. Piya se levantó de su asiento y se colgó las dos mochilas al hombro.
—Quién sabe —dijo—. Puede que volvamos a encontrarnos.
—Eso espero —dijo él al tiempo que levantaba la mano en señal de despedida—. Tenga cuidado con los devoradores de hombres.
—Cuídese —dijo ella—. Adiós.