Señales
PIYA volvió a acostarse temprano. Al no haber dormido apenas la noche anterior, Kanai intentó hacer lo mismo, pero no conseguía conciliar el sueño. Fuera, soplaba una fuerte brisa. Cuando por fin se quedó dormido, Kanai tuvo una pesadilla que no sufría desde su juventud, un sueño en el que repetía una y otra vez el mismo examen. Pero, en vez de las caras de sus viejos profesores, los examinadores tenían el rostro de Kusum, de Piya, de Nilima, de Moyna, de Horen y de Nirmal. Se despertó ya entrada la madrugada, nervioso y cubierto de sudor. Aunque no conseguía recordar en qué idioma había estado soñando, la palabra pariksha, examen, resonaba en su cabeza una y otra vez. Además, recordaba haber traducido la palabra empleando la arcaica acepción de «juicio por tortura». Cuando faltaba poco para el amanecer, Kanai pudo por fin conciliar un sueño profundo y tranquilo que lo mantuvo en su camarote hasta que la bruma de la mañana se hubo disuelto por completo.
Al salir a la cubierta, Kanai comprobó que la brisa había amainado, y que la marea había alcanzado su apogeo y se encontraba en ese momento de perfecto equilibrio en el que el agua permanece absolutamente inmóvil antes de volver a descender. Desde la cubierta del Megha, la isla de Garjontola parecía una piedra preciosa engastada en un reluciente escudo de plata. Se trataba de un espectáculo de una envergadura inmensa, y, al mismo tiempo, sorprendentemente pacífico y armonioso.
Kanai oyó unos pasos en la cubierta y, al darse la vuelta, vio a Piya caminando hacia él. Llevaba en la mano una tablilla portapapeles y un fajo de hojas de datos.
—¿Puedo pedirte un favor, Kanai?
—Desde luego. Dime, ¿de qué se trata?
—Necesito que me ayudes —dijo ella.
Piya le explicó que el cambio de la marea le había creado un pequeño problema. En principio, su idea había sido seguir a los orcaella cuando éstos abandonaran la poza de Garjontola al subir la marea. Pero la marea estaba subiendo de madrugada y ya bien avanzada la tarde, con lo que los animales se desplazaban en la oscuridad. Teniendo en cuenta que seguirlos ya era difícil a plena luz, de noche resultaría prácticamente imposible. Así que, en vez de seguir a los delfines, Piya había decidido hacer un estudio de las rutas que tomaban al regresar a la poza. Su plan consistía en apostar vigías río arriba y río abajo. Ella misma se encargaría del trabajo río arriba a bordo del Megha, pues el río era muy ancho a esa altura y harían falta prismáticos para poder vigilar toda esa extensión de agua. Fokir iría río abajo en su barca, pero Piya estaría mucho más tranquila si Kanai lo acompañaba, pues se necesitarían dos pares de ojos para compensar la falta de prismáticos.
—Tendrás que pasar algunas horas a solas con Fokir —dijo Piya—. Espero que eso no sea un problema.
Kanai no podía creer lo que acababa oír. ¿Acaso pensaba Piya que Fokir podía ser su rival?
—No —se apresuró a decir—. Por supuesto que no. Aprovecharé la ocasión para hablar un poco con él.
—Perfecto. Entonces está decidido. Nos pondremos en marcha después de desayunar. ¿Te parece bien en una hora?
Una hora después, Kanai estaba listo para partir. Ante la perspectiva de pasar un día entero bajo el sol, se había puesto unos pantalones de color claro, una camisa blanca y unas sandalias. Además, llevaba una gorra y gafas de sol. Piya asintió al verlo, como si aprobara las precauciones que había tomado.
—También necesitarás esto —le dijo al tiempo que le ofrecía dos botellas de agua—. Va a hacer mucho calor.
Al acercarse a la popa del Megha, encontraron a Fokir listo para partir, con los remos cruzados sobre la cubierta de su barca. Kanai subió a bordo mientras Piya le señalaba a Fokir el lugar exacto donde quería que se situara. Estaba dos kilómetros río abajo, en un punto donde el río se estrechaba.
—No creo que el río tenga más de un kilómetro de ancho en ese punto —dijo Piya—. Si fondeáis justo en el centro, entre los dos no deberíais tener ningún problema para cubrir todas las trayectorias de llegada. —Después señaló río arriba, hacia el punto donde el río desembocaba en una vasta mohona-. Yo estaré ahí —dijo™. Como veis, en ese lugar el río es muy ancho, pero, usando mis prismáticos desde la cubierta superior del Megha, no debería tener problemas para cubrirlo. Estaremos a unos cuatro kilómetros de distancia, pero no podremos vernos por el recodo del río.
Fokir soltó la amarra y Piya movió una mano en señal de despedida.
—Si no puedes con tanto sol, dile a Fokir que te traiga de vuelta —le gritó a Kanai unos instantes después.
—No te preocupes por mí —exclamó Kanai—. Estaré bien.
Unos segundos después, el bhotbhoti comenzó a alejarse, dejando tras de sí una nube de humo negro. La ola que surgió en su estela balanceó suavemente la barca de Fokir. La superficie del agua no recuperó del todo la calma hasta que el Megha desapareció tras el recodo.
Al desaparecer toda huella humana del paisaje, Kanai se sintió intensamente consciente de la presencia de Fokir; aun así, aquellos dos hombres no habrían estado más lejos el uno del otro ni aunque la barca hubiera medido dos kilómetros de eslora. Kanai estaba sentado en la proa y Fokir ocupaba la popa. Separados por la techumbre de la barca, no podían verse y, durante el primer par de horas, apenas si intercambiaron alguna palabra, pues, aunque Kanai intentó romper el silencio en varias ocasiones, cada vez sus palabras fueron recibidas con una especie de gruñido seguido de silencio.
Hacia el mediodía, cuando la marea ya había bajado considerablemente, Fokir se incorporó de un salto y, con gran excitación, señaló río abajo.
- Oi-jé —dijo—. ¡Ahí!
Apoyándose una mano en la frente a modo de pantalla, Kanai vio una pequeña aleta dorsal dibujando un arco en la superficie del agua.
—Podrá verlo mejor si se levanta —dijo Fokir—. Puede apoyarse en la techumbre.
—Está bien.
Kanai gateó hacia el centro de la barca y se levantó, apoyándose en la techumbre de bambú para mantener el equilibrio.
—¡Otro! ¡Ahí!
Siguiendo la dirección del dedo de Fokir, Kanai vio una segunda aleta cortando el agua e, inmediatamente después, otras dos.
La repentina actividad parecía haber abierto una pequeña brecha en el muro de silencio levantado por Fokir.
—Dime una cosa, Fokir —dijo Kanai, intentando aprovechar la circunstancia para entablar una conversación—. ¿Recuerdas cómo era Saar?
Fokir lo miró fijamente.
—No —respondió al cabo de unos segundos—. Hubo un tiempo en el que solía visitarnos, pero yo todavía era muy pequeño. Tras morir mi madre, lo vi muy pocas veces. No, no recuerdo muchas cosas de él.
—¿Y a tu madre? ¿La recuerdas?
—¿Cómo iba a olvidarla? Su cara está en todas partes.
Pronunció aquellas palabras con una naturalidad desconcertante.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kanai—. ¿Dónde ves su cara?
Fokir sonrió y empezó a señalar en todas direcciones: hacia el norte y hacia el sur, hacia el este y hacia el oeste, hacia arriba y hacia abajo...
—Aquí, aquí, aquí, aquí... En todas partes.
Al escucharlo, Kanai creyó entender por qué, a pesar de todas sus diferencias, Moyna se sentía tan ligada a su marido. Había algo en él que permanecía sin malear, y precisamente en esa cualidad residía su atractivo. Moyna anhelaba aquella cualidad, casi infantil, como las manos de un alfarero anhelan la arcilla.
—Dime, Fokir, ¿no te gustaría ir a la ciudad?
Al acabar de pronunciar aquellas palabras, Kanai se dio cuenta de que, aun sin pretenderlo, estaba tratando a Fokir como si fuese un niño. Pero Fokir no pareció darse cuenta.
—Aquí tengo todo lo que necesito —dijo—. ¿Qué haría yo en la ciudad? —Fokir levantó los remos, dando por terminada la conversación—. Deberíamos volver al bhotbhoti.
Al introducir Fokir los remos en el agua, la barca se balanceó suavemente. Kanai se apresuró a volver a su lugar en la proa antes de que el movimiento aumentara. Una vez allí, vio que Fokir se había movido hasta el centro de la barca y que ahora remaba sentado de cara a él.
Aletargado por el sol y el intenso calor, Kanai imaginó a Fokir viajando a Seattle junto a Piya. Los imaginó entrando en el avión, ella con sus pantalones de algodón y él con su lungi y su camiseta descolorida, imaginó a Fokir intentando acostumbrarse al asiento. Imaginó cómo asomaría la cabeza por el pasillo y miraría, boquiabierto, hacía adelante y hacia atrás. Y luego se lo imaginó en alguna fría ciudad occidental, vagando por las calles en busca de trabajo, perdido, sin saber tan siquiera cómo pedir ayuda.
Al agitar la cabeza para liberarse de aquella desconcertante imagen, Kanai observó que navegaban más cerca de la orilla de Garjontola de lo que lo habían hecho en el trayecto de ida. Pero, con la marea baja, era difícil saber si aquello se debía a un cambio deliberado de rumbo o al hecho de que el río había disminuido de anchura. Fokir se llevó una mano a la frente para evitar el reflejo del sol y miró hacia la pendiente de lodo que se elevaba a su izquierda. De repente, sus músculos se tensaron y se incorporó, lentamente, hasta quedarse en cuclillas, con el torso inclinado hacia adelante, igual que un atleta en la línea de salida. En una reacción instintiva, buscó el borde de su lungi con la mano derecha y se lo sujetó a la cintura, transformando una prenda que antes le llegaba hasta los tobillos en un taparrabos.
Entonces levantó una mano y señaló hacia la orilla.
—Ahí-dijo—. Mire.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kanai—. ¿Qué has visto?
Fokir volvió a señalar hacia el mismo punto.
—Mire.
Kanai entornó los ojos y miró en la dirección que le indicaba Fokir, pero no vio nada inusual.
—No veo nada.
—Huellas —susurró Fokir—. Como las de la otra noche. Van desde los árboles hacia la orilla y después se pierden de nuevo entre los árboles.
Kanai volvió a mirar la orilla. Aunque estaba prácticamente cubierta por garjones, una variedad de manglar que respira a través de púas que sobresalen de las raíces, esta vez creyó distinguir entre aquellas púas las marcas a las que se refería Fokir. Las marcas que habían atraído la atención de Fokir no se parecían en nada a las huellas, claramente definidas, de la noche anterior. A los ojos de Kanai, podrían ser guaridas de cangrejos o pequeños túneles formados por el agua al descender la marea.
—¿Ve cómo las huellas acaban antes de llegar al borde del agua? —dijo Fokir—. Eso quiere decir que han sido hechas esta mañana, con la marea alta; probablemente mientras veníamos hacia aquí. El animal debió de vernos y decidió acercarse para observarnos más de cerca.
La idea de que un tigre se acercara a la orilla para observarlo más de cerca era lo suficientemente rocambolesca para hacer que Kanai sonriera.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó.
—Puede que fuese su olor —dijo Fokir—. A los grandes gatos no les gustan los forasteros.
Algo en la manera de hablar de Fokir hizo que Kanai pensara que se estaba burlando de él, aunque quizá no lo hiciese de forma consciente. De nuevo, la idea le provocó una sonrisa. Dada su situación, era natural que Fokir exagerase los peligros de la jungla. El propio Kanai había estado en la posición de Fokir en repetidas ocasiones, haciendo de ventana a un mundo desconocido para algún inconsciente viajero. Y recordaba cómo, en esas circunstancias, él también había cedido a menudo a la tentación de añadir cierto misterio al entorno sesgando sutilmente sus descripciones. Hacerlo no implicaba ninguna maldad. Al contrario, no era más que una forma de recalcar la valía del guía, pues cada nueva amenaza era una demostración de lo indispensable de su presencia. Y era por eso, por su propio trabajo, por lo que Kanai sabía que siempre debía cuestionarse la información que ofrecía un guía o un intérprete.
Señalando hacia la orilla, Kanai movió la mano, quitándole importancia.
—A mí me parecen guaridas de cangrejos —dijo con una sonrisa—. ¿Por qué crees que son huellas del gran gato?
Fokir también sonrió.
—¿Quiere saber por qué?
—Sí.
Fokir se acercó a Kanai, le cogió la mano y se la apoyó en la nuca. La inesperada intimidad del gesto hizo que Kanai retirase inmediatamente la mano, pero no antes de notar la carne de gallina en el sudoroso cuello de Fokir.
Fokir volvió a sonreír.
—Por eso lo sé —dijo—. El miedo me lo dice. —Sentándose en cuclillas, miró fijamente a Kanai—. ¿Usted no lo siente? —preguntó—. ¿No siente el miedo?
Sus palabras provocaron en Kanai una reacción tan poco racional como lo era la carne de gallina de Fokir. De repente, todo lo que lo rodeaba —los manglares, el agua, la barca— desapareció de su vista. Era como si su mente hubiera decidido retroceder a los cometidos para los que se había preparado durante todos esos años, como si su mente hubiera decidido borrar todo aquello que no fuese el lenguaje: la estructura y el sonido que daban forma a la pregunta de Fokir. Concentrando toda su atención en aquellas palabras, no tardó en encontrar una respuesta. Lo cierto era que no sentía el temor del que hablaba Fokir. No es que fuese un hombre de extraordinario coraje —al contrario—, pero sabía que, en contra de lo que solía decirse, el miedo no era un instinto, sino algo que se aprendía, algo que llegaba a la mente a través del conocimiento, de la experiencia y de la educación; no había nada más difícil de compartir que el miedo de otra persona y, en ese momento, Kanai no compartía el de Fokir.
—Ya que me lo preguntas —contestó Kanai—, te diré la verdad. No, no siento miedo, al menos el que sientes tú.
Igual que una onda se extiende por el agua, la expresión de Fokir reveló un renovado interés.
—Entonces, dígame —insistió Fokir mirando fijamente a Kanai—. Si no tiene miedo, no le importará que nos acerquemos a la orilla, ¿verdad?
Fokir acababa de doblar la apuesta.
—Está bien —respondió Kanai, aunque no sin cierto resquemor—. Vamos.
Fokir hizo virar la barca, aguardó a que la proa apuntase hacia la orilla y empezó a remar. Kanai miró hacia adelante. El río estaba tan en calma como un suelo de piedra pulida, y las corrientes que surcaban la superficie parecían betas en una losa de mármol.
—Me gustaría hacerte una pregunta, Fokir —dijo Kanai.
—¿Cuál?
—Si tienes miedo, ¿por qué quieres ir a la isla?
—Mi madre me enseñó que uno debe aprender a vencer el miedo en Garjontola —contestó Fokir—. Me dijo que quien lo consiguiera podría encontrar la respuesta a sus preguntas.
—¿Es por eso por lo que vienes a esta isla?
—¡Quién sabe! —Fokir se encogió de hombros, con una sonrisa en los labios—. Pero ahora quisiera ser yo quien le haga una pregunta a usted, Kanai-babu.
La sonrisa que se dibujó en el rostro de Fokir era tan amplia que Kanai pensó que estaba a punto de gastarle una broma.
—Dime.
—¿Es usted un hombre limpio?
Kanai se incorporó, sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
Fokir se encogió de hombros.
—Ya sabe... ¿Es usted un hombre de corazón puro?
—Eso creo —respondió Kanai—. Desde luego, mis intenciones son buenas. En cuanto a mis acciones..., ¿quién puede saberlo?
—¿Y nunca ha querido saberlo con certeza?
—¿Cómo podría hacerlo?
—Mi madre solía decir que aquí, en Garjontola, Bon-Bibi nos lo enseñaría.
—¿Cómo?
Fokir volvió a encogerse de hombros.
—No lo sé. Nunca me lo dijo.
Al aproximarse a la orilla, una bandada de pájaros emprendió el vuelo y, tras dibujar un semicírculo en el aire, volvió a posarse en la copa de un árbol. Eran loros, de un plumaje esmeralda prácticamente idéntico al color de los manglares. Por un momento, al elevarse, pareció como si una verde melena se levantara, agitada por el viento.
Con un último golpe de remo, Fokir hizo que la proa de la barca se clavara en el fango. Saltó a la orilla y corrió a examinar las huellas.
—No creo que tengan ni una hora —dijo con tono triunfal al tiempo que se ponía en cuclillas.
Pero, a Kanai, las marcas seguían pareciéndole igual de imprecisas que antes.
—Yo no veo nada —replicó.
—¿Cómo iba a verlo? —dijo Fokir con una sonrisa—. Está demasiado lejos. Si quiere ver algo, tendrá que bajarse de la barca. Venga, acérquese. Le enseñaré el rastro. Va hacia allí —añadió señalando la barrera de manglares que ascendía hacia el interior de la isla.
—Está bien —asintió Kanai—. Ya voy.
Kanai estaba a punto de saltar de la barca cuando Fokir lo detuvo.
—¡Espere! Primero súbase los pantalones. Y quítese las sandalias. Si no lo hace, las perderá en el fango. Además, se anda mejor descalzo.
Kanai se quitó las sandalias y se remangó los pantalones hasta las rodillas. Después saltó por uno de los costados de la barca. Al pisar el fango, Kanai estuvo a punto de perder el equilibrio; por suerte, consiguió agarrarse al borde de la barca, evitando la humillación que hubiera supuesto caer en el fango. Con extremo cuidado, levantó el pie derecho y volvió a posarlo un poco más adelante. Así, avanzando lentamente, con pequeños pasos, como los que daría un niño, consiguió llegar hasta donde lo esperaba Fokir.
—Mire —dijo Fokir señalando hacia el suelo—. Eso son las almohadillas y ahí están las marcas de las garras. Fíjese —continuó diciendo al tiempo que señalaba hacia la cuesta—. Subió por ahí. Puede que nos esté mirando en este mismo momento.
El tono burlón de Fokir disgustó a Kanai.
—¿Intentas asustarme, Fokir?
—¿Asustarlo? —dijo Fokir con una sonrisa—. Pero ¿por qué iba a tener miedo? ¿Es que ha olvidado lo que decía mi madre? Las personas de corazón puro no tienen nada que temer en Garjontola,
Sin añadir nada más, Fokir regresó a la barca y cogió algo de debajo de la techumbre. Al volver a incorporarse, Kanai vio que sujetaba su machete en una mano. Al verlo avanzar hacia él, empuñando aquel machete, Kanai retrocedió instintivamente.
—¿Para qué quieres eso? —preguntó sin apartar la mirada del filo de metal.
—No tengas miedo —dijo Fokir—. Es para abrirnos paso entre la vegetación. ¿O es que no quieres ver el animal que ha dejado estas huellas?
Incluso en un momento tan lleno de tensión, Kanai notó que Fokir acababa de tutearlo; era como si, al llegar a aquella isla, la posición de autoridad de ambos se hubiera invertido.
Observando la tupida barrera de manglares que los separaba del interior de la isla, Kanai pensó que sería una locura adentrarse en Garjontola. El machete podía resbalársele de las manos a Fokir... Demasiadas cosas podían ocurrir. El riesgo no merecía la pena.
—No —dijo Kanai—, no voy a seguirte más la corriente, Fokir. Volvamos a la barca.
—Pero ¿por qué? —rió Fokir—. ¿De qué tienes miedo? ¿Es que no me crees? Un hombre de corazón puro no tiene nada que temer en esta isla.
Kanai empezó a caminar hacia la barca.
—Deja de decir tonterías —exclamó—. Puede que tú creas en esa clase de cosas, pero yo...
De repente, Kanai sintió como si el fango hubiera cobrado vida y tirase de su pie. Al mirar hacia abajo, vio que una raíz se le había enganchado en el tobillo. Notó cómo perdía el equilibrio y, al intentar deslizar el otro pie hacia adelante, su pierna pareció moverse en la dirección contraria. Antes de que pudiera hacer nada, la humedad del fango le abofeteó el rostro.
Durante un momento, permaneció completamente inmóvil; se sentía como si estuvieran haciendo un molde de su cuerpo en una bañera de yeso. Al intentar levantar la cabeza, descubrió que no podía ver, pues una capa de fango cubría sus gafas de sol. Al limpiarse la cara con el dorso de la mano, las gafas desaparecieron entre el fango. Unos instantes después, al notar la mano de Fokir sobre el hombro, Kanai la apartó con brusquedad e intentó levantarse solo. Pero la consistencia del fango era tal que succionaba su cuerpo, haciendo un vacío.
—Te dije que tuvieras cuidado —dijo Fokir con una sonrisa.
Kanai empezó a escupir obscenidades a la misma velocidad a la que le latía el corazón;
- Shala, banchod, shuorer bachcha.
La ira surgía desde lugares cuya propia existencia hubiera sido negada por Kanai: la desconfianza del amo hacia el sirviente, el orgullo del caballero, el antagonismo entre el mundo urbano y el mundo rural... Kanai se creía libre de aquellos vestigios del pasado, pero, ahora, la violencia con la que profería los insultos sugería que tan sólo los había mantenido ocultos en un lugar tan volátil como explosivo.
Kanai había visto a clientes perder el dominio de sí mismos hasta estar literalmente «fuera de sí». La expresión resultaba acertada, pues era tal la intensidad de sus emociones que éstas parecían derramarse fuera de los límites físicos de la persona. Y, casi siempre, fuera cual fuese la causa, el intérprete, el mensajero —o sea, él—, se convertía en el objeto de aquella ira. Él era el salvavidas que debía mantener a flote a los clientes en aquella marea de incomprensión; todo lo que los rodeaba se convertía, por así decirlo, en culpa suya, pues él era la única figura definida. Kanai había sobrevivido a aquellos episodios diciéndose a sí mismo que formaban parte de su trabajo, que no eran «nada personal», que, sencillamente, había ocasiones en las que su trabajo lo convertía en el blanco de las iras de sus clientes. Aun así, a pesar de ser consciente de todo aquello, Kanai no era capaz de detener el torrente de obscenidades que salía de su boca y, cuando Fokir le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse, la apartó de un golpe.
- ¡ja, shuorer bachcha, beriye ja! ¡No me toques, hijo de cerda!
—Está bien —dijo Fokir—. Si eso es lo que quieres...
Al levantar la cabeza, la mirada de Kanai se cruzó durante un instante con la de Fokir y, de repente, las palabras se marchitaron en sus labios. En su trabajo, Kanai había llegado a sentirse a veces como si su espíritu se hubiera separado de su cuerpo para pasar a formar parte del cuerpo de otra persona. En cada ocasión, había sido como si el instrumento del lenguaje hubiera sufrido una metamorfosis y, en lugar de ser una barrera, un telón que dividía dos mentes, se hubiera convertido en una película transparente, en un prisma que le permitía ver el mundo a través de otros ojos, filtrarlo a través de una mente que no era la suya. Estas experiencias siempre se producían de forma inesperada, sin previo aviso ni causa aparente, y no existía ningún factor común que pudiera relacionarlas; tan sólo que Kanai estaba trabajando de intérprete. Y, aunque ahora no estuviera trabajando, ésa fue exactamente la sensación que experimentó al mirar a Fokir. Fue como si su propia visión estuviera detrás de aquellos ojos opacos e impenetrables. Fue como si, a partir de aquel momento, hubiera dejado de ser el Kanai que conocía y se hubiera convertido en la encarnación de aquellos que habían destruido el poblado de Fokir, de aquellos que habían quemado su hogar y matado a su madre. Kanai se había convertido en un símbolo de ese mundo en el que las personas como Fokir contaban menos que un animal. Entonces, al verse a sí mismo de aquella manera, Kanai entendió por qué Fokir podía desear su muerte; igual que supo que ésa no era la razón por la que Fokir lo había llevado allí. Fokir lo había conducido a Garjontola para que fuese juzgado.
Al volver a levantar la cabeza, Kanai vio que Fokir ya no estaba. Algo hizo que mirase hacia atrás, girando la cabeza hacia su hombro. Retorciéndose en el fango, consiguió darse la vuelta justo a tiempo de ver cómo Fokir se alejaba remando en la barca.
—Espera —gritó—. No me dejes aquí.
Pero ya era demasiado tarde. La barca desapareció tras el recodo.
Mientras observaba la pequeña estela levantada por la barca de Fokir, Kanai vio una onda en la superficie del agua. Al mirar con más atención vio que algo, oculto bajo el agua, avanzaba hacia la orilla, exactamente hacia donde él se encontraba.
De repente, la cabeza de Kanai se llenó de imágenes de las distintas muertes que ofrecía la tierra de la marea. El tigre, se decía, mataba a uno al instante, con un certero golpe que rompía el cuello. No se sentía ningún dolor, pues uno ya había muerto a causa del miedo provocado por su rugido. ¿No era ésa precisamente la razón por la que la gente que vivía en aquellas tierras consideraba los tigres algo más que un simple animal? ¿Porque eran los únicos animales que nos perdonaban a pesar de lo vacilantes que eran nuestros pasos a través del mundo interpretado?
¿O acaso era porque conocían la extensión del horror que acompañaba la muerte a manos de un reptil? El cocodrilo, recordó Kanai, es el animal que más tiempo pasa en la orilla del río. Un cocodrilo puede moverse más rápido sobre el fango de lo que un hombre es capaz de correr sobre tierra firme. Su resbaladizo vientre y sus cortas patas hacen que la viscosidad del fango favorezca sus desplazamientos. Los cocodrilos no matan en tierra, sino que arrastran a sus víctimas hasta el agua y, allí, las ahogan. Nunca se encuentran los restos de una persona que muere a manos de un cocodrilo.
Todos los demás pensamientos abandonaron su mente. Tras conseguir sentarse, Kanai empezó a impulsarse hacia atrás, cada vez más lejos del agua, sin tener en cuenta las púas que se le clavaban en la piel. A medida que retrocedía, los manglares cada vez eran más numerosos. Aunque Kanai ya no pudiera ver la onda en el agua, eso no mitigaba su terror; tenía que seguir alejándose de la orilla.
Se incorporó lentamente y, al dar el primer paso, sintió un terrible dolor en la planta del pie. Al levantarlo, vio la púa de un garjon hundida en el fango. Su afilada punta se le había clavado profundamente en la planta del pie. Entonces descubrió que las púas estaban por todas partes, repartidas como si fueran trampas explosivas, mientras que las raíces del garjon permanecían ocultas, justo debajo de la superficie, como si fueran las mechas que las harían estallar.
Ahora, esa misma barrera de manglares que tan densa e impenetrable le había parecido desde la barca parecía un refugio, una guarida. Avanzando cuidadosamente entre las púas, se adentró en la vegetación.
Las ramas de los manglares, flexibles y sinuosas, se doblaban a su paso, recuperando su posición original un instante después. Cuando se cerraban a su alrededor era como si lo abrazaran cientos de escamosas extremidades. Tan densa era la vegetación que Kanai apenas podía ver lo que había un metro más allá. De no ser por la inclinación del terreno, Kanai no hubiera sabido si se alejaba de la orilla o, por el contrario, se acercaba a ella. De pronto, sin previo aviso, la barrera se abrió y Kanai llegó a un claro cubierto de hierba. Se dejó caer de rodillas, con la ropa hecha jirones y el cuerpo lleno de cortes y arañazos. Las moscas no tardaron en posarse en sus heridas mientras una nube de mosquitos revoloteaba sobre su cabeza.
Kanai prefería no mirar, pues sabía que, de encontrarse en la isla, era allí donde estaría. Pero ¿en qué estaba pensando? No conseguía recordar la palabra, ni siquiera los eufemismos que había empleado Fokir. Era como si el terror hubiera expulsado el lenguaje de su mente; como si el significado de aquellos signos y su sonido hubieran colapsado sus sentidos y su mente. Era como si su entendimiento estuviera anegado por una inundación de sensaciones. Las palabras que había estado buscando, los eufemismos que constituían el origen de su terror, habían sido reemplazados por el objeto en sí y, en ausencia de palabras, éste no podía ser captado ni entendido, y era simplemente su pura sensación lo que lo hacía tan real, tan intenso.
Kanai levantó la cabeza: estaba allí, justo delante de él, a menos de cien metros, sentado sobre sus cuartos traseros, con la cabeza erguida, observándolo con sus brillantes ojos pardos. El pelaje de su lomo relucía como el oro, y tenía el vientre oscuro y cubierto de barro. Era inmenso, mucho más grande de lo que Kanai había imaginado, y estaba completamente inmóvil, excepto por el movimiento de los ojos y de la punta de la cola.
Al principio, el terror le paralizó cada músculo del cuerpo. Unos instantes después, cuando consiguió volver a respirar, Kanai empezó a retroceder lentamente hacia los manglares, todavía de rodillas, sin apartar en ningún momento la mirada del animal. No se levantó hasta que las ramas de los manglares volvieron a cerrarse tras sus pasos. Entonces, se dio la vuelta y empezó a correr, abriéndose paso entre la tupida vegetación, ajeno a las púas y a las ramas que le cortaban la piel. Cuando por fin alcanzó la orilla, Kanai cayó de rodillas sobre el lodo y se cubrió el rostro con el antebrazo, preparándose para el momento del impacto, de aquel golpe que le rompería el cuello.
—¡Kanai!
Al abrir los ojos vio a Piya, corriendo hacia él seguida de Fokir y de Horen. Kanai volvió a desplomarse sobre el fango y, esta vez, todo se tornó en oscuridad.
Cuando recuperó el sentido, estaba tumbado boca arriba, en la barca. Los rasgos de una cara empezaron a cobrar forma delante de él, materializándose lentamente contra la cegadora luminosidad del sol de la tarde. Era Piya, que intentaba incorporarlo.
—¡Kanai! ¿Te encuentras bien?
—¿Dónde estabas? —preguntó él—. ¿Por qué tardaste tanto tiempo en llegar?
—No fueron ni diez minutos —contestó ella—. Al parecer, fuiste tú quien le dijo a Fokir que se marchara. Vino corriendo a avisarnos y fuimos inmediatamente a buscarte.
—Lo vi, Piya. Vi al tigre. —El rostro de Horen y el de Fokir se unieron al de Piya—. Al gran gato. Estaba allí —añadió en bengalí—. Lo vi.
Horen negó con la cabeza.
—No había nada en la isla —dijo—. Fokir y yo lo buscamos, pero no vimos nada. Además, si hubiera estado en la isla, usted no seguiría con vida.
—Le digo que estaba allí. Lo vi.
El cuerpo de Kanai temblaba tanto que apenas si podía hablar. Piya le sujetó una muñeca, intentando tranquilizarlo.
—Ya ha pasado todo, Kanai —le dijo con dulzura—. Estás a salvo. Ya no estás solo.
Él intentó decir algo, pero sus dientes rechinaron y las palabras no consiguieron salir de su garganta.
—No digas nada —lo tranquilizó Piya—. Tengo un calmante en mi botiquín. Te lo daré en cuanto lleguemos al Megha. Te sentirás mejor cuando hayas descansado.