Bajas
LA marea estaba cambiando cuando Piya vio por fin una aleta dorsal. Estaría aproximadamente a un kilómetro de la barca, muy cerca de la orilla. Una rápida lectura del GPS le mostró que estaban a casi veinte kilómetros de Garjontola, en dirección sureste. A volver a mirar por los prismáticos descubrió que el orcaella que había visto no estaba solo. Al contrario, lo acompañaban varios más, nadando en círculo, como acostumbraban hacerlo en la poza de Garjontola.
Piya miró el reloj. Eran las tres de la tarde y el nivel del agua empezaba a subir. Sentía una emoción similar a la que había experimentado cuando Fokir la condujo por primera vez hasta la poza de Garjontola. El hecho de que varios orcaella se hubieran reunido allí con la marea baja apuntaba hacia la existencia de una segunda poza y eso significaba que aquellos animales pertenecían a una manada distinta. ¿O no? Le bastó con mirar un momento a Fokir para darse cuenta de que algo iba mal.
La barca estaría a unos doscientos metros de los orcaella cuando Piya vio una forma inerte en la orilla. Consciente de lo que era, cerró inmediatamente los ojos, como si eso pudiera cambiar las cosas. Pero, al volver a abrirlos, sus temores se vieron confirmados, pues lo que vio en la orilla fue el cuerpo sin vida de un delfín de Irrawaddy.
Una mirada más atenta aportó otra desagradable sorpresa: el cuerpo era relativamente pequeño. Piya supo de inmediato que debía de tratarse de la cría que había visto nadando junto a su madre. Al descender, la marea parecía haber depositado su pequeño cuerpo sobre la orilla. Ahora, al volver a subir la marea, el cuerpo sin vida parecía tambalearse al borde del agua.
Al parecer, aquellos orcaella pertenecían a la misma manada que solía reunirse en Garjontola; el cadáver explicaba el cambio en su rutina. Piya tenía la sensación de que esperaban que la marea alta recuperase el cuerpo de la cría, como si los orcaella no desearan volver a la poza mientras el cadáver de uno de ellos permaneciera sobre el lodo.
Fokir también debía de haber visto el cuerpo sin vida de la cría, pues hizo virar la barca en aquella dirección. A medida que se aproximaban a la orilla, Piya empezó a notar el olor. Tras varias horas bajo el calor del sol, el hedor que emanaba de aquel pequeño cuerpo era tal que Piya tuvo que taparse la boca y la nariz con un trozo de tela antes de poder bajar de la barca.
Al contemplar de cerca el cuerpo de la cría, vio que el animal tenía un profundo corte detrás del orificio respiratorio y que le faltaba un gran trozo de carne. Aunque la forma de la herida sugería que había sido golpeado por la hélice de una lancha de motor, lo cierto era que Piya había visto muy pocas lanchas de esas características en aquellas aguas. Finalmente, Fokir le ofreció la solución dibujando en el aire una gorra con visera. Piya comprendió que debía de tratarse de algún tipo de embarcación oficial empleada por agentes uniformados, posiblemente guardacostas, policías o guardas forestales. Demasiado lenta, la inexperta cría no habría sido capaz de esquivar la embarcación mientras ésta avanzaba a toda velocidad por el río.
Piya sacó un metro de la mochila y procedió a tomar las medidas que requerían los protocolos de Norris. Después cogió muestras de grasa, de la piel y de varios órganos internos con la ayuda de una navaja, los envolvió en papel de aluminio y los introdujo en bolsas herméticas de plástico. A esas alturas, un ejército de cangrejos e insectos cubría el cuerpo sin vida de la cría, devorando la carne expuesta de la herida.
Piya recordó la emoción que había sentido al ver por primera vez a la cría emergiendo del agua junto a su madre. Incapaz de seguir mirando aquel cadáver, le indicó a Fokir que lo levantara por la aleta caudal mientras ella lo cogía por las pectorales. Entre los dos, balancearon el cuerpo varias veces antes de lanzarlo al agua. Para sorpresa de Piya, en lugar de regresar a la superficie, el cuerpo de la cría se hundió, desapareciendo rápidamente de la vista.
Piya no veía ninguna razón para permanecer más tiempo en aquel lugar. Volvió a la barca, cargó su equipo y ayudó a Fokir a bajarla de la orilla.
La corriente empezaba a alejarlos de la orilla cuando Fokir se puso de pie y señaló río arriba y río abajo, hacia el este y hacia el oeste, gesticulando profusamente. Piya no tardó en comprender lo que intentaba decirle. Aquello no era una visión infrecuente. Fokir había visto cadáveres como el de la cría al menos en otras tres ocasiones; una de ellas, a escasa distancia, río abajo de donde se encontraban ahora. Por eso, al no ver a los orcaella en sus lugares habituales, finalmente había decidido buscar en esas aguas.
Cuando la barca alcanzó el centro del río, los orcaella empezaban a alejarse lentamente de la orilla. Tan sólo uno permaneció atrás, trazando un círculo tras otro sobre lo que Piya supuso que sería el cuerpo sin vida de la cría. ¿Sería la madre? Piya no podía saberlo con certeza.
Entonces, sin previo aviso, los orcaella se sumergieron y desaparecieron. Aunque Piya hubiera querido seguirlos, sabía que no era posible hacerlo. Ya eran más de las cuatro de la tarde y el nivel del agua no dejaba de subir. Las mismas corrientes que los habían favorecido por la mañana, frenaban ahora su avance. Incluso con ambos en los remos, el progreso de la barca iba a ser desesperante-mente lento.
—Ya hemos buscado suficiente —dijo Horen con evidente mal humor, como si quisiera recordarle a Kanai la inutilidad de aquella búsqueda—. Es hora de volver.
A Kanai le dolían los ojos de escudriñar la desembocadura de tantos arroyos y pequeños cursos de agua. Además, ahora que el sol se aproximaba al horizonte, la luz les daba de frente, dificultando aún más la búsqueda. Pero Kanai no conseguía liberarse del nudo que le atenazaba el estómago.
—¿De verdad tenemos que regresar ya? —preguntó, incapaz de aceptar la futilidad de aquella búsqueda.
Horen asintió.
—Hemos gastado mucho gasóleo —afirmó—. Si no volvemos ya, mañana no tendremos suficiente combustible para llegar a Lusibari. Además, lo más probable es que Piya y Fokir ya nos estén esperando en Garjontola.
—¿Y si no vuelven? —dijo Kanai—. ¿Vamos a abandonarlos a su suerte?
Horen lo miró con malestar.
—Fokir es como un hijo para mí —dijo con reprobación—. Si pudiera hacer algo más por él, le aseguro que lo haría.
—Por supuesto —dijo Kanai—. Por supuesto que lo haría.
—Y sintió una punzada de culpa por haber puesto en duda la diligencia de Horen.
—Usted tiene experiencia en estos asuntos, Horen-da.
Mientras el Megha cambiaba de rumbo, Kanai dijo con tono conciliador:
—Dígame, ¿qué ocurrirá cuando llegue el ciclón?
Horen miró pensativamente a su alrededor.
—Todo cambiará, como de la noche al día —respondió.
—¿Alguna vez lo ha sorprendido un ciclón mientras navegaba? —preguntó Kanai.
—Sí —dijo Horen—. En 1970; el año de su visita.
Ya hacía tiempo que habían acabado los monzones cuando Horen salió al mar en el barco de su tío Bolai. La tripulación sólo estaba formada por tres hombres: Horen, su tío y un pescador al que no conocía. Se encontraban en el límite del golfo de Bengala, a escasos kilómetros de la desembocadura del río Raimangal, no demasiado lejos de la costa. En aquella época todavía no existía un plan de alertas, por lo que el ciclón los había cogido por sorpresa. Aunque era un día soleado y sin brisa, de repente un vendaval del suroeste se cernió sobre ellos. La visibilidad empeoró rápidamente, haciendo que perdieran todas sus referencias visuales. La embarcación de su tío no tenía brújula, pues eran muy raras las ocasiones en las que se alejaban tanto de la costa como para perderla de vista, y, en cualquier caso, una brújula tampoco les hubiera sido de gran ayuda, pues la fuerza del ciclón les impedía gobernar la embarcación. El viento era tan intenso que resultaba imposible resistirse a su empuje. Durante varias horas, lo único que pudieron hacer fue sujetarse al barco mientras éste era arrastrado hacia el noreste. De repente, vieron ante ellos una extensión de tierra inundada. Podían verse las copas de algunos árboles y los tejados de algunas chozas. Las olas levantadas por el ciclón habían anegado prácticamente toda la costa. Era tal la altura del agua que no se dieron cuenta de que estaban en tierra hasta que la embarcación chocó contra el tronco de un árbol. Aunque el barco no tardó en hundirse, Horen y su tío consiguieron agarrarse al tronco. Horen, que por aquel entonces sólo tenía veinte años, consiguió sacar a su tío de las embravecidas aguas y ambos subieron hasta las ramas más altas del árbol, donde se ataron al tronco con sus gamchhas y sus lungis. Cogidos de las manos, se sujetaron el uno al otro mientras el vendaval aullaba a su alrededor. Era tal la fuerza del ciclón que el árbol se agitaba como si fuera un jhata gigante, un simple junco mecido por el viento, pero, de alguna manera, Horen y Bolai consiguieron aferrarse al árbol. Aunque el pescador también había logrado agarrarse a una de las ramas, ésta se partió bajo su peso y nadie volvió a verlo nunca más.
Al amainar el ciclón, el agua arrastraba todo tipo de despojos alrededor del árbol, incluidas sartenes y otros utensilios de cocina arrancados de las viviendas de los alrededores. Horen cogió un hári de barro que después empleó para recoger agua de lluvia. De no ser por ello, la sed los hubiera obligado a abandonar el árbol al día siguiente.
Al amanecer, el cielo estaba despejado, pero un torrente de agua seguía rugiendo bajo sus pies. El nivel del agua era tan alto que casi cubría por completo el tronco del árbol. Al mirar a su alrededor, vieron que no eran los únicos que habían encontrado refugio en un árbol. Muchos otros habían salvado la vida de la misma manera. Había familias enteras —incluso niños y ancianos— sentadas sobre gruesas ramas. Cuando los moradores de los distintos árboles empezaron a hablar entre sí, Horen y su tío descubrieron que el ciclón los había arrastrado cincuenta kilómetros, llevándolos hasta el otro lado de la frontera, antes de arrojarlos contra la costa cerca del río Agunmukha, no lejos de la ciudad de Galachipa.
—Eso está en Bangla Desh —dijo Horen—. En el distrito de Khulna, si no me equivoco.
Pasaron dos días encaramados en el árbol, sin comida ni más agua que la que consiguieron recoger en el hári. Cuando el nivel del agua descendió lo suficiente, intentaron llegar a la población más cercana, pero apenas habían caminado unos minutos cuando decidieron regresar al árbol, pues los cadáveres se amontonaban por todas partes, junto a los cuerpos sin vida de miles de peces y de cabezas de ganado, y avanzar entre ellos era como recorrer un campo de batalla tras una sangrienta matanza. Más tarde supieron que habían fallecido trescientas mil personas a causa del ciclón.
—¡Tantas como en Hiroshima! —exclamó Kanai.
Horen y Bolai tuvieron la fortuna de encontrarse con unos pescadores que habían conseguido salvar su embarcación y, navegando por arroyos y khals poco frecuentados, consiguieron volver a la India sin ser vistos.
Así había sido la experiencia de Horen en un ciclón, y el recuerdo de lo ocurrido era suficiente para durarle dos vidas. Lo último que deseaba en el mundo era volver a pasar por algo similar.
Horen acababa de terminar de contar su historia cuando divisaron Garjontola.
Una alfombra de luz carmesí teñía el agua frente a la isla, extendiéndose desde la orilla hasta el extremo contrario de la lejana mohona, donde el sol estaba a punto de desaparecer tras el horizonte. El ángulo de la luz era tal que cualquier embarcación, incluso una muy pequeña, hubiera dibujado una larga sombra. Pero no había ninguna embarcación. Piya y Fokir todavía no habían regresado.