CAPITULO 14

Manning cerró la puerta tras él y se quedó en la parte posterior de la cabina de mando. Tad Elliot le saludó con la cabeza, pero no habló. El ambiente era calmado, pero tenso. Beemish miraba por el parabrisas. Will Albertson hacía lo mismo. Hal Wexler se hallaba sentado en el asiento del observador, detrás de Beemish.

Se puso de pie al entrar Manning.

—Hola, Duncan. Bienvenido a la fiesta. —Se sonrió sin humor. —¿Qué hay de nuevo?

—Quería hablar con Frank. Tengo una idea.

Beemish se volvió.

—Oh, es usted, Manning.

Manning se sentó en el lugar del observador y dijo,

—Frank, creo que hay una forma de salir de ésta.

Se inclinó hacia delante, acercándose al capitán, sus antebrazos descansando sobre sus rodillas. Vio a Elliot volver la silla del ingeniero de vuelo. Albertson se aprestó a escuchar. Trató de mantener su tono impersonal, consciente del antagonismo que existía entre él y Beemish.

—He estado hablando con el Presidente y con el Jefe de Operaciones Navales—. Se acercó más sentándose en el filo del asiento. —Estoy seguro que podemos aterrizar este avión a salvo en la cubierta del Valíant.

Nadie habló por un momento. Luego, Beemish dijo,

—Por amor de Cristo, Manning, esa es la cosa más irresponsable que nunca he oído. —Se volvió a mirar por el parabrisas, nuevamente.

Albertson dijo,

—Vamos, Duncan. Eso sería imposible.

Hasta Tad Elliot que estaba activo en las Reservas Navales, y calificado de portaaviones, le miró con aire escéptico.

Manning prosiguió, en tono más fuerte.

—¿Quieren por lo menos escucharme?

Beemish contestó.

—Seguro, Manning... nos quedan cuarenta y cinco minutos antes de dar el panzazo, y eso es lo que vamos a hacer. Así que pasaremos el tiempo.

Manning se volvió a Elliot.

—Tad, tú eres piloto de la Marina, ¿correcto?

—Así es, Duncan.

—¿A qué velocidad navega el Valiant?

—Creo que la velocidad máxima es de alrededor de cincuenta nudos. Tal vez más.

—Te acercaste, pero el hecho es que el Valiant puede recobrar aviones a cuarenta y cinco nudos.

Manning se recostó en el asiento y dejó que cayera su aserto.

—Sin casi ningún viento, ¡nuestra velocidad de toque sería de cincuenta nudos o menos!

Manning pudo ver que Wili Albertson empezaba, por lo menos, a vislumbrar la posibilidad de ello, pero su expresión era todavía de duda.

—Todos sabemos que podríamos detener este hijo de su madre en quinientos pies, si estuviésemos haciendo sólo cincuenta nudos.

Elliot movió la cabeza. Quería creer en la idea de Manning, pero no podía.

—Duncan, creo que el avión es demasiado grande para acomodarse en la cubierta peraltada, y aun así, librar los puentes. Aunque pudieras detenerlo, la punta del ala derecha pegaría en ellos, y estaríamos río arriba y sin remos.

—Hablé con Piermont sobre eso. El es el Jefe de Operaciones Navales. Dice que la cubierta tiene casi trescientos pies de ancho. Tendríamos que hablar con el portaaviones, pero apuesto que si aterrizamos un poco a la izquierda de la linea central, podríamos librar por veinticinco o treinta pies.

Beemish volvió a la vida, girando en su asiento.

—¡Treinta pies! ¿Cómo demonios se puede ser tan preciso? Es ridiculo, Manning. ¿Por qué demonios no sale de aquí? —Se volvió dar vuelta. —¡Treinta pies! Debe creer que es un maldito Charles Lindbergh o algo parecido. Beemish resopló. —El ala sobresale ochenta y tres pies de la línea central, ¿y está usted diciendo que podría decir lo que son otros treinta pies? ¿Qué el ojo es tan preciso como para adivinar lo que son ciento diez pies?

Manning trató ds nuevo.

—¡Frank! Claro que no. Pero sí sabe muy bien donde está el centro del avión, y si pintara una gran raya blanca en esa cubierta, que nos diera libramiento a la derecha, no tendría que adivinar. Sólo tendría que poner la maldita nariz en la raya. ¡Un mono podría hacer eso a una velocidad de cincuenta nudos, relativo al barco!

—Tal vez un mono podría hacerlo, Manning... pero yo no soy un mono. Soy un piloto de aerolínea. ¡La misma cosa que usted solía ser! Un piloto de aerolínea no es un acróbata, sacándose trucos de la manga, aunque creo recordar que cuando estaba usted en la Century, a veces olvidaba que hay una diferencia. Olvídelo, Manning. Regrésese y beba una copa y ¡deje los problemas aquí, que es donde deben estar! —Beemish casi vociferó las últimas palabras.

Manning dijo:

—Pero, Frank, todavía creo...

—¡Salga, con un demonio, de mi cabina de mando!

El se levantó y le gritó a Beemish.

—¡No ha aprendido una sola cosa buena, Beemish! Si la aerolínea tuviera que depender de su libro de reglas, todo se vendría abajo. Está usted tan ocupado volando un escritorio y jugando con sus manuales y computadoras, que ni siquiera sabe lo que está sucediendo en la realidad. Jamás correrá un riesgo. ¡Jamás! Si no está en su apestoso libro, no puede hacerse. Ahora tiene una oportunidad de hacer algo para ayudar a mucha gente, y ni siquiera la considera. —Beemish enarcó las cejas. —Claro, Frank, claro que lo sé. Sé lo que hay en el compartimiento de carga de este avión, y usted también. Pero no ha cambiado en todos estos años, oh, no —Manning movió la cabeza— todavía tiene la misma mente pequeña.

—¡Salga!

Entonces, Manning, cejó en su empeño, su ira se evaporo, y deseó haber conservado la calma. Pero el hombre tenía la virtud de hacerle perder los estribos.

—Le veré en el Océano Pacífico, Frank.

Salió de la cabina de mando, azotando la puerta.

Hank Dubinsky se hallaba de pie en la cubierta de vuelo metálica, observando a sus hombres revisar el equipo. Se habían desenrollado las mangueras y se habían revisado las bombas de alta velocidad. Los hombres se ponían los engorrosos trajes de asbesto que les permitían meterse en el infierno que creaba el combustible de jet incendiado. Sintió la vibración de las turbinas a reacción que impulsaban el Valiant, a través del Pacífico, a casi cincuenta nudos.

—No puedo creerlo, señor. Un DC—10 aterrizando.

Era Molloy, un irlandés de Boston, de pelo muy negro. Era primer contramaestre y llevaba doce años en la Marina.

—Así es, Molloy... un DC—10. Por lo menos, lo va a intentar.

Dubinsky movió la cabeza. Como oficial de cubierta tenía, tal vez, mejor idea del holocausto potencial que el aterrizaje podía causar si las cosas salían mal.

—Es por eso que quería hablarle.

Molloy estaba confuso.

—¿Sobre qué, señor?

—Usted tiene una reputación en el departamento de cubierta, de ser un mago improvisando cosas.

Molloy sonrió y sacó un poco el pecho.

—Supongo que así es, señor. Me gusta hacer cosas... trabajar con mis manos.

El comandante Dubinsky miró la cubierta y vio los rollos de redes de nylon que había ordenado que se subieran a la cubierta de vuelo, adelante del elevador de estribor. Se los señaló a Molloy.

—Tenemos que construir una barrera a todo lo ancho de la cubierta de vuelo.

—¿Toda la cubierta, señor?

—Así es. Empezando a babor de la cubierta peraltada, a unos cincuenta pies del final, hasta el lado de estribor. Ordené que subieran las redes. Es todo lo que pude pensar. Si hay alguna otra cosa que quiera, tiene el barco a su disposición, y ordenes del Capitán para tomar lo que necesite.

Molloy se quedó de pie, contemplando toda la extensión de la cubierta. De hecho, casi, casi, tenia trescientos pies de ancho. Su cerebro empezó a trabajar de inmediato, para enfrentar al problema diseñando una barrera en su mente. Usaría las redes de nylon que se habían subido, reforzándolas con gruesas cuerdas, también de nylon. La red que se usaba para subir los aviones a bordo, sería muy a propósito. El sabía que un pedazo de esa red tenía la fuerza tensil de más de cien mil libras.

—Creo que podemos hacerlo, señor. Necesitaré unos diez hombres.

—Cuente con ellos. Escoja a quien quiera. Hay otro problema Molloy... la red debe tener treinta pies de alto.

—¡Jesús!

Dubinsky miró al contramaestre. Podía ver la mente del hombre, atacando ya el problema. No había duda de que Molloy era brillante, capaz de resolver problemas desacostumbrados, con facilidad. El enigma era que él no quería ascender. Siempre decía que le gustaba ser contramaestre de primera. Se había excavado un pequeño y agradable nicho en el Valiant, y ahí terminaban sus ambiciones.

—¿Puede hacerlo?, —preguntó Dubinsky.

—Sí, señor. No habrá problemas. Puedo usar puntales de madera ligera, colocados a intervalos, para mantener la red aleada. Hacerlos plegables, para que se caigan fácilmente, cuando el avión pegue en la red. La madera no echa chispas.

—¿Puede hacerlo en media hora?

Molloy se rascó su morena cabeza. Dubinsky notó las manos con cicatrices y los robustos antebrazos.

—Creo que sí, señor. Aunque desearía poder disponer de una hora.

Dubinsky se inclinó hacia delante, y acercando su boca al oído de Molloy, le dijo en voz tan baja que apenas pudo ser oída sobre el ruido del viento.

—Una botella de escocés, Molloy, si lo hace en media hora.

Molloy sonrió.

—Preferiría whisky irlandés, señor.

—¡De acuerdo!

El oficial se volvió y se dirigió a un teléfono cercano. Dubinsky estaba seguro que el trabajo sería llevado a cabo, rápidamente.

Carson Trewes había visto a Manning salir de la cabina de mando. No había duda en la mente del hombre, que Manning había fracasado en su intento de convencer a Beemish. Se levantó de su asiento, con rapidez. Su esposa le detuvo.

—Carson, ¿qué está sucediendo?

El le palmeó el brazo.

—Creo que alguna nariz salió sangrando y quiero calmar los ánimos.

No le había dicho a ella lo del panzazo. Ahora se preguntó si no debería haberlo hecho.

Manning empezó a caminar hacia la parte posterior del avión. Trewes le llamó a través del pasillo.

—¡Duncan!

—Manning se detuvo y Trewes le hizo señas que se regresara a la parte delantera de la cabina de primera clase.

Los dos hombres quedaron de pie a un metro de distancia. Trewes rompió el silencio.

—Supongo que no pudo convencerle.

Duncan Manning no replicó de inmediato. En cambio pasó los dedos por el pulido aluminio de la mampara que separaba la parte baja de la pared, de color verde oscuro, del color beige de la parte superior. Movió la cabeza.

—¿Sabe una cosa, Carson? Los colores que escogió para este avión son realmente una mierda. Siempre lo pensé así.

Se calló para encender otro cigarrillo.

—Igual que su vicepresidente de operaciones de vuelo.

Trewes se puso rígido ante el insulto e iba a replicar, pero se detuvo al ver la desilusión en los ojos del otro hombre.

—Lo siento, Duncan. Es un aprieto del demonio.

—Ahh, olvídelo, Carson. Es muy cabezón. Tal vez tenga razón. Hasta a mí me suena algo traído de los pelos.

La puerta de la cabina de mando se abrió y Tad Elliot entró al área. Se quedó sorprendido al ver al presidente de la aerolínea.

—Perdónenme, dijo.

—Está bien, Tad.

Era Manning.

—¿Qué pasa?

El ingeniero de vuelo, negro, miró de Manning a Trewes, y volvió a hacerlo.

—Duncan, he estado pensando en lo que dijiste. Al principio, me pareció una locura, pero mientras más pienso en ello, creo que... que tal vez tú lograrías hacerlo. Lo que más me molesta son las velocidades. ¿De dónde sacaste esos cincuenta nudos?

—Sólo resta la velocidad del portaaviones y el viento.

—Pero, pesaremos alrededor de doscientas noventa mil. La velocidad de acercamiento con los alerones a treinta y cinco, es de uno—veinte—ocho.

Manning se animó un poco, sintiendo que tenía un aliado. Trewes escuchaba cada palabra, atentamente.

—No volaríamos a la velocidad de aproximación, Tad. Volaríamos a diez nudos sobre la velocidad de caída. Eso nos trae a cincuenta nudos.

La morena cara de Elliot se nubló.

—A propósito, acabamos de hacer contacto con el portaaviones, usando el VHF. Tienen unos radios muy poderosos. Aún no pueden oírnos, pero nosotros si los escuchamos a ellos.

Carson Trewes preguntó.

—¿Cuánto falta para alcanzarlos?

Elliot consultó su reloj.

—Una media hora.

Trewes consultó al ingeniero de vuelo.

—Elliot, ¿usted cree que es posible aterrizar en un portaaviones?

—Bien, señor Trewes... yo creo que sí. Yo he aterrizado y despegado del Valiant. En las Reservas. Tiene un nuevo y sofisticado equipo de ILS, que puede ser compatible con nuestros receptores, así que tendríamos guía vertical en el acercamiento. Yo estoy de acuerdo con Duncan. Las velocidades son correctas. Mi única preocupación era el tamaño de la aeronave. El ancho de las alas es de casi ciento sesenta y cinco pies, pero con lo que dijo Duncan, funcionaría.

Trewes miró a Manning.

—¿Qué quiere decir eso?

—Con una condición de viento constante, —dijo Manning, —este avión vuela tan fácilmente como una avioneta Piper Cub. Si la tripulación del portaaviones pintara una ancha raya blanca para asegurar que libraríamos los puentes con el ala derecha, uno puede dejar caer esta cosa justo en la raya, y saber que el libramiento está ahí.

—¿Y ambos están seguros que puede hacerse?

—Manning y Elliot asintieron con la cabeza.

—Entonces, vamos a hablar con Beemish.

Los tres hombres volvieron a entrar a la cabina de mando. A pesar de lo grande que es esta en un DC—10, se veía atestada. Beemish tenía el micrófono en la mano y se disponía a hacer el anuncio a los pasajeros, del panzazo inminente. Trewes habló.

—Deténgase un momento, Frank.

Beemish estaba confuso.

—¿Qué pasa, Carson?

Trewes trató de ser diplomático.

—Creo que debemos considerar otra vez la idea de Manning.

Beemish no podía creer lo que había escuchado.

—No puede hablar en serio, Carson. Todo el concepto es ridículo.

—Aparentemente, Manning no lo cree así, ni tampoco su segundo oficial, aquí presente.

—Bien, yo creo que es ridículo, ¡y yo estoy al mando de este vuelo!

Manning habló por primera vez.

—¡Frank! Por lo menos, inténtelo... para que vea lo despacio que puede volar este avión.

Beemish dijo,

—¿De qué demonios está hablando?

—Yo pienso que usted no cree que podamos tener éxito, debido a la velocidad. Si yo le probara que podemos volar lo suficientemente despacio, ¿lo reconsideraría?

Beemish pensó en ello. Sus ojos se posaron en los indicadores de combustible. Ambos tanques de las alas estaban vacíos, y sólo quedaban veintitrés mil libras en el central. El pensamiento de lo poco que quedaba le hizo sentir un escalofrío en la espina dorsal.

—¿Qué tiene en mente?

Manning se sentó en el asiento del observador. —Ensayamos fallas en el simulador durante los periodos de entrenamiento, ¿no es así? Bien, baje la velocidad de esta maldita cosa a diez mil y ensaye una. Apuesto que encontrará que vuela a la perfección a ciento diez nudos.

Will Albertson, en el lugar del copiloto de la derecha, interrumpió

—¡Tengo al portaaviones! Nos tienen en el radar, a ciento treinta millas de distancia. Volvió la cabeza y habló en el micrófono.

—¿Dígalo otra vez?

Escuchó con expresión de incredulidad.

—¡Están diciendo que habrán completado las operaciones para nuestro aterrizaje, en quince minutos más!

Beemish estaba furioso. —¡Maldición! ¿Quién les dijo que hicieran eso? ¿Fue usted, Manning?

—Yo no, Frank. Yo sólo le dije al Presidente y al Almirante Piermont que creía que era posible.

Frank Beemish se quedó contemplando a las cuatro personas que había en la cabina de mando. Sus ojos se tornaron fríos, llenos de algo que Manning no podía leer. El labio superior se le cubrió de sudor, y Manning vio que tenía las axilas empapadas de transpiración. El hombre estaba bajo una presión increíble.

—¡Está bien, maldita sea! Intentaremos su acrobacia, Manning.

Echó hacia atrás los aceleradores y se inclinó hacia el escudo antideslumbrante para ajustar el piloto automático de forma que el avión descendiera a diez mil pies.

Manning dijo,

—Creo que debía decirle algo a los pasajeros, Frank. Los sobrecargos y las aeromozas, esperan también.

Beemish asintió casi mecánicamente. Tomó el micrófono.

—Señoras y señores—, empezó a decir, escuchando su voz como un eco, a través de las bocinas de la cabina de pasajeros. —Cuando el motor explotó, los fragmentos de metal, aparentemente, causaron daños a uno de nuestros tanques de combustible. La pérdida de éste nos impide llegar a nuestro aeropuerto alterno. Tendremos que aterrizar en el mar. No hay motivo de alarma...

La voz de Beemish tembló. Tosió, y continuó:

—Repito, no hay motivo de alarma. Hay un grupo de barcos de la Marina preparándose para nuestra llegada. Ahora estamos en contacto con ellos, por radio. Sus helicópteros de rescate ya están en el aire, esperándonos. La tripulación está bien entrenada para una evacuación en el mar, y ahora les demostrarán el uso de los chalecos salvavidas que hay en sus asientos. Por favor, préstenles toda su atención y cooperación. Además, haremos algunas maniobras durante el vuelo, revisando varios sistemas antes de aterrizar. Esta es una precaución normal, así, que por favor, no se preocupen si notan cambios de velocidad.

Las bocinas callaron. Beemish soltó el micrófono.

Cuando miró al altímetro, vio que se acercaban a los diez mil pies. Su mano tembló ligeramente.