CAPITULO 13

—¿Qué sucede, Manning? —El Presidente se oía sumamente impaciente.

Manning apretó el auricular contra el oído.

—Quisiera saber el tamaño de la cubierta del Valiant, señor Presidente.

—No lo entiendo.

—Es algo que usted dijo, señor. Algo que me ha estado rondando desde que hablamos. Yo no sabía que un portaaviones desarrollaba cuarenta y cinco nudos. Cuando empecé a pensar en ello, como usted dijo, se me ocurrió que un aterrizaje podría ser posible.

El Presidente casi gritó de alegría en el teléfono.

—¿Habla usted en serio? ¿Podría hacerse?

Manning dijo.

—No estoy seguro, señor Presidente, pero a la velocidad que desarrolla podría ser posible. El problema es que yo no sé si el DC—10 cabe en la cubierta del portaaviones. Puede ser demasiado ancho o demasiado pesado. ¿Hay alguien con quien pudiera hablar?

El interés del Presidente era intenso.

—¡Sí! El almirante Piermont está aquí ahora. El es el Jefe de Operaciones Navales. Le pondré al habla.

El almirante tomó otro teléfono, interrogando al Presidente con la mirada.

—¡Piermont al habla!— Su voz era áspera, ronca, acostumbrada a ser obedecida.

Manning fraseó sus preguntas cuidadosamente.

—Almirante, le habla Duncan Manning. Soy un capitán de DC—10, recientemente retirado. Me gustaría preguntarle algo acerca del Valiant. Podría ser información confidencial.

El Presidente hizo una seña afirmativa con la cabeza, mirando a Piermont. El Almirante, dijo:

—El Presidente me ha hablado de usted. ¿Qué quiere saber?

Manning apretó el teléfono.

—¿Es cierto que la Marina aterrizó con éxito un C-1-30 sobre un portaaviones?

—Sí, hemos hecho varios ejercicios. Sin accidente. ¿Dónde quiere llegar, Manning?

—Téngame paciencia, Almirante. También he oído rumores que habían ustedes realizado estudios de posibilidad sobre la recuperación de un Boeing 727 por portaaviones.

Manning esperó.

—Eso también es cierto.

—¿Puedo preguntar cuáles fueron los resultados?

—Bien... —Piermont hizo una pausa. La información era confidencial. —No sé cómo se enteró de eso, pero el estudio demostró que era posible. El avión pudo haber sido modificado para hacerlo posible. El plan es todavía operacional, pero no se ha hecho nada al respecto.

—La comunidad aérea, Almirante... es un grupo dado a chismear. Ahí fue donde lo oí. Muchas de nuestras gentes todavía vuelan en la Reserva. ¿A qué velocidad puede navegar el Valiant?

Nuevamente, el Almirante miró al Presidente antes de contestar. Este, como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, asintió con la cabeza.

—Esa también es información confidencial, Manning. Tiene una velocidad máxima de 49 nudos. Puede recobrar aviones en condiciones marinas razonables, a cuarenta y cinco nudos.

Manning sabía que ahora tenía que pisar con cuidado. Si no podía convencer a este hombre, no habría intento.

—Almirante, ¿cuál es el largo de la cubierta del Valiant?... y, más importante aún, ¿cuál es el ancho?

Piermont reprimió una risita.

—¿Está usted pensando en lo mismo que yo, Manning?

—Sí, Almirante, así es.

—Bien, hijo, —dijo Piermont—, tiene mil ochenta pies de largo en la cubierta principal, y un poco más de ochocientos en la cubierta inclinada que usamos para aterrizar. Lo del ancho es un poco más difícil de contestar. Recuerdo una cifra de 273 pies, pero los chicos de a bordo podrían darle las cifras exactas. Ahora, déjeme hacerle una pregunta a usted. ¿Qué demonios le hace pensar que podría hacerlo sin matar un montón de gente?

Había poca emoción en su voz, lo que hacía su pregunta aún más exigente.

—Velocidades, Almirante. —Manning encendió un cigarrillo. —Puedo aminorar la marcha de este avión a una velocidad de toque de cincuenta nudos—. Dejó la afirmación flotar en el aire, usando el silencio como énfasis.

—Adelante.

—A esa velocidad, estoy seguro que un DC—10 puede aterrizar en el Valiant. Si no, serían suficientes las barreras de redes que ustedes podrían preparar, para detenerlo.

Piermont no era un hombre de decisiones rápidas.

—¿Cuáles son las condiciones marinas, Manning?

—No puedo decirlo, señor. Estamos a veintidós mil pies de altura. Parece estar en calma, pero la gente del portaaviones estará en mejores condiciones de juzgarlo. No creo que funcionaría a menos que casi no hubiera oleaje. Hay poco margen de error.

La pesada voz de Piermont sorprendió a Manning.

—¿De dónde viene usted, Manning? ¿De la Marina?

—No, señor, soy civil. Instructor, fumigador, y acróbata hasta que pude conseguir un trabajo en una aerolínea.

Piermont hizo una pausa, dejando que la información se absorbiera. Luego:

—Si lo intentara, yo recomendaría usar la cubierta inclinada. La parte delantera de la cubierta de vuelo es, probablemente, demasiado angosta. Podría descifrar eso con Cal Rockwell del Valiant.

—¿Quién es Rockwell?

—El capitán del Valiant. Iba dos años detrás de mi en la Academia. Magnífico boxeador, por lo que recuerdo. Yo le recomendé para el Valiant. Otra pregunta, Manning. ¿Qué le hace estar tan seguro que podrá parar esa cosa en la cubierta del Valiant?

—El DC—10 tiene el sistema de frenos más adelantado del mundo. Está diseñado para operar en pistas cortas; este avión es muy ligero; y, nuevamente, las velocidades, Almirante. Estoy seguro que puede hacerse.

—Usted habla como si usted fuera a volarlo, Manning. Yo pensé que estaba retirado.

Manning vaciló.

—Ese es mi siguiente problema.

El Presidente interrumpió la conversación.

—¿Qué quiere decir?

—Beemish, —dijo el capitán retirado. —El está al mando do este vuelo. Es un buen piloto. Tendré que tratar de convencerle que puede hacerlo. A veces puede ser muy obstinado.

Bradley miró a Piermont, sobre el escritorio, luego dijo: Esa vacuna vale el riesgo, Manning, si es que hay oportunidad de aterrizar a salvo.

—Trataré, señor Presidente, pero Beemish es el capitán. Es decisión de él.

Carson Trewes, a través de la cabina, había visto a Manning entrar al centro de comunicaciones. Cuando salió, el presidente de la aerolínea se puso de pie y le interceptó cuando se dirigía a la cabina de mando. Estaban detrás de la división, fuera de la vista de los pasajeros.

—¿Qué está pasando, Duncan?

Manning vaciló. El sentía que había convencido al Almirante Piermont, y sabía, que si no convencía a Trewes, el miento de aterrizaje en el portaaviones nunca sería realizado. Dijo:

—Carson, antes estaba preocupado por perder este avión, ¿correcto?

El hombre de más edad dijo:

—¡Sí, demonios! Veinticinco millones de dólares y toda la mala publicidad. —Añadió rápidamente. —Y, desde luego, el peligro.

—¿Qué diría si yo le ofreciera una forma de salvar el avión?

Trewes sonrio.

—¿Qué tiene en mente, Duncan? Por lo que yo sé, Rusia era la única esperanza. ¿Va a inventar una isla? ¿Un aeropuerto?

—En este momento nos dirigimos al USS Valiant. Es el portaaviones más nuevo y más veloz que existe.

La cara de Trewes reflejó su escepticismo, pero no dijo nada.

Manning continuó.

—Yo pienso que podemos aterrizar a salvo en la cubierta del Valiant.

Trewes dijo:

—Manning, esa es la primera afirmación idiota que le he escuchado, Yo creo que el retiro le ha confundido ya el cerebro.

Lamentó inmediatamente su comentario, y se volvió.

—¡Carson!

Trewes se volvió de nuevo.

—¡Es una locura, Manning! ¡Este es un DC—10, no un avión de caza! ¡No pondré en peligro la vida de esta gente! —Hizo una seña con la mano, indicando el fondo del avión. —¡Olvídelo! Sólo olvídelo.

Manning sostuvo la mirada del otro hombre.

—Puede hacerse, Carson. Ya imaginé cómo, y puede hacerse. Calculé las velocidades para que pudiéramos tocar a cincuenta nudos... o menos. —Se pasó una mano por el pelo. —El barco es lo bastante grande y lo bastante veloz. —¿Sabe... sabe usted lo de la carga que va a bordo del avión?

—Naturalmente. El Presidente me consultó hace tres días.

—Bueno, ¿entonces?

Trewes se ablandó un poco.

—¿Cree usted realmente que pueda hacerse?

Manning presionó.

—Estoy seguro de ello, Carson. ¿Cree usted que lo sugeriría si un panzazo tuviese las mismas oportunidades? ¡También yo voy en este avión!

El presidente movió la cabeza. —No lo sé, Duncan. Es un riesgo del demonio.

—Carson, todavía no es una seguridad. Si hay mucho oleaje entonces no hay que pensar en ello. Si no hay suficiente viento en la superficie, por lo menos quince nudos, no puede intentarse. Pero si las condiciones son correctas, vale la pena intentarlo.

178

—Eso es asumir muchas cosas. —Trewes hizo una pausa. Hay otro problema, Manning. Uno muy grande.

—¿Cuál es?

Trewes le miró sin pestañear. —¿Puede Beemish hacerlo?

—¿Quiere usted decir que lo aprueba? —Manning hizo la pregunta sin apartar la mirada.

—Podría valer la pena intentarlo. Si está seguro que puede hacerse sin correr un riesgo increíble.

—Estoy seguro.

—¿Y Beemish puede hacerlo?

Manning vaciló.

—No sé si querrá.

—¿Qué? —La voz de Calvin Rockwell resonó en toda la cabina, a bordo del Valiant. —Están completamente locos. —Se levantó de su silla y volvió a leer el mensaje. — ¡Ningún maldito DC—10 va a aterrizar en mi barco!

El oficial de comunicaciones, un teniente llamado Rossiter, dijo:

—Está firmado por el Comando de Operaciones Navales.

Rockwell volvió a sentarse. Los dos oficiales que estaban con él, esperaron en silencio.

—¡Piermont está loco! ¡No voy a arriesgar mi barco por un montón de condenados políticos! —Le pasó el mensaje a Larry Esrey, su segundo. — ¡Mira que montón de mierda!

Esrey tomó el mensaje y leyó:

DE: COMANDO DE OPERACIONES NAVALES

A: COMANDANTE DEL USS VALIANT

HAGA TODOS LOS PREPARATIVOS NECESARIOS PARA RECOBRAR EL VUELO 101 DE AEROLÍNEAS CENTURY PUNTO AVIÓN EN CUESTIÓN ES UN DOUGLAS COMERCIAL NO. 10 INCLUYA BARRERA DE REDES AL FINAL DE LA CUBIERTA INCLINADA LO SUFICIENTEMENTE GRANDE PARA ACOMODAR AL MISMO PUNTO CONTESTE INMEDIATAMENTE PUNTO

PIERMONT CNO

Cal Rockwell tiró su pipa al otro lado de la cabina. Le pegó al mamparo opuesto y cayó al suelo; la boquilla rota en tres pedazos.

—¿Ha dado usted por recibido el mensaje?

El teniente se irguió.

—Sí, señor. Procedimiento de rutina.

Parecía incómodo, ya que nunca había visto así al capitán.

Rockwell gruñó.

—Eso está malo. Podíamos haber pretendido que nunca lo recibimos.

Escogió otra pipa, lamentando haber tirado la otra. Había sido su favorita.

El teniente aún se hallaba de pie en posición de atención.

—¿Alguna respuesta, señor?

—No, no hay ninguna maldita respuesta. Salga de aquí.

El oficial de comunicaciones se dio vuelta y salió rápidamente del camarote.

Esrey le devolvió el mensaje al Capitán.

—Debe estar bromeando, señor.

—No lo creo, Larry. Ya veremos.

El capitán del Valiant hizo girar su sillón y oprimió un teléfono de consola que se veía como si perteneciera a la dirección de una gran corporación. Habló en el receptor.

—Comuníqueme con CNO y rápido.

Abajo, en el CIC, el centro de información de combate, los operadores de radio empezaron a ajustar los mismos, para llamadas de prioridad. Localizaron con rapidez al Jefe de Operaciones Navales en la Oficina Oval de la Casa Blanca.

Gabe Piermont estaba mirando su reloj. El teléfono sonó dos minutos antes de lo que había anticipado. Chuck Mellis lo levantó, habló brevemente, y se lo pasó a Piermont.

—Es Rockwell. No se oye muy contento.

El Almirante asintió y tomó el teléfono.

—¡Cal! Supongo que habrás recibido mi mensaje.

Una ligera sonrisa se asomó a las comisuras de la boca de Piermont, normalmente rígida.

—¿Sólo dime qué diablos crees que estás haciendo, Gabe?

—Rockwell estaba lívido.

—Vamos, Cal, esa no es la forma de hablar que espero del capitán de mi primer portaaviones. Espero que tengas puesto el "mezclador". Sería embarazoso para nuestros amigos oírte tan enojado.

—¡Gabe! ¡No puedes hablar en serio!

Piermont le hizo una seña al Presidente, que levantó el otro teléfono para escuchar.

—No es broma, Cal.

—Almirante Piermont, no puedo, en conciencia, arriesgar las vidas de mis hombres o la seguridad de mi barco, para intentar recobrar ese avión comercial.

Piermont hizo una pausa, luego preguntó:

—¿Cuáles son las condiciones marinas, Cal?

—Buenas. Casi no hay oleaje.

—¿Algo de viento?

Rockwell miró el indicador relativo de viento que colgaba del mamparo, e hizo varios cálculos rápidos.

—Del noroeste, unos veinte nudos.

—En condiciones así, ellos alegan que pueden aterrizar a cincuenta nudos.

Rockwell no se aplacó.

—Gabe, eso es magnífico. ¿Qué demonios te hace creer que pueden siquiera acertar a la cubierta? ¡No son pilotos de caza!

Piermont dijo:

—No creo que les das el suficiente crédito, Cal. Con todo respeto a los pilotos de la Armada, si nosotros podemos soltar un muchacho con trescientas horas de tiempo de vuelo para aterrizar en un portaaviones, ¿no crees que esos pilotos, con miles de horas, puedan tener la misma habilidad?

—No puedo aceptar eso, Gabe.

Se hizo un silencio. El tono de la conversación cambió, cuando la inflexión de voz del Almirante Piermont, hizo lo mismo. Los dos hombres eran amigos; lo habían sido por años. Pero la cadena de mando se deslizó como un ladrón en la noche, para eliminar esa amistad.

—Esta no es una elección, Capitán. Le envié el mensaje como una orden.

—No puedo creerlo, Almirante. Me está usted pidiendo...

— ¡Le estoy ordenando!

El capitán del Valiant hizo una pausa. Luego:

—Lo siento, señor. A riesgo de insubordinarme, debo decirle respetuosamente que sólo puedo aceptar esa orden del Comandante en Jefe. Mi segundo está aquí y será testigo de esto.

Rockwell miró a Esrey mientras hablaba. El segundo movió la cabeza afirmativamente.

Piermont habló suavemente.

—Oh, Cal... ¿por qué tienes que ser un bastardo tan obstinado?

El Presidente todavía tenía el teléfono al oído. No podía menos que simpatizar con el capitán del barco. Pero si había alguna oportunidad de éxito, tenía que intentarlo.

—¿Capitán Rockwell?

—¿Sí señor? —Rockwell reconoció la voz del Presidente al instante.

—Se lo ordeno como Comandante en Jefe. ¿Nos entendemos?

Rockwell estaba aturdido del golpe. No había pensado que el Presidente estaba en la línea.

—Sí, señor Presidente, entiendo.

—Una verificación de esta orden le será enviada inmediatamente, usando las claves presidenciales.

Bradley suavizó el tono.

—Capitán, simpatizo con sus sentimientos. Déjeme decir que hay razones muy poderosas, que hacen imperativo para nosotros, el tratar de recobrar ese avión. Si no fuera así, no daría la orden. Quiero que quede también entendido que usted lo intentará todo para hacer esto, dentro de un grado razonable de seguridad.

—Lo comprendo.

El Presidente continuó.

—Cuando esté al alcance del radio de este vuelo, quiero que hable usted con Duncan Manning. Fue el piloto de mi campaña presidencial, y tengo una fe absoluta en él. Es un hombre tan cauteloso como usted. Estoy seguro que si ustedes dos no llegan a un entendimiento, él será el primero en hacer abortar el intento.

Rockwell aún no estaba convencido, pero las palabras del Presidente tuvieron un efecto calmante.

—Muy bien, señor. La tripulación del Valiant estará lista.

El Presidente dijo:

—Buena suerte, Capitán. Colgó el teléfono y miró a Piermont. —Vaya un rudo hijo de perra, ¿no es así?

—Es uno de mis mejores hombres, señor. Tengo que decir que estoy de acuerdo con él.

—¿Va usted a hacer algo acerca de ello?

—¿Acerca de qué, señor?

—De su vacilación para aceptar la orden.

Piermont se rascó la punta de su bien rapada cabeza.

—Le hablaré sobre ello, señor Presidente, pero eso será todo.

—Magnífico, dijo Bradley. —Necesitamos jefes como él. Dios sabe que son bien difíciles de hallar.

Duncan Manning se hallaba de pie a la puerta de la cabina de mando, escuchando los familiares sonidos de la aeronave. 101 ligero silbido del aire que producía el fuselaje, creaba un fondo continuo de ruido, uno del que los miembros de la tripulación, rara vez se daban cuenta, a menos que lo escucharan deliberadamente. El DC—10 tembló ligeramente al volar a través de una pequeña turbulencia de aire.

Levantó la mano para llamar, y luego la volvió a bajar. Tal vez toda la idea era estúpida, como había dicho Trewes. La duda empezó a surgir en la mente de Manning. ¡Había estado tan seguro! ¿Era realmente posible? ¿Valía la pena el riesgo, hacer algo que nunca se había hecho, con más de cien personas a bordo?

Volvió a repasar el proceso en su cerebro. Las velocidades eran adecuadas. De eso no había la menor duda. El sabía que la aeronave era capaz de detenerse en ochocientos pies a una velocidad de cincuenta nudos. Lo que le molestaba, lo que realmente le molestaba era el tamaño del DC—10. Trató de visualizar la cubierta del portaaviones, recordando lo que había leído y visto en la revista Aviation Week. Vio una larga plataforma de más de mil cien pies de largo, que se afilaba hacia la proa. Los puentes estaban al lado del estribor, ligeramente a popa del centro del portaaviones. La cubierta de aterrizaje estaba peraltada a la izquierda, pintada de negro, si mal no recordaba, con las marcas de una pista de aterrizaje.

El mayor problema sería librar los puentes con la punta del ala derecha, conservándose en la cubierta del portaaviones. Casi decidió abandonar la idea, pero había llegado hasta aquí.

Significaría aterrizar, y casi instantáneamente, virar a la derecha, para librar los puentes con el ala. Las velocidades fueron las que le convencieron otra vez que podía hacerse. Con los frenos hasta el piso, estarían haciendo unos treinta nudos, cuando tuvieran que hacer el ligero viraje a la derecha, sobre la parte más ancha de la cubierta. El peralte de ésta no podía ser más de diez o quince grados, así que la vuelta no tendría que ser abrupta. Una superficie de acercamiento, en la mayoría de los aeropuertos, tiene un ángulo mayor, y el DC—10, con frecuencia, viraba en alguna de ellas a más de cincuenta nudos.

Manning se convenció otra vez a sí mismo de que el aterrizaje era posible. Levantó la mano y llamó a la puerta de la cabina de mando.