CAPITULO 1
Manning comprendió que llegaba cuando oyó romperse el vaso de cristal. Ni siquiera lo había visto al mover su mano, y se había estrellado en el piso de mosaico, esparciéndose los pedazos por todos los rincones del diminuto baño.
—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!, murmuró. Calladamente, para sí mismo, ya que no había nadie más que le oyera. Asió fuertemente los bordes del lavabo y esperó, sabiendo lo que venía.
El médico había dicho que los periodos de vista borrosa, de casi ceguera, se harían más frecuentes, y se presentarían acompañados de pérdida de equilibrio y vértigo.
El último ataque, si así podía llamársele, había sido hacía justo tres semanas. Esperó, con la paciencia que era una parte tan fuerte de su carácter, hasta que el vértigo desapareció y su vista volvió a la normalidad. Duró unos cinco minutos. Durante ese tiempo no se movió, permaneció inmóvil, esperando en el pequeño baño de su habitación de hotel.
Lentamente fue aflojando su presión sobre el lavabo, flexionó sus manos y se escudriñó en el espejo. Sin parpadear, volvió a escuchar las palabras del neurocirujano, igual que las había escuchado dos meses antes.
—Tiene usted un tumor en la cabeza, Duncan, había dicho el médico. —Es benigno, en el sentido que no es canceroso. Se llama un meningioma. Está justo en la base de su cerebro, aproximadamente del tamaño de una nuez, y según crece, oprime el nervio óptico, entre otros, y causa los ataques. El problema es el sitio en donde está... es un espacio muy limitado. Hace la operación extremadamente riesgosa...
El había hecho una cita con el neurocirujano después del segundo ataque, hacía ya casi dos meses y medio, evitando los doctores de la Compañía y los de la Asociación de Aviadores—. Duncan, no tengo que decirle los riesgos que está tomando, había dicho el médico—. Un capitán de aerolínea no debería estar volando.
Manning habló por vez primera desde que se habían sentado—. Tengo que pasar un exámen físico dentro de un mes.
—Tal vez lo pase... no lo sé. Pero, francamente, es usted un peligro del demonio. ¿Cuánto tiempo hace que tuvo el último ataque?
—Unas cuantas semanas.
—Eso es lo que quiero decir. Según va creciendo el tumor oprime más y más los nervios. Los intervalos se acortarán y su duración será mayor. Dentro de un año pueden repetirse cada pocos días. Cuando lo incapaciten, tendremos que extirparlo.
Manning apartó la vista del espejo, borrando la memoria. Salió del baño cuidadosamente, evitando pisar los fragmentos del vaso. Tal vez era imprudente tratar de hacer este viaje ahora, pensó. Tal vez debí pasarlo por alto, ir al hospital y terminar con la maldita cosa.
Se vistió con su cuidado acostumbrado, luego empacó la más pequeña de las dos maletas que llevaría a Pekín. Era un consuelo muy pobre, pero al menos podía estar seguro de que durante el viaje de dos semanas estaría libre de los ataques a su sistema nervioso, que tanto le desorientaban.
En el vestíbulo del hotel St. Francis, pagó su cuenta y le pidió al portero que le llamara un taxi para llevarle al aeropuerto. Había pasado por su mente la idea de quedarse en el hotel Sheraton Palace, donde las Aerolíneas Century hospedaban a sus tripulaciones, pero la había desechado. La última cosa que deseaba hacer Duncan Manning era encontrarse con un viejo amigo y explicarle a sus compañeros pilotos por qué se iba temprano a la cama, cuando todavía le quedaban ocho años de volar.
Tad Elliot interrumpió su paseo, cuando el camión llegó a la plataforma de carga. No le dio ninguna importancia; la carga era una gran parte del negocio de Aerolíneas Century. Continuó su inspección de prevuelo, deteniéndose brevemente ante el tren de aterrizaje izquierdo. Las enormes llantas del DC—10 eran tan altas como su hombro. Ninguna raspadura, ninguna evidencia de alguna fuga de líquido hidráulico o uso excesivo en las clavijas de freno. Continuó hacia la cola del avión, su experimentada vista recorriendo el largo del fuselaje, buscando abolladuras, goteras, cualquier cosa fuera de lugar. Entrecerró los ojos por el sol de California mientras revisaba la elevada cola, el motor central se incrustaba allí como un gigantesco puro, la aleta vertical se elevaba graciosamente de lo alto del motor.
Inconscientemente, consultó su reloj. Todavía faltaba hora y media para el despegue. Rodeó la cola hasta el lado derecho y revisó el timón y estabilizador horizontal. Con el sol de espaldas, no tenía que entrecerrar los ojos al mirar hacia arriba.
Estaba a punto de caminar bajo el fuselaje, rodeando instintivamente la plataforma de carga, sus ojos continuaron siguiendo los contornos del fuselaje—. ¡Tiene que dar la vuelta! La voz era autoritaria, abrupta.
Sorprendido, Elliot miró al hombre que había hablado. Estaba directamente en su camino. Traje gris, corte de pelo a la brocha, encarnaba a una agencia del Gobierno—. ¿Cuál es el problema?
—El área alrededor de esta carga está asegurada.
Una frase idiota de Gobierno, pensó Tad. La mirada del hombre era casi abiertamente hostil. Tad estaba acostumbrado a eso... el hombre era blanco y Tad era negro. El ingeniero de vuelo asumió su expresión "cortés pero firme"—. Es un poco difícil hacer una inspección de prevuelo si no puedo mirar el avión.
El del traje gris hizo un gesto hacia la plataforma de carga—, ¡Esta es un área restringida! Busque otra forma de hacerlo.
Tad contempló al hombre. Eran más o menos del mismo tamaño—. Todo el maldito aeropuerto es un área restringida. Yo estoy aquí con mis credenciales —metió la mano al bolsillo del pecho y sacó la credencial de identificación de la aerolínea, con su retrato— ¡así que apártese de mi camino!
Tad pasó junto al hombre o empezó a hacerlo, girando la cabeza hacia el avión, deliberadamente. El agente del Gobierno le agarró rudamente por los hombros y le hizo volverse con una fuerza que tomó por sorpresa al ingeniero de vuelo—, ¡No vas a ninguna parte, negro bastardo! —El hombre se había desabrochado la chaqueta. Su brazo se movía hacia la cintura.
Tad Elliot reaccionó con la gracia instintiva que le habían proporcionado doce años de disciplina de karate y el cinturón marrón que tanto le había costado obtener. Su pie izquierdo pivoteó hacia afuera, su pierna derecha se dobló hacia arriba, y luego se extendió paralela a su cuerpo. La patada de lado golpeó al hombre en el antebrazo; si hubiera habido menos control en la patada hubiera habido huesos rotos. De cualquier manera, el golpe incapacitó completamente al agente. Se inclinó jadeando. Sus pulmones trataban de aspirar el aire que le había sido sacado con tanta fuerza.
Elliot se colocó rápidamente en una postura defensiva, esperando. Sintió que le asían fuertemente los brazos, al tiempo que dos hombres que no había visto hasta ahora, le sujetaban. Se quedó mirando fijamente al hombre del traje gris, deseando de que la cosa no llegara más lejos.
El hombre se enderezó finalmente, y un gesto de burla se extendió por su cara—. No te vas a salir de esto, muchacho... —Su voz era ronca, casi un susurro.
—¿Qué demonios pasa aquf? —Un quinto hombre se les unió. Tad le reconoció como uno de los agentes superiores que había estado en la instrucción de la tripulación, poco antes. Menos hostilidad esta vez.
El agente se estaba frotando el brazo dolorido—. ¡Usted me dijo que conservara esta área restringida!
—Sí, lo hice, ¡pero usted use la cabeza! No necesitamos estas peleas. Este hombre fue autorizado. Está bien.
Los dos hombres soltaron al ingeniero de vuelo y retrocedieron. El del traje gris se dio la vuelta. Tad creyó ver una expresión de derrota en la cara del hombre. El agente superior se volvió hacia Tad—. Lo siento... Todo el mundo está un poco nervioso hoy, con lo del Vicepresidente, con esta carga... —Su voz se apagó.
Tad asintió con la cabeza—. No se preocupe por ello. Yo estoy bien.
El agente se dio la vuelta y regresó al sedán azul que estaba aparcado al frente del avión. Tad enfiló su vista a la carga, tomando especial interés en ella. Un camión rentado estaba de espaldas a la puerta de carga. Cuatro hombres en uniformes de tarea del ejército, posaban cajas blancas, a la cinta transportadora. Dos hombres más, de pie en la cavernosa abertura de la parte trasera del DC—10, las recibían y las colocaban cuidadosamente, asegurándolas después con cinturones y redes, en ordenadas pilas. Eran más o menos del tamaño de una caja de zapatos, y lo que las hacía únicas a los ojos de Tad, era que no tenían marca alguna. Los uniformes de los hombres tampoco tenían insignias. Por un momento frunció el ceño; luego apartó de su mente el rompecabezas y continuó con su inspección de prevuelo, sin apartar la vista del avión blanco y plata que se elevaba sobre él. Tal vez sean juegos de damas chinas especiales que el Presidente le envía al Premier en Pekín, pensó Tad. Ese estúpido hijo de perra haría cualquier cosa por salir en los titulares de los periódicos.
Tad terminó su inspección rápidamente y luego regresó a la cabina, utilizando la escalera de pasajeros. Se detuvo en la pequeña plataforma antes de entrar. Había comenzado a sudar ligeramente con el sol de la mañana. La bruma había borrado la superficie de la bahía de San Francisco. Iba a ser un magnífico día para volar, e iba a ser un viaje agradable. Era una especie de honor el ser elegido —seleccionado— para el vuelo. ¿Entonces por qué demonios estaba tan nervioso? Tal vez era culpa del maldito agente del Gobierno y su hostilidad; tal vez era porque su esposa acababa de informarle que se había gastado setecientos dólares en una alfombra nueva para su departamento en Sausalito, que les sería entregada mientras él estaba camino a Pekín. Al demonio. Le dio un puñetazo a la cerradura de combinación de la pasarela, pasó al pasillo de la misma, y entró al avión.
El interior estaba oscuro en contraste con la luz del sol, y fresco. El genio de Tad mejoró un poco cuando vio a Evie Campbell de pie en la cocina opuesta a la puerta de entrada.
—¿Quieres café? —Evie lo estaba sirviendo ya.
—Gracias, Evie—. Se quedaron callados un momento—. ¿Supongo que éste será un asunto importante, eh?
—Supongo que sí—. La aeromoza señaló la cabina de primera clase—. Aún no has visto lo que está sucediendo ahí.
Tad denegó con la cabeza—. Esa es mi próxima parada. Hizo girar el resto de su café en la taza de papel—. ¿Evie?— Tad se terminó el café—, ¿Cómo te sientes de ir en este viaje... de haber sido seleccionada para él?
Ella tomó su taza y habló lentamente mientras la volvía a llenan—. No estoy segura, Tad. Es gracioso... yo he estado en estos vuelos inaugurales ya. Por lo regular, siempre están llenos de personajes. Inconscientemente se arregló el peinado—. Me siento halagada que me seleccionaran. Siempre lo estuve. Pero, en alguna forma, éste es distinto, ¿sabes? El Vicepresidente. Yo le conozco, trabajé en los vuelos rentados durante la campaña presidencial hace cinco años. Pero ahora es diferente... él no era Vicepresidente entonces.
Todos los otros pasajeros también. Carson Trewes, el viejo como se llama, el nuevo Embajador en China, los tipos del Servicio Secreto... creo que cuando los pones todos juntos impresionan un poco. Yo estoy algo nervioso; no, aprensivo sería una palabra mejor. Ella sonrió—. ¿Tú?
El se encogió de hombros—. No lo sé. Siento en el estómago que soy el hombre muestra de la tripulación. Los Derechos Humanos y toda esa mierda... Mírennos chinos, no somos lo que ustedes dicen. Tenemos una tripulación integrada, en nuestra aerolínea.
Evie vaciló. Nunca había oído esto antes—. ¿No crees que estás siendo demasiado sensible? Tú eres la selección lógica... tu antigüedad te da el derecho de volar el avión—. Ella se sonrió —una sonrisa traviesa que la hizo verse diez años más joven—. Además nosotros los blancos necesitamos a alguien que nos recuerde que somos superiores. ¿Más café?
Tad negó con la cabeza—. No, gracias, Evie. Tal vez tengas razón. Estoy demasiado sensible. Helen y yo tuvimos una pelea horrible esta mañana. ¡Por una alfombra! ¡Una asquerosa alfombra! Empezó mal el día. —Tiró su vaso de papel en el receptáculo de la basura, y se dirigió a la cabina de primera clase.
El frente derecho de la cabina era una escena de caos. Herramientas y cajas de herramientas, estaban regadas sobre los asientos y el pasillo. Cajas de equipo electrónico estaban apiladas precariamente en la mesa del centro. Siete hombres —tres agentes del Servicio Secreto, dos técnicos electrónicos de la Fuerza Aérea y dos mecánicos con la leyenda "Aerolíneas Century" en sus overoles— sudaban para terminar el centro de comunicaciones antes que el Vicepresidente y su grupo subieran a bordo. Tres asientos en la parte posterior de la puerta derecha del frente habían sido quitados para dar cabida al sofisticado equipo electrónico. Una pequeña mesa de metal había sido fijada en su lugar, con estantes para sostener los radios seguros, a ambos lados.
Tad reconoció un "mezclador" que estaba siendo colocado en el estante sobre el transmisor de alta frecuencia a la derecha de la mesa. Se acercó a los mecánicos de Century—. ¿No creen que todo este peso hará que el avión vuele con el ala baja?
La actividad se detuvo momentáneamente; el mecánico volvió la cabeza, y al ver al ingeniero de vuelo sonrió—. No, si los pilotos saben cómo demonios volarlo. —Los técnicos volvieron a su trabajo. El mecánico, Harry Stoddard, se incorporó y se volvió hacia Tad—. Vaya equipo exótico el que tenemos aquí.
—Ya me fijé. ¿Cuánto tiempo llevan ustedes trabajando?
Harry consultó su reloj—. Casi tres horas. Los tipos del Gobierno dicen que casi han terminado; luego Al y yo pondremos una división de cortina, como hacemos con una camilla aérea. —Instintivamente miró por las ventanillas buscando el camión de combustible. Al no ver ninguno, encendió un cigarrillo y dio una profunda chupada—. Con suerte, terminaremos en unos veinte minutos.
Tad asintió con la cabeza, observando a los hombres de la Fuerza Aérea subir el último de los radios al estante—. Parece un puesto de mando de vuelos.
—Supongo que de eso se trata. Esos tipos me dijeron que este equipo mantendrá al Vicepresidente en contacto con la Casa Blanca desde cualquier parte del mundo, mientras el avión este' en el aire. —Harry dio un resoplido—. Supongo que este viaje es muy importante, tuve que conseguir permiso especial para trabajar en estas porquerías. —Apagó su cigarrillo en uno de los ceniceros del brazo de un asiento.
El ingeniero de vuelo y el mecánico hablaron amigablemente un rato. Era parte de la relación amor—odio que existe entre pilotos y mecánicos en cualquier parte del mundo. Cada parte cree que la otra tiene poco trabajo y mucha paga, sin embargo, en el fondo, se tienen en alta estima, ya que su relación es, después de todo, de apoyo mutuo.
—¿Harry? —Llamó el otro mecánico.
—Voy en seguida. —Se volvió a Tad—. Me dan ganas de ir con ustedes. ¿Cree que necesitan un mecánico? Quiero decir, quién sabe qué clase de servicio les den en Pekín. —Extendió las manos—. ¿Quién sabe?
Harry se alejó moviendo la cabeza y limpiándose las manos en un trapo grasiento. Tad observó mientras los mecánicos empezaban a unir el tubo y los soportes que harían un marco para las pesadas cortinas que cerrarían el centro de comunicaciones. Luego cruzó al lado izquierdo del pasillo y caminó hacia adelante, a la cabina.de mando, para empezar sus revisiones de pre—vuelo.
La voz de Lou Tafero era profunda, llena de años de autoridad— Ese es el asunto, Capitán Beemish. ¿Alguna pregunta? —Miró la cara de cada uno de los tres pilotos que se hallaban sentados a la mesa, frente a él. Tafero llevaba diecisiete años en el Servicio Secreto y había sido agente superior los últimos seis. Estaba acostumbrado a estas reuniones de instrucción.
—¿Es todo este aparato de seguridad, normal? Parece un poco excesivo. —El que hablaba era Will Albertson, designado primer oficial en el Vuelo 101, aunque tenía rango de capitán y estaba en la administración de operaciones de vuelo.
Tafero sonrió. Su cara ancha y dura se suavizó algo. Hizo una pausa para encender una pipa que había sacado como por arte de magia de uno de los bolsillos de su ligera chaqueta marrón. Albertson notó que usaba cerillos de cocina—. Bueno, es difícil decirlo. Tal vez estemos procediendo con demasiada cautela. No tenemos por costumbre que el Vicepresidente viaje en vuelos comerciales. De hecho —Tafero acarició su pipa— la última vez que recuerdo algo parecido fue cuando Nixon voló de California a Washington. Creo que fue por Aerolíneas United.
Los tres pilotos se inclinaron hacia adelante, como si fueran a compartir un importante secreto. Lou Tafero no quería desilusionarlos. —¡Maldición! Aquello fue una pesadilla de seguridad, si alguna vez hubo una. Fue un asunto de último minuto —algo que ver con la crisis de energéticos. A Nixon le fascinaban los titulares de los periódicos, algo como el tipo que tenemos ahora.
—Yo era un simple agente entonces, asignado a San Clemente. Tuvimos aviso de lo que pensaba hacer Nixon y el infierno se desató. Terminamos por meter todos los agentes que pudimos en el avión. La Aerolínea ayudó mucho. Pero aun así... fue un lío espantoso.
Rio nuevamente—. Lo que nunca se dijo, en todo aquel barullo, fue que el avión No. 1 de la Fuerza Aérea, tuvo que regresar volando a Washington de cualquier manera. ¿Así que dónde demonios estuvo el ahorro de combustible?
—No, para contestar su pregunta, no estamos acostumbrados a esto, Por lo menos, en este vuelo tuvimos tiempo de prepararnos, de investigarlos a todos ustedes. De forma que no es una seguridad normal. Pero tampoco lo es el primer viaje comercial a China ¿en cuánto tiempo? ¿Cuarenta años? —Se arrellanó en su silla, esperando haber satisfecho a su auditorio—. ¿Alguna otra cosa?
Frank Beemish habló—. Sólo una cosa, señor Tafero. Aprecio sus instrucciones —han sido muy completas. Comprendo las razones para la seguridad y todo eso, pero quisiera que limitase las visitas de su gente a la cabina de mando, al mínimo. Tan pocas como sea posible.—Este último comentario hizo que Albertson y el capitán de relevo, Hal Wexler, elevaran sus ojos al cielo. Beemish tenía bien merecida reputación de ser una prima dona en la cabina de mando. El grupo de pilotos estaba seguro que esa era una de las razones que le habían hecho ascender a vicepresidente de operaciones de vuelo de Century —el piloto en jefe.
Tafero dijo—. Ciertamente, capitán Beemish. No le molestaremos. Nuestro trabajo es el hombre que se va a sentar en la cabina de primera clase y su grupo. —Tafero se puso de pie—. Si no hay otra cosa, me voy. El Vicepresidente Dobson llegará en veinte minutos.
Los tres pilotos se incorporaron cuando se alejó Tafero. Ellos eran las tres cuartas partes de la tripulación que abordaría el Vuelo 101 para llevarlo a Pekín. Frank Beemish estaba al mando. No permitía que nadie se equivocara acerca de eso. Era de estatura y apariencia regulares. A los cincuenta y ocho años de edad apenas había canas en su pelo rubio; muchos sospechaban que se lo teñía. Era un hombre que se apegaba a las reglas. Lo había sido desde que empezó a trabajar para Century hacía ya treinta años. A la edad de cuarenta había sido elegido por la Compañía para ser un revisor de pilotos en San Francisco; a los cuarenta y cinco encabezaba las operaciones de vuelo en la base de la Century en San Francisco; y exactamente dos años más tarde reemplazó al vicepresidente de operaciones de vuelo, el puesto más alto en la Compañía para un piloto en activo. Había conservado sus calificaciones al corriente sobre el DC—10 y era la elección lógica para sentarse en el asiento de la izquierda del vuelo inaugural.
Willis Albertson, el primer oficial, era también un piloto de la dirección. Había sido piloto revisor de la flotilla de DC—10 en San Francisco. Albertson era la antítesis de Beemish. Era un hombre alto y guapo, de ondulado cabello oscuro. Muy estimado por sus pilotos, Albertson cumplía muy bien con su trabajo de piloto revisor, y debido a la simpatía que sentían por él los capitanes, era capaz de resolver más de un problema antes que éste llegase a los altos niveles de operaciones de vuelos. Al contrario de Beemish, no tenía la ambición de escalar los más altos puestos de la corporación y estaba feliz en el lugar que ocupaba. Podía llevarse bien con cualquiera; esa era una de las razones por las que se había ofrecido como voluntario para copiloto en el Vuelo 101. Sabía que Beemish era capaz de hacer que cualquiera se trepase por las paredes antes de llegar a Pekín.
Hal Wexler, junto con Tad Elliot, completaban la tripulación del Vuelo 101. El piloto de relevo era necesario por la duración del vuelo —más de once horas— y él podía relevar, alternadamente, a los tres miembros regulares de la tripulación por breves intervalos. En la Compañía Century, el título oficial de Hal, era el de capitán de relevo; otras compañías usaban diferentes designaciones. Estaba calificado como capitán de los DC—10 y también tenía el rango de ingeniero de vuelo en las mismas naves. En realidad no tenía la antigüedad necesaria para ocupar un asiento de capitán regular, y su salario estaba entre el de un copiloto y un capitán.
Hal no era un piloto de la Administración como Beemish y Albertson, sino un piloto de línea regular, trasladado de su vuelo normal a la ciudad de México, para que pudiera ir en el inaugural. La elección había sido hecha por Albertson. El y Wexler eran vecinos y buenos amigos.
Los tres pilotos se hallaban sentados a una mesa de planeación en un extremo de la sala de despacho de la Century. Era una habitación larga y bien iluminada —con un aire acondicionado que casi producía escalofríos. Beemish había escogido el extremo de la mesa para apartarse del grupo de pilotos y despachadores durante la plática de Tafero. Un despachador se acercó a la mesa y le alargó al capitán un nuevo reporte del estado del tiempo. Beemish lo tomó sin pronunciar una sola palabra y lo puso encima de los otros papeles que había en la mesa frente a él y que crecía cada vez más. Estudió el último reporte del tiempo por unos momentos, y luego levantó la vista—. Bien, caballeros —dijo mirando por encima de los lentes que usaba para leer—, creo que eso es todo. Quiero revisar el plan de vuelo una vez más. —Echó su silla hacia atrás— Los veré a bordo.
Cristo, pensó Albertson, habló como si estuviese en su maldita oficina con paneles de nogal. Este va a ser un día muy largo. Estaba a punto de levantarse cuando Wexler le tocó y le señaló con la mirada un sitio sobre el hombro de Beemish.
Will vio un hombre vestido de civil que se apartaba del grupo de pilotos reunidos alrededor de la pizarra indicadora del tiempo, y se dirigía a la mesa de ellos—. Esto va a ser gracioso, —dijo Wexler, casi imperceptiblemente.
El hombre caminó hacia ellos sonriendo. Movió la cabeza cuando Wexler comenzó a decir algo. La sonrisa se hizo mayor. Se detuvo detrás de la silla de Beemish, un poco a la derecha—, ¿Cómo está Frank?
La voz de Manning era profunda, masculina. Parecía como si el ruido de la habitación hubiese disminuido a la mitad. Beemish levantó la vista, estudió lentamente a Manning, y luego regresó su mirada al plan de vuelo—. ¿Qué demonios hace aquí, Manning? ¿Visitando a los pobres?
Duncan ignoró la implicación—. Oí que hoy volaban el inaugural. Quería desearles buen viaje. Continuó sonriendo.
Beemish no levantó la vista—. Usted se retiró hace un mes. ¿Qué está haciendo aquí?
—Acabo de checar mi equipaje. Tenía un poco de tiempo antes de mi vuelo, así que pensé saludar a unos amigos.
—¿Dónde vas, Duncan? —Era Wexler.
—A Pekín.
Beemish levantó finalmente la vista y dijo sin mirar a Manning—. Usted sabe que no hay pases para este vuelo y que la lista de pasajeros es por invitación.
—No se preocupe, Frank, estoy pagando por esta vez. Fui invitado.
Beemish se levantó abruptamente y se le encaró—. ¿Por quién? ¡Maldita sea!
—El Presidente.
La sencilla declaración era casi increíble, sin embargo, Beemish supo que era probablemente cierta. Se quedó mirando a Manning por un segundo o dos, y luego, no teniendo nada que decir, reunió sus papeles y se marchó. El otro hombre lo vio partir y se volvió hacia los dos pilotos que quedaban. Ambos parecían divertidos.
Will Albertson se puso de pie y extendió su mano—. ¿Cómo demonios estás, Duncan? Me alegro de verte. —Se estrecharon la mano, sonriendo todavía.
Luego Manning le dio la mano a Wexler—. ¿Cómo estás, Hal? —Se sentó en la silla todavía caliente que había ocupado Beemish.
Albertson dijo—, he conocido a Frank durante largo tiempo y esta es la primera vez que le veo sin nada que decir. —Todavía se sonreía—. ¿De verdad te invitaron? Tú has hecho locuras peores que ésta.
Manning volvió a sonreír—. Sí, de verdad me invitaron. —La habitación se había vuelto ruidosa nuevamente—. Bueno, en parte... yo lo pedí.
Hacía cinco años que Duncan Manning se había ofrecido voluntario, y había sido aceptado, para mandar los vuelos rentados por William Bradley. Como el capitán de más antigüedad en los 727 de la Century, tenía el derecho de hacerlo y Manning tenía varias razones para querer el puesto. Una era el ardiente deseo de cambiar su rutina. Los horarios en que había venido volando se habían vuelto aburridos. La estructura de las rutas domésticas de la Century era algo limitada, y ya que el 727 no se usaba para vuelos internacionales, con la excepción del Caribe, los horarios y rutas de Manning eran siempre los mismos. Desde luego que eran los más escogidos de todos, pero él ya se había cansado de ir a los mismos sitios. Ansiaba un cambio.
Tal vez la razón más importante, sin embargo, eran los cambios sutiles que la aerolínea, de hecho todas las aerolíneas, habían sufrido; más reglas, más restricciones, operaciones de procedimiento cada vez más estrictas. Manning los había visto venir antes que la mayoría de los otros, y quería probar una vez más el sabor de la libertad que los pilotos habían tenido alguna vez. Pronto sería transferido a los DC—10 —no podía ignorar el sueldo— pero deseaba este trabajo de la campaña, por improvisado, cansado y riesgoso que fuera, como una última diversión antes de ser transferido a las naves mayores.
Recordaba bien el encuentro. Se habían sentado en la oficina de Carson Trewes. William T. Bradley, recién nominado como candidato a la Presidencia de los Estados Unidos. Su partido había contratado cuatro aeronaves Boeing 727 para toda la duración de la campaña. Una para el candidato presidencial, y una para el hombre que le acompañaba en la candidatura, Kingsley Dobson. Las otras dos serían para llevar a los periodistas. Los dos "equipos" operarían independientemente uno del otro, mientras recorrían el país. Manning estuvo presente en la junta por ser el piloto con más antigüedad de los que manejarían los vuelos contratados para la campaña, y como tal, había querido saber cómo se manejarían las cosas.
El candidato había sido breve—. Todo lo que quiero es una operación que funcione bien, —había dicho—. Cuando se suponga que debo estar en Madison, Wisconsin, allí quiero estar. Si se supone que debo salir de Madison a las tres, deseo estar listo para partir a las dos y media.— Se dirigía a Carson Trewes, presidente de la aerolínea, sin embargo, no apartaba los ojos de Duncan Manning, como si las palabras fueran para él.
Carson Trewes, un hombre acostumbrado a pensar en términos de eficiencia, se apresuró a tranquilizar a Bradley—. Tendrá lo que desea, señor Bradley. Lo que necesite lo tendrá. —Trewes también miraba a Manning.
Las implicaciones políticas no se le escapaban a este último. La Century quería, desesperadamente, algunas nuevas concesiones de rutas —había luchado por ellas durante años. Si Bradley ganaba la elección, se sabría que la habilidad de la Century de proporcionarle al candidato lo que quería, ayudaría mucho a obtener algunas de esas rutas.
La junta terminó. Manning y Bradley se dieron la mano y éste dijo: lo veré en una semana, capitán Manning.
—Llámeme Duncan.
El candidato se le quedó mirando un buen rato, valorándolo con sus fríos ojos azules—. Muy bien, Duncan. —Se volvió y salió de la oficina.
Frank Beemish habló—. Bien, Manning, tendremos que empezar a formar el resto de las tripulaciones, a establecer tiempos límites de vuelo y lo demás. —El nuevo vicepresidente de operaciones de vuelo escribía furiosamente en una agenda de bolsillo—. Tenemos que organizar alguna clase de ruta de hoteles, limitando lo que se puede gastar, procedimiento para gastos y cosas así. —Seguía escribiendo rápidamente.
Fue en ese momento que Duncan Manning casi decidió no seguir adelante.
—¿Frank? —Era Carson Trewes. Su voz era una orden—. Más tarde puede ver todo eso con las tripulaciones... ¿está bien?
Beemish levantó la vista—. Oh, desde luego, señor Trewes. —Se levantó—. Lo llamaré más tarde, Manning.
Manning le vio salir—. Seguro, Frank, lo visitaré en su oficina.
Carson Trewes, sentado tras su escritorio, suspiró—. Siéntese, Duncan. —Apretó un botón—. ¿Vuela mañana? Manning negó con la cabeza—, ¿Quiere una copa? —Los dos hombres estaban solos.
—Escocés, con un poco de agua.
La secretaria de Trewes respondió al llamado del timbre—. No quiero que me molesten durante un rato. —Se levantó y se dirigió a un precioso librero de nogal, apretó un botón y apareció una bien surtida cantina. Preparó dos copas y le dio una a Manning. Se apoyó contra el frente de su escritorio, levantó su vaso, y luego bebió un sorbo.
—¿No le agrada él, verdad?
Manning se sorprendió—. ¿Quién?
—Beemish.
—Bueno, —dijo cautelosamente—. Digamos que no siempre vemos las cosas de la misma manera.
Trewes se rio—. ¿Como la fiesta de cumpleaños que tuvo usted por su veinticinco aniversario? —Manning pareció sorprendido—. Oh, yo sé todo acerca de eso. Yo probablemente hubiese hecho algo así.
Manning había recibido una carta de Beemish felicitándolo por haber cumplido veinticinco años con la compañía, e informándole que se celebraría una fiesta en el hotel Mark Hopkins, en honor de todos los empleados que llevaban veinticinco años de servicio. En esa fecha él estaba alojado temporalmente en Nueva York, y la nota manuscrita de Beemish al final de la carta le informaba que debido a una escasez temporal de pilotos ese mes, Manning no debía asistir a la fiesta. Se había enojado tanto que había tomado una habitación en el hotel Fierre en Nueva York, y había celebrado su propia fiesta, partiendo la cuenta a la mitad, meticulosamente. Pagó por la mitad de su esposa y le envió la cuenta por la otra mitad a Beemish. La mitad de Beemish era de $247.12. Toda una fiesta.
Trewes seguía sonriendo y Manning se hallaba confuso—, ¿Sabe usted quién pagó esa cuenta? —preguntó Trewes.
—No. Nunca supe más del asunto.
—Yo la pagué. Pensé que cualquiera que tuviese tantas pelotas se merecía su propia fiesta. También me aseguré de que eso no volviera a suceder. —Trewes se puso serio—. Acerca de Beemish. Le necesito. Es un buen empleado y el que necesito en el puesto que ocupa. Necesitamos un hombre apegado a las reglas en el puesto de vicepresidente y usted lo sabe.
El capitán lo pensó un momento y luego dijo—: Supongo que así es.
—Y él cumple con su trabajo. Esa es la cosa, Duncan —es un buen administrador. —Trewes estiró la mano ofreciéndole a Manning volver a llenarle el vaso. Este dijo que no con la cabeza. Trewes se sirvió la mitad del vaso y regresó a su sitio.
—¿Comprende usted lo importante que son estos vuelos contratados para las Aerolíneas Century?
—Sí.
—Quiero decir, más que los cientos de miles de dólares.
Manning le sostuvo la mirada—. Lo sé.
Trewes asintió con la cabeza—. Pensé que usted lo entendería. Escúchelo y siga sus procedimientos lo mejor que pueda. Pero es usted de quien espero que saque el trabajo adelante. De la manera que lo quiere William T. Bradley. —Se puso de pie, dando por terminada la entrevista—. ¿Nos entendemos?
Manning se levantó también. Se estrecharon la mano—. Nos entendemos.
El trabajo se llevó a cabo como Bradley lo quería. La filosofía poco ortodoxa de Manning se extendió a las otras tripulaciones que trabajaban en los vuelos contratados. Treinta y siete estados y más de 400,000 kilómetros de viaje. Manning dobló las reglas y hasta inventó algunas, pero el candidato llegó y salió de dónde se suponía, regularmente a tiempo. Disfrutó su campaña de cuatro meses —era como si tuviera su propia aerolínea para trabajar. Las horas eran largas y difíciles; los horarios erráticos; la excitación infecciosa. La recompensa fue una invitación a uno de los bailes inaugurales de enero.
Ahora Duncan Manning estaba retirado. Se había retirado hacía un mes, tenía cincuenta y tres años e iba camino a China. Respondió a la mirada sorprendida de Albertson—. En realidad, pedí la invitación. —Se sonrió—. Cuando oí que teníamos la ruta a Pekín, le envié una carta al Presidente Bradley, diciéndole que me iba a retirar más o menos en la fecha en que se iniciarían los vuelos y que estimaría mucho si él podía hacer algo para que yo viajara en el primer vuelo.
Wexler le interrumpió—. Yo sé que volaste los contratos de la campaña, Duncan. ¿Conservaste el contacto con el Presidente?
—No, nunca lo traté... recibo una postal suya por Navidad, firmada por una secretaria. —Se rio—. No nos movemos en los mismos círculos ¿sabes? Sólo pensé que valía la pena intentarlo y resultó. Ni siquiera sé si Bradley leyó mi carta, pero recibí la invitación para el vuelo.
Will Albertson se levantó—. Me alegra verte, Duncan. Nos juntaremos en Pekín a tomar una copa... si es que se puede tomar una copa en Pekín. Esa es una cosa en la que no pensé cuando me ofrecí de voluntario para este viaje —la espera mientras se regresa.
Wexler dijo—: te veré a bordo, Duncan... puedes decirme lo que se siente estar retirado y cómo puedes permitirte hacerlo tan pronto.
Los dos pilotos se alejaron de la mesa. Manning se quedó vagando por la sala de despacho, saludando a algunas personas. El gran reloj de la pared indicó que era mediodía. Falta una hora para la salida del Vuelo 101.