CAPITULO 12

Había, sorprendentemente, muy poca vibración, mientras el barco surcaba las aguas en calma del Pacífico, a cuarenta y cinco nudos. El capitán del U.S.S. Valiant, miró por los cristales del puente, mientras esperaba que se reunieran los oficiales. Las tripulaciones de cubierta reunían ya el equipo necesario para el salvamento. Los cazas eran llevados abajo, para hacerle sitio a los helicópteros, que subían de la cubierta del hangar de abajo.

Miró a través de una milla de océano y vio tres destructores cortando con su quilla las tranquilas aguas, como veloces galgos. Se movían más con el oleaje que el Valíant, y parecían tres caballitos en un carrusel, subiendo y bajando suavemente, fuera de ritmo. Se mantenían al paso del Valiant, sin hacer ningún esfuerzo.

El segundo de a bordo, dijo:

—Todos presentes, señor.

—Muy bien. —Calvin Rockwell se volvió a encarar al grupo de oficiales que se hallaban parados en una especie de semicírculo, esperando que él hablara.

Además del segundo de a bordo, el jefe de vuelos, el jefe de la cubierta de vuelos, el comandante del grupo de helicópteros, y varios otros jefes, se hallaban presentes.

Se dirigió a ellos.

—Me imagino que se estarán preguntando por qué interrumpimos nuestras operaciones aéreas y nos dimos vuelta, y también por qué navegamos hacia el oeste como si nos llevara el demonio.

Rockwell unió las manos a sus espaldas. Miró a los hombres por un momento, luego se volvió y se acomodó en la silla del capitán, una silla forrada de cuero, de alto respaldo, colocada al lado estribor del puente de mando. —Tuve una llamada del CNO hace quince minutos. Hay un avión estropeado —comercial— que se dirige a nosotros. Tendrán que dar un panzazo, y tendremos que sacarlos del agua. —Apuntó con su pipa, que por lo regular llevaba apagada y apretada entre los dientes. —Por eso está usted aquí, Gribbon.

El comandante del escuadrón de helicópteros movió la cabeza afirmativamente.

—Hay algo más en esto que un rescate ordinario. El Vicepresidente y medio Departamento de Estado, están a bordo de ese avión. Es el vuelo inaugural a Pekín. Obviamente, no lo lograron.

—Sabremos más de las condiciones del avión cuando se pongan al alcance del VHF. Piermont nos dijo que no usáramos el UHF. Demasiados oídos, y parece que la Casa Blanca prefiere que mientras menos gente lo sepa, mejor será. —Rockwell se quitó su gorra y pasó su mano por entre sus cabellos grises, muy recortados. —Necesitaremos acomodar a esta gente en cuanto suban a bordo. El Vicepresidente usará mi camarote. Yo me mudaré contigo, Larry.—Miró al segundo. —El resto de ustedes trabajarán con su gente para hacer el mejor trabajo que podamos.

—Dentro de poco volveré a hablar con el CNO. La ETA del vuelo es, más o menos, dentro de una hora. No sé cuál será su situación de combustible, así que estén preparados para moverse con rapidez. No tenemos mucha información, pero sabremos más en unos veinte minutos. ¿Alguna pregunta, caballeros?

Uno de los oficiales, dijo:

—¿Señor?

—Sí.

—¿Cuántas personas van a bordo del avión?

Rockwell se fijó en el hombre. Era nuevo en el Valiant. Una buena pregunta.

—CNO dijo que como cien. No estaban seguros. Haremos arreglos para más de cien. También habrá mujeres a bordo. Tendremos que ocuparnos de alojarlas en un área separada. —Encendió su pipa. —¿Algo más?

—¿Señor? —Era Hank Dubinsky, un comandante de navío, el jefe de la cubierta de vuelos del Valiant. —¿Quiere que todos mis hombres estén en sus puestos?

Otra buena pregunta. El capitán del Valiant se enorgulleció de sus hombres. El había dado forma a una máquina bien aceitada, en los catorce meses que el barco llevaba de haber sido bautizado.

—Sí. Buena idea, señor Dubinsky. Haga como si se tratase de un simulacro. A todos nos vendrá bien la práctica.

Ahora, la pipa humeaba a todo vapor, y un aroma dulce y no desagradable, llenaba el lado estribor del enorme puente de mando. Él esperó, y cuando vio que no había más preguntas, dijo:

—Eso es todo, caballeros. Antes de irse, déjenme recordarles que los pasajeros de ese vuelo son de gran importancia para nosotros. No sólo como vidas que han de ser salvadas, fíjense bien, sino porque las impresiones que se lleven pueden afectarnos directamente a todos nosotros. El Vicepresidente, la gente del Departamento de Estado, todos ellos pueden influir en el presupuesto de la Marina para el próximo año ¡Ya sabemos lo que piensan los políticos de los portaaviones! Como ya saben no soy afecto a los discursos. Adelante y cumplan su trabajo.

Se volvió a su segundo.

—Larry, tú v Dubinsky, quédense aquí. —Rockwell hizo un movimiento con la cabo/a y luego se puso a contemplar las olas, despidiendo a los hombres sin hablar. Al volverse, notó la expresión de Wells, el primer timonel, que estaba al timón. El hombre miraba hacia adelante, pero Rockwell sabía que había escuchado cada palabra y el asunto se extendería a los hombres de la tripulación, como el fuego en la hierba seca, en cuanto Wells fuese relevado en quince minutos. Ya lo arreglaría, pensó Rockwell.

Dijo, acentuando las palabras:

—Quiero a Wells al timón cuando empecemos el salvamento,—dirigiéndose al oficial de cubierta del día.

—Sí, señor.

Wells era de Arkansas, y nadie sabía por qué, pero era sin duda el mejor timonel a bordo del Valiant. Tenía una habilidad natural, un sentido del tiempo y del barco, de mil doscientos pies de largo, que era casi sobrenatural.

El capitán le habló al segundo y al jefe de la cubierta de vuelos.

—Vamos a mi camarote.

Evie Campbell estaba terminando sus instrucciones.

—Así es la cosa. T. J., quiero que escojas seis hombres fuertes para que ayuden con los botes. Sharon, tú y Sue, cerrarán la galera de la cocina, recojan todo y aseguren los carritos de servicio. Después que el Capitán haga su anuncio, yo usaré el sistema para dar instrucciones para el panzazo y la evacuación, a los pasajeros.

Andrea se les había unido en la galera. Sus ojos no eran tan brillantes como de costumbre. Dijo:

—¿En qué puedo ayudar, Evie?

La aeromoza en jefe la miró. Llevaba el brazo pesadamente vendado. Lo sostenía en ángulo sobre el pecho.

—¿En realidad puedes ayudar? No es hora de heroicidades.

La joven negra hizo una pausa, luego dijo:

—No... en realidad, no, Evie. Me duele como el demonio.

—Bien, entonces siéntate y descansa. Asegúrate de sentarte cerca de una salida. Servirá para tranquilizar a los pasajeros. —Se volvió a Tommy Ling. —Paséate, Tommy. Sólo revisa las cosas. Que todos los carritos de atrás estén sujetos, los baños... cosas así. —Revisó su manual, que estaba abierto sobre el mostrador de la galera. Había releído cada artículo, todo el procedimiento para un panzazo y la evacuación.

Evie observó a Sharon Wojick con el rabillo del ojo. La joven parecía haberse recobrado de su pánico inicial. Evie estaba sorprendida, pero sintió que podría contar con ella cuando sucediera. Con Andrea fuera de circulación, todos eran importantes.

—Bien, dijo, hagamos todo. Nos encontraremos aquí después que Beemish haga su anuncio. Traigan los chalecos salvavidas. Creo que ahora los pasajeros prestarán más atención que antes del despegue.

Pensaba en el último estudio que había leído. Entre otras cosas, el estudio afirmaba que sólo un pasajero de cincuenta, escucha las instrucciones antes del vuelo. Ahora, lo sabía por experiencia, estarían pendientes de cada palabra.

Mientras los sobrecargos salían del área de la galera, Evie Campbell comprendió que no estaba pensando mucho en los resultados del panzazo. Trabajando en los procedimientos, dando instrucciones al resto de la tripulación, hasta el revisar la lista del manual, la habían absorbido en su trabajo; su trabajo como aeromoza en jefe. Resistió el impulso de pensar en los resultados; el pánico, la lucha para salir, el impacto. Me preocuparé de eso cuando suceda, pensó. Lo mejor era prepararse lo mejor posible. Cerró él libro, dejándolo accesible en el mostrador, y salió de la galera.

Tommy Ling había decidido empezar por la cabina trasera. Caminó despacio por el pasillo derecho del avión. Los pasajeros estaban callados, viviendo con sus incertidumbres, supuso, como él con las suyas. El, por lo menos, tenía la ventaja del entrenamiento que la Aerolínea Century le había dado. Era un conocimiento valioso. Si uno decía las palabras uun accidente de aviación", la mayoría de la gente pensaba inmediatamente en muertos, muchos muertos, pensando en lo inevitable. Tommy Ling sabía que esto no era cierto. De la mayoría de los accidentes se sale vivo, y el saber esto le ayudaba a lidiar con la incertidumbre.

Año tras año, mientras asistía a los entrenamientos periódicos, había visto las películas y las estadísticas que demostraban el hecho. La mayoría de la gente sobrevivía a los accidentes. Para el profano, sin embargo, los accidentes en que no hay muertes son poco conocidos. No acaparan los titulares de los periódicos.

De modo que Tommy Ling paseó por la cabina, observó a sus pasajeros, y pudo aparecer confiado. Tomaba su trabajo en serio, y sabía que después de las bebidas y comidas que había servido, de todas las veces que le habían llamado afeminado, debido a su trabajo, de todos los insultos de los pasajeros que había soportado en los últimos seis años, ahora podría desquitar su paga: asegurar la rápida y segura evacuación de la aeronave.

El pensamiento le reconfortó mientras paseaba. Hasta logró sonreírle a una de las secretarias del Departamento de Estado, que estaban en los asientos del final de la sección central. Las últimas siete filas de asientos estaban vacías, así que apresuró el paso y se adelantó por la división que separaba a la cabina, de los cuatro lavatorios en la cola del avión. Empezó a desmontar el carrito de servicio que había sido colocado allí. Trabajó con rapidez, poniendo poca atención en la limpieza. Sólo quería quitarlo y guardarlo bien sujeto. Oyó un sollozo, un sollozo de mujer, y levantó la vista.

Era Candy Watlington. Ella había utilizado el otro pasillo cuando le había visto dirigirse a la parte de atrás. Tenía los ojos enrojecidos; la piel abotargada. Notó que se había vuelto a abrochar la blusa.

—Tengo tanto miedo.

La voz era como la de un niño, débil y suplicante.

—¿Qué demonios hace usted aquí?

—No... no lo sé. Sólo necesito —le dio hipo— hablar con alguien, Papito está preocupado acerca de cuándo llegaremos a Pekín y... —Miró con extrañeza a su alrededor y su voz se apagó.

Tommy reconoció la combinación de miedo y alcohol. Le sorprendió, sin embargo, verla así. Esta grande y sensual mujer—niña, que se había mostrado tan segura de sí misma y tan competente, derrumbándose. Y aún no sabía las malas nuevas.

El se levantó y se colocó muy cerca. Podía oler el perfume y la ginebra.

—Oye, mira, dijo, no me vas a dejar mal, ¿no es así?

Ella le miró. Sus ojos se afocaron lentamente.

—¿Qué quieres decir?

El se le acercó más aún, de modo que sus cuerpos se tocaron en varias partes.

—Tenemos una cita, ¿te acuerdas?

Ella estaba confusa, casi fuera de sí. La cercanía del guapo hawaiano, el recuerdo de su conversación no terminada, la hicieron regresar y batallar con su miedo.

—¿Qué quieres decir? —Sacudió la cabeza, tratando de aclarar sus ideas.

El se inclinó hacia ella, y esperó que estuviera usando la táctica apropiada.

—Yo iba a hacer cosas terribles y maravillosas con ese magnífico cuerpo tuyo... cuando llegáramos a Pekín. ¿Recuerdas?

Fue suficiente. Ella se recobró lo bastante para mirarle y sonreír. El había tocado el único nervio que podía hacerla dominar su miedo. Le rozó los senos con su camisa. —Gracias, dijo ella, en voz baja. No sé que me sucedió... cómo que me perdí. A veces sucede ¿sabes?

Tommy se echó hacia atrás.

—Lo sé. Ahora mira, tengo mucho trabajo que hacer. —Le tomó los brazos, uno en cada mano. —¿Confías en mí?

Ella se mostró confundida.

—Esa es una pregunta curiosa.

—¿Confías o no? —La apretó con más fuerza.

—Supongo... supongo que sí. ¿Por qué?

—Las cosas se van a poner peor antes que mejorarse.

—¿Qué quieres decir?

—Mira, Candy, no tengo tiempo de explicaciones. Sólo confía en mí. Todos estaremos bien, ¿lo entiendes?

—¿De qué demonios hablas?

—¡Candy! Vamos a tener que dar un panzazo, aterrizar en el agua. ¡Todo irá bien! —Ella había empezado a echar atrás la cabeza con temor. El la sacudió. —Lo anunciarán dentro de unos minutos. —Sólo búscame a mí. Yo estaré allí. ¿Lo entiendes? —Había alzado la voz y se preocupó de que oíros pasajeros hubieran podido oírle. Finalmente, ella se relajó. —¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza.

—Sí.

Luego, en uno de esos cambios bruscos y locos que él estaba empezando a comprender, le apretó las partes nobles con la mano y se alejó rápidamente.

Tommy Ling se quedó allí por un momento, luego movió la cabeza y decidió que estaba loca, y se regresó a asegurar el carrito de licores.

Duncan Manning miraba por la ventanilla. Distraídamente, metió un dedo en el Bloody Mary y chupó el jugo de tomate. Eileen Morgan se hallaba todavía con su gente, así que se había quedado solo con sus pensamientos. Algo que había dicho el Presidente le roía por dentro, en el fondo del cerebro, esperando ser utilizado.

Contempló el mar que se extendía abajo. Había una capa de nubes blancas de aspecto filamentoso, esparcida a unos diez mil pies de altura. El sol era brillante. Era difícil estar seguro, pero parecía no haber oleaje, no había ondas en la superficie del océano.

Miró a lo largo del ala del DC—10. Desde donde estaba sentado no podía ver el motor destrozado; lo escondían las enormes, aunque airosas, líneas del ala. El sol se reflejó en la superficie plateada, alternando sombras y chispazos de luz. El alerón se movió ligeramente arriba y abajo, haciendo cambios diminutos en la dirección del avión, llevándolos a su cita con el grupo de fuerza naval.

Cerca del fuselaje, Manning vio la huella de una mano. Se rio para sus adentros pensando que a Beemish le hubiera dado un ataque si hubiera sabido que estaba ahí. La huella de una mano. Una mano sucia, hacía un día, o diez, o veinte, se había apoyado en el borde del fuselaje. Un mecánico, supuso, había dejado su huella en este avión, sin saberlo.

Manning encendió otro cigarrillo, aspiró una profunda bocanada, y exhaló el humo lentamente, estudiando la mancha de grasa, la palma, cuatro dedos, y un pulgar. Le hizo pensar en hombres y máquinas, en cómo los hombres habían construido la nave en que ahora volaba. El hombre la cuidaba, la volaba, y la usaba como una herramienta para sus propias necesidades. Ellos la habían diseñado y construido para llevar doscientos o más de su propio género por los cielos, muy alto, a grandes velocidades.

Sin embargo, la naturaleza había fijado las leyes aerodinámicas de manera que la nave también pudiera volar lentamente, cerca de la tierra, para posarse y detenerse en las pistas que los hombres construían.

¡Cuarenta y cinco nudos!

En alguna parte de su cerebro, Manning buscó lo que fuera que le picara, para rascarse. Miró la huella de la mano, negra contra el brillante aluminio, y pensó en los miles de horas que había pasado en esta clase de nave, este DC—10 que había aprendido a respetar como una de las mejores aeronaves que jamás se habían construido. Pensó en los mecánicos, a los que alternadamente, había regañado y amado, dependiendo de las circunstancias, y algunos de los milagros que había visto realizados, en noches heladas y llenas de nieve, cuando un canoso mecánico (tal vez el mismo que había dejado su huella en el ala) había encontrado el alambre debido, el encendido defectuoso o lo que fuera, para enviar adelante a Manning, con seguridad.

Ellos podían hacer cualquier cosa. El hombre no era un esclavo de la máquina. La máquina era un sirviente de los hombres que la habían construido y de los que la usaban para volar. El hombre hacía que la máquina hiciese lo que él quería, dentro de las leyes que la naturaleza había fijado para volar.

¡Cuarenta y cinco nudos! Allí estaba el picor otra vez, y en esta ocasión, la mente de Manning lo alcanzó y se rascó.

La pregunta hecha con poco entusiasmo por el Presidente:

—¿Podría usted aterrizar una de esas cosas en un portaaviones?

Cuarenta y cinco nudos. El portaaviones navegaba hacia ellos a cuarenta y cinco nudos, o más. Ahora no se reía. Mentalmente repasó el manual de vuelo para el DC—10. No había estado ausente tanto tiempo, y las cifras le vinieron instantáneamente. Su peso debía ser de aproximadamente 135,000 kilos. Velocidad de acercamiento con ese peso: 125 o 130 nudos, dependiendo de la colocación de las cubiertas de las alas. La velocidad, al aminorarla, sería más o menos, de 103 nudos con las tapas a un ángulo de 35 grados. Si...

Eileen Morgan se dejó caer junto a él.

—Te ves como un gato que acaba de tragarse un canario.

El levantó la vista.

—¿Qué?

—Tu cara. Está toda iluminada. ¿Qué está sucediendo?

El se volvió en el asiento para encararse a ella.

—¿Recuerdas lo que te dije que preguntó el Presidente? ¿Acerca del portaaviones?

—Sí. Dijiste que era de risa. ¿En qué demonios estás pensando, Duncan?

—Estoy pensando que, tal vez, la idea no es tan ridícula, después de todo.

Le explicó rápidamente a ella acerca de la velocidad de aterrizaje del avión y la velocidad del portaaviones.

—Lo siento, Duncan. No entiendo.

—Bien... —Sacó un pedazo de papel y garrapateó las cifras en forma de columna, substrayendo cada factor de la velocidad aminorada del avión. —La velocidad aminorada es de 103 nudos. Digamos 110, para tener un margen. Volaríamos a 110 nudos, por abajo de la velocidad de aproximación, pero aún sobre la velocidad aminorada.

—¿Qué quiere decir velocidad aminorada?

—Es donde el avión deja de volar, se cae del cielo. —Estaba un poco molesto por la interrupción. —Así que volamos a 110. El portaaviones hace cuarenta y cinco nudos sobre el agua. Si hay algún viento, y por lo general lo hay, podemos aprovecharlo. Digamos quince nudos, podemos tener suerte y tener más. Podríamos tocar, aterrizar, ¡a cincuenta nudos!

Ella no lo comprendió.

—Pero, vas volando a 110.

El se veía excitado ahora.

—Seguro. Pero eso es por el aire. Nuestra velocidad en relación con el portaaviones, sería sólo de cincuenta. Tal vez menos si el viento es fuerte. Maldición, Eileen, yo puedo parar este avión en quinientos pies, si toco a cincuenta nudos. Hizo un círculo alrededor de la cifra, en el papel, y luego la pinchó con la punta del lápiz.

—Podría funcionar.

Ella le miró, su instinto de reportera le decía que algo se estaba cocinando.

—Pregunta, Duncan: ¿Realmente crees que puede hacerse?

Pregunta: Parece más peligroso que un panzazo.

Pregunta: ¿Por qué?

—Trataré de contestar, Eileen. Yo no sé si puede hacerle, pero así lo pienso. Si pudiera obtener más información, lo sabría con seguridad, pero en este momento no sé lo suficiente acerca del portaaviones Valiant.

—¿Qué necesitas saber?

—Saber que es lo suficientemente largo. Los nuevos portaaviones son, por lo menos, de 1,110 pies de largo. Es el ancho lo que tendría que ser adecuado. La velocidad máxima a que puede navegar. Si hay algunos sistemas de ILS en uso,4 que sean compatibles con nuestro equipo. Eso es para la dirección electrónica a la cubierta. Podría averiguar todo eso por radio. El Jefe de Operaciones Navales está en la oficina del Presidente, con él.

Eileen preguntó.

—¿Y el peligro, Duncan? Suena muy arriesgado.

El calló por un momento, sopesando en su mente el factor riesgo.

—No creo que sería más peligroso que un panzazo en mar abierto. Si las velocidades concuerdan, si el barco es lo suficientemente grande, yo diría que son igualmente peligrosos. —Se rascó la barbilla—. Bien, eso no es del todo cierto... Si el aterrizaje fallase, las consecuencias serían mucho más desastrosas.

—Eso pensé. Por eso hice la última pregunta. ¿Por qué querría alguien aterrizar este enorme avión en un pequeño portaaviones, en vez de en el anchuroso mar?

Manning estaba entre la espada y la pared. El Presidente le había dicho lo de la vacuna, en confianza. Ella era una reportera. Había buenas razones para intentarlo, para empezar, 190,000 dosis de vacuna.

—No puedo decírtelo.

Ella le miró sorprendida. Después de un momento, dijo:

—Algo está sucediendo, Duncan. Fue tu charla con el Presidente, ¿no es cierto?

El le tomó la mano.

—Lo siento. Volveré en seguida.

Le apretó la mano, la besó en la oreja, y dejó el asiento, pasando cuidadosamente, por sobre las piernas de ella.