CAPITULO 3
El Secretario de Prensa de H. Kingsley Dobson se hallaba encorvado sobre sus notas en el asiento posterior de la limusina. Se hallaba sentado junto al Vicepresidente, con la esposa de Dobson sentada en uno de los pequeños asientos plegadizos. El secretario de prensa era un hombre pequeño y nervioso—. La conferencia de prensa se celebrará en la misma área de embarque, todas las cadenas y algunas estaciones locales. El Times, el Post, los periódicos de California. —Le entregó a Dobson dos hojas de papel escritas a máquina en tipo grande, de forma que el Vicepresidente pudiese leer sin lentes—. ¿Va usted a responder alguna pregunta?
Dobson miró atentamente a su esposa, prestándole poca atención a Crowley, el Secretario de Prensa. Tomó los papeles sin mirarlos. Beverly Dobson no le prestaba atención a la plática. Miraba por la ventanilla del coche blindado, viendo a la escolta de motociclistas dirigirse a la terminal de Aerolíneas Century. Su cabello, que empezaba a encanecer ligeramente, lo llevaba afectadamente revuelto para producir un efecto casual. Era un clásico ejemplar de la nueva raza de esposas de políticos —fría, segura de sí misma, y prevenida. Atractiva, no como es atractiva una estrella de cine, sino como una mujer rica y de clase es atractiva.
Y su matrimonio se estaba cayendo a pedazos.
—¿Quiere que le hagan preguntas? —dijo Crowley elevando la voz.
Tanto Dobson como su esposa se volvieron hacia él—. ¿Eh? Oh, sí. Pero sólo unas pocas. —Llamó la atención de Beverly—. Para esto me gustaría que estuvieses a mi lado. —Su voz era suave. Había un ruego en ella que sólo Beverly podía detectar.
—Muy bien. —Se volvió y continuó mirando por la ventanilla.
La fila de coches se acercó al frente de la terminal. Dos limusinas, custodiadas adelante y atrás por dos coches de la Patrulla de Caminos de California. La puerta del coche trasero se abrió y los del Servicio Secreto salieron, tomando posiciones cerca del coche del Vicepresidente. Había poca gente; pero su actividad llamó la atención y pronto se reunieron cincuenta personas que se pararon a observar. El agente del Servicio Secreto que había viajado con el Vicepresidente, se bajó y abrió la puerta trasera. Beverly Dobson precedió a su esposo, y luego esperó a que él saliera, seguido por el secretario de prensa, George Crowley. El Vicepresidente hizo un saludo con la cabeza a los hombres del Servicio Secreto, y luego agitó la mano cuando la multitud aplaudió dispersamente. Dobson era popular, visiblemente más que la mayoría de los vicepresidentes lo habían sido en el pasado. Se sintió bien por ello; mientras sonreía y saludaba, pasó por su mente el pensamiento que la fotografía de Gerald Ford, había sido reconocida por sólo poco más del 30 por ciento, en la encuesta realizada después de su confirmación como Vicepresidente de Nixon.
Los del Servicio Secreto precedieron el camino a la terminal. Dobson los siguió, caminando a la derecha de su esposa. Los fogonazos se producían erráticamente, llamando muy poco la atención. Se volvió a su esposa—. No lo dije antes, pero hoy estás preciosa.
Sonrieron con sus sonrisas públicas, tan fáciles después de ensayarlas.
—No había dicho eso antes... desde hace mucho tiempo.
El agitó los brazos otra vez, con menos entusiasmo—. Lo sé, Bev... yo estoy... Caminaban con rapidez, acercándose a la zona de seguridad. Ella le interrumpió—. No te molestes, King... ya hablaremos de ello en otra ocasión. Accedí a hacer este viaje contigo, ¿no es así? No quiero ir, pero voy... porque te respeto a ti y lo que representas. No te causaré ningún problema, así que ahora dejémoslo, ¿quieres? —Sonrió con dulzura al pasar junto a una familia con dos niñas. Las dos pequeñas le sonrieron a su vez.
Hubo una demora momentánea al pasar la zona de seguridad, el Servicio Secreto determinaba quiénes debían pasar por el magnetómetro y quiénes no. Dobson miró a su esposa—. En el avión te diré lo que eso significa para mí. Gracias, Bev.
El nudo de gente se aclaró y llegaron al área de embarque; las luces de la televisión relumbraban y se abrió un paso hasta el pequeño podio con el logotipo de Aerolíneas Century al frente —una C estilisada, en oro, con una flecha atravesándola, parecida a un avión Jet. King Dobson miró otra vez a su esposa, y luego, por primera vez, miró los papeles que llevaba en la mano. No queriendo ser apresurado, dejó que los reporteros esperaran unos minutos mientras él leía rápidamente, dos veces, los comentarios preparados.
Cerrando su mente a los problemas que él y Beverly parecían tener últimamente, se concentró en el asunto presente. Hizo una inclinación con la cabeza a su esposa, quien sonrió, y ambos caminaron hacia el podio. El hizo un gesto con la mano a la gente de la televisión, indicándoles que deseaba un minuto más, luego le hizo una seña a Christopher Watlington, el nuevo embajador, para que se acercara más a él y se pusiera a su espalda. Clarence Moore, el Secretario de Estado, también se unió al pequeño grupo frente a las cámaras.
Dobson hizo una señal de asentimiento en dirección a éstas, esperó hasta que vio encenderse la luz roja sobre la más cercana, y luego empezó—: Señoras y señores, es un gran honor para mí estar aquí a punto de abordar el primer vuelo comercial a la China Popular, desde la Segunda Guerra Mundial. Es una muestra de la creciente amistad entre dos grandes naciones, un paso más hacia la paz.
"El Presidente Bradley y yo hemos trabajado mucho para establecer el clima entre nuestras naciones que permite este histórico vuelo. En cierto sentido, éste no es sólo otro vuelo más... Acompañándome irán el Secretario de Estado, el señor Clarence Moore y el honorable Christopher Watlington, nuestro nuevo embajador en la República Popular de China. —Dobson hizo una ligera pausa, mientras las cámaras enfocaban a los dos hombres, y luego prosiguió—: Así que este viaje es algo distinto por la naturaleza misma de los pasajeros, sin embargo, a partir de hoy, Aerolíneas Century tendrá cuatro vuelos semanales a China —comerciantes, turistas, toda clase de personas, lo que permitirá estrechar más los lazos del comercio y el turismo y ayudar a asegurar nuestra meta de la paz mundial. Como ya saben ustedes, negociaciones para un servicio aéreo recíproco se han mantenido durante casi dos años..
Duncan Manning observaba desde un lado mientras el Vicepresidente hablaba. No era una experiencia nueva para él, había visto cientos de "eventos" preparados, durante la campaña. Manning no conocía muy bien al Vicepresidente. Había volado sólo unas pocas veces en su Boeing 727 contratado, mientras que su conexión con el entonces candidato, William Bradley, le había permitido volar con éste, casi exclusivamente.
Eileen Morgan se apartó del grupo de reporteros que esperaban que Dobson terminase sus comentarios. Habló brevemente con su equipo y luego se acercó a Manning.
El le sonrió—. ¿No temes perderte algo?
—No con él. Siempre lo mismo. El conjunto de las cadenas de T.V. lo grabará todo. Yo tengo el plan de escribir un artículo de fondo, en el avión. He llegado finalmente, a una posición que me permite hacer eso en vez de competir con la chusma. Hizo un gesto con el brazo que abarcaba la conferencia de prensa.
Manning se rio, pensando en cómo era ella cuando él la había conocido por primera vez durante la campaña, una joven y atractiva reportera, que empezaba a jugar en las ligas mayores—. Has subido mucho, nena.
Eileen iba a replicarle. Vio su cara agradable, vio la falta de malicia, y dijo—: Sí, supongo que sí. —Sin pensarlo, metió su mano bajo la chaqueta de él, buscando en el bolsillo de la camisa, donde sabía que guardaba sus cigarrillos y su encendedor. Ella no llevaba bolso de mano.
Su toque fue eléctrico, inesperadamente íntimo, de un momento, hacía ya años, en que habían compartido el tiempo y el placer. Cuando los largos y afilados dedos de ella rozaron su pezón mientras buscaba el encendedor, Manning sintió la chispa de su contacto viajar inmediatamente de la tetilla a sus partes nobles y regresar. El mismo se asombró de su reacción. Ella encendió el cigarrillo; luego viendo el asombro en su cara, le devolvió la cajetilla y el encendedor—. Lo siento —dijo ella—. Lo hice sin pensar.
El denegó con la cabeza—. No lo sientas. —Tomó la cajetilla y el encendedor Zippo y los volvió a su bolsillo. Jesús, cómo le gustaba esta mujer. El, sólo había vagado desde la muerte de su esposa. Pena por un tiempo, y después una sensación de vacío o soledad, no estaba seguro, y luego una especie de limbo. Se había acostado con unas cuantas mujeres, aeromozas y otras, en la mayoría amigas. Algunos de los contactos sexuales él los había considerado como de lástima, alguien, viendo su vacío, sentía lástima por él, y él se dejaba llevar a la cama sin resistirse, pero sin entusiasmo. Había sido agradable, hasta excitante, pero impermanente. La mayoría de las mujeres habían continuado siendo sus amigas, aunque no compañeras de cama. Miró a Eileen. Pero, ésta, pensó, es diferente. ¿Estaré vivo todavía, después de todo?
A Frank Beemish le tocaba ocupar el asiento izquierdo de la cabina de mando. Había colgado, cuidadosamente, su gorra y su chaqueta, en los casilleros que se hallaban en la parte posterior de la cabina, y murmuró otro saludo a la tripulación. Pasó al lado de Hal Wexler, que se hallaba sentado en el asiento inmediato posterior al del capitán. Colocó su petaquilla de vuelo entre el asiento y la pared, bajo la gran ventanilla, y se sentó.
Cada piloto en el mundo tiene su manera de revisar su aeronave, y Frank Beemish lo hizo, como se lo dictaba su personalidad, fastidiosamente. Empezó por el panel del techo, con los interruptores indicadores de inclinación para cada sistema, y revisó, meticulosamente, los giroscopios, los interruptores de prueba de navegación, y la consola principal de instrumentos de vuelo. Lo hizo sin hablar, absorto en que cada cosa estuviera correcta. Cuando hubo terminado, hizo sus propias verificaciones de los tres sistemas de INS, asegurándose que habían sido programados antes de su llegada a la cabina de mando. Volvió a checar su copia del plan de vuelo, con todos los nuevos puntos, la serie de puntos navegacionales para cruzar el Pacífico, en latitud y longitud, que dictarán su curso.
Cuando hubo completado su revisión de la cabina de mando, sacó de su bolsa de vuelo los mapas necesarios para la primera parte del mismo. Arregló el SEI —despegue estándar por instrumento—, placas en el sujetador de mapas en el centro de la rueda de control. Luego, arregló la baja altitud en el mapa de la ruta para la parte norte de California, para mostrar esa porción de su ruta. Finalmente, volvió a doblar el North—Pac HI—1, el mapa para el Pacífico del Norte entre los continentes, en forma que se viera la costa oeste de California hacia Midway.
Beemish estaba así, preparado, para las primeras siete u ocho horas de vuelo, sin tener que sacar nada de su bolsa. Estaba de acuerdo con su carácter el prepararse así, y nadie en la cabina hizo comentario alguno.
Evie Campbell entró, llevando tres humeantes tazas de café. Las dejó en la mesa del ingeniero de vuelo, y luego se las pasó a Albertson, a Tad Elliot y a Wexler. —Hola, Frank... no sabía qué querrías.
Beemish se volvió en su asiento. —Está bien, Evie. Café con crema y azúcar, cuando tengas oportunidad—. No obstante ser tan formalista, a Beemish se le conocía por cuidar bien a sus tripulaciones, algo que no era siempre evidente en las cabinas de mando de la Century. —¿Cómo te las arreglas allá atrás?
Ella se rio. —Sin problema. Estoy acostumbrada a llevar personajes del gobierno en mis vuelos. Regreso en seguida.
Salió de la cabina de mando. Beemish se volvió a la consola de instrumentos que tenía enfrente. Sus manos viajaron rápidamente y con familiaridad por los instrumentos, sin embargo, con cuidado, al preparar y checar cada radio de navegación para su salida. Es una rutina que es practicada por todos los pilotos del mundo, y reconfortante, casi íntima.
Evie Campbell regresó con el café—. Toma, Frank. —El asintió con la cabeza y dejó el café en el sujetador especialmente diseñado, cerca de su mano izquierda. —¿Quieres saber lo que tenemos planeado? —Se hallaba sentada, confortablemente, en el brazo del asiento de Tad Elliot y se inclinó hacia adelante.
Beemish se quitó sus gafas de leer y se volvió nuevamente hacia ella. —Seguro. Adelante.
Evie sacó una pequeña agenda del bolsillo de su uniforme y la abrió. —Empezaremos con una comida ligera, inmediatamente después del despegue. Debían ver el menú, se ve delicioso. Ligero, delicado y muy oriental, creo yo. Cocteles antes y durante. Luego pasaremos la película—. Se volvió a Tad al decirlo. —Te avisaré cuando estemos listos. —El asintió con la cabeza y luego, inconscientemente, miró el interruptor del proyector arriba y a la derecha de su panel. —Ustedes no lo van a creer, pero la película es La nao de China de Humphrey Bogart. Debe tener cien años. Yo no sé a quién se le ocurrió eso... el muy idiota... Tal vez yo tenga la visión completa del cuadro...
Beemish, en silencio, se sintió aplastado. La película había sido idea suya, una de sus favoritas durante años. Iba a decir algo para defender su elección, pero decidió guardar silencio.
—De cualquier manera, después de la película, serviremos copas otra vez, y luego una cena cantonesa de cuatro platos. Si tengo suerte, les guardaré unos bizcochos de huevo.
Will Albertson exhaló un gemido. —Comeré un filete. La comida china siempre...
—Ya lo sé, a la hora tienes hambre. No te preocupes tenemos cenas regulares para la tripulación. Evie pasó una hoja de su agenda. —Además de mí, hay cinco sobrecargos. Supongo que ya saben eso. En el frente tenemos a Sharon Wojick y a Tommy Ling. Tommy es hawaiano, pero descendiente de chinos. Lee y habla el idioma con fluidez. Atrás tenemos a T. J. O'Brien y a Sue Chou, nuestros supuestos chinos cuatro generaciones en California. Se volvió a Tad Elliot. —Y para tí, amigo, especialmente, tenemos a Andrea Morris. El ingeniero de vuelo se vio confundido. —Alta, exótica y más negra que tú, Un poco fría, así que vete con cuidado.
—¡Eso es discriminación! De broma, golpeó el brazo del asiento. —Además, no la conozco.
—Acaban de transferirla de Nueva York. Soltera, sin compromiso. Se sonrió. —Puedes ir a practicar ese apretón de manos ridículo que haces, con ella. Tal vez luego junten las nalgas o como sea que acostumbres terminarlo.
Beemish estaba un poco sorprendido por la conversación. Ignoraba la especial relación entre Tad y Evie. Dijo con voz suave, pero con firmeza. —Bien, bien... preocúpense de amores nuevos en otra ocasión. ¿Alguna otra cosa, Evie?
Ella regresó la agenda al bolsillo de su chaqueta beige. —Eso es todo, más o menos. ¿Algún inconveniente si vengo aquí a fumar un cigarrillo?
Beemish se encogió de hombros. —No me importa. ¿Y a ustedes? Miró a los otros tres hombres. Albertson y Wexler denegaron con la cabeza.
Tad le dio unos golpecitos al asiento del observador que estaba junto a él. —Puedes poner esa cosita blanca aquí, cuando quieras. Iba a añadir algo, pero la señal de llamada de la cabina de pasajeros a la de mando, sonó. Levantó sus auriculares y escuchó. —Bien, se lo diré a ella. Se volvió hacia Evie. —La gente llega en tres minutos.
Mejor regreso. Llámenme si necesitan algo. La aeromoza en jefe se dio la vuelta y salió, dejando un ligero olor a perfume.
Beemish miró al ingeniero de vuelo por un momento. —Tad, creo que debías tener cuidado en la forma que le hablas a las aeromozas... Dejó la frase en el aire.
—Frank, Evie y yo nos hemos conocido durante mucho tiempo. No hay ofensa en lo que le digo, ni en lo que ella me dice a mí —mientras venga de ella.
Beemish asintió con la cabeza, un tanto confuso. —Ya veo, bien, ah... continuemos con la lista de revisión. Se volvió hacia el parabrisas y se ocupó en arreglar las páginas de salida para el aeropuerto de San Francisco, en la pequeña tabla sujeta—papeles que tenía frente a él.
Will Albertson levantó la gran tarjeta impresa que contenía la lista de revisiones de pre—salida y empezó a leer. —¿Ventanillas corredizas?
El y Beemish contestaron. — ¡Cerradas, manijas sujetas! —¿Freno de estacionamiento?
Ahora sólo respondió Beemish. —Colocado, presión alta. —¿Interruptores de quijada? —Puestos.
La letanía continuó, como lo hace en cada cabina de mando del mundo.
Evie Campbell se hallaba de pie, justo adentro de la segunda puerta de la izquierda del avión, designada como L—2 en las tarjetas de salidas de emergencia. Junto a ella estaba Tommy Ling. Era un joven alto e increíblemente bien parecido. Nacido en Hilo, educado en las islas, era el ejemplo perfecto del Hombre Dorado en el libro de James Michner. Se inclinó varias pulgadas para hablarle a Evie. —No estoy seguro de estar listo para esto, Evie. Aunque estoy protegido por la poderosa y terrible Kahuna, son gentes importantes las que están listas para abordar nuestro avión.
—Déjate de idioteces, Tommy. Te conozco demasiado. Le miró. —¿De veras estás nervioso?
El sonrió mostrando unos dientes perfectos y blancos. —No. Inconscientemente se ajustó la corbata azul y amarilla que llevaba puesta. —Es sólo que quisiera que subieran de una vez...
Como si las palabras de Tommy hubieran sido una señal, el Vicepresidente y su esposa, seguidos de cerca por Lou Tafero y por el secretario de prensa, Crowley, dieron la vuelta a la pasarela de acceso y cruzaron el umbral de la puerta del avión. Dobson hizo una pausa, siempre el político, y le dio un apretón de manos a Evie. —Me alegro de verla otra vez, señorita Campbell. (Crowley le había informado de los nombres de todos los miembros de la tripulación.) —¿Recuerda a la señora Dobson?
Evie asintió con la cabeza. —Naturalmente. Encantada de volver a verla.
Beverly Dobson le sonrió a Evie.
El tráfico empezó a detenerse en la pasarela debido a la pausa de Dobson. —Usted estuvo en varios de los vuelos de la campaña, por lo que recuerdo.
—Así es, señor Vicepresidente.
Una de las cualidades más valiosas de Kingsley Dobson era su habilidad para hablar con la gente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo y no hubiera nadie más. Se concentró en Evie. Conspiratoriamente, dijo—: Parece que fue hace cien años. Encendió su sonrisa. —Se ve usted muy bien.
Evie se sintió incómoda con tanta atención. —Muchas gracias. Indicó al sobrecargo que estaba a su lado. —Tommy Ling le llevará a su asiento, señor. Todos tienen una placa con el nombre. —El Vicepresidente y su esposa siguieron adelante y dieron vuelta a la izquierda cuando Tommy Ling los precedió a sus asientos en la sección central de la cabina de primera clase.
Los asientos habían sido preasignados, de acuerdo con un plano proporcionado por un oficial del protocolo en la oficina de prensa de la Vicepresidencia, y luego ligeramente alterados por el secretario de prensa. Evie se alegró de haber sido relevada de tomar pases de entrada para este viaje. Hubiera sido una pesadilla. Ei agente de entrada, junto con un agente del Servicio Secreto, revisaban a los pasajeros según iban entrando a la pasarela.
El Secretario de Estado, Clarence Moore, subió a bordo con dos acompañantes. Se hallaba su asiento en el lado izquierdo, al otro lado del pasillo del Vicepresidente. Los asientos del otro extremo de la mesa, frente a Dobson y su esposa, habían sido dejados vacantes, para que éste pudiera conferenciar durante el vuelo.
Watlington, el recién designado embajador, y su hija, estaban próximos. Les había tocado dos filas a la derecha, justo atrás del encortinado centro de comunicaciones. La mayoría de los asientos que quedaban en primera clase, se llenaban rápidamente. Carson Trewes y su esposa, junto con Dick Whitlow, el vicepresidente ejecutivo de la Century, y su esposa, ocupaban asientos en el extremo izquierdo de la cabina. Otros ejecutivos, y la mayoría de los agentes del Servicio Secreto, fueron relegados a asientos en la Clase Turista.
Carson Trewes se excusó con su esposa, una atractiva mujer algo gruesa. —Voy a la cabina de mando, querida, a ver a Frank Beemish. ¿Quieres saludarle?
—No, Carson, ve tú... salúdalo de mi parte.
Trewes dejó el asiento en el momento que llegaba Tommy Ling, con una bandeja de copas de champaña. Como era costumbre en la Century, a los pasajeros de primera clase se les servía champaña en cuanto abordaban. Una hielera de plata, con dos botellas de un fino champaña de California y copas, fue dejada sobre la consola del frente. —¿Champaña, señor Trewes?— Cuando el presidente de la aerolínea declinó, el asistente le ofreció la bandeja a su esposa. Ella tomó una copa y dio las gracias con una inclinación de cabeza. Trewes se marchó a la cabina de mando.
Los pilotos estaban terminando su revisión cuando llegó Trewes.—Hola, Frank. Estrechó la mano de Beemish.
—Señor Trewes —contestó Beemish. Creo que ya conoce al resto de la tripulación. De cualquier manera los presentó, y Trewes estrechó las manos de los otros tres pilotos.
—Bien, caballeros —dijo Trewes, parece que estamos listos. Los pilotos murmuraron algo en respuesta. Miró a su alrededor casi con un suspiro. —Ya no tengo muchas oportunidades de visitar esto. Se quitó los lentes y se frotó una partícula inexistente de la esquina del ojo. Frank Beemish sabía que ésta era la introducción para un pequeño discurso. —Maldición, cómo han cambiado estas cosas. Las cabinas de mando ya ni huelen como antes... ¿te has dado cuenta, Frank?
Beemish asintió. —Sí, es diferente.
—Yo recuerdo el olor a cuero en las hélices. Yo era entonces vicepresidente de mantenimiento. Pasé mucho tiempo en aquellos días entrando y saliendo de la flotilla. —Miró a su alrededor, al sistema de guía de vuelo, a los paneles de navegación inercial, a la consola del ingeniero de vuelo, con incontables esferas y controles. —Sí, ya no es igual.
Habiendo pasado su momento de nostalgia personal, el presidente de uno de los sistemas de transportación más grandes del mundo se puso sus lentes. —No tengo que decirles, caballeros, la importancia de este vuelo. Es algo por lo que hemos trabajado durante años, luchado, hemos gastado un dineral en obtener. Se sonrió casi para sí mismo. Puso una mano sobre el hombro de Tad. —Sé que ustedes harán un buen trabajo. Sólo quería hacerles saber que estoy feliz de tener gente como ustedes, trabajando para nosotros. Buscó un pensamiento y luego se le ocurrió que ya había sido suficiente. —Frank, cuando tengas ocasión más tarde, pasa a vernos. Los veré a todos en Pekín. Yo invito la cena. —Se dio vuelta para salir. Al hacerlo, hubo una pequeña conmoción en la puerta de la cabina de mando.
El Vicepresidente Dobson había decidido saludar a la tripulación. Se coló a la cabina a un lado de Trewes. —Hola, Carson, dijo,
—Señor Vicepresidente. No tuve ocasión de decírselo en el área de embarque, pero, bienvenido a bordo.
Dobson se rio. —No es usual que un pasajero sea bienvenido a bordo por el presidente de una aerolínea.
—Bien, señor, este no es un viaje ordinario, ni creo que puede llamársele a usted un pasajero ordinario. Trewes salió de la cabina de mando.
El Vicepresidente se adelantó para ocupar el espacio que había ocupado Trewes. —Capitán Beemish. Me alegra volverle a ver. —Beemish se volvió nuevamente de su asiento. Los dos hombres se estrecharon la mano.
Beemish se sentía un poco molesto por todas las interrupciones de su rutina de pre—vuelo, sin embargo, era el Vicepresidente de los Estados Unidos de América. A Beemish le pareció que Dobson ponía un énfasis especial en su saludo a Tad Elliot.
La conversación fue afable, sobre el tiempo, unos cuantos detalles de la aeronave sobre los que Dobson tenía curiosidad. Estaba sorprendentemente bien informado sobre el DC—10; la tripulación se sintió halagada al poder demostrar su pericia.
Tad Elliot dijo: —Señor Vicepresidente, cuando yo hacía la inspección de pre—vuelo hace un rato, noté que subían una carga. No tenía marcas. Tad se sentía un poco embarazado por su pregunta, pero continúo. —Consistía en varios cientos de pequeñas cajas. ¿Es algo que llevamos como un gesto de amistad o qué?
—No lo sé, señor Elliot —¿está usted seguro que no era carga general?
—No lo creo, señor. El cargamento era embarcado por soldados, pero los uniformes no tenían insignia. El Servicio Secreto parecía protegerlo mucho. Por lo que yo sé toda la carga se metió en las bodegas delanteras. Esta carga que digo estaba siendo cargada a popa.
Dobson pareció perplejo, pero despreocupado. —Lo averiguaré para decírselo. Mi negocio es probablemente como el suyo, siempre soy el último en saber las cosas. —Mientras los pilotos se reían por lo cierto del comentario de Dobson, éste dijo, —los dejo con su trabajo. Me encantó conocerles señores.
Salió de la cabina de mando. Dejó la puerta abierta y desde justo afuera, oyeron la voz del Vicepresidente. — ¡Vaya, el capitán Manning! El Presidente me dijo que posiblemente vendría con nosotros.
Beemish escuchó atentamente la conversación fuera de la puerta, rabioso.
—Me alegro de verle otra vez, señor Vicepresidente.
—¿Por qué no está de uniforme? ¿En la cabina de mando? Pensé que éste sería un vuelo escogido para usted.
La respuesta de Manning no se escuchó dentro de la cabina de mando.
Dobson dijo, —¿retirado? ¿Cómo...? Bueno, no importa. Le diré qué, déme un par de horas para trabajar en unos papeles; luego venga a tomar una copa con nosotros. Yo sé que a Beverly le gustará verle.
El Vicepresidente dejó el umbral y Manning entró. —Pensé que no los saludaría otra vez. Hola, Tad. —Los dos hombres se estrecharon la mano.
—Qué agradable sorpresa, Duncan. Creí que te habrías ido.
—No me perdería esto por nada del mundo. Tuve la suerte.
—¿Qué demonios es esto? ¿La estación del ferrocarril? —Beemish habló casi a gritos. — ¡Tenemos trabajo que hacer!
Manning conservó la calma. —Lo siento, Frank. Sólo quería saludar.
—Bueno, salude en otra ocasión, ¡maldita sea!
—Seguro. —Se salió de la cabina de mando. Tad se encogió de hombros. Albertson y Wexler miraron por las ventanillas de la cabina.
Nadie habló durante un rato. Elliot pasó la tarjeta de despegue. Will Albertson colocó la gran cartulina de lucita en un pedestal entre los dos pilotos, frente a los mandos. —Oye Frank, ¿qué te molesta tanto de Manning? —La pregunta no estaba realmente fuera de lugar, los dos hombres eran contemporáneos casi y ambos eran pilotos administrativos y este era un aspecto de Beemish que Will no había visto nunca. Para el caso, ninguno de los otros dos hombres lo había visto tampoco.
Beemish hizo una pausa antes de replicar. — ¡Sólo me enfurece! ¡Fue un dolor en el culo mientras volaba y lo sigue siendo!
—Vamos, Frank, tú sabes muy bien que fue uno de los mejores pilotos que jamás se sentó en un asiento de mando. Tenía más técnica en un dedo que la mayoría de nosotros tendrá nunca, incluyéndome a mí.
Beemish se calmó un poco, como si estuviera presidiendo una junta en la sala de conferencias de operaciones de vuelo. —El hombre no es ortodoxo. No tiene sentido del orden, de procedimiento. Hay una forma correcta de manejar esta aerolínea, y esa es siguiendo las reglas. —Hizo un gesto. —No creo que ese hijo de perra leyera jamás el libro de reglas.
—Hizo un buen trabajo —tú lo sabes.
—¡Tú nunca viste las cartas! Yo recibía cartas de todos: del Servicio de Pasajeros, arrojó a un pasajero del avión por la fuerza, se rehusó a volar hasta que cambiaron toda la maldita cocina del DC—10. ¡Dijo que la comida era asquerosa! —Beemish respingó. —Y mucho más.
—¿Lo era?
—¿Era qué?
—Asquerosa.
—¿Cómo demonios lo voy a saber yo? No puedo permitir que cada maldito capitán sea el juez de la comida.
Will Albertson sonreía; los otros dos miembros de la tripulación, deliberadamente ignoraban la conversación. —¿Sabes qué, Frank? —¿Qué?
—Yo creo que estás enojado porque se retiró pronto y tu no puedes hacerlo. —Albertson hizo una pausa recordando. —Duncan y yo volamos un viaje juntos hace varios años. En un DC—7. Yo era su copiloto entonces. El me dijo que con excepción de los médicos de los pilotos eran la clase que tenía menos experiencia en el aspecto financiero, en todo el mundo. ¿Y sabes qué? ¡Tenía razón! Cuando todos andábamos comprando escocés en Inglaterra para esperar y tener una ganancia, Duncan andaba comprando propiedades en las montañas, en las Carolinas. Cuando estábamos invirtiendo en fideicomisos estúpidos, él compraba acciones de la A T & T. —Albertson se rio. —Y es por eso amigo mío, por lo que tú y yo estamos aquí delante trabajando y Duncan está allá atrás bebiendo champaña. —Hizo una pausa. Pienso que estás celoso, Frank. Beemish le miró. — ¡Mierda!
Afortunadamente, la conversación se interrumpió por una llamada del hombre de tierra en el interfono. —¿Vuelo uno—cero—uno de tierra?
Beemish contestó. —Uno—cero—uno.
—Aquí estamos listos para que empiece a echar a andar los motores.
Duncan Manning dejó la cabina de mando, sorprendido una vez más de Frank Beemish. Pensó un rato en ello, y luego decidió que no dejaría que Beemish ni nadie le impidieran disfrutar los próximos días. Carson Trewes le detuvo brevemente al pasar, para presentarle a su esposa. El saludó y siguió su camino hacia el área de la cocina. Evie Campbell y Sharon Wojick conferenciaban sobre la carta de asientos de los pasajeros. Evie se alegró al ver pasar a Manning.
—¿Puedo ofrecerte una copa de champaña, Duncan?
—Seguro, que sean dos. ¿O.K.?, —contestó él.
Mientras Evie servía dos copas, dijo —¿Se conocen ustedes dos?— Cuando Manning negó con la cabeza, ella continuó. —Duncan Manning. Sharon Wojick. —Ellos se sonrieron y dijeron hola. —Sharon, Duncan es uno de nuestros capitanes, recientemente retirado para desesperación de las aeromozas de San Francisco.
Sharon miraba a Duncan sin ocultar su admiración. —Ya veo por qué. Bueno, si uno anda en eso.
Evie se rio. —No le hagas ningún caso a ella, Duncan. Es una de las tipas liberadas. Piensa que todos los pilotos son unos machos chauvinistas.
Manning la hizo bajar los ojos. —Lo somos. —Levantó sus manos y las estudió como lo haría un cirujano. —Estas son las manos —dijo solemnemente— que guían cientos de toneladas de metal y cientos de vidas a través de los temidos cielos, sin asustarse de nada. Tenemos derecho a un poco de chauvinismo llevando sobre los hombros tanta responsabilidad. Se quedó muy serio —hasta que los tres rompieron a reir juntos. —Oye, Duncan, ¿para quién es la otra copa de champaña? ¿O es que tiene sed? —Para Eileen Morgan.
Sharon se animó. —Vaya, esa es una mujer con la que yo pudiera sentir afinidad. Ella siempre está donde sucede lo importante, estoy más emocionada por su presencia a bordo que por la de todos los demás juntos.
El miró a la rubia aeromoza. Bonita, segura de sí misma, pero en un mundo distinto al suyo. Pensó en los días que pasó con Eileen, navegando perezosamente por las costas de Florida. No, pensó, no hay forma en que tú y Eileen pudieran sentir afinidad. Ella es de otra edad y está motivada por fuerzas completamente distintas.
—Bueno —dijo Evie. —Has dado al traste con mis planes para la estancia en Pekín. Yo esperaba que nos juntásemos una noche. Los viejos tiempos y todo eso.
Manning la miró cariñosamente. Hacía muchos años que conocía a Evie y le agradaba mucho. Le agradaba mucho. —Tal vez haya tiempo. Hablaremos más tarde. —Levantó las dos copas de champaña. —Es decir, si vas a la parte de atrás a visitar a los pobres.
Evie le sonrió. —Claro que iré.
Manning continuó su camino entre los pasajeros, hacia la mitad de la clase turista. Una vez más se sorprendió por lo distinto que era este vuelo. La gente se revolvía en los pasillos: reporteros comparando notas, técnicos de televisión acomodando el equipo que les habían permitido subir a bordo. Unos cuantos agentes del Servicio Secreto se habían sentado ya, acostumbrados como estaban a largas y aburridas horas de vuelo en avión. Un juego de cartas comenzaba en el lado izquierdo. Siguió por el pasillo hasta que llegó al asiento de Eileen Morgan. Ella estaba enfrascada en una conversación con un joven de cabello castaño y ojuelos observadores.
Ella levantó la vista cuando él se acercó. —Hola, Duncan. —El hombre con quien ella había estado hablando se enderezó y estudió a Manning. Eileen dijo, —Duncan, este es Rob Gifford, el jefe de la unidad de la cadena para este trabajo. Rob, Duncan Manning.
Manning hizo una inclinación de cabeza, ya que estaba imposibilitado por las copas de champaña de darle la mano a nadie. —Me alegra conocerle. —Gifford masculló una respuesta.
—Seguiremos luego con esto, Rob. ¿O.K.?—Ella dejó unos papeles en el asiento del otro lado del pasillo. —Nos sobra tiempo. Dobson accedió a una entrevista a las cinco, así que hablaremos antes de esa hora.
El jefe de la unidad regresó a su asiento varias filas atrás. Eileen se sentó en la ventanilla, y le dio unas palmaditas al asiento del pasillo para que Duncan se sentara. —Rob es muy eficiente para dirigir una de estas cosas. Muy organizado.
El se sentó, dándole una copa a Eileen. —¿Trabajan juntos todo el tiempo? —Comprendió, después de haber hecho la pregunta, la naturaleza propietaria de ésta. Se sorprendió.
Eileen no se fijó. —Trabajamos juntos a menudo. Como ya dije, él es eficiente, hace lo que yo hago. —Se apartó de la frente el espeso cabello castaño. —Es gracioso. Cuando la gente me ve en el televisor piensa que yo lo hago todo. No tienen idea de las docenas de personas que se utilizan para producir un segmento de media hora de este vuelo, para que ellos lo vean en casa.
—Cuando —ella vaciló—, cuando estuvimos juntos la última vez, yo iba de subida. Luchando. El trabajo de cubrir la campaña fue mi primer golpe de suerte, y yo trabajé como esclava para hacer un buen programa. Valió la pena. Ahora, con mi propio programa, y eventos especiales de vez en cuando, escojo los mejores técnicos para trabajar conmigo, los verdaderos profesionales, como Rob.
Callaron un momento para tomar un sorbo del espumoso líquido, perdidos en sus propios pensamientos. Sin saberlo, como toda la gente de la aerolínea, Manning notó las sensaciones de prepararse para la salida: el suave golpe de la pesada puerta de presión al cerrarse, acompañado por una disminución del nivel de sonido en la cabina. La presión se incrementó suavemente en sus oídos mientras la puerta completaba la presurizada integridad del DC—10. Notó también la suave voz de Evie en el sistema de P.A.1 —Los sobrecargos, prepárense para la salida. —Observó a Sharon Wojick mover una palanca en la puerta que se hallaba frente a él, armando su carga de aire para abrirla en una evacuación. Revisó dos veces el circuito de armado y luego se pasó al otro lado de la cabina, cruzándose con la guapa aeromoza oriental, Sue Chou, mientras revisaban doblemente el sistema de armar de la puerta opuesta.
Eileen Morgan miró por la ventanilla, viendo la ráfaga de actividad cuando los vehículos se alejaron rápidamente del avión. A una distancia discreta vio varios coches del Servicio Secreto. Volviéndose ligeramente en su asiento, miró a Manning. El parecía perdido en alguna parte, pensando en algo que ella no sabría. Un rayo de luz solar se filtró por la gruesa ventanilla e iluminó su mano que descansaba en el muslo. Era una mano fuerte, larga y delgada, como el hombre, con unos vellos castaños que se rizaban en el dorso de los dedos. Eileen sintió que la invadía por dentro algo muy hondo, mientras la estudiaba. Hacía tanto tiempo que no pensaba en nada que no fuera su carrera.
Su vida social era limitada. Aparte de las funciones obligatorias de la cadena de televisión, conservaba su privacía, rechazando entrevistas que la pondrían en la cubierta de cualquiera de las revistas mundanas. Se mantenía sola. Sin citas amorosas ni enredos. Sólo trabajo. Eileen se preguntó, repentinamente, al ver la mano de él, si todo lo que tenía valía la pena.
—Señoras y señores... —La voz de Evie Cambell era clara y aguda en el micrófono que acercó a su boca. —Bienvenidos a bordo del vuelo uno—cero—uno, de la Compañía Century, servicio sin escalas a Pekín en la República Popular China. Es un placer especial tenerlos con nosotros en este vuelo inaugural. Si nos conceden unos momentos, quisiéramos que escucharan algunas de las importantes medidas de seguridad de nuestro DC—10.
—Primero, fíjense por favor, en la tarjeta que está en la bolsa frente a ustedes. Describe las salidas y el equipo de emergencia que tenemos a bordo...
Manning se volvió a Eileen y sonrió. Sintió, más bien que oyó, arrancar el motor número tres. Empezó como un zumbido apagado, una vibración sentida a través de las suelas de los zapatos y los brazos del asiento. Tomó por un momento la mano de Eileen. —Esto va a ser divertido.