CAPITULO 4
La luz gris y difusa de la caída de una tarde de noviembre, recortó la silueta de la figura familiar de William Bradley. Estaba de espaldas a la Oficina Oval y a los dos hombres que se hallaban sentados en ella, mirando el pasto del jardín por el alto ventanal. Este último se veía sin vida en el helado agosto de Washington. Se hallaba parado en la postura que la gente estaba acostumbrada a verle, una mano metida en el bolsillo, y la otra a su espalda.
—¡Maldita sea, hombre! ¡Debimos decírselo a Dobson! —Se volvió abruptamente, a encararse con los dos hombres. —Fue algo sumamente estúpido, Chuck. No debimos hacerle esto.
Chuck Mellis se levantó y dio la vuelta para colocarse detrás de la exquisitamente tallada silla, en que había estado sentado. Quedó frente al Presidente con las manos apretadas sobre el respaldo de la silla. Por un momento miró al hombre que tenía a su derecha, y luego habló. —Señor Presidente, yo creo todavía que manejamos el asunto como se debía. El Vicepresidente se alterará —no hay duda de ello— pero se le pasará. —Movió la cabeza y luego suavizó la expresión al mirar a su viejo amigo. —En realidad, no podíamos permitirnos fuga alguna.
El Presidente suspiró. Se sentó a su escritorio. El sabía que Mellis tenía razón. El doctor Charles P. Mellis, profesor emérito de Harvard, antiguo Presidente de Estudios Orientales; consejero Presidencial; el constructor, no oficial, de la política de William Bradley en relación con China.
El Presidente enfocó su atención al hombre que se hallaba sentado a su derecha y al frente, en otra silla. —Doctor Kuhn, no necesito recordarle que lo que se ha dicho en esta habitación no debe ser repetido afuera. Yo podría citar varias secciones del Código, para respaldar eso. Al contrario de algunos de mis predecesores, yo no grabo aquí conversación alguna. Lo que va usted a escuchar es estrictamente confidencial.
El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Era el Doctor Seymour J. Kuhn, jefe del Centro de Enfermedades Contagiosas en Atlanta. Estaba muy nervioso por la presencia de estos dos hombres poderosos.
Bradley se volvió a Chuck Mellis. —Sigue sin gustarme esto.
Mellis consultó su reloj. —Ya han subido a bordo, señor Presidente, no podremos establecer contacto con él, por lo menos en media hora. Si ya tomó usted una decisión, podrá llamarle entonces. —Sacó un pañuelo de lino de su bolsillo y se limpió algo imaginario del labio inferior. —Todavía creo que hicimos lo correcto.
El médico se veía sorprendido. William Bradley le dijo, —Doctor, más vale que sepa de una vez lo que sucede. Como ya sabe usted, una unidad de la Fuerza Aérea recogió anoche en Atlanta, la totalidad de la vacuna que desarrollaron ustedes para el Virus Shansi. —Kuhn asintió con la cabeza. —Bien, en estos momentos está a bordo de un vuelo comercial a Pekín. El tópico que estamos discutiendo el doctor Mellis y yo, es el hecho de que el Vicepresidente, que va a bordo como un gesto de buena voluntad, ignora su existencia.
—No comprendo.
—Hemos estado teniendo algunos problemas con fugas de información, doctor, y desafortunadamente, esas fugas apuntan al personal del Vicepresidente. Consulté con Chuck, que aquí está, y decidimos que sería mejor no decirle nada a Dobson hasta que llegara a Pekín. No se confunda, la decisión fue mía, aunque dije "decidimos".
—También fue mi decisión el mandar la casi totalidad de nuestra producción a China. Algunos de mis críticos —se sonrió— llamarán a esto una payasada mía. Pero si los soviéticos hubieran sabido de nuestra intención de mandar la vacuna, nuestras relaciones se hubiesen deteriorado a un punto alarmante. En la forma que va el asunto, tendrán que verlo, públicamente por lo menos, como un gesto humanitario de nuestra parte y proclamarlo así ante el resto del mundo.
—¿Cuántas —el Presidente buscó la palabra—unidades...?
—Dosis, señor Presidente.
—¿Cuántas dosis entregaron ustedes?
El doctor consultó sus notas. —Un poco más de ciento noventa mil, señor. Guardamos cinco mil para cultivos de reproducción, es decir, para usarlas para fabricar más. El tiempo de crecimiento es extremadamente lento en este tipo.
El Presidente se frotó la cara. —¿Tiene más reportes? ¿Algún caso fuera de China?
—No, señor Presidente. Es difícil averiguar algo de lo que pasa allí. Por lo que sabemos el virus se ha restringido a la provincia de Shansi. El gobierno ha tomado estrictas medidas de control para el acceso o salida del área. Por lo que sabemos hasta ahora, no se ha extendido. Pero...
El Presidente enarcó las cejas.
—¿Pero qué?
El doctor Kuhn se revolvió en su asiento.
—Bueno, señor, oímos rumores. Quiero decir... la comunidad médica es algunas veces... bueno, más comunicativa que la comunidad política. Un oficial de nuestro personal en Birmania informó que hay rumores de un brote de la enfermedad al sur de China. Sólo que no hemos podido confirmarlo.
—¡Qué bien! El Presidente se recargó en su sillón. — ¡Pero qué bien! El rumor es probablemente cierto. ¿Cuándo oyó usted eso?
—Ayer en la tarde. Hubo un reporte similar de Hong—Kong, pero la fuente es menos segura.
El doctor Seymour Kuhn, se marchitó bajo la mirada del Presidente, luego se dio cuenta que éste miraba a un punto detrás de su silla, sin verle a él. El silencio en la Oficina Oval, casi se podía escuchar. Chuck Mellis no se había movido de detrás de su silla. El Presidente reaccionó.
—Bien, esto será lo que haremos. —Miró a Mellis. —Anunciaremos el embarque de la vacuna de acuerdo a lo planeado. Un anuncio conjunto cuando ese maldito vuelo aterrice en Pekín. Pero quiero hablar con Dobson. Tan pronto como puedan comunicarnos. Doctor Kuhn, yo creo que tengo una idea.
El médico se incorporó. —Sí, señor.
—Voy a mandarle a usted y a un equipo completo a China. Su agente trabajará con los chinos para empezar a producir la vacuna, a sembrarla, o lo que sea, allí mismo. Supongo que eso aceleraría el proceso.
—Bueno, sí señor, ayudaría, pero...
—Bien. Vea al Jefe de Personal de la Casa Blanca y arréglelo.
Hubo una llamada discreta en una puerta lateral. El secretario de citas del Presidente, asomó la cabeza.
—Disculpe señor. El Ministro de Finanzas alemán está aquí y la presentación del Club de Mujeres de Omaha es dentro de cuarenta minutos.
El Presidente dijo:
—Estaré con el ministro en un minuto; demore al grupo de Omaha. Enséñeles ia Casa Blanca o algo así. —El secretario inclinó la cabeza y desapareció. William Bradley estrechó la mano del doctor. —Gracias, doctor. Tal vez hable con usted otra vez. Dígale a mi secretario dónde podemos encontrarlo.
Lo acompañó a la puerta central. Chuck Mellis caminó con ellos, un paso atrás.
—Chuck, quiero que estes aquí cuando hable con el Vicepresidente.
—Sí, señor. —La puerta se cerró. Como una señal misteriosa, un sirviente con una filipina blanca entró sin hacer ruido, volvió a colocar las sillas frente al pesado escritorio, remplazó los ceniceros sucios por unos limpios, y volvió a salir silenciosamente. El Presidente oprimió su botón de intercomunicación.
—Haga pasar al Ministro de Finanzas, por favor. Se puso de pie, se abrochó cuidadosamente el botón del medio de su chaqueta, y avanzó hacia la puerta para salir al encuentro de su huésped.
Duncan Manning escuchó los familiares sonidos, cuando el Vuelo 101 rodó hacia la pista de despegue. Eileen se hallaba inmersa en sus propios pensamientos, al mismo tiempo que tomaba notas en una pequeña agenda. Distraídamente, observó mientras Sharon Wojick y la hermosa aeromoza negra terminaban la demostración del oxígeno y los salvavidas. El avión giró a la izquierda bruscamente. Manning vio a Sharon perder, momentáneamente, el equilibrio al acomodar el chaleco salvavidas, pero con gracia familiar se recuperó de la caída potencial como lo había hecho mil veces antes.
Esta era la primera vez que el tomaba un avión desde su temprano retiro. Era diferente. Podía mirar por la ventanilla y ver las familiares características de las pistas y accesos del Aeropuerto de San Francisco. En cualquier locación dada, al ver señal o una configuración de concreto, Duncan Manning podía calcular el progreso del avión al final de la pista 28 izquierda. Era diferente porque no sentía sensación de pérdida. Había cerrado la puerta de su carrera como aviador, con tanta firmeza como cierra uno la puerta de su hogar a una tormenta invernal. No le había sido especialmente duro de hacer: las consultas con unos cuantos especialistas, ignoradas por la Aerolínea Century y por su médico de la asociación de aviación; la rápida y característica estimación de los hechos y las opciones; y luego, la decisión de retirarse. Había sido fácil. Sin remordimientos, sin lamentaciones, y con una situación financiera cómoda, de hecho era rico, había volado su último vuelo. Hubo una fiesta donde casi todo el mundo se emborrachó la noche que se retiró. Luego, había cerrado la puerta. Hasta hoy, la había dejado cerrada, pero con su nuevo estilo de vida, quería ir a Pekín. Como pasajero. Como turista.
Sharon, la linda, rubia, y liberada aeromoza, venía hacia ellos recogiendo copas de champaña. El se estiró, tomó la de Eileen y le dio ambas. El reglamento sigue, pensó. No habrá cristalería alguna en el asiento de un pasajero, durante el despegue.
Duncan Manning se arrellanó en su asiento y se rio para sus adentros. La puerta está cerrada. Soy un hombre feliz y contento, y disfrutaré este viaje y la compañía de la señora sentada a mi lado, si ella me deja, y me preocuparé de todo lo demás a mi regreso.
Beemish hizo rodar lentamente el avión, conservando la nariz del mismo, exactamente centrada sobre la raya amarilla del acercamiento. Con un avión como el DC—10 todo tiene que hacerse con precisión. Las alas están tan hacia atrás que no se pueden ver desde la cabina de mando, y la única forma de asegurarse que hay suficiente espacio, es mantenerse en el centro de la línea de acercamiento.
Los cuatro pilotos guardaban silencio, sumergidos en sus pensamientos acerca de lo que ellos eran parte, sintiendo su excitación, pero no dispuestos a compartir los sentimientos.
Tad Elliot habló en su micrófono, llamando al responsable de la planeación de la aerolínea. —Century uno—cero—uno para una revisión de peso.
Sus audífonos tomaron vida, era el invisible reponsable de carga avisando los nuevos pesos que se habían hechos necesarios por cambios de último momento en carga o combustible. —Okey, uno—cero—uno, aquí están: Revisado peso bruto de despegue, quinientas sesenta y un mil libras, combustible revisado, trescientas siete mil.
Elliot copió rápidamente los cambios, notó que no tenían la importancia suficiente para modificar las velocidades e hizo girar su asiento hacia el frente. Observó rápidamente los instrumentos de las máquinas, una cosa automática.
—Frank, la número tres funciona como treinta grados más alta que las otras.
Beemish disminuyó la velocidad de su rodada para estudiar el indicador. Satisfecho, dijo. —Está dentro de los límites. La vigilaremos, sin embargo.
Habían llegado a la entrada al final de la pista.
—¡Hagamos la revisión!
El ingeniero de vuelo levantó su tarjetón blanco y empezó a cotejar.
—Válvulas de aislamiento del APU, cerradas. Bombas de los tanques, todas las bombas de popa encendidas. Bombas del motor y poder del timón, armadas...
El Vicepresidente miró a Crowley.
—George, ¿por qué no vas un rato a la cabina de atrás? Beverly y yo quisiéramos hablar.
El secretario de prensa mostró su mortificación. Había estado ocupado revisando los papeles de su portafolios, frente a Dobson y su esposa, en la gran mesa central.
—Ciertamente, señor.
Beverly Dobson le miró con esa expresión de extrañeza que con frecuencia asumía. El Vicepresidente le sonrió a Crowley y dijo.
—Nos gustaría un poco de tiempo para disfrutar del principio del viaje... ¿Quiere mantener la gente alejada de nosotros por una media hora?
—Desde luego. En cualquier caso, tengo que arreglar algo con la gente de la televisión.
Juntó sus papeles y su portafolios y se marchó.
Kingsley Dobson se volvió lentamente hacia su esposa. Deliberadamente le tomó una mano y la puso entre las suyas. Hablando calladamente, dijo,
—Quiero darte las gracias otra vez por aceptar venir. Bev. Tal vez podamos... tal vez podamos tener un poco de tiempo para aclarar las cosas.
Su mano permaneció inerte entre las de él.
—Las he estado aclarando durante meses, King. No creo que este viaje ayudará en nada. Tendrás el escenario como es costumbre, ¿cuándo vamos a tener tiempo? Además, ya nos dijimos todo lo que había que decir.
El podía ver cómo aumentaba la resistencia de ella y probó de otra manera.
—Bev... tomemos esta semana como venga. Disfrutémosla. Dejemos las cosas quedarse un tiempo como están. —Miró la mano de ella, acariciándola. —Sabes que te amo. No creo que sea esa la cuestión ¿verdad?
—No, King, no lo es. —Ella notó que el avión se había detenido. Le palmeó la mano y dijo,
—Nada es final, nunca. Necesitamos tiempo, y tal vez lo tendremos. Yo te respeto demasiado para fallarte mientras ocupes tu puesto. Eso lo sabes. Como tú dices, dejemos las cosas por un tiempo. ¿Está bien?
El se sintió mejor.
—Bien. —Se rio. —Esa es una de las razones por las que me casé contigo. Tengo confianza en tí. No podemos...
El sistema de avisos del techo del avión le interrumpió.
—Señoras y señores, estamos en la pista en posición para despegue. Estaremos en el aire en unos treinta segundos. ¿Quieren los tripulantes de la cabina ocupar sus puestos de despegue?
Con un chasquido, la voz se interrumpió abruptamente.
El miró a su esposa y le apretó la mano. Había veces en que ser el Vicepresidente de los Estados Unidos de América era lo más emocionante. Le llenaba todo su ser con un sentímiento de realización, de valer. Una de esas veces era ahora, y supo, intuitivamente, por la expresión de Beverly que ella lo compartía. Los motores aceleraron mientras el enorme DC—10 se alineaba en el extremo de la pista de aterrizaje. Compartieron una mirada por un largo segundo. La mirada decía que si podían seguir tratando y enterrar la decepción que había entre ellos, lo suficientemente hondo, tendrían una oportunidad.
Beemish observó como un TWA 747, salía de la pista delante de ellos. Levantó sus pies de las superficies de los pedales del timón para soltar el freno y aumentar la presión para contener más de doscientas toneladas de avión contra el ligero empuje de los motores. Su mano se movió en anticipación hacia los tres aceleradores a su derecha.
—Century uno—cero—uno, listo para despegue.
Will Albertson subió el tono de su micrófono. —Century uno—cero—uno. Listo para salir.
Las manos de Beemish se movieron a los tres aceleradores, perillas de hierro sobre las palancas de empuje, y lentamente las movió hacia adelante. Se hizo un silencio en la cabina de mando y luego:
—Terminen revista.
Elliot, cotejando su tarjeta, dijo,
—¡Transposicionador encendido; pre—despegue terminado!
Los aceleradores completaron la posición de salida. Albertson vio la mano de Beemish encender el sistema de autopropulsión, y él oprimió el botón del panel del control de la computadora marcado "T/0". La computadora se hizo cargo, igualando los aceleradores al máximo N, de rotación permitido.
Cada vez con mayor velocidad, el Vuelo 101, aceleró por la pista.