CAPITULO 5
Will Albertson anunció
—¡Cien nudos!
El sonido de los motores en la cabina de mando cambió de tono cuando el aire entró por las aperturas de entrada, incrementando su velocidad cada vez más. — ¡V—uno!
Beemish quitó sus manos de los aceleradores y sostuvo el yugo del timón con ambas manos. El gran DC—10 se lanzó por la pista.
Albertson gritó.
—¡Girar!
Beemish, despacio y deliberadamente, jaló el yugo hacia su estómago, girando muy ligeramente hacia la derecha para compensar el viento cruzado. La cabina de mando, como un elevador, ascendió rápidamente a veinte pies, luego se colgó momentáneamente mientras las alas recibían el peso del tren de aterrizaje principal.
El avión, por un segundo, pareció hacer una breve pausa, luego, graciosamente, aceptó su medio ambiente normal, el aire, y se despegó velozmente de la pista. Las puertas del tren de aterrizaje se abrieron y las masivas ruedas se anidaron en el vientre del avión, y el DC—10 cambió de aspecto para no ser el torpe pájaro de patas largas que había sido en tierra, sino una máquina sólida y veloz en camino a través del Pacífico.
Los equipos de televisión en la plataforma de observación siguieron el despegue, las cámaras girando al unísono. El sol brilló en la cola cuando planeaba sobre la bahía de San Francisco, haciendo aparecer un punto de fuego en la película, cuando la luz golpeó la pintura dorada de la letra "C" en forma de Jet. Las cámaras siguieron encendidas más de lo necesario, mientras el avión desaparecía en la bruma. Luego, los encargados empezaron a desmantelar las cámaras y a empacar sus bolsas. Tenían que trasladarse rápidamente. El Alcalde iba a anunciar el nombramiento de un nuevo delegado en menos de una hora, en el Ayuntamiento.
Los oscuros ojos de Elliot revisaron las filas de instrumentos, no leyendo cada uno individualmente, sino buscando alguna diferencia en los patrones que formaban las agujas. Los audífonos sonaron.
—Century uno—cero—uno, contacte a salidas. Albertson oprimió el botón del micrófono. —Century uno—cero—uno, enterado. Fuera. —Se estiró y sintonizó la nueva frecuencia para control de salidas, y luego apretó el botón. —Century uno—cero—uno, a salidas, altitud 1 300.
El controlador replicó, —Century uno—cero—uno elévese a dos—cuatro—cero. Espere elevarse más en veinte millas.
Mientras Albertson se estiraba para fijar la nueva altitud, el ingeniero de vuelo anunció.
—¡El motor número tres está caliente! Casi en los límites.
Beemish observó los instrumentos del motor rápidamente, no queriendo perderse de donde estaba en el complejo procedimiento de salida.
—¡Ocúpese de ello!
Albertson desconectó el mecanismo de autopropulsión e hizo retroceder el acelerador del número tres, media pulgada. El y Tad Elliot observaron juntos la aguja del EGT volver de la línea roja marcando 910 grados centígrados.
Albertson hizo retroceder los tres aceleradores a la marca aproximada y luego fijó la propulsión automática. Las palancas de aceleración se movieron ligeramente mientras el sistema automático se hacía cargo, arreglando los motores a las rpm exactas para la temperatura exterior.
Elliot consultó un libro de cifras que tenía en la mano.
—Parece estar bastante bien. El motor tres aún funciona con más calor —unos 30º— pero está dentro de los límites.
Beemish estaba molesto.
—Pensé que ya habían arreglado esa maldita cosa, Elliot. Revise la bitácora.
—Ya lo hice antes, Frank. Es un catarro crónico. Anoche cambiaron la unidad de control de combustible.
El Vuelo 101 continuó subiendo. A los diez mil pies, Albertson, apagó las luces de aterrizaje, que se usaban como luces adicionales para evitar colisiones a bajas altitudes. Volaron en silencio. Después de unos minutos, Elliot dejó a un lado el tarjeton blanco que había estado revisando y anunció.
—Se completó la lista de revisión después del despegue.
Beemish asintió con la cabeza. Miró por la ventanilla lateral y vio el Lago Clear, anidado en las estribaciones montañosas de la costa, desaparecer de su vista bajo un cúmulo de nubes bajas. El banco de nubes salía bastante sobre el Pacífico a la izquierda, y curveaba al Noreste, lejos a la derecha, anunciando el frente frío que cubría la parte Noroeste del país. No verían mucha tierra de aquí en adelante. Beemish calculó que la próxima que verían sería la punta de Japón o la costa rusa, dependiendo de la cubierta de nubes en el Pacífico occidental y de cuan lejos se movería el sistema de tormentas en las próximas seis o siete horas.
Beemish levantó el micrófono de mano y oprimió el botón de P.A. Tomó las notas que había hecho y las colocó en el sujetador sobre la rueda de control, frente a él. Se aclaró la garganta.
—Señoras y señores, les habla el Capitán Beemish. Quisiera darles la bienvenida personalmente a todos ustedes, a bordo de este histórico vuelo. En este momento estamos a veintitrés mil pies de altura y continuamos subiendo a una altitud de crucero inicial, de veintinueve mil. Acabamos de pasar el Lago Clear que se halla en el centro de California del Norte, y hemos dado principio a nuestra primera etapa hacia Pekín.
—De aquí, viajaremos en dirección nor—noroeste, dejando la costa en la frontera de California y volaremos más al oeste, sobre el Pacífico. El tiempo en Pekín es bueno y el pronóstico es que continuará así hasta nuestra llegada. Tiempo en ruta...
Evie Campbell medio escuchaba la descripción del vuelo mientras le daba los toques finales al carrito de los licores. Al otro lado de la cocina, Tommy Ling estaba preparando las pequeñas bandejas que contenían delicados hors d'oeuvres chinos, sobre un lecho de hojas de lechuga de Boston. Evie quitó el freno de las ruedas y empujó el carrito a una esquina del lado derecho de la cabina, cerca de una puerta de salida, justo atrás de la sección de primera clase. Volvió a poner el freno a las ruedas y caminó hacia el centro de ésta, donde se hallaban sentados el Vicepresidente y su esposa. Sonrió.
—¿Puedo traerles un cóctel?
Dobson se volvió hacia su esposa.
—¿Bev?
—Creo que no. Mejor un agua de jengibre. —Dobson pidió para él un vodka martini.
Al irse la aeromoza, Tommy Ling trajo dos fuentecitas de hors d'oeuvres y las colocó frente a ellos, extendiendo cuidadosamente las servilletas de lino que se usaban como manteles individuales. Al alejarse él, Evie regresó y puso las bebidas a los lados.
Dobson tomó su copa, y suavemente, tocó el vaso de su esposa en un brindis.
—Sabes, Bev, este viaje es apasionante. —Tomó un sorbo de su martini. —Son cosas como esta las que hacen que mi trabajo valga la pena.
Ella le miró y vio que estaba contento.
—Ya lo sé... y de verdad me alegro de haber venido contigo. Pero me preocupo, King.
—¿Qué te preocupa?
—Oh, qué demonios, —dijo ella. Estudió su agua de jengibre. —Que te atrape. Que todo se vuelva tan irresistible que no puedas tomar una decisión imparcial.
—Bev, no puedo hacerte entender. Estoy atrapado. ¡Lo he estado por más de cinco años! Tu debías saberlo mejor que nadie. —Se echó hacia atrás un mechón del pelo que le había caído sobre la frente, lamentando momentáneamente no haber visitado a su barbero en Chevy Chase, antes de ir a California. —Sabías mis motivos cuando empezamos la campaña. No han cambiado nada. ¡Queda tanto por hacer!
Contrariamente a muchos de sus predecesores, Kingsley Dobson le hablaba a su esposa de su trabajo. Había veces que sentía que eso había creado gran parte del abismo que se había abierto entre ellos, pero era un hábito que no podía romper. Después de todo, ella era su mejor amigo —algo que es raro en matrimonios políticos.
—Todavía tenemos pendientes los tratados de comercio con México, cuentas nucleares que pasar por el Congreso. Bradley quiere que yo haga un viaje a Europa el próximo verano...
Se habían casado siendo él abogado en Des Moines, joven, bien parecido, y luchando por los sucios corredores y políticas del puesto de defensor público. De allí a Senador del Estado en una elección fácil contra un opositor viejo. El salto al Senado de los Estados Unidos de América, y el cambio a Washington, le habían sido a ella más difíciles de aceptar. Sus dos hijos no querían mudarse y odiaban las escuelas públicas a las que su padre insistió que asistieran. Sin embargo, se había quedado y había tratado de resolver lo mejor posible una situación que ella veía que estaba mal equipada para manejar. Trató de deshacerse de su acento del Medio Oeste. Estudió mucho, aprendiendo cómo vestirse, qué estilo de peinado usar, y encontró que tenía un talento innato para ser anfitriona y dar las fiestas correctas. Con el tiempo, cuando los niños pasaron la pubertad y crecieron, se encontró con que disfrutaban su nueva vida.
Cuando murió el padre de ella, a fines del primer periodo de Dobson, pudieron mantener las dos casas con el dinero que él dejó, una en Des Moines, y otra en Alexandria. Hasta se acostumbró a los frecuentes viajes entre lowa y Washington.
Luego apareció el señor William T. Bradley. No, el Gobernador... siempre el Gobernador, preguntando si King quería postularse con él como Vicepresidente. Ella pudo detener las cosas entonces, conservar la vida que habían llevado con él de Senador. Él le había dado la oportunidad en las discusiones que tuvieron hasta altas horas de la noche, acerca de si debía aceptar la oferta de Bradley o no. Ella había tenido el poder de voto en aquellos días. Casi en todo lo que hacían, cada elección era hecha por ambos.
El dejó de hablar al notar que ella estaba absorta en sus pensamientos.
—¿Bev, me escuchas?
Ella le miró.
—¿Lo vas a hacer, no es cierto, King?
—¿Hacer qué?
—Postularte para Presidente cuando termine el periodo de Bradley.
El la tomó de la mano.
—Bev... pensé que no íbamos a tocar ese punto en este viaje.
Tenía que sacarla de ese estado de ánimo. Le palmeó la mano que sentía fría.
—Vamos, Bev. Ahora no. ¿Sabes qué sería divertido?
Ella negó con la cabeza
—¿Qué?
—Vamos a decirle a Duncan Manning que tome una copa con nosotros.
—Seguro. Será agradable. —Sacó su lápiz labial de la bolsa. —Creo que está con Eileen Morgan.
—Los vi hablando antes de partir. Se notaban muy amigables. —Se rascó la cabeza. —Bueno, qué demonios. Invitaremos a los dos. Sin protocolo. Más tarde le concederé la entrevista que ella quiere. ¿Te parece bien?
Cuando ella asintió, él miró a su alrededor. Evie Campbell estaba sirviendo a Carson Trewes, adelante y a su izquierda. Cuando venía de regreso, la detuvo.
—¿Señorita Campbell?
—¿Si señor?
—¿Podría hacernos un favor? Apreciaría mucho si pudiera ir atrás y pedirle al Capitán Manning y a la señorita Morgan que tomaran una copa con nosotros.
—Con mucho gusto. —Se inclinó y recogió las fuentecitas.
—¿Más hors d'oeuvres?
Beverly Dobson dijo,
—Sí. Y creo que tomaré una copa, después de todo. Lo mismo que mi esposo.
Evie sonrió.
—Ciertamente, señora Dobson.
Cuando se hubo marchado la aeromoza, ella apretó la mano de su esposo.
—Bien, Jefe. Nos divertiremos. Prometo ser una buena chica y reanudaremos la pelea cuando lleguemos a casa.
—Perdóneme, señor. —Era Lou Tafero, el jefe del destacamento del Servicio Secreto. Cuando Dobson levantó la cabeza, dijo. —El Presidente le habla por radio, señor. Dice que es urgente.
Dobson y su esposa cambiaron una mirada.
—Bien, Lou. Se levantó y le dijo a su esposa.
—Me pregunto de qué demonios se trata. —Caminó hacia adelante, hacia el centro de comunicaciones.
El Vicepresidente entró al pequeño cubículo encortinado y se sentó a la diminuta mesa, puesta entre los estantes temporales de radio. Vaciló antes de tomar el audífono. Dobson fue asaltado otra vez por el sentimiento de intimidación que sentía en momentos como este. Era como si el tremendo poder de su puesto, le sorprendiera de repente, para recordarle el increíble equipo técnico que tenía a su disposición.
Rara vez usaba algo más que un teléfono, y éste era un aspecto de su trabajo, usar los medios de comunicación de la red mundial, al que nunca se había podido acostumbrar. Miró una vez más el conjunto de luces y esferas, luego tomó el audífono, en forma de un auricular telefónico y oprimió el botón que había en el mango.
—Buenas tardes, Brad. —Él y el Presidente se llamaban por sus nombres propios al principio de sus conversaciones privadas, dejando el "Señor Presidente" para uso en público.
La voz de William T. Bradley se escuchó claramente, curiosamente libre de estática.
—Buenas tardes, King. ¿Cómo va el vuelo hasta ahora? —La voz del Presidente se oía alterada.
—Bien, muy bien.
—Quiero que pongas el "revolvedor", King.
Un poco de alarma penetró por la mente de Dobson.
—Bien.
Se volvió y descorrió la cortina. Afuera se hallaba un agente del Servicio Secreto, el especialista en comunicaciones que estaba asignado permanentemente al Vicepresidente. Dobson le hizo señas de que entrara.
—¿Si, señor?
—¿Podría usted poner el "revolvedor" para esta conversación?
El técnico se estiró sobre el hombro de Dobson y movió dos palanquitas hacia arriba, luego apretó tres botones cuadrados en una consola a su izquierda, prefijando la clave del día. El Vicepresidente observó primero cómo se encendía una luz roja, y luego una verde, señalando que la máquina estaba operando. El hombre hizo una inclinación de cabeza y salió del cubículo.
—Ya está puesto el "revolvedor", Brad. ¿Qué sucede? —El sabía que el mismo procedimiento se había seguido en el cuarto de comunicaciones de la Casa Blanca.
La voz del Presidente se escuchó más débil, pero clara aún.
—King, puedo haber cometido un error de juicio sobre algo. Dejaremos las recriminaciones para después, pero creo que debes saberlo ahora. —El hablar de Bradley era cortado, como si estuviera pesando cada palabra. —Chuck Mellis está aquí conmigo; estamos en el altavoz por si quieres hacerle alguna pregunta.
Dobson estaba sorprendido, pero decidió dejar que el Presidente hablara.
—Adelante.
—A eso voy. Hay una carga a bordo, destinada al Gobierno Chino de la que no sabes nada. Es un envío, un gran envío, casi nuestra producción entera de vacuna para controlar el virus Shansi.
Se hizo un silencio mientras Dobson absorbía la información. Dobson recordó la última junta del Gabinete, en la que él había estado presente, cuando se discutió ese asunto. Por lo que recordaba, no había forma de controlar la enfermedad, y el mundo médico trabajaba duro en ello, pero sin éxito. Recordaba también, vagamente, que el tema no había sido discutido ampliamente, lo que indicaba que era un asunto menor. El Vicepresidente escogió sus palabras cuidadosamente.
—Por lo que recuerdo, Brad, es un brote pequeño. ¿Por qué no fui informado de ello? —Dobson se pasó el dedo por el cuello de la camisa. —Presumo que Chuck tuvo algo que ver con la decisión.
—Una cosa a la vez, King, dijo el Presidente. —Primero, la enfermedad se ha extendido más de lo que se sabía la semana pasada. Hay hasta evidencia que los soviéticos pueden haber contribuido a que eso sucediera. Hay reportes de casos fuera de la provincia de Shansi, a pesar de los esfuerzos de los chinos por controlar la enfermedad.
—¡Maldita sea, Brad! ¿Por qué está en este vuelo? —El enojo de Dobson crecía. —Se supone que yo soy un embajador de buena voluntad de los Estados Unidos de América y estamos enviando, magnánimamente, esta vacuna, ¡y yo ni siquiera sé que la condenada pócima está a bordo! ¿Por qué demonios no la mandamos con la Fuerza Aérea o algo así?
—Vamos, cálmate, King. ¡Sólo cálmate! No podíamos enviarla en un avión militar. Los soviéticos se hubieran enterado y lo hubieran usado como propaganda negativa. Tú sabes eso. De esta manera, después que la vacuna haya sido presentada como un obsequio, por tí, puedo añadir, no hay nada que puedan hacer más que aplaudir el esfuerzo de los Estados Unidos de América en favor de la salud mundial o no decir nada, Chuck y yo estamos de acuerdo en que, probablemente, no dirán nada.
Hubo una pausa mientras Dobson trataba de controlar su rabia.
—Chuck... ah, sí. ¿Cómo está usted, doctor Mellis? ¿Y cómo se supone que voy a manejar la presentación, Brad? ¿Va a escribir el doctor Mellis un discurso que me enviarás antes que lleguemos? —Era imposible para King Dobson ocultar el sarcasmo de su voz.
— ¡Señor Vicepresidente! —Un regaño. Un recordatorio de estación y deber, algo que Dobson sólo había oído una vez en los cinco años que los dos hombres habían estado juntos. —Dije que yo podía haber cometido un error de juicio. Tal vez lo hice. También dije que guardaríamos las recriminaciones para después. —Bradley hizo una pausa. —El Centro para Control de Enfermedades en Atlanta no pudo proveer las vacunas hasta hace cuatro días. Tú estabas en la Costa. Así que decidí enviarla allí y embarcarla en el vuelo inaugural. Todo encajaba bastante bien.
—Parece otro alarde, Brad. No me malinterpretes, contigo funcionan como por arte de magia, pero lo menos que podías haber hecho era hacérmelo saber antes de ahora, para que yo preparara algo apropiado.
El Presidente dejó pasar el comentario del alarde, en parte, porque sabía que era cierto.
—Había una razón, King. Ya volvimos a King, —pensó Dobson. —Quiero discutir esto contigo cuando regreses. Como ya sabes, tienes una fuga de información entre tu personal. Tú lo sabes y yo lo sé. Estamos bastante seguros que es Crowley. Tiene muchos viejos amigos en la Prensa Asociada, y estamos casi seguros que de ahí vienen las cosas.
—Me gusta Crowley, pero creo que vas a tener que deshacerte de él, si no puedes enderezar este asunto. —La voz del Presidente se suavizó. —Es por eso que no podía decir nada hasta que estuvieses volando. Como ya dije, puedo haber estado equivocado, pero tenía que hacer lo que yo sentía que era mejor para los intereses del país. No podíamos permitir que esto se supiese.
—En cuanto a la mecánica del asunto, tú y yo haremos una declaración conjunta cuando llegues a Pekín. He programado una conferencia de prensa. Las tres cadenas, y tú tienes a Eileen Morgan a bordo. Aprovéchala. Ve si puedes arreglar una entrevista con ella.
—Ya lo he hecho, Brad. Está en mi mesa ahora con Duncan Manning. ¿Te acuerdas de Manning?
—Claro que sí. ¿Cómo está?
—Parece que bien. Dice que se ha retirado de volar. Por lo que respecta a Morgan, la demoraré un poco mientras arreglo los detalles de mi discurso.
—Muy bien, King. Tengo que recibir a un grupo ahora. Chuck Mellis ha preparado un esbozo que puedes usar. Le pondré al habla.
Dobson puso los frenos.
—Olvida a Mellis. Olvida su esbozo, Brad, yo escribiré mi propio discurso. Todo lo que necesito son los detalles del asunto. ¿Tienes algún técnico ahí con el que pueda hablar?
El Presidente decidió no presionar más el asunto y tenía una fe implícita en la habilidad de Dobson para decir lo correcto.
—Tengo afuera al doctor Seymour Kuhn. Es el Jefe en Atlanta. Le pondré al habla. Sólo recuerda que esto es un regalo, simple y sencillamente. Un gesto humanitario, ese tipo de cosa. Podrías mencionar que estoy enviando allí un equipo de nuestros mejores inmunólogos desde Atlanta, en pocos días. Kuhn encabezará el equipo. Esboza tu discurso por esos conceptos.
—¿Lo del equipo fue cosa de Mellis?
—No —dijo el Presidente. —Fue idea mía.
Kingsley Dobson oyó el murmullo de la conversación, mientras enviaban por el doctor Kuhn. Esperó al médico, satisfecho por lo menos, de que había impedido el intento de Chuck Mellis para controlar toda la rama ejecutiva y, específicamente, sus propios discursos. Qué demonios, pensó Dobson, el poder político nunca se detiene. Realmente no podía culpar al Presidente, ya que Dobson sabía que había un problema de filtración de información dentro de su personal, y la fuente más probable era Crowley. Decidió tratar el asunto en Pekín, después de su llegada.
El doctor Kuhn estaba hablando por la radio, describiendo la enfermedad y sus efectos. Dobson tomó notas rápidamente, su mente formulando ya el tono y la substancia de su discurso de llegada a Pekín. Encontró que Kuhn fue breve y al grano, contestando sus preguntas en términos cortados, pero comprensibles para un lego.
El Vicepresidente se sorprendió al saber la extensa naturaleza del virus, y de la rapidez y eficiencia con que mataba. Mientras el doctor hablaba, también comprendió la brillantez de la decisión de Bradley de enviar la vacuna tan pronto como estuvo lista en cantidad suficiente para hacer un impacto sobre la mortal enfermedad.
Después de quince minutos, dejó el auricular en la mesita, y estudió las notas que había tomado. El avión estaba tranquilo, y más tranquilo aún en el área encortinada; sólo podía escuchar el suave zumbido de la radio, como un intruso que rompía la quietud, pero un intruso bien recibido. Añadió unos cuantos jeroglíficos al final de sus notas. Compuesto, salió del centro de comunicaciones.
Manning y Eileen estaban sentados al otro lado de la mesa, frente a Beverly Dobson. Vio que su esposa se reía del comentario que hacía la comentarista. Se arregló la corbata y se acercó. Su esposa levantó la vista. Manning empezó a levantarse.
—Hola, Duncan, señorita Morgan. —Puso su mano en el brazo de Manning para impedir que volviese a sentarse. —Espero que ustedes me perdonen, pero algo ha surgido que requiere un poco de mi tiempo.
Las cejas de Eileen Morgan se enarcaron, su cara se tornó inquisitiva. Tomó su bolso de mano.
—¿Algo de lo que quisiera hablar, señor?
El Vicepresidente se rio.
—De hecho, señora Morgan, sí. Sólo necesito un poco de tiempo para tomar algunas notas y terminar mi discurso de llegada. ¿Tal vez ustedes dos quieran reunirse con nosotros después de comer?
Duncan asintió con la cabeza.
—Seguro, señor. Será un placer.
Eileen se le unió mientras Dobson se sentaba junto a su esposa.
—Fue un placer verla, señora Dobson.
Las dos mujeres se sonrieron una a otra, cuando Manning y Eileen se alejaron. Cuando cruzaban la cortina que daba a la otra sección, Eileen dijo,
—Me pregunto de qué se trata.
Manning se rio.
—¿Nunca paras de trabajar, verdad? ¿Qué quieres decir?
Mientras se sentaban en sus lugares, ella dijo,
—Lo que quiero decir es... no hay nada gordo en este viaje. Es importante, seguro, pero Dobson debe haber terminado su discurso de llegada hace días. Estuvo donde están las radios mucho rato, demasiado para que el Presidente le deseara feliz aterrizaje. No, Duncan. Algo está sucediendo. —Le apretó el brazo. —Ahora me alegro realmente de haber venido en este viaje.
Frank Beemish se hallaba inclinado hacia adelante, en su asiento estudiando los bancos de esferas de los instrumentos, en el panel.
—La maldita cosa sigue calentándose. ¡Miren eso! Cuarenta grados más que el uno y el dos.
Probó la cura universal para todos los problemas de la cabina de mando. Golpeó con fuerza con el nudillo la esfera de la aguja ofensora. La temperatura del escape de combustible no se movió.
—¡Maldición! Volvió a golpear la esfera. Nada.
Beemish se volvió a Tad Elliot,
—Llame a San Francisco. Averigüe todo lo que pueda acerca de ese motor. Especialmente, lo que le hicieron anoche.
La morena cara del ingeniero de vuelo dejó ver su escepticismo.
—Pero, Frank, todo está en la bitácora. —Levantó el pesado libro con tapas de metal y lo abrió. —¡Aquí está! Remplazaron la unidad de control de combustible del motor número tres. Está firmado como terminado. La maldita cosa tiene una historia que se remonta por días. —Le ofreció el libro a Beemish para que lo viera.
—Quiero que los llame de cualquier manera. Yo puedo leer, pero eso no me dice nada. Llame al supervisor de mantenimiento que trabajó en ella, a su casa si es necesario.
Elliot suspiró.
—Sí señor.
Le llevó casi veinte minutos localizar al supervisor de mantenimiento. Elliot llamó a Oakland ARINC, la red de radio privada mantenida para comunicaciones de la línea aérea, la que a su vez llamó, por teléfono, a la base de mantenimiento de Century en San Francisco. El supervisor estaba en su casa, en cama, tratando de dormir algo antes de su turno de cuatro a ocho, esa tarde. El operador de ARINC obtuvo su número e hizo la llamada.
Un George Gronsky muy soñoliento, contestó el teléfono y en seguida se le conectó para hablar con el capitán del Vuelo 101.
—¿De qué diablos se trata?
Beemish contestó bruscamente.
—Señor Gronsky, ¡está usted al aire!
—¡Maldita sea! ¿Quién es? —Gronsky despertaba rápidamente.
—Habla Frank Beemish, el capitán del DC—10 en el que usted estuvo trabajando anoche, y vicepresidente de operaciones de vuelo.
La declaración apenas hizo a Gronsky algo cortés. No le gustaba que le despertaran en mitad de la noche.
—Oh... ¿Cuál es el problema, Capi? —A él no le impresionaban los administradores, aunque tenía en alta estima a los pilotos.
—El motor número tres sigue calentándose unos cuarenta grados a una altitud de crucero.
Hubo una pausa y sólo se escuchó la estática. Luego:
—¿Qué quiere que haga yo, Capi? ¿Ir a donde está usted y arreglarlo?
Beemish, sin dirigirse a nadie en particular, dijo, — ¡Mierda!
Luego oprimió su micrófono.
—Señor Gronsky... ¿qué le hizo anoche al motor?
—Oh... bueno, yo no le hice nada, pero dos de mis muchachos remplazaron la unidad de control de combustible, y volvimos a revisar las sondas del EGT para calibrarlas. La prueba estuvo muy bien. El motor trabajó perfectamente al encenderlo. Eso se hizo mientras usted estaba en la cama. —Hizo una pausa y luego añadió, —Señor.
—Bueno, ¿hubo algo más? No quiero quedarme atascado en Pekín por el avión, sin mantenimiento y con un motor que se sobrecalienta.
Gronsky tomó una profunda aspiración de aire, y luego explicó, como a un niño.
—Capitán Beemish, como usted bien sabe, cuando a nosotros nos llega un problema como el suyo, probamos, una y otra vez, cada componente de un sistema hasta que el problema se resuelve. Aparentemente, el problema no está resuelto, y cuando regrese el avión, seguiremos con el siguiente paso.
—Señor Gronsky, ¿qué cree usted que pueda ser?
—Oh, por... —Se detuvo a punto de blasfemar. —No lo sé, Capi. Pueden ser cien cosas distintas. Hay muchas partes en ese motor. Puede ser un quemador en mal estado; una ranura de imbustión que interrumpe la corrente de aire. Qué ca... Qué se yo, Capi.
Beemish aún no estaba satisfecho, pero asunto.
—Bueno, de cualquier manera, gracias ¿Alguna sugestión?
—¿Está la temperatura dentro de los límites, Capi?
—Sí.
—Entonces no se preocupe. Consienta motor si quiere, pero no se preocupe por él. —¿Le importa si me vuelvo a dormir?
Beemish ya estaba pensando en otra cosa.
—Siento haberle despertado.
—No se procupe por eso Capi. —Gronsky colgó el teléfono. Treinta segundos después estaba dormido.
Will Albertson preguntó,
—¿Dijo algo, Frank?
Beemish miró al copiloto.
—Nada. Dice que podemos consentir el motor un poquito, pero que no nos preocupemos.
—Hmmm. Bien, entonces no lo haremos. Desearía poderle quitar el latido a los motores, sin embargo. Molesta mucho. He tratado tres veces y no puedo sincronizarlos.
—Probaré yo. —Beemish se inclinó hacia adelante, desconectó la propulsión automática, y movió el acelerador del número tres una fracción de pulgada.
Albertson dijo,
—Si no te importa, Frank, creo que tomaré un descansito. Tal vez me siente y coma allá atrás, si te parece bien.
Beemish dijo,
—Seguro, Will. Tómate tu tiempo.
Albertson oprimió el botón de su asiento, y el motor del mismo, lo echó hacia atrás y hacia afuera, dándole el suficiente espació para sacar su talludo cuerpo. Hal Wexler, el capitán de relevo, esperó hasta que Albertson estuviera de pie en la parte trasera de la cabina de mando, y luego se deslizó junto a Tad Elliot al asiento de piloto de la derecha. Sacó su auxiliar auditivo, hecho a su medida, del bolsillo de su camisa y lo atornilló a los audífonos, y luego pasó por el elaborado ritual quitándoselos para doblarlos de forma que le quedaran bien, volviéndoselos a poner, y ajustándolos varias veces, hasta que estuvo satisfecho. Oprimió el botón del asiento e hizo que volviera a su lugar, y luego le hizo una señal de asentimiento a Beemish, de que estaba listo.
Albertson se puso la chaqueta de su uniforme y, mirándose una vez en el espejo de la puerta de la cabina, se dirigió a la cabina principal.