CAPITULO 9
—... así que esa es la situación, señoras y señores. —La voz de Beemish se escuchaba fuerte, a través del equipo de sonido. —Las cosas están bajo control. Como ya dije, nuestra situación es seria, pero no crítica. Nuestro avión va volando bien. Les tendremos informados de nuestros planes, tan pronto nos comuniquemos con la gente de tierra.
Un agente del Servicio Secreto se inclinó sobre Kingsley Dobson.
—Tengo al Presidente en la radio, señor.
—Muy bien. —Miró a su esposa al levantarse. Le apretó la mano.
—¿Estás bien, Bev?
Ella inclinó la cabeza.
—Estoy bien, King.
—Era una mujer fuerte. Sin miedo.
Él la dejó y pasó al centro de comunicaciones. Levantó el juego de audífonos. El técnico ya había encendido el "mezclador", mientras esperaba que el Vicepresidente llegara al teléfono. —¿Brad? ¿Estás ahí?
—Sí, King. ¿Qué demonios sucede? Tuve que abandonar una cena de Estado con los alemanes. La secretaria dijo que era urgente.
—Lo es, Brad. Tenemos problemas con este vuelo. Creí que debías saberlo en seguida.
La voz de Bradley se escuchó sorprendida.
—¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?
Dobson esbozó la situación como él la conocía, terminando por decir que era seguro que no llegarían a Pekín.
—¡Maldita sea! —dijo el Presidente. —¿Cómo demonios pudo suceder?
—No lo sé, Brad. Todo el mundo está bastante calmado, por lo menos ahora que las cosas parecen haber vuelto a lo normal. Una de esas cosas raras.
Hubo un silencio desde Washington, luego:
—¿Dónde van a aterrizar?
—No lo sé. Beemish, el capitán, dice que nos informará pronto. Supongo que ahora están deliberando para tomar esa decisión.
—Bien. Conserva esta línea abierta. Dile a ese Beemish que quiero hablar con él, tan pronto como sea posible.
—Bien, Brad. No sé de qué servirá eso.
—Con la vacuna a bordo, sin mencionar el número de personas claves de la Secretaría de Estado y de tí, es muy importante que tome la decisión correcta. —El Presidente hizo una pausa. —¿Sabes, King? Tal vez el enviar esa vacuna no fue de lo más inteligente. Yo... yo siento haberte puesto en este aprieto.
—Olvídalo, Brad. Ya está hecho, y de cualquier forma, puede que resulte. —Se rió de la ironía. —Cruza los dedos. Se lo diré a Beemish.
King Dobson dejó el auricular en su sitio, una vez más envuelto en el silencio del cuarto de comunicaciones. Comprendió, finalmente, que estaba asustado, asustado por él mismo y por Beverly. Tenía que ocultarlo o ella lo notaría. Ella sabía lo que él sentía, antes que nadie. Se levantó despacio y abrió las cortinas. Regresó a su lugar, le dijo a su esposa que regresaría en seguida, y empezó a buscar a la aeromoza para que le diera a Beemish el mensaje del Presidente.
Tad Elliot salió del pequeño elevador que se usa para ir de la cabina principal al pozo de la galera de la cocina. Andrea Morris se hallaba tendida de espaldas. Sue Chou la atendía, tratando de detener la sangre con toallas de la cocina. La hemorragia era severa. Había mucha sangre, la mayor parte en el suelo, pero también había empapado la parte derecha del uniforme de la aeromoza, y Elliot sintió una ola de náusea en el estómago, que luego pasó, como tantas veces le había sucedido en Vietnam. Se arrodilló al otro lado de la joven. Se veía pálida, como si eso fuera posible. Su color era el de un hermoso chocolate oscuro. Sus ojos estaban claros y ensayó una sonrisa que no funcionó. El se quitó la gorra y la puso en el suelo.
—Evie me dijo que eras lista como una zorra. Tenía razón. —Sonrió, tratando de inspirarle confianza. Su experiencia de Vietnam le dijo que ella se recuperaría y también que estaba terriblemente asustada.
La aeromoza oriental le miró.
—¿Qué cree? —Levantó la toalla. Salía sangre, pero muy despacio.
—Creo que estará bien. —Se levantó, tomó más toallas de un mostrador de trabajo y se las pasó a Sue. —Dejémosla aquí por un rato.
Miró alrededor. Era un espacio bastante grande, casi veinte pies de largo por ocho o diez de ancho. Podía escuchar el silbido que salía de la derecha. Fue hacia los hornos de ese lado y se movió con cuidado a lo largo de la pared. Escuchando, podía oír tres distintas fugas. Caminó tras la protuberante hoja de la turbina. ¡Había traspasado un armario! Dos pies de ella penetraban el área de la galera de la cocina.
—¡Dios mío! —dijo. Miró a la joven tendida en el suelo. —Tuviste suerte, muñeca, mucha suerte.
Estaba seguro que había más agujeros en el espacio de carga, atrás de la parte posterior de la cocina. Tenían suerte, en medio de todo, de poder presurizar la cabina central. Dio unas palmaditas en los paneles, que imitaban roble. —Eres todo un avión, hijo de..., —dijo Elliot, suavemente. —Un avión estupendo.
Regresó y se arrodilló a tomar su gorra.
—Evie ya lo averiguó. No hay ningún doctor a bordo. Sólo nosotros. Y el doctor Elliot, ese soy yo, dice que parece que tendrás una cicatriz, nena. Pero te pondrás bien. Además —se sonrió— con esa cara y ese cuerpo, ¿a quién le importa? —La tocó en el hombro. Recayendo en un dialecto sureño, dijo. —De cualquier manera te lo iba a pedir, pero ¿qué tal si cenamos juntos cuando lleguemos donde vamos?
La joven negra se sonrió.
—Seguro. ¿Puede permitirse un lujo como yo?
—Haré lo posible. —Se puso de pie y le dijo a Sue. —Enviaré aquí otra caja de primeros auxilios. Cuando cese de sangrar, véndelo con fuerza, aunque no demasiado apretado, y ayúdela a subir a la cabina principal. Si necesita ayuda, grite.
Ella asintió.
—Bien, Tad. Estaremos bien. —Volvió a cambiar la toalla. —A propósito, ¿dónde vamos?
—No lo sé. Eso es lo que tratan de decidir ahora.
—Así que dentro de media hora, el tanque estará vacío.
Beemish había sacado una pluma y hacía números. Estudió el indicador de combustible, como lo había venido haciendo Manning.
—Hal, arregla las cosas de modo que el número dos se alimente del tanque del ala. Wexler cambió las contraalimentaciones y encendió las bombas, sacando combustible del tanque del ala derecha al motor central.
Beemish se volvió para encarar el parabrisas y dijo:
—No tiene sentido desperdiciarlo todo. Mejor usamos todo el que podamos. —Le dio un empujoncito hacia adelante al acelerador del motor central. El avión incrementó su velocidad. Habían disminuido ésta al mínimo —240 nudos— tanto para conservar combustible como con la esperanza de que las fugas en los tanques se aminoraran con la reducción del efecto de succión. La velocidad a la que perdían combustible, no había variado.
El conectar el motor central al tanque, también había pasado por la mente de Manning. Se alegró de no haberlo tenido que sugerir y también de que Beemish tuviera la presencia de ánimo para tomar la decisión. Sabía que cualquier indicación que hiciera sería resentida. Había otra cosa que sabía que tendrían que hacer, y estaba bastante seguro, que debido a todo lo demás que estaba sucediendo, no harían. En tanto el combustible saliese del tanque del ala derecha, tendrían que negociar con una limitación estructural. No se podía permitir que los dos tanques de las alas se desbalancearan demasiado.
Beemish vio que Albertson había dejado de escribir. Le oyó hablar en su micrófono.
—Dígales que se lo haremos saber dentro de diez minutos. —Se volvió a Beemish. Empezó a hablar, luego esperó a que Tad Elliot regresara a la cabina de mando.
—Frank, —dijo Elliot —el Presidente quiere hablarle tan pronto como sea posible.
Beemish se molestó,
—Bueno, demonios, dígale que venga aquí, es su aerolínea. Uno más no hará las cosas peor.
—No él, Frank. Por radio. El Presidente Bradley.
—¡Oh, mierda! —Se volvió a Albertson. —¿Qué tienen para nosotros, Will? ¿Shemya?
Por primera vez Duncan Manning vio verdadera preocupación en la cabina de mando. La vio en la cara de Will Albertson.
—No sirve, Frank, —dijo Albertson gravemente. —El campo está cerrado; una nevada. Condiciones de borrasca, cero visibilidad y tres pies de nieve en el suelo. La compañía aconsejó seriamente contra eso. El Adak de la Marina, también. Dijeron que tratarían de limpiar la pista con las barredoras de nieve, pero creían que sería inútil.
—Lo olvidé. Es por eso que no lo mencionamos en el plan de vuelo. ¿Cuánto falta para Midway, Will?
Albertson consultó su carta y luego marcó las coordinadas del aeropuerto de Midway en una de las unidades del INS. Observó un momento y luego dijo. —Mil ciento cinco millas.
Beemish estudió los indicadores de combustible, y luego calculó la velocidad a la que estaban perdiendo combustible. En treinta minutos quedarían veinticinco mil libras en el ala izquierda, todavía veintinueve mil en el centro, y el ala derecha casi vacía. Cincuenta y cuatro mil libras. Sería suficiente.
—Bien, dígales que nos dirigimos a Midway. Será apretado, pero debemos llegar. —Se estiró hacia el escudo antideslumbrante y empezó a marcar el rumbo aproximado a la Isla de Midway. El INS lo perfeccionaría, una vez que se hubiese fijado el programa.
Duncan Manning había estado haciendo sus propios cálculos. No le salían igual. Cuando el avión empezó a planear a la izquierda, dijo:
—¿Frank?
Beemish vaciló:
—¿Qué?
—Nunca lograrás llegar a Midway. —No lo dijo en alta voz, sin embargo las palabras resonaron en la cabina como un estampido. Cuatro cabezas se volvieron hacia él.
—¿Qué demonios quiere decir, Manning? Tendremos más de cincuenta mil libras, aun con un tanque seco. ¡Es más que suficiente! Y tendremos viento de cola al volar al sureste, no mucho, pero ayudará.
—Va a tener que tirar combustible para poder permanecer en el aire. —Manning trató de conservar su voz calmada, nivelada. Estaba desilusionado que Tad Elliot no lo hubiera visto. Entonces Manning vio la seña de reconocimiento en la cara del ingeniero de vuelo.
—Así es, Tad —dijo—, ¿Cuál es la limitación del balance del combustible?
Elliot replicó con rapidez.
—Cuatro mil libras.
Miró las agujas.
—¡Jesucristo!
En los pocos minutos transcurridos desde que habían descubierto las fugas, éstas habían cambiado de modo que la diferencia entre los tanques tres y uno, se acercaba a las siete mil libras.
—Así es. Es una limitación estructural. ¿Quién sabe cuál es el verdadero límite? Además de eso, con todo el peso en el ala izquierda el avión volará como un borracho ladeado, con el timón desorientado, los alerones subidos, toda clase de cosas que lo jalarán. ¡No podrá, será ineficiente como un demonio!
Beemish se estiró en su asiento, como derrotado, sabiendo que lo que Manning decía era verdad. Se inclinó hacia el escudo antideslumbrante, y volvió a marcar un curso aproximado al que llevaban antes de virar.
—Escucharé sugestiones, caballeros, —dijo Beemish.
Los otros tres pilotos miraron a Manning. Este no habló. Luego, Beemish pareció recobrarse.
—Hal, tú eres un capitán de relevo. Esta es una pregunta difícil de hacer. ¿Es más eficaz Elliot que tú en la consola del combustible? Vamos a tener que hacer malabares, creo yo.
Wexler miró a Elliot. El era un piloto de relevo, alguien para llenar los huecos durante los descansos de la tripulación y para aterrizar ocasionalmente. Elliot era el ingeniero de vuelo, La etiqueta requería que Beemish formulara la pregunta debido al rango y la antigüedad del capitán. Pero la situación en la cabina de mando del Vuelo 101 exigía competencia, no etiqueta. Wexler sonrió, se quitó los audífonos y se puso de pie, haciéndole sitio a Elliot.
—Dale todo lo que tengas, Tad.
El ingeniero de vuelo sonrió sombríamente y acercó un poco el asiento a la consola con el motor. La estudió por unos momentos, trazando las líneas a través de los botones de encendido de las válvulas de transferencia y los de contraalimentación.
—Tengo una idea, Frank. Una que nos permitiría aprovechar la mayor cantidad de combustible posible, y sin embargo, permanecer en balance.
—Adelante.
—Bien... Empezamos por alimentar los motores uno y dos del tanque izquierdo. —Sus morenos dedos siguieron el sistema de combustible de la consola, mientras hablaba. —Al mismo tiempo, puedo empezar a transferir combustible del tanque izquierdo al central.
—El libro de reglamento dice que no se puede hacer en vuelo.
Beemish estaba interesado, pero escéptico.
Elliot miró de Beemish a Manning y otra vez a Beemish. Después de un momento Manning dijo:
—Se hace todos los días, Frank.
—Oh.
Animado ahora, el ingeniero de vuelo dejó salir sus pensamientos.
—No nos quedará otro remedio que dejar que el tanque número tres se vacíe. Pienso que aún así tendremos que sacrificar combustible, pero si lo malabareo bien, tal vez no todo. La transferencia es lenta, pero todo cuenta. Miró a Manning.
El capitán retirado asintió. Hubiese querido darle unas palmadas en la espalda a Elliot por pensar en ello. Habían volado juntos muchas veces, y en más de una ocasión, Elliot había resuelto problemas difíciles.
—Sólo hay una cosa. —Elliot se rascó la cabeza. —¿Cuánto nos atrevemos a sacarlos de balance?
Beemish dijo:
—Prepáralo ahora, Tad. —Miró por encima de su hombro. —¿Manning, qué cree usted?
—No sé... diría que podríamos llegar a diez mil libras. Más que eso, y el avión estará fuera de control.
—¿Cómo sabe que diez mil no es demasiado?
—Bueno, el límite es cuatro mil. Esa es la solución del libro. Estoy seguro que, estructuralmente, resistiría el triple, así se construyen los aviones. Además, —dijo mirando a Elliot, —yo he volado uno que estaba fuera de balance en diez mil libras.
Había sido con Elliot; una aguja de combustible que había funcionado mal cuando el avión se abasteció, y lo habían averiguado tres segundos después de despegar. A su manera, Manning jamás había hecho el reporte, sólo agarró por las solapas al supervisor después, y le dijo que le sacaría los hígados a patadas si volvía a repetirse.
—¿Puedes mantenerla a diez mil, Tad?
—Seguro. Vaciaré cuando se acerque demasiado a diez y pararé de vaciar a ocho. Será todo un juego de malabares.
Beemish estaba recobrando (casi) su sentido del humor.
—Vamos, pues, jovencito. Ahora... ¿dónde demonios iremos?
Sacó su lápiz y usándolo como regla, empezó a medir distancias, usando su pulgar y el borrador para medir, y luego moviendo el lápiz a la escala de la carta, cerca del fondo de la misma.
Will Albertson ya había hecho eso en el asiento del copiloto.
—Frank, considerando que quedan dos horas de vuelo, tenemos dos lugares dónde ir, con algo de margen. Las dos horas es un tiempo, probablemente conservador, pero es a lo más que puedo acercarme. —Arrugó la cara. —No puedo ni pronunciar los malditos nombres; Urup, en las islas Kuril o Kozyrcvskoye en la punta de la península de Kamchatka. Kozyrc —el demonio sepa qué más— es el más cercano. Un poco más de setecientas millas. Aun así, andaremos cerca. O es eso o el mar. Se frotó la cara, y luego miró la carta que tenía en el regazo. —No hay más cerca.
Beemish, el archiconservador, antiguo miembro de la Liga John Birch, dijo:
—¡Pero eso es en Rusia!
—Así es, Frank... es Rusia.
William T. Bradley se paseaba por la Oficina Oval, esperando a Chuck Mellis. Fue hasta los altos ventanales y miró hacia fuera. La nieve había cubierto el césped desde temprano en la tarde. Los pronosticadores del tiempo habían p redicho de tres a cinco pulgadas. La puerta se abrió y Mellis entró; también vestía traje de noche. Bradley pensó que se veía como un anuncio para un champaña fino, o tal vez, un escocés muy caro. Excepto por la pipa que estaba fumando su consejero. Era descuidado para esto, dejando caer cenizas por las solapas de su traje de etiqueta.
Mellis no había dejado de notar, desde su posición a media mesa, cómo el Presidente había sido llamado. Fue durante la sopa. Había regresado, viéndose preocupado, y había hablado, por turno, con el Embajador Alemán y con el Ministro de Finanzas del mismo país. No estaban ofendidos por su salida, la grandeza de la Presidencia todavía tenía la mística del secreto, y ellos gozaban con ser parte de eso. O por lo menos, sentir como si lo fueran.
Luego de un momento, Mellis habió. —¿Qué pasa, Brad?
—Es el maldito viaje a China. Todo se enredó.
—¿Qué quiere decir?
—Acabo de recibir una llamada de Dobson. Un motor del avión explotó, o algo así.
Se alejó del ventanal y se sentó tras de su escritorio. Mellis tomó su silla favorita frente al Presidente. Bradley, pensativo, trazó con el dedo el contorno del disco de uno de los teléfonos.
—Fue un riesgo estúpido, Chuck... y ahora tenemos que cargar con él.
Mellis se inclinó hacia delante.
—¿No están en peligro, verdad?
—No, por lo que veo. Todo está bajo control, por lo que dice Dobson. Se supone que el capitán del vuelo llamará en unos momentos. Es solamente que toda la cosa fue muy estúpida. Debimos haber mandado la vacuna por un transporte militar.
—Pero, pensé que habíamos acordado que esto nos daría un efecto máximo, el combinar el regalo de la vacuna con el primer vuelo comercial.
El Presidente observó a su amigo atentamente.
—Sí, eso pensamos. Y sí, yo tomé la decisión. Pero debimos haber incluido a Dobson en toda esta cosa. Pudo haber tenido otras ideas.
—Esa es otra cosa. Dobson, tiene razón. Hemos estado tan preocupados presumiendo, como él dice, tratando de que esta administración se vea bien, que nos hemos olvidado por qué demonios estamos haciendo las cosas.
Mellis estaba consternado.
—Pero, Brad, los soviéticos hubieran hecho un día de campo de todo esto.
—Tal vez —dijo el Presidente. Unió las puntas de sus dedos, pensativo. —¿Pero y qué? ¿Qué podían haber hecho con ello? Es exactamente lo que es: un sincero gesto humanitario de nuestra parte. No creo que nadie los hubiese escuchado, con la excepción de un par de africanos marxistas. No creo que marxistas. No —movió la cabeza— no creo que hubiera habido ninguna diferencia. Mientras no pudieran echarle las manos encima antes que llegase a China.
Los dos hombres guardaron silencio. Un mayordomo trajo café, con una licorera de Courvoisier y dos copas coñaqueras. Desapareció tan silenciosamente como había aparecido. Mellis sirvió ambas copas, le dio una a Bradley, y luego dijo:
—bien, donde intenta el vuelo...
Sonó el teléfono. Bradley lo levantó instantáneamente.
—¿Sí? Bien, póngalo al habla.
Cubrió la bocina con la mano y le hizo señas a Mellis que tomara la extensión.
—¿Señor Presidente? Aquí Frank Beemish.
La voz del capitán se escuchaba claramente, como si hablara desde la habitación contigua. La voz hizo sonar la campana de un recuerdo. El Presidente supo que se había encontrado antes, pero era esta una de las raras ocasiones en que toda su astucia de político le falló; no podía unir una cara al nombre.
—¿Cuál es la situación ahora, Capitán? El Vicepresidente me dice que tienen ustedes problemas, pero que todo está esencialmente estable.
—Bien... —Hubo una pausa. Bradley y Mellis cambiaron miradas. —Pues, señor Presidente. La situación es bastante seria. Por eso me tomó tanto tiempo llamarle.
—Siga, capitán.
—Como ya sabe, perdimos un motor. Normalmente, señor, esto no representaría un problema real. Nuestro aterrizaje alterno era Tokio, y allí es donde hubiéramos aterrizado.
Bradley sintió la vacilación en la voz del hombre, notó su nerviosismo. Con voz dura, dijo:
—¡Siga adelante, hombre!
—Sí señor. La explosión en el motor número tres abrió agujeros en varias partes, en nuestros tanques de combustible.
Bradley intercambió otra mirada con Mellis.
—¡Dios mío!, —dijo casi para sí.
—Lo que significa, señor Presidente, que nuestro nivel de combustible es, críticamente, bajo...
El Presidente le interrumpió.
—¿Dónde demonios están ustedes, Beemish?
—¿Dónde estamos, señor?
—¡Sí, maldita sea? ¿Dónde están?
Beemish estaba confundido.
—Sobre el Pacífico, señor.
—¡Ya sé eso!, Capitán Beemish... yo no soy un idiota. ¿Cuál es su posición?
—Oh. Aproximadamente, sesenta y cinco Este, cuarenta y tres Norte. Como a mil cien millas al Noroeste de las Islas Midway.
El Presidente dijo.
—Espere, Beemish.
Anotó la posición y le habló a Mellis.
—Chuck, toma el teléfono, llama a Gabe Piermont. Está en una junta de Jefes Unidos. Dígale que se traiga aquí un reporte completo de lo que la Armada tenga en el Pacífico, en cualquier sitio al Norte o al Oeste de Midway. Luego, llame al Comandante de la Guardia Costera. Puede ser que esté en la Isla Governor, en Nueva York, pero pruebe de cualquier manera. No creo que puedan ayudarnos tan lejos, pero usaremos a cualquiera que podamos.
—También consíganos café. Va a ser una noche muy larga.
El Presidente apartó la vista de Mellis y habló en el auricular.
—Bien. Ahora... dígame lo que ha hecho y lo que está planeando hacer, Beemish.
—Bien, señor Presidente, nos hemos estado comunicando con nuestra compañía, pero la fuga de combustible ha complicado el problema. No entraré en detalles, señor... pero sólo tenemos dos opciones, dos aeropuertos a los que podemos llegar a salvo. Ambos están en Rusia. Uno en las Islas Kuril y otro en la Península de Kamchatka. Necesitaremos permiso previo, pero una llamada de auxilio, casi ciertamente, nos asegurará su ayuda.
Se hizo un silencio ominoso mientras Beemish esperaba una respuesta. Chuck Mellis había regresado y escuchaba. Sus cejas se enarcaron mientras estudiaba la cara del Presidente. Lentamente, denegó con la cabeza. El Presidente lo vio y estuvo de acuerdo con él, silenciosamente.
—No, Capitán.
Beemish estaba estupefacto.
—¿Qué quiere decir, señor?
— ¡No puede llevar ese avión a Rusia!