CAPITUL0 6
Albertson salió de la cabina de mando. Pasó junto al carrito de mano en la sección delantera, justo frente a la puerta de la cabina que acababa de dejar, y empezó a andar por el pasillo izquierdo.
Carson Trewes le detuvo.
—¿Cómo van las cosas, Will?
Albertson sonrió.
—Bien, señor Trewes, muy bien.
El presidente de la aerolínea dijo,
—Querida, este es nuestro administrador de la flotilla de DC—10 en San Francisco, Will Albertson. Will, mi esposa Phyllis.
Albertson tomó la mano que ella le extendió.
—¿Cómo está usted?
Trewes se volvió, medio levantado.
—Este es Dick Whitlow y su esposa. Presentó al vicepresidente ejecutivo. Más apretones de manos. La esposa de Whitlow, una mujer gris, llegando a los cincuenta, preguntó por qué Albertson había salido de la cabina de mando.
—En realidad hay cuatro pilotos, señora Whitlow. Cada uno de nosotros se tomará un descanso de dos a tres horas, en la cabina de turista, para relajarse un poco. Once horas es bastante tiempo sin moverse del asiento.
La insignificante señora Whitlow pareció satisfecha con su explicación. El se disculpó y se dirigió a la parte posterior del avión. Le sorprendió la atmósfera diferente que parecía invadir la cabina. Un ambiente casi festivo, no como los pasajeros de un vuelo regular. El Vicepresidente escribiendo apresuradamente, conferenciando con el secretario de prensa, el presidente de la aerolínea, varias caras que Albertson reconoció de la edición del mediodía, todo se combinaba para dar esa impresión.
La gente circulaba libremente alrededor, parándose uno junto al otro cerca del carrito de las bebidas o apoyándose en el respaldo de sus asientos. Evie Campbell y Tommy Ling, se movían con alguna dificultad, sirviendo copas. A Albertson le pareció que se hallaba en una fiesta aérea.
Llegó hasta la cocina y arrinconó a Tommy en esa área.
—¿Hay oportunidad de comer temprano para un piloto trabajador y de tomar un refresco, Tommy?
El sobrecargo se detuvo un momento.
—Seguro, Will. ¿Quiere la comida regular de la tripulación o se atreve a probar los platos chinos que serviremos aquí? Tenemos suficiente.
—Probaré la comida china. —Tommy le había servido un refresco de una lata. Albertson lo bebió ávidamente y luego lo llenó de nuevo. —¿Cómo te va con todos los personajes?
—Bien. —Puso su bandeja en la mesa. —Es bastante divertido. ¿Notó usted la pollita que está sentada en el Ocho—F?
—No, no me fijé.
Tommy Ling miró a su alrededor a ver si alguien le oía. Satisfecho, dijo,
—¡Es increíble! Es la hija del embajador. ¡Qué cuerpazo! Nunca he visto una mujer tan coqueta. ¡Y tiene unas tetas hasta aquí! —Se puso las manos frente al pecho, en el gesto universal. —Cada vez que le llevo algo, me habla en voz tan baja que tengo que inclinarme para oírla. Se ha desabrochado la blusa a la mitad y se inclina en una forma que no se puede evitar ver que no lleva nada debajo de ella. —El sobrecargo guiñó un ojo. — ¡Es dinamita!
Will se rió y notó que Evie Campbell se había aproximado y había escuchado las últimas palabras.
—¿Qué vas a hacer, Tommy?
Su cara se extendió en la dorada sonrisa hawaiana que le hacía verse tan increíblemente guapo.
—Lo voy a disfrutar, hombre, sólo a disfrutar.
Evie Campbell dijo,
—mejor cuídate del padre.
Tommy se volvió sorprendido.
—El es descuidado. Ella ya me está enviando señales.
Evie dijo:
—Entonces cuídate de ella... he visto ese tipo de golfas devorarse a alguien como tú, para desayunar.
Tomó otra cubetita para hielo y se alejó.
Tommy miró a Will.
—¡Mujeres!, —dijo con una sonrisa. —Debían sacarlas de los aviones y dejarnos el servicio a nosotros.
Levantó la bandeja que había estado preparando y se alistó a alejarse.
—¿Si no hubiese ninguna aeromoza, Tommy, quién los mantendría a ustedes a raya?
El sobrecargo se detuvo un momento.
—Sí, tienes razón on ese punto. Ahora que esa —señaló con un gesto de la cabeza a Evie—, es la mejor de todas.
Will Albertson observó al bien parecido sobrecargo pasar a la cabina de primera clase. Qué vida, pensó. Joven, guapo, y perseguido por la hija de un embajador. Viajando por todo el mundo y ganando buen dinero además. Albertson se preguntó, de manera abstracta, si estaba celoso, luego decidió que no, si tuviera que volver a empezar haría lo mismo que había hecho. Dejaría las coquetas a los jóvenes, él era feliz desempeñando su papel de hombre de familia formal. Sin embargo... que divertido sería.
Will buscó un asiento en clase turista. Mientras caminaba hacia popa, vio sentados a Manning y a Eileen Morgan, mirando por la ventanilla. Se detuvo a su lado sin que ellos lo notaran.
—¿Disfrutando el viaje, amigo?
Manning levantó la vista.
—¡Hola, Will! Me preguntaba cuándo vendrías por aquí a sentarte con los pobres. ¿Tomando tu descanso? —Le presentó a Albertson a Eileen. —Siéntate.
El alto piloto se sentó al otro lado del pasillo. Cambiaron frases corteses durante unos momentos, Albertson tenía curiosidad por saber la relación entre Manning y la atractiva, en forma fría, mujer con quien estaba sentado, pero era demasiado cortés para preguntar.
Manning dijo: —¿Cómo van las cosas al frente, Will?
Albertson se frotó las manos. —Bueno...
Miró intencionalmente a Eileen,
Manning dijo.
—Está bien. En cierto modo ella es uno de nosotros y sabe conservar la boca cerrada.
—Oh. Bien, Beemish está tenso como el demonio. Se queja de, ya sabes... minucias. El número tres está un poco caliente, y es como si eso fuera lo más importante del mundo. El maldito motor no quiere quedarse sincronizado, y él no deja de tocar el violín.
Manning se rio.
—Siempre fue un violinista.
El sabía que había muchos pilotos así, violinistas, que le daban vueltas a las esferas que no podían dejar las cosas quietas. Por experiencia, sabía que Beemish era uno de ellos.
—Lo seguirá haciendo hasta Pekín. Más vale que te acostumbres a ello. —Le ofreció un cigarrillo a Albertson. Cuando éste rehusó, Manning encendió uno. No podía dejar de fumar, aunque trataba.
—¿Llegaremos, Will?
Eileen se mostró alarmada. Manning dijo:
—Oh, no, nada tan serio. De San Francisco a Pekín es un viaje muy largo hasta para este avión. Una parada para una contingencia de reabastecimiento de combustible siempre está preparada para Tokio si los vientos están en contra. La decisión se toma en el día. Esta compañía piensa que una parada de reabastecimiento tendrá que hacerse cada cinco o seis viajes.
La expresión de ella mostró que ya estaba tranquila. Albertson dijo:
—Se ve bien, Duncan. Logramos subir a una velocidad crucero después que cruzamos el punto de los ciento treinta grados, que es mejor de lo que esperábamos. Como me imagino que lo habrás notado, llevamos un curso impetuoso, para evitar los vientos de frente de las Aleutianas.
—Sí, cuando estuve en la oficina de despacho.
Albertson volvió a mirar a Eileen. Esta había perdido interés en la conversación de los dos pilotos y estaba ocupada escribiendo en su cuadernito de notas.
—Hablando de la oficina de despacho, Duncan, ¿qué demonios pasa entre tú y Beemish? Nunca le había visto tan enojado.
Manning sonrió.
—Oh, no lo sé, Will. Nunca nos llevamos demasiado bien. Sabes cómo manejaba yo mis vuelos... no siempre siguiendo exactamente las reglas, sin embargo, siempre dentro de una posición defendible. A él eso se le metía bajo la piel. Luego, cuando decidí retirarme hace un par de meses, tuvimos una reyerta por otra cosa, y le dije dónde se podía meter el puesto. No creo que me lo haya perdonado. Ni siquiera asistió a la fiesta que di por mi retiro, aunque le invité. Sabes, Will, fue una gran cosa que te ofrecieras voluntario para ser el copiloto de este vuelo. Cualquier otro se hubiera vuelto loco después de las primeras cinco o seis horas.
Albertson sonrió.
—No es nada. He conocido a Frank demasiado tiempo para dejar que me enoje. Sólo desearía que cesara de tratar de mantenerse apto sobre este avión. No tiene que hacerlo... y le quita tiempo de su trabajo como Vicepresidente. Todavía no sé qué le hace continuar. La gente de la oficina matriz explota cada vez que sale en un vuelo.
Manning estudió su vaso, pensativo.
—No es tan fácil dejarlo, Will. Es casi una forma de vida, distinta a todas. Yo lo estoy averiguando.
—¿Lo extrañas, eh?
—Sí, francamente, sí. Pero, —se puso más erguido en su asiento, como para cambiar sus pensamientos— el barco está en forma; casi listo para salir. Por los Cayos hasta Aruba, Curazao, Caracas, y luego de regreso por las islas hasta Florida.
Fue interrumpido por Sharon Wojick, que se hallaba de pie con una bandeja. —¿Quiere comer aquí Will, o en la parte de atrás?
Albertson se levantó, desdoblando su esbelta figura del asiento del pasillo.
—Creo que comeré en la parte de atrás, Sharon, y luego desperezaré un sueñecito. Gracias. —A Manning le dijo: —Te envidio, Duncan... hablaremos más tarde.
Manning levantó la mano en señal de despedida mientras el piloto se alejaba. Se volvió hacia Eileen Morgan, empezó a decir algo, y luego notó que ella se había dormido con el cuadernillo aún abierto en su regazo. Era un sueño tranquilo, como él lo recordaba, con los labios ligeramente entreabiertos, enseñando sus blancos dientes, un poquitín grandes. Suavemente, recogió el cuaderno de notas, echándole una mirada y notando que no podía entender nada de lo que estaba garrapateado en él, con la excepción del encabezamiento de la hoja marcada "para V.P.".
Cerró el cuaderno sobre el lapicero y notó que las manos de ella se movieron a tientas un momento, por la pérdida de éste, y luego se entrelazaron graciosamente. Se volvió sin despertar y sonrió ligeramente, y luego acomodó la cabeza sobre el hombro de él.
La campaña de William T. Bradley había sido agitada. Los horarios muy ajustados y enorme el número de presentaciones. El candidato, su personal, la prensa y las tripulaciones de la Aerolínea Century caminaban por el delgado filo que existe entre el agotamiento de la excitación y el colapso. Las encuestas demostraban que Bradley aumentaba su ventaja sobre su oponente, por casi dos puntos cada dos semanas. Faltaba un mes para la elección, el 8 de noviembre. Si la ventaja continuaba, Bradley ganaría fácilmente.
El médico del candidato le había hecho un examen físico rápido, después de una cena para reunir fondos en Little Rock. Su prescripción, en realidad una orden, había sido de cuatro días ininterrumpidos de descanso, preferentemente, en un clima templado. Bradley optó por la relativa reclusión de Cayo Hueso.
Manning hizo el vuelo a esa ciudad, y luego regresó el avión a Tampa, donde se le haría una revisión completa por los mecánicos de la Century durante los tres días que no sería necesitado. Varios reporteros habían sido invitados a bordo para una conferencia de prensa, y luego se les pidió que dejaran al candidato en su reclusión. Ellos volaron en el avión de regreso a Tampa y allí se habían dispersado para descansar ellos también, que buena falta les hacía.
Cuando Manning salía del avión, vio a Eileen Morgan luchando con una maleta que se había atorado detrás de uno de los sillones en la sección de primera clase, reconvertida.
—¿Puedo ayudar?
Ella dejó de tirar.
—Oh... seguro. Gracias.
El sacó la maleta de detrás del sillón. El avión se hallaba desierto; la tripulación se había marchado junto con los reporteros que habían hecho el viaje de vuelta.
—¿Adonde se dirige?
Eileen tomó la petaca.
—Todavía no lo he decidido. Ya es (arde... creo que me quedaré en el aeropuerto esta noche y lo decidiré mañana. —Avanzaron hacia la próxima salida. —¿Y usted? ¿Regresa a Nueva York?
Manning recogió sus maletas que estaban cerca de la puerta.
—No, yo me quedo aquí.
La reportera se rio.
—No sé cómo su esposa lo soporta. El que tenga usted que quedarse con el avión.
—Está acostumbrada. Hablamos de ello cuando surgió lo de la campaña. Ya tendré tiempo cuando esto termine. —El había esperado hasta que ella había empezado a bajar las escaleras hacia la rampa, luego la había seguido. —No tengo que quedarme con el avión, estamos todos libres hasta el jueves, igual que usted. Tengo un barco de vela que amarro en San Pedro, durante el invierno. —Habían llegado al final de las escaleras y quedaron frente a frente. El guiñó un ojo. —Por eso dejamos el avión aquí en vez de en Miami, está muy lejos de mi barco.
Ella sonrió. —Todavía soy nueva como reportera, pero ¿eso se comprende como parte de los privilegios del rango?
—Algo así. Mi jefe, Frank Beemish, no se pondrá muy contento, pero no hay mucho que pueda hacer desde su oficina. —En alguna forma, el pensar que Beemish se enteraría que el avión estaba en Tampa, en vez de en Miami, como se había sugerido, le dio a Manning una sensación de perverso placer.
Habían caminado hacia una parte nueva de la terminal de Tampa. El la había acompañado y ayudado a subir a uno de los carritos automáticos que hacían el servicio entre las terminales satélites y el edificio principal, absorbiendo la cálida luz del sol de la Florida. Las puertas se abrieron y Manning guió a Eileen al hotel que está en la terminal.
—¿Ha estado aquí antes?
Ella contemplaba la enorme extensión que tenía enfrente.
—No...nunca.
—Probablemente sea el mejor aeropuerto del país, con la posible excepción del de Dallas—Fort Worth. Bien diseñado, tanto para aviones como para gente, sólo un idiota se perdería en él.
—Es magnífico. Estoy impresionada. Habían llegado al mostrador de recepción del hotel.
—Le diré qué, —había dicho Manning. —La recogeré aquí para cenar en tres horas. Aquí, a las siete.
La invitación la tomó por sorpresa. Ella había tenido fugaces pensamientos de su esposo, en Washington, al que no deseaba ver ahora, y de su esposa, en Nueva York, o cerca de allí. Eileen Morgan hizo un rápido valoramiento de la situación, algo para lo que ella era muy buena, y no encontró ninguna sensación de decepción o sugestión obscena en su comportamiento.
—Seguro. Será divertido.
Manning había rentado un auto (un Ford completo en vez de su acostumbrado miniauto), y manejó hasta el Club de Yates San Petersburg. Luego se tomó una copa rápida en el bar, fue a su barco, se cambió de ropa, conectó el teléfono al muelle y llamó a su casa para decirle a su esposa que él y la tripulación iban a navegar unos días y que le hablaría al regreso. Ella le deseó buen viaje. Era sólo una mentirijilla blanca, musitó él, ya que sí había invitado al copiloto y al ingeniero de vuelo a navegar con él. Los dos miembros de la tripulación habían declinado la invitación, y habían decidido ir a casa. Mientras se vestía, comprendió que estaba prestando esmerada atención a lo que se ponía y se rio para sus adentros. Maldición, pensó, voy a sacar a una reportera novata, que cubre su primera asignación, a cenar, y me porto como un chiquillo. ¡Ridículo!
Se había terminado de vestir, rápidamente, y era la hora exacta cuando llegó al lobby del hotel. Eileen le esperaba. Llevaba puesto un chaleco color beige sobre una blusa color crema, con una falda del mismo material que el chaleco. Ella se levantó.
—No estaba segura qué ponerme. ¿Estoy bien así? Dio una pirueta frente a él.
—Se ve muy bien.
Ella se había reído. Duncan pensó que detectaba un dejo de nerviosismo.
—Está usted muy guapo. ¿Lo sabe? En los últimos tres meses sólo le he visto de uniforme.
El había hecho una exagerada inclinación.
—A vuestro servicio.
Ella había recogido su bolso de mano y un ligero jersey.
—Vámonos.
Se dirigieron hacia el Sur desde el aeropuerto, a la parte más antigua de Tampa. Las calles estaban oscuras y casi aparecían prohibidas, cuando llegaron al restaurante. Era uno de los favoritos de Duncan, Bern's Steak House, donde se vendía la mejor carne del país, por onzas. Cenaron regiamente; Filete a la Tártara para abrir boca, seguido de una sopa Vichyssoise, perfectamente enfriada, y unas escalopas de filete que era lo mejor que Eileen había comido jamás. Duncan ordenó un Margaux de la cosecha de 1947, de una lista de vinos del tamaño de un directorio telefónico. Compartieron un espumante vino blanco con el postre, pequeños y delicados pastelillos y café expreso.
Su conversación había sido sin importancia, cosas del trabajo, haciendo ambos esfuerzos por no hablar de nada personal. Eileen se sintió acalorada por el vino y la comida. Tenía las mejillas rojas y sabía que se estaba riendo demasiado. No podía insistir en ello, pero en alguna forma, se sintió libre y audaz, como una maestra en vacaciones en un país extraño. Tomó un sorbo de vino. Manning había ordenado que les sirviesen más café.
—¡Oh, Duncan, nunca me había sentido tan relajada en meses! ¿Cómo encontró este lugar?
—En realidad es muy conocido por estas partes. Vengo cada vez que estoy en el barco. Pero —sirvió lo último de su vino de postres, dividiendo meticulosamente lo que quedaba— pero no recuerdo haberlo disfrutado más. Lo digo sinceramente, Eileen.
Estiró su brazo sobre la mesa y tomó la mano de ella.
Ella la retiró y buscó a tientas en su bolso de mano.
—¿Viene aquí con su esposa?
—¿En realidad quiere saberlo?
—Oh, maldita sea, Duncan, no, no quiero saberlo. Podría usted estarme haciendo las mismas preguntas, pero se calla. —Ella rio, falsamente. —Lo siento. Se me escapó. No, no quiero saber nada y no quiero que usted sepa nada de mí. Diré esto, las cosas no marchan bien entre Herb y yo, y odiaría que usted se aprovechase de eso. ¡Oh, mierda! Tampoco quise decir eso. Ya soy una mujer. Hago lo que quiero, y no tengo nada que hacer durante los tres días que el Sr. B. descanse. —Se rio como si se quitara un peso de encima—. ¿Puedo empezar de nuevo?
A Manning le gustaba esta mujer, era franca, sincera, y un poco loca. Hasta su lenguaje de patio. El no lo aprobaba en las mujeres, pero en ella parecía natural, y no desagradable.
—Puede empezar por decir que mañana navegará conmigo.
—¡Me encantaría! ¿Tiene algo que yo pueda usar?
—Creo que tengo algo en un cajón.
Terminaron su café y regresaron al hotel del aeropuerto. Manning la dejó en el hall a la puerta del elevador.
—Me gustaría que pensara en algo.
¿En qué? Estaban parados muy cerca el uno del otro, renuentes a romper el placer de la noche.
El dijo,
—Piense en dejar este hotel en la mañana y pasar los próximos días conmigo en el barco. Podemos ir hasta Sarasota o a Tarpon Springs.
Ella había empezado a protestar, pero Manning le había puesto un dedo sobre los labios.
—Calle. Ya sé lo que piensa. Hay dos camarotes en el T'ang Horse, y usted puede usar el que quiera. Sin presiones, Eillen, sólo velear, y sol y calor. ¿Está bien?
—Lo pensaré.
—Bueno, pasaré a buscarla a las ocho de la mañana.
A la mañana siguiente ella había dejado el hotel y le estaba esperando en el hall, con su maleta al lado de la silla.
Había sido una de esas mañanas espectaculares de Tampa, cuando llegaron al muelle del Club de Yates St. Petersburg. La bruma mañanera del mar se había disipado por completo, dejando el agua de la bahía de un azul cristal. Una fresca brisa soplaba del nor—noroeste. Manning, rápidamente, dejó las cosas de Eileen en la cabina de proa. Se alegró de saber que los barcos y sus costumbres eran familiares para ella, aunque su experiencia en los grandes veleros era limitada.
El T'ang Horse era un Gulstar de cuarenta y tres pies de largo, que Manning había comprado unos años antes. Era un queche con foque, y un aparejo para arriar, de forma que Duncan pudiese navegar solo, si era necesario, o con ayuda de alguien que no fuera muy experimentado en navegación.
Eileen se cambió rápidamente a un par de pantalones y una camiseta, y tenía dos tazas de café listas para cuando Duncan había removido las cubiertas, tenía las velas listas y el motor calentándose. Se sentaron a sorber el café, sin hablar mucho, dejando que el sol de la mañana les calentara las espaldas. Fueron unos momentos de paz, un bienvenido respiro de la exigente rutina de las últimas semanas.
El jefe del muelle los ayudó a desamarrar. Manning le dijo que podía disponer de su lugar, para navegantes en tránsito por las próximas dos noches. Ellos regresarían al mediodía del tercer día. Se alejaron del muelle, y Eileen enrolló diestramente las cuerdas de amarre, según se las arrojaba el jefe del muelle. Manning hizo retroceder su barco del embarcadero, que estaba bien hacia el final del muelle, del lado de la bahía, y navegó hacia el este. El viento refrescó cuando estuvieron libres. Eileen permaneció sentada, contenta, en un rincón de la cabina de proa. Observó, según las manos de Manning descansaban ligeramente sobre la rueda del timón, haciendo pequeños ajustes contra el oleaje más fuerte. Cuando estuvieron bien alejados de la parte principal de la ciudad, redujo el acelerador casi a neutro, y volvió al T'ang Horse hacia el viento. Llamó a Eileen.
—¿Puede conservar este rumbo?
Ella asintió con la cabeza y se levantó de un salto para remplazarle al timón. El fue a proa y rápidamente izó la vela y el foque, dejándolas flojas, luego fue a popa a levantar la vela de mesana. Observó con agrado que el rumbo del compás no había variado más de cinco grados, mientras se había ausentado. Se hizo cargo del timón y dio vuelta lentamente, aflojando las velas una vez que estuvieron rumbo suroeste, y el barco empezó a cobrar velocidad impulsado por el viento. Puso el curso para pasar justo al sur de Cayo Coquina, y apagó el motor. El silencio los envolvió, sólo quedó el crujir del aparejo, mientras el T'ang Horse, hendía una ola e inflaba sus velas. Eileen dijo
—No puedo creer la quietud que hay.
Había vuelto a su rincón de la cabina de proa, con la espalda apoyada contra el cofre de ésta y las rodillas subidas hasta cerca de su barbilla. Manning se dirigió al lado de babor de la cabina, timoneando con su pie, mientras aflojaba un poco más la vela principal.
Navegaron en silencio por casi una hora. Dejaron Cayo Coquina a estribor, y el gigantesco puente Sunshine Skyway apareció a la vista. Manning alteró su curso un par de grados a estribor. Cuando estuvo satisfecho que la brisa no cesaría de soplar, dijo:
—Tome un rato el timón, ¿quiere?
Eileen se puso a su lado.
—¿Qué rumbo llevamos?
—Maniobre para pasar entre los dos arcos centrales del puente. Regresaré en un momento. ¿Tiene sed?
—Una poca.
El bajó y se puso a preparar unos Bloody Mary. El reloj de la cabina le indicó que pasaban unos pocos minutos de las once. Sacó de la nevera los camarones frescos que había comprado esa mañana, dos clases de salsa, puso todos los ingredientes en una vieja bandeja, y se dirigió a cubierta, anunciando.
—¡Hora de almorzar!
Eileen estaba encantada. Tomaron su bebida a sorbos y comieron con un hambre que a ambos sorprendió. El sol estaba alto cuando pasaron bajo el puente Skyway. Manning cambió el curso hacia el suroeste, dirigiéndose al extremo sur del Cayo Egmont, tomando el Canal Suroeste al Golfo de México.
Mientras navegaban con el viento, el sol los calentaba. Él se quitó la camisa. Eileen dijo,
—¿Otra copa?
—Seguro, no demasiado vodka, mucha salsa Tabasco.
—¿Le importa si me pongo un traje de baño?
—Claro que no... hay muchos en el armario debajo de la Iitera de estribor.
Ella se rio.
—Me compré uno anoche, después que usted me dejó en el aeropuerto.
Manning la observó desaparecer en la cabina principal. El sol arrancó destellos rojizos de su cabellera oscura. Volvió a aparecer en pocos minutos, llevando dos copas y lo que había quedado de los camarones.
—No tiene sentido desperdiciarlos.
Manning se quedó asombrado. Ella llevaba puesto (casi) un bikini marrón oscuro. El calculó rápidamente que se había utilizado menos de medio metro de la brillante tela, en su confección. Su cuerpo era esbelto, sin una onza de grasa, pero redondo e incitante. Tenía la piel muy blanca, contrastando con su traje de baño y su cabello. Todo lo que pudo decir fue, ¡Vaya, maldición!
Ella se echó a reir.
—¿Es tan bueno o tan malo?
—Es muy bueno... estoy, no lo sé... sorprendido. —Empezó a sentir una erección y cruzó las piernas para ocultarla.
—Puedo cambiarme si quiere, Duncan.
—No sea tonta. Sólo espero que no le moleste que de vez en cuando, le lance una mirada de admiración.
Ella le dio su copa, luego se sentó en el asiento de la cabina, con la cabeza vuelta hacia él. Su oscuro cabello se esparció sobre un cojín que había apoyado en la murada.
—Dios mío, cómo he extrañado el sol.
Manning murmuró algo, sin saber qué era. Sus pechos generosos amenazaban salirse de la tela. Ella prosiguió, dejándolo mirar y sabiendo que la estaba mirando.
—No me di cuenta que la campaña pudiera ser tan extenuante. Lo que más me molesta es vivir de una maleta. No sé cómo lo soporta, Duncan.
—Supongo que después de veintitrés años, ya me acostumbré. —El T'ang Horse pasaba por el través del Cayo Egmont, y él alteró el rumbo hacia el sur, hacia Sarasota.
Hablaron entonces, después de horas de silencio. Manning le contó de sus razones para aceptar volar en la campaña y de su tristeza por los cambios en el negocio de la aerolínea. Ella, a su vez, habló de su carrera y de su determinación de triunfar en un mundo masculino, algo en lo que él no había pensado antes. Simpatizó con ella y se contagió de su entusiasmo y determinación. Si le iba bien con el trabajo de la campaña, ella sentía que se le abrirían las puertas. Había recibido algunos tanteos de parte de dos cadenas de televisión. Jamás mencionaron a sus parejas, ni sus hogares. Manning tomó rumbo a tierra, sabiendo, intuitivamente, que se acercaban a New Pass, el más fácil de los dos canales que llevaban a Sarasota. Vio puntos familiares en tierra, y viendo la primera boya, viró al este, recogiendo velas. El T'ang Horse se inclinó a estribor, aumentando su velocidad para cubrir rápidamente las últimas millas. Era estimulante. Ambos fueron empapados por la espuma, mientras el barco cabeceaba en las suaves olas. De vez en cuando se tocaban, cundo se abría una lata de cerveza o cuando él le dejaba el timón a Eileen.
A un cuarto de milla de la boya, navegó contra el viento, y encendió el motor. Trabajando juntos, recogieron las velas y se dirigieron a Sarasota, mojados y riéndose.
—¿Cenamos a bordo o en tierra?
—Cocinar es aburrido. ¿Es buena la comida en tierra?
El dejó que ella terminara con los lazos de las velas, y entró a New Pass.
—Es buena en tierra.
Las olas cesaron cuando entraron por el lado sur de la bahía de Sarasota, pasando el Cayo Bird, y dirigiéndose a una pequeña cala, al sur de la carretera Ringling. Amarraron al muelle del embarcadero, frente al restaurante Marina Jack's.
—Observe a la gente. —Dijo él mientras terminaba de asegurar el barco. —Es uno de los placeres de poseer una embarcación, —viendo a toda la gente decirse a sí mismos, que el año que viene tendrán uno igual al T'ang Horse.
Bajaron a cambiarse. Manning encendió el generador, y el aire acondicionado refrescó la cabina. Casi no corría el aire en la cala, un cambio abrupto de cuando habían ido navegando. El preparó unas copas y escuchó la bomba del agua y sus gorgoritos, mientras Eileen hacía lo que hacen las mujeres, en el baño de proa. Ella abrió la puerta y se sentó en una de las literas de la cabina. Tenía el pelo estirado hacia atrás y amarrado con una cinta de terciopelo. Estaba radiante.
El le ofreció una copa.
—Se ve como una quinceañera.
—Así me siento. Me está gustando esto, Duncan Manning. Nunca pensé que de adulta volvería a sentirme totalmente irresponsable, pero así me siento, exactamente.
—Espero que eso sea bueno.
Ella sonrió.
—Lo averiguaremos. —Se levantó. —¿Me veo bien para un restaurante? Me muero de hambre.
—Es el agua del mar, navegar a vela siempre da hambre. Y se ve usted muy bien.
Dejaron la embarcación, y entraron al restaurante por el lado del muelle, encontrando una mesa bajo una de las grandes ventanas en el piso superior, que daba a la cala. Una hilera interminable de embarcaciones pasaba por allí, dirigiéndose a la marina que se hallaba junto al restaurante. El sol se puso en una gloriosa llamarada de rojo, naranja y rosa, y la campiña parecía algo a un millón de millas de distancia.
Comieron camarones y filete, bebieron vino, hablaron mucho, y se rieron algo. Cuando tomaban el café, Eileen preguntó.
—¿Qué le hizo llamar a su barco T'ang Horse?
El sonrió.
—No es una gran historia. Hace años, cuando estaba en San Francisco, compré una lámpara en Gump's, —una hermosa reproducción de un caballo de bronce T'ang. Fue una de esas cosas de las que me enamoré y tuve que tener. Lo llevé a casa. Mi esposa... ¡ohh! —La miró rápidamente.
—No importa —siga.
—Bueno, ella lo odiaba. Por aquél entonces tenía la manía del Early American y dijo que no iba con los muebles. Tuvimos una pelea terrible. Resultó una lámpara muy cara, un juego nuevo de sala, ya que yo insistí que la lámpara se quedaba donde estaba.
Eileen se quedó pensando unos momentos.
—Parece que esa pelea la ganaron los dos,
—No... la lámpara está ahora en el barco, en la cabina de popa. —Se detuvo, repentinamente embarazado. —Supongo que es una historia tonta.
Ella le miró por un largo rato.
—Creo que ahora me gustaría que me besaras. Por favor.
El se inclinó hacia ella y la besó en la boca, suavemente, aspirando la tibieza de su cuerpo. El suyo reaccionó, como él sabía que pasaría, y extendió su mano para tocarle el cabello. Tiró su taza de café. El líquido marrón se extendió por el blanco mantel. —¡Oh, mierda! —dijo él a media voz. Ambos se rieron; se rieron tanto que los otros comensales se volvieron a mirarlos.
Ella le agarró de la mano.
—Salgamos de aquí, con un demonio.
Aún riéndose, él pagó la cuenta de prisa. Bajaron la escalera de la mano y salieron al muelle.
Subieron a bordo del T'ang Horse e iniciaron los preparativos para zarpar. Manning dejó andar el motor para que se calentara, mientras consultaba la carta de navegación. El sol casi se había metido y los últimos rayos rosados, desaparecían sobre Cayo Lido, siendo remplazados por el gris anochecer. Un empleado del muelle los ayudó con los amarres, y en unos minutos se hallaron en camino. Navegaron a motor unos veinte minutos; luego Manning echó el ancla en las aguas bajas de la bahía de Sarasota, justo al noreste de Bishop's Point en el Cayo Longboat. Satisfecho del alcance del ancla y de la libertad de movimiento del T'ang Horse, bajó.
Eileen no estaba en el camarote principal. La puerta del camarote de proa estaba abierta, y vio que éste también estaba desierto. Caminó por el angosto pasaje al camarote de popa y allí la encontró. Se hallaba sentada en la litera doble ancho, con una copa en la mano y otra para él, lista sobre el anaquel. Llevaba puesto un camisón corto y muy transparente. Sus piernas, doradas por el sol del día, llegaban al suelo; sus pechos generosos se distinguían tras la transparente tela.
—Me gusta la lámpara. —Le indicó con un gesto.
Esta estaba sobre la mesilla de noche, incrustada en la pared. El fundido de bronce del caballo brillaba suavemente bajo el foco de poco voltaje. La lámpara estaba diseñada para lucir el fundido, así que uno no notaba el hecho de que era una lámpara. El largo cuello del grande y sólido caballo, se arqueaba graciosamente, en esa curva perfecta que tan pocos artistas logran.
El empezó a hablar y después vaciló.
—Yo sé lo que hago, Duncan. Necesito esto. Te necesito a tí.
El fue a ella y la besó. Un beso largo, lleno de cosas que apenas adivinaba. Ambos iban a ser adúlteros; ambos lo sabían y aceptaban el hecho sin decir nada. El se separó y se desvistió, y luego la desnudó a ella. Era hermosa. Se estiró para apagar la lámpara.
—No, —dijo ella—, déjala encendida. Quiero verte cuando me hagas el amor. Y quiero que tú me veas.
Hicieron el amor con ansia, apasionadamente. Fue hasta el amanecer que se durmieron, finalmente, saciados y contentos. El sol estaba alto y brillaba a través de la lucecita ahumada de la claraboya, cuando despertaron. Nadaron juntos, desnudos y satisfechos, ignorando si alguien podía verlos desde la orilla. Eileen hizo café mientras Duncan desatracaba el barco. Una vez fuera del paso, se quitaron la ropa, y se untaron uno a otro, liberalmente, con aceite para el sol, y navegaron cerca de la costa por horas, al norte, hasta el Paso de John, que separa el Cayo Sand de la Isla del Tesoro. En determinado punto, Manning amarró el timón, y se hicieron el amor otra vez, magullándose cada vez que el ritmo del barco, no igualaba el de ellos.
Cuando el T'ang Horse se puso al través del Paso de John, Manning hizo girar la rueda del timón y se dirigió a tierra. Le pasó el timón a Eileen y bajó. Regresó a la cabina de mando, y con pocas ganas, le ofreció una blusa y un par de shorts.
Ella se rio.
—Duncan, estás haciendo de mí una hedonista, casi me había olvidado de estos. —Se levantó y le besó con fuerza. Se fundieron el uno con el otro, con olor a sal y a aceite para el sol. El barco dio un bandazo y los hizo caer en el asiento de la cabina de mando. Riendo, él tomó la rueda del timón y regresó a la ruta hacia el paso, mientras ella se vestía.
La temporada del cangrejo moro acababa de empezar, así que se detuvieron en una pescadería local en el Paso de John, y compraron varias libras. Manning echó el ancla en la bahía Boca Ciega, y se dieron un festín con la exquisita carne blanca, con la mantequilla escurriéndoseles por las barbillas. El sol se puso otra vez, relumbrando con una última explosión de color, sobre los condominios y hoteles de las playas. Cuando la luz palidecía, se desnudaron y se hicieron el amor sobre la cubierta, preguntándose si estaban satisfaciendo la curiosidad de algunos mirones con binoculares, en los edificios ya brillantemente iluminados.
Se sentaron desnudos, uno frente al otro, en la cabina central, mordisqueando lo último que quedaba de los cangrejos moros. Manning habló después de unos minutos de silencio.
—Telefoneé a operaciones mientras preparaba nuestra comida. Bradley quiere el avión en Key West mañana a las cuatro de la tarde. No podía mirarla.
—Oh. —Eileen tomó un tiempo necesario para sacar el último pedazo de carne de una de las patas del cangrejo. Ella no quería que terminara. No había pensado en ello, en términos de que tendría un final. No quería perder un solo minuto de placer. Poniéndose de pie, dijo,
—¿A qué hora tendremos que salir de aquí en la mañana?
Él le echó una ojeada al reloj de la cabina. Eran casi las ocho.
—Temprano. No después de las seis o seis y media.
La boca de Eileen se curvó lentamente en una sonrisa. Se balanceó sobre un solo pie, con la pelvis arqueda hacia él.
—Bien, dijo, moviendo deliberadamente su mano vientre abajo. —Mejor nos acostamos.
Amarraron en el muelle del Club de Yates de St. Petersburg y para las diez de la mañana tenían el T'ang Horse lavado, y bien cerrado y recogido. Habían tenido que navegar a motor casi todo el camino, porque el viento había cambiado a este noreste. Era un día cálido, y para cuando habían terminado de limpiar el barco y meter sus cosas en el coche, ambos estaban muy acalorados. El aire acondicionado del coche ayudó. Manejaron en silencio hasta el aeropuerto de Tampa, como si ninguno de los dos supiese poner fin a su aventura, graciosamente.
Cuando cruzaban el puente, justo antes de la desviación al Aeropuerto, Eileen trató de iniciar una conversación, pero se aturullo y se calló. Miró por la ventanilla del coche, viendo el sol brillar sobre las aguas de la Bahía de Tampa. Todo había terminado, y Eileen sabía que no podía ser de otra manera.
A la puerta de la oficina de operaciones, ella dijo,
—¿Cuál es la próxima parada de Bradley?
—Atlanta. Habla en una cena en el hotel Peachtree Plaza.
—Duncan, yo creo... yo creo que volaré a Atlanta en vez de ir a Key West con el avión de la prensa.
—Muy bien. —La tomó de la mano. Ella no podía mirarle otra vez.
—Tal vez si volvemos a tener un descanso de tres días y estamos cerca del mar... Su voz se apagó.
Ella esbozó una pequeña sonrisa.
—Si... tal vez.
Se dio vuelta y se dirigió al mostrador de la Eastern Airlines.
Volvieron a verse algunas veces, durante las semanas finales de la campaña. Nunca a solas, siempre como parte de un grupo grande. Los días pasados en el T'ang Horse no volvieron a mencionarse.
Una vez que William Bradley ganó la presidencia, no volvieron a verse.