CAPITULO 10
—¡Pero, señor Presidente!. ¡No tenemos dónde escoger! ¡O es uno de esos dos aeropuertos o el panzazo en el mar!
William Bradley finalmente asoció la cara a la voz. Recordó su breve contacto durante la campaña, recordando a Beemish como un hombre melindroso, lleno de reglas y restricciones. Su primera impresión del hombre (que usualmente era acertada) había sido que era un buen administrador, pero que le faltaba imaginación para manejar problemas fuera de lo usual.
El Presidente dijo,
—Espere. Beemish. —Cubrió la bocina y miró a Mellis, expectante.
—Piermont está en camino hacia acá. Dice que hay un grupo con portaaviones, operando al Norte de Midway, pero no sabía exactamente dónde. Traerá toda la información con él. Dijo que eran como diez barcos en total. Estará aquí en cinco minutos.
—Si están lo bastante cerca, al menos podremos rescatar a la gente que va a bordo del avión. El portaaviones deberá tener toda clase de helicópteros, equipo de rescate.
—Brad —dijo Mellis, cuidadosamente, —yo pienso que debe decirle a Beemish por qué no puede ir a Rusia.
El Presidente asintió.
—Capitán Beemish, hay muy buenas razones para que usted no lleve ese avión a un aeropuerto ruso. Pero, primero, dígame que probabilidades tiene de dar un panzazo si hay rescate cercano.
A Beemish no le gustó el tinte que tomaba la conversación.
—Señor Presidente, perdóneme por parecer obstinado, señor, pero usted me está pidiendo, como capitán de este vuelo, que abandone un curso de acción que pondría a mi avión y a mis pasajeros seguros en tierra, y que dé un panzazo en el mar que, bajo las mejores circunstancias entraña cierto riesgo. Yo no puedo aceptar eso, señor. Yo soy responsable por la seguridad de mis pasajeros, antes que nada y, ¿usted quiere que yo vaya contra esa responsabilidad? —Ahora, Beemish se estaba enojando. Aunque él fuera el Presidente de los Estados Unidos de América, ¿quién demonios se creía que era? Nada tenía sentido.
—Capitán Beemish, permítame recordarle que la mayoría de sus pasajeros son empleados por mí, la rama ejecutiva del gobierno. Como ya dije, hay buenas razones para que yo no le permita aterrizar en suelo ruso.
Bradley explicó, rápidamente, acerca de la vacuna que iba a bordo del Vuelo 101, y cómo no podía permitirse que cayera en manos rusas. Enfatizó la importancia de la vacuna, acentuando el secreto que tenía que rodear su entrega, y hasta admitiendo, que la forma que él había escogido, o por lo menos la manera en que se estaba llevando al cabo, podía no ser la más acertada. —Pero eso es historia pasada, Capitán. La experiencia, siempre ha dado buenos resultados. Por esta razón, no puede aterrizar en Rusia.
Beemish no cedía.
—Señor Presidente, ¿no podríamos aterrizar y que se transfiriera la carga? ¿A un transporte militar o algo así?
El Presidente abandonó sus esfuerzos, mirando a Mellis como diciendo inténtelo usted.
Mellis interrumpió la conversación.
—Capitán Beemish, habla el Doctor Mellis. Soy el consejero del Presidente.
—Sí, Doctor Mellis. —Beemish sabía muy bien quien era Mellis.
—Bajo las leyes internacionales, Capitán, los rusos podrían confiscar el avión y su carga.
—¿Y la inmunidad diplomática? No se podría...
—¡La inmunidad diplomática no funcionará! Ustedes son un vuelo comercial, Capitán. Sólo la gente tiene inmunidad, los diplomáticos, básicamente. Eso no incluiría el avión ni su carga, ya que se trata de un vuelo comercial. —Además —Mellis miró al Presidente; Bradley asintió en silencio— hay tres miembros del personal del Embajador a bordo. Dos hombres y una mujer. Trabajan para la CÍA. Dudo seriamente que pudieran resistir la clase de escrutinio a que pueden someterlos los rusos. Las implicaciones internacionales de eso son increíbles, como puede usted imaginar.
—¿Por qué demonios no se me dijo todo esto?
Beemish estaba furioso.
Los dos hombres de la Oficina Oval, guardaron silencio. Luego el Presidente habló en el teléfono.
—Capitán Beemish, asumo que usted fue alguna vez militar.
—Sí. En la Fuerza Aérea del Ejército.
—Necesidad de saber, Capitán. No puedo ponerlo más claro. Puedo añadir, que ni el Embajador Watlington sabe de los tres agentes.
—¡Jesús!, —dijo Beemish.
—Es un negocio sucio, Capitán. —El Presidente suavizó el tono. —Confío en que sabrá que esta conversación es confidencial, Frank.
El uso de su primer nombre lo logró.
—Desde luego,señor.
Le quedaba poca resistencia, y la magnitud de la situación, la vacuna, el mismo virus, la CÍA, todo estaba más allá de Beemish. Era algo más de lo que quería tratar.
—Bien, enviaremos ahora una señal de auxilio y esperemos que la Marina esté cerca.
Bradley sintió lástima por el hombre. Se hallaba en una situación de la que él no tenía la culpa, y que, sin embargo, tendría verdaderas consecuencias, para él, en lo personal.
—Capitán Beemish, el sistema de radio por el que está usted hablando ahora, la banda presidencial, es el sistema de comunicaciones más sofisticado del mundo. Usémoslo, en vez de anunciarle nuestro problema a todo el mundo, ¿le parece?
Beemish podía sentir la humedad en los sobacos.
—Desde luego, debí pensar en eso.
El Presidente escogió sus palabras cuidadosamente, adivinando la frustración de Beemish, su angustia.
—Capitán, yo sugeriría que se dirigiera a Midway, Hay un grupo naval operando al Norte de allí. Tendré su posición exacta en unos minutos; el Jefe de Operaciones Navales viene para acá en estos momentos.
Beemish suspiró.
—Muy bien, señor Presidente, mejor me pongo en camino ya. Vamos en dirección contraria, y cada minuto está empezando a contar.
—Gracias, Frank. —Su nombre de pila otra vez, y tan efectivo como antes. —Sólo recuerde... tiene toda la ayuda del mundo aquí en esta radio. —Bradley hizo una pausa. —Quisiera hablar con el Vicepresidente, por favor.
—Lo llamaré, señor. —Beemish le entregó el auricular al agente del Servicio Secreto, le dijo que llamaban al Vicepresidente, y salió del centro de comunicaciones.
Beemish entró a la cabina de mando. Sin hablar, le hizo un gesto a Wexler, que ocupaba el asiento de la izquierda. Wexler se levantó y Beemish se dejó caer pesadamente, en el asiento del capitán. Se tomó un momento de más para cerrar la hebilla del cinturón de seguridad, cuidadosamente. Manning, Elliot y Albertson, esperaban expectantes.
Por fin, lo estaba comprendiendo. Un aterrizaje en el mar, un panzazo. Una cosa sobre la que todos habían aprendido y nunca habían hecho. No había ningún caso conocido de un avión grande que hubiera aterrizado de panzazo en el mar... sólo suposiciones, y hasta ésas, estaban basadas en lo que algunos ingenieros asumían que sucedería.
Frank Beemish hizo un gran esfuerzo por controlar sus emociones, sabiendo que su tripulación, y Manning, maldito sea, estaban esperando que él hablara. Tomó la carta del Pacífico norte de su funda y, usando otra vez su lápiz para estimar cursos, determinó que 120 grados, aproximadamente, en dirección sureste, los llevarían a la Isla de Midway. Golpeó la carta con el borrador del lápiz, produciendo un sonido agudo.
Luego se inclinó hacia el escudo antideslumbrante del centro y marcó 120 grados. El Vuelo 101 comenzó un viraje suave, y luego más pronunciado, hacia la izquierda, de regreso al este.
Albertson abrió la boca para hablar, pero Beemish dijo, levantando una mano:
—Nos dirigimos a Midway.
Todos hablaron a la vez, la voz de Albertson era la más alta. —Pero, Frank, ¡no podemos llegar a Midway! Tenemos que ir...
—¡Ya lo sé...! ¡Maldita sea! ¡Ya lo sé! —Movió la cabeza. —El Presidente nos ha prohibido aterrizar este avión en suelo ruso.
Tad Elliot metió su cuchara.
—¿Por qué demonios no? —Apuntó en la dirección que habían seguido, y que quedaba ahora a la derecha del avión. —¡Hay un sitio perfecto para aterrizar, a menos de seiscientas millas de distancia!
—Tad, él tiene sus razones. Me las dijo, y son muy buenas razones. —Se volvió a los otros tres hombres. —Tendrán que confiar en mí, y en cualquier caso, no tuve alternativa. Estoy seguro que hay alguna ley o alguna presión que podría usar para impedirnos ir a Rusia.
—Hay un grupo naval ahí adelante, y se dirigirán hacia nosotros en pocos minutos. El Presidente dijo que tendríamos toda clase de ayuda.
Wexler habló por primera vez, desde la parte posterior de la cabina de mando.
—Significa dar un panzazo, ¿no es cierto?
—Sí, no hay otra alternativa. —Le habló al ingeniero de vuelo, —Tad, saca tu libro y lo repasaremos. Asegurémonos que sabemos el procedimiento del panzazo, de memoria. Y llama a Evie Campbell aquí. Necesitará tiempo para prepararse.
Elliot asintió con la cabeza. Revisó sus instrumentos de combustible en la consola. La diferencia entre los tanques uno y tres, había alcanzado las diez mil libras. El piloto automático tenía que mantener un esfuerzo notable, en la entrada de los alerones, para conservar el avión nivelado. La rueda de control estaba casi a la mitad hacia la derecha.
Movió la cabeza y oprimió los botones de las válvulas de escape, tirando aún más del precioso líquido, por el chorro que salía del ala izquierda, para volver al avión a una semblanza de balance. El tanque de la derecha estaba casi vacío, sólo quedaban en él, cuatro mil libras.
Cerró la válvula de escape, buscó en su bolsa de vuelo y sacó el manual del DC—10. Su moreno pulgar buscó entre los indicadores hasta que llegó al rojo, marcado "Procedimientos de Emergencia".
Beemish se volvió en su asiento. Le dijo a Wexler.
—Hal, vete a la cabina de primera clase y espera junto al centro de comunicaciones. En unos minutos nos llamarán para darnos un curso y una distancia hacia la Marina. Usaremos esa radio hasta que estemos dentro del alcance para hacerlo directamente, o podamos obtener algunas frecuencias a larga distancia.
—Correcto, Frank. —Wexler se puso su chaqueta y su gorra y salió.
Manning se sentía casi inútil. Revisó las esferas de combustible y vio que tenían aún para una hora y media, hasta que las cosas se pusieran críticas. —Frank, no soy de mucha ayuda, ahora... Regresaré a la cabina y veré lo que puedo hacer allí.
Beemish parecía perdido en sus propios pensamientos.
—Sí, seguro, Manning. Y, uh... gracias.
Manning salió de la cabina de mando y se detuvo por un momento en la relativa reclusión del espacio entre la puerta y la pared divisoria. Si sentía algo, era una sensación de pérdida, casi de tristeza. Estaba seguro de que había buenas razones para no ir a Rusia, pero aún así, no tenía sentido. Además, se sentía relegado, viejo e inútil. Había poco que pudiera hacer. La decisión estaba tomada.
Jugó con el prospecto de su panzazo en el Pacífico. Aun con las mejores condiciones de tiempo, era riesgoso como un demonio, algo completamente desconocido. Ciento cincuenta toneladas de avión, golpeando el agua. No era algo reconfortante en qué pensar. Ofrecía demasiadas variables. ¿Qué tal si pegaban contra las olas al ángulo equivocado? ¿Qué tan dañada estaba la estructura del avión? Parecía sano y volaba bien, pero no había forma de saber realmente si el astil principal del ala, había sido dañado por la increíble fuerza de la explosión, ¿Flotaría el avión? El sabía que se suponía que sí.
¿Y la Marina? Se suponía que se hallaban lo suficientemente cerca para llegar a tiempo a la escena. Beemish parecía haber estado seguro de ello. Por lo menos tendrían una oportunidad. Rebuscó en su memoria por otros ejemplos. El único panzazo del que él sabía, había sucedido en el Caribe hacía más de diez años. Había sido un transporte más pequeño, con dos motores jet, un vuelo alquilado, por lo que él recordaba. El aspecto supervivencia había sido desastroso, poca gente se había salvado.
Sin ser visto, Carson Trewes observaba a Manning, mirando su cara. Fue hacia él y dijo:
—¿Qué está sucediendo, Manning? Hemos virado casi ciento ochenta grados.
—¿Eh? O... Carson. —Miró a su alrededor a ver si había alguien cerca. —Vamos a tener que aterrizar de panzazo.
La expresión de Trewes cambió a una de incredulidad.
—¿Qué?
—Un aterrizaje en el agua. No hay otra alternativa. Aparentemente, el Presidente lo sabe. Podríamos llegar a un par de aeropuertos rusos, pero Bradley le dijo a Beemish que eso estaba fuera de toda discusión.
—¡Santo cielo, Manning! ¡Tiene que haber otro camino! ¡Toda esta gente! ¡Un avión de veinticinco millones de dólares! —Se dirigió hacia la puerta de la cabina de mando. — ¡Voy a hablar con Beemish!
Manning le tomó suavemente del brazo, deteniendo al hombre de más edad.
—Carson, no puede hacerlo.
En ese momento llegó Evie Campbell, el lugar se llenaba de gente. Ella miró brevemente a los dos hombres y luego llamó a la puerta de la cabina de mando. Esta se abrió. Carson hizo un intento de entrar, pero Manning volvió a detenerlo nuevamente. La puerta se cerró.
—¡Maldición! —Habló en tono bajo, pero no había equivocación posible en la fuerza de su voz. — ¡Trewes, déjelos en paz! Usted les paga mucho dinero por tomar decisiones. Más de cien mil dólares, a los capitanes.
Trewes gruñó, Se relajó ligeramente, y miró fijamente a Manning.
—¿Por qué demonios cree usted que les pagan? ¡Especialmente esos sueldos! Usted me pagó a mí, y le paga a Beemish, a Wexler y a Albertson, y hasta a Elliot, para una cosa: tomar decisiones. Un mono podría volar este maldito avión la mayor parte del tiempo. Pero le diré una cosa, Carson... esos pobres diablos ahí dentro, están sudando ahora por ganarse hasta el último centavo de su sueldo, y vale el doble de lo que usted les está pagando. —Soltó el brazo del presidente de la aerolínea, viendo que sus palabras empezaban a hacer efecto. Más suavemente, dijo: —Déjelos solos, Carson. Ya tienen bastante de qué preocuparse.
—Tiene usted razón, Manning. —Trewes se volvió de la puerta de la cabina de mando y empezó a dirigirse a su asiento. Se detuvo y regresó a Manning. —¿Por qué demonios se retiró, Duncan?
Este se quedó callado un momento, contemplando a Trewes.
—Estoy perdiendo la vista, Carson. Tengo un tumor del tamaño de una nuez en la base del cerebro. Dentro de unos meses no podré pasar un examen físico.
Trewes apartó la vista, desconcertado, y luego volvió a mirar a Manning.
—Hmm, ya veo. —Hizo una pausa, y luego preguntó: —¿Operable?
Manning bajó la mirada.
—Sí, pero por lo que dice el neurocirujano, muy arriesgado. Pensé divertirme un poco mientras podía. —Jesús, pensó, ¿por qué se lo dije? ¡No es asunto de él! —Nadie lo sabe, Carson, y me gustaría que siguiera siendo así.
—¿Cómo está ahora? ¿Su vista?
Manning se sonrió, pero sin humor.
—Oh, ahora muy bien. Sólo se presenta raramente, por lo general después de leer o conducir de noche.
Vio verdadero pesar en la cara del otro hombre, y le gustó por eso.
—¿Todavía está dispuesto a ayudar a Beemish, si le necesita?
—Seguro, Carson, pero es el manual lo que necesitará el resto del camino. No necesita más ayuda. No hay nada que yo pueda hacer, que no pueda hacerlo igual cualquiera de ellos.
—Espero que estés de acuerdo, King. —La voz del Presidente era grave.
—Tienes razón. No hay alternativa. —El Vicepresidente lanzó una corta carcajada. —Qué suerte que sé nadar.
Bradley admiró la forma en que Dobson había tomado la noticia. Dijo:
—¿Cómo está Beverly?
Para Dobson, esa pequeña pregunta suavizó el horror que había sentido inicialmente. Los dos hombres eran, después de todo, buenos amigos. El Vicepresidente sabía lo inevitable del caso, sin embargo, al principio, había esperado que Rusia fuera la respuesta.
—Está bien, Brad. Ella es una mujer fuerte y valiente. —Trazó unos jeroglíficos en el borrador de notas que tenía enfrente. —Estaremos bien, Brad... Sólo asegúrate bien que la marina de Piermont esté lista, ¿okey?
Kingsley Dobson, el Vicepresidente de los Estados Unidos de América, deseó tener el valor que su manera desenfadada implicaba. El estaba asustado. Asustado por él o por Beverly —especialmente por Beverly— y por toda la gente del avión. Parecía tan definitivo, tan final, el próximo anuncio de aterrizaje en el Pacífico.
—Supongo que está fuera de nuestras manos, Brad... está entre Beemish y la Marina.
—¡Es una maldita lástima!
—¿Qué es?
—Toda esa vacuna. Hablé con el Doctor Kuhn después que habló contigo por radio. Parece que les llevará, por lo menos tres semanas, el reponerla.
El Vicepresidente dijo:
—Sí... supongo que eso significa aún más tiempo antes de que puedan usarla en China. Mucha gente morirá por mis "poses" como tú las llamas.
—Qué demonios, señor Presidente —usó el término casi afectuosamente— usted no sabía que nada de esto sucedería. Igual le pudo haber pasado a un Starlifter de la Fuerza Aérea. No te culpes, Brad.
El Presidente le sonaba vacío a Dobson —nunca le había visto de esa manera.
—King, nunca hemos hablado de ello en realidad; siempre lo hemos dejado pender, ignorándolo. Pero, tengo que decirte esto. Cuando me sucedas en este puesto al final de este período...
—Vamos, Brad, falta mucho para eso.
—Cuando me sucedas, y yo quiero que me sucedas, espero que tomes mejores decisiones que yo.
A Dobson le dolía oír hablar así a su amigo.
—¡Eso es ridículo! Dejémoslo para más tarde... para cuando se me sequen los pies de este viajecito, y estemos tomando un café y un coñac, como supongo que lo estás haciendo ahora.
William Bradley guardó un largo momento de silencio.
—¡Maldición!, —dijo suavemente por la radio. Tiene que haber una solución mejor.
Dobson estaba confundido.
—¿Qué?
La voz de Bradley se hizo más fuerte.
—King, llama a ese piloto... al que voló la campaña.
—¿Manning?
—Sí, ponle al habla. Quiero hablar con él. —El Presidente se oía como el Presidente.
—Le llamaré, pero no sé de qué servirá.
—Este Beemish... el capitán. ¿Qué impresión tienes de él?
Dobson estaba confundido.
—Bueno, ni mucho ni poco. Es confiable, parece conservador y competente, pero no tiene color. Falto de humor. Sólo trabajo y nada de diversión. Es...
—¿Falto de imaginación?
—Sí... es el término; poco imaginativo,
—Quiero hablar con Manning.
Dobson salió del centro de comunicaciones. ¡El lo había dicho! ¡Quiero que me sucedas! El abismo se abría, el mismo que había estado abriéndose entre él y Beverly, desde la reelección. ¿Cómo podía él convencerla de que era bueno? Ella se oponía, tan sólidamente, a que él aspirara a la Presidencia. Y eso había crecido entre ellos como un cáncer; despacio al principio, y en los últimos meses, en una casi declarada hostilidad. ¿Cómo podía ella no querer que él fuera Presidente? A Dobson le parecía una traición a todo lo que habían construido entre ambos.
Cuando se acercaba a su lugar, uno de los sobrecargos le pasó en el pasillo. Lo detuvo.
—¿Señor O'Reilly?
—O'Brien, señor.
—Lo siento. Señor O'Brien, ¿quiere usted buscar al Capitán Manning? El Presidente quisiera hablar con él. Ahí dentro. Hizo un gesto hacia las cortinas corridas.
T. J. O'Brien, un joven y bien parecido irlandés, se quedó impresionado. El había estado trabajando en la cabina de clase turista y este era su segundo vuelo en primera clase. De toda la tripulación, él era el más joven, el de menos antigüedad, y el más impresionado por la lista de pasajeros. Ocultó su sorpresa de que el Vicepresidente casi había recordado su nombre y dijo: —Ciertamente, señor. De inmediato.
Cuando se hubo marchado, Dobson volvió su atención a su esposa. Ella le miró al aproximarse. El creyó ver una ligera huella de temor en sus ojos, al sentarse. Cubrió las manos de ella con la suya y le habló directamente en una voz muy baja.
—Te amo.
Ella vaciló.
—¿Qué sucede, King?
El apartó su mano, tomó un bocadillo de rollo de huevo, de la bandeja que tenían delante, y lo masticó cuidadosamente; luego se volvió hacia ella.
—Me temo que tendremos que dar una nadadita, Bev.
Sus manos se apretaron sobre las de él. Estaba acostumbrada a esto, acostumbrada a que la gente los observara, como ahora en el avión. Sólo la expresión de sus ojos cambió. Tan tranquilamente como él, dijo
—¡King! ¿De qué hablas?
El deseaba que estuvieran en su alcoba. Era uno de los pocos lugares, donde aún gozaban de alguna intimidad.
—El avión está en problemas. No hay suficiente combustible para llegar a tierra... tendrán que aterrizar en el mar.
—Pero... nadie ha dicho nada. ¿Cómo lo sabes tú?
—Acabo de hablar con Brad. No podemos aterrizar en Rusia. Es el único lugar al que podríamos llegar. La explosión abrió un agujero en el tanque de combustible.
—¿Cuándo?— Ahora estaba muy calmada. Una calma forzada.
—No estoy seguro... tenemos por lo menos una hora, tal vez más.
Él también estaba consciente que varias personas los observaban.
—Tenemos que actuar normalmente. Tanto ellos como los tripulantes, buscarán ejemplo de qué hacer, en nosotros.
—Yo sé eso, King. Lo he sabido siempre.
Ella lo sabía demasiado bien. En casi cualquier situación, la gente, instintivamente, buscaba la jefatura de su esposo. También lo harían ahora. Y sabía que ellos, siempre ellos, le eligirían para que fuera su candidato para dirigir el país, dentro de tres años.
Extrañamente, al comprender lo que se esperaba y se exigía de él, el asunto de su campaña presidencial, que había erosionado su intimidad, era lo que más apaciguaba su temor de la situación presente. Miró su cara fuerte y casi desproporcionada, y tomó fuerzas de él, para llenarse a sí misma.
—Estaré bien, King. Gracias a ti.— Hasta logró esbozar una pequeña sonrisa. —Me imagino que tardaremos un poco en llegar a China, ¿no?
Dios, cómo la amaba él cuando la presión se acentuaba.
—Supongo, Bev. ¿Crees que puedas esperar?
—Sí, King... puedo esperar. —Le apretó las manos. —Todavía tenemos que celebrar nuestra plática. Tal vez yo no he estado viendo las cosas claramente, las cosas entre nosotros. No... la cosa que ha estado entre nosotros desde las últimas elecciones.
—Yo no lo creo, —dijo él, amándola. —Aquí estoy yo tratando de calmarte acerca de este maldito avión, y tú estás pensando en las elecciones.
—Te digo que tendremos que nadar antes que nos recoja la Marina, y tú pareces cambiar de opinión sobre lo único que no estaba derecho entre nosotros. —Se rio por lo bajo. —Por eso me casé contigo, Bev. Nunca se aburre uno.
Miró alrededor de la cabina. Por lo menos media docena de pasajeros los observaban; algunos, abiertamente, otros, simulando leer. Otros sólo miraban por las ventanillas.
El miedo inicial se había aplacado. Los pasajeros no sabían todavía el dilema de Beemish, ni la única solución. Entonces, los ojos de Dobson se encontraron con los de Carson Trewes, El lo sabe, pensó Dobson. Por lo menos hay aquí otra persona que lo sabe.
—¿Qué harán cuando todos lo sepan?