CAPITULO 2

Tad Elliot sintonizó la frecuencia de la Información de la Terminal del Aeropuerto y encendió la bocina de arriba—... dos—quinientos, visibilidad nueve. Temperatura siete—uno, altímetro dos—nueve—nueve—siete. Viento, cero—cuatro—cero a las tres. Aterrizaje y pista de salida dos—ocho. Informe al control de tierra, al departamento de autorización de salidas que ha recibido esta información Sierra. —Una nota alta indicó el final del mensaje grabado.

El ingeniero de vuelo terminó de copiar la información y apagó la bocina de arriba. Usaría la información para llenar la tarjeta de despegue que usarían los pilotos, transponiendo la información de la pista y temperatura, a poder y peso bruto permisible. Tad completó la tarjeta y luego se pasó al asiento del capitán y empezó a revisar varias funciones de los sistemas de la aeronave; alarmas de incendio en los motores, exactitud del sistema de radionavegación, sistemas contra hielo. Trabajaba con rapidez, moviendo las manos con seguridad, realizando movimientos que había ejecutado cientos de veces.

Trabajó con una eficiencia que le sorprendió, demorándose un poco más en cada revisión, como si este vuelo requiriese mayor atención que cualquier otro. El próximo paso en su preparación de la cabina de mando era programar el SNI —Sistema de Navegación Inercial. Como la mayoría de las aerolíneas internacionales, la Century tenía tres sistemas independientes en sus cabinas de mando, cada uno, una revisión del otro. Los sistemas navegacionales costaban más de cien mil dólares cada uno. Tad marcó la latitud y la longitud de la aeronave en su posición en la rampa de San Francisco. Le tomaría al sistema casi veinte minutos programarse para dar una lectura verdadera. Cuando Beemish y Albertson llegaron, a los pocos minutos, adelantarían el computador del SNI para acelerar el proceso.

Aunque se las sabía de memoria, Elliot confirmó las coordinadas en su manual, asegurándose que había empezado el programa del sistema, correctamente. Satisfecho, regresó al asiento del ingeniero de vuelo y abrió el libro de bitácora de la aeronave.

Era pesado y con cubiertas de metal. Grabado en la tapa se leía:

CENTURY AIRLINES

N 1016 CC

Las letras CC indicaban el final de una serie de números bloqueados por la Federación de Aerolíneas para el sistema numeral de los aviones de la Century. N era el prefijo dado a todas las aeronaves civiles norteamericanas y 1016 era la designación dentro de la flotilla de la aerolínea: el 10 estaba asignado a todos los DC—10 y el 16 indicaba que era el decimosexto avión comprado.

La bitácora que sostenía Tad Elliot era como un íntimo diario personal; era un registro ininterrumpido de todas las pruebas y problemas del avión que iba a hacer el vuelo inaugural. Era también una especie de documento oficial. Columnas precisas de las horas y minutos volados, escritas por incontables ingenieros de vuelo, daban cuenta de la ubicación del avión. En la sección posterior del cuaderno, una cronología de todos los problemas que había tenido el avión, desde una gotera de líquido hidráulico hasta el mal funcionamiento de la taza de un baño, y la firma de un mecánico de la aerolínea al final de cada queja, certificando que el sistema o la parte dañada del mismo había sido corregida. Era en esta sección en la que buscaba el ingeniero de vuelo del vuelo 101. Sus morenos dedos recorrían la lista de los artículos diferidos que habían sido detenidos hasta que el avión se detuviera en una estación de mantenimiento. No había un solo artículo pendiente. Los mecánicos habían revisado el avión la noche anterior, centímetro a centímetro, y habían cerrado las únicas tres quejas que se hallaban pendientes.

Los dedos de Tad se detuvieron en la antepenúltima anotación:

Se reemplazó unidad control de combustible motor No. 3 causa alta temp. crónica. Vea págs. 336, 338, 345. Prueba estática correcta.

Estaba también firmada con las iniciales del mecánico: GNG. Tad hojeó la primera parte del libro y leyó las anotaciones de las páginas. En cada caso, el motor se había calentado ligeramente más que los otros dos, y el capitán había anotado el hecho en la bitácora. El procedimiento de mantenimiento de la Century listaba una queja como crónica, si sucedía tres o más veces en seis vuelos, y se prestaba especial atención al reparar la queja.

Tad Elliot no tenía forma de saberlo, pero tres jefes mecánicos habían trabajado en la anotación de la subida de temperatura, durante varias horas, en el turno de medianoche. Trabajaban siguiendo un proceso de eliminación y llegaron a la conclusión que la única cosa que podía estar causando el problema con el motor número tres era la unidad de control de combustible; casi todas las otras posibilidades habían sido eliminadas por sus propias revisiones y por los trabajos realizados con anterioridad.

Tad regresó el libro a su sitio e hizo girar su asiento para encarar la pequeña mesa bajo el panel del ingeniero de vuelo, luego apretó un botón en el lado izquierdo y escuchó cómo el motor del asiento, ronroneó, acercando el asiento a la mesa.

Sacó su propio manual de vuelo del maletín de viaje, se volvió a las tablas de despegue, y empezó a transponer la información que había escrito, a números para la tarjeta de despegue: velocidades de aire para retracción de las alas, fijar números de potencia y cosas así. Trabajaba con cuidadosa rapidez, haciendo dos veces cada computación. Elliot hizo una pausa. Sus oscuros ojos estudiaron el panel que tenía delante, y luego se posaron en el reloj digital a su derecha. La aguja del segundero se movía inexorablemente. Cincuenta minutos para el despegue.

Frank Beemish se hallaba sentado frente a una consola computadora. Apretó un botón con enojo para borrar la pantalla de la computadora, luego oprimió las teclas "wxfl 101" y "transmitir". Inmediatamente la pantalla proyectó los tiempos actuales y los pronósticos para Pekín, San Francisco, Tokio y algunas poblaciones más sobre, o cerca de su ruta —todas pertinente a la operación del Vuelo 101.

El tiempo en Pekín era bueno y el pronóstico era que continuaría así: nubes altas, viento del oeste a diez nudos. Frío, pero claro, y sin indicios de cambio para las próximas veinticuatro horas. Un frente frío, sin embargo, bajaba de Oregon. Traería a San Francisco para el anochecer, nubes bajas y lluvia, con algo de niebla. Era un sistema extenso que se desplazaba al norte, desde el noroeste del Pacífico, para cubrir Canadá y el oeste de Alaska.

Beemish se hallaba leyendo el pronóstico del Adak cuando sintió una presencia detrás de él. Se volvió para ver a Manning leyendo el pronóstico sobre su hombro.

—Parece que será un buen vuelo, Frank —dijo Manning con sincera sonrisa.

Beemish le miró. Vio su camisa Cardin blanca, su corbata Condesa Mará, su impecablemente cortada chaqueta sport azul marino, e hirvió de rabia. Miró rápidamente alrededor para cerciorarse que nadie podía oírles y dijo en voz muy baja—. ¡Vayase a la mierda, Manning! Apártese de mi camino.

Manning se quedó perplejo por la rabia de Beemish. Tomo el elevador al piso bajo de la terminal y caminó despacio lucia el área de embarque. Mientras caminaba, trataba de buscar en su mente posibles razones para la actitud del jefe de pilotos. Era cierto que no habían simpatizado —no desde que Beemish entró al círculo de la administración. Parecía ser algo personal y Manning no podía comprender eso. En muchas ocasiones no habían estado de acuerdo, eso era cierto; pero habían sido cosas operacionales —cómo un problema específico debía ser manejado en un vuelo determinado. Manning sabía que en ocasiones había alterado las reglas, pero nunca sin una razón, y ésta había sido siempre por el bien de los pasajeros que pagaban su sueldo.

El y Beemish habían tenido muchas escaramuzas. Pero nunca había sido nada personal —al menos por lo que a Manning concernía. Las puertas del elevador se abrieron y salió al lobby principal pensando en Beemish —realmente preocupado por ello. No notó la actividad en el frente del vestíbulo. Varios equipos de las cadenas de televisión, con sus cámaras, se habían reunido frente a la puerta, junto con un grueso cordón policial. El Vicepresidente de los Estados Unidos de América, estaba por llegar en cualquier momento.

Manning continuó hacia el área de salidas internacionales y la puerta para el Vuelo 101. No se dio cuenta de las miradas de varias mujeres, cuando pasaba. Era alto, un metro ochenta y cinco. Delgado, pero no flaco. Sus movimientos irradiaban energía como si un resorte interior en su cuerpo, le impulsara. Era bien parecido en una forma rara —una cara angulosa, con una nariz casi demasiado grande. Era la sonrisa lo que hacía que la nariz, la boca y la quijada, armonizaran en una agradable coordinación. Las partes no coordinaban ahora, mientras reflexionaba al tratar de comprender el porqué de la actitud de Beemish.

Se detuvo en el puesto de los periódicos y compró el San Francisco Examiner, y luego continuó, cruzando la estación de seguridad. Los agentes estaban siendo especialmente cuidadosos debido al pasaje que iba a Pekín y habían incrementado la sensibilidad del magnetómetro por el que la gente tenía que pasar. Manning tuvo que cruzar dos veces porque las malditas llaves de su coche habían hecho sonar la condenada cosa. Notó las caras serias de los dos hombres que no llevaban uniforme. Indudablemente son del Servicio Secreto, decidió mientras recogía su portafolios y su periódico de la cinta portaequipajes.

Mientras caminaba por el pasillo de la terminal, ojeó rápidamente los titulares y le agradó ver que las noticias del vuelo estaban en primera plana —un pequeño artículo en la esquina inferior izquierda, mencionando el comienzo de un servicio aéreo regular a China continental. Era una noticia importante —más de lo que Manning había creído. Aminoró el paso, mientras leía el artículo.

Ella había estado haciendo pruebas con su hombre de sonido, cuando le vio caminar hacia ellos, inmerso en el periódico. Habló suavemente en el micrófono que sostenía en sus manos—. Un minuto, Bobby, regreso en seguida. —El hombre del sonido ni siquiera levantó la cabeza de sus instrumentos; sólo asintió y le dio vueltas a una perilla de la caja que llevaba colgada alrededor del cuello. Ella dejó el micrófono y empezó a cruzar el área de la puerta—. Hola, Duncan —dijo.

El levantó la cabeza al oír su voz. Era esta una, que millones de norteamericanos oían en las noticias de la tarde todos los días. El sonrió y cubrió los pocos pasos que los separaban—. Hola, Eileen. —Ella usaba un jersey verde pálido y falda. La lana de angora marcaba suavemente sus contornos; una faja verde oscuro acentuaba el conjunto. Informal, pero femenino. Se vería perfecto en televisión.

Fue un momento embarazoso para ellos —no supieron si abrazarse, darse la mano, o qué. Acabaron por quedarse de pie, sonriendo.

—Pensé que pilotearías este vuelo, Duncan. —Notó el blazer y los pantalones informales —sin el uniforme con que Ie había visto la última vez, hacía unos años.

Duncan enseñó su agradable sonrisa—. Supongo que no lo sabes, pero me retiré hace un mes. —Pensó en aquellos tres días durante la campaña, cuando habían huido del ajetreo y descansado juntos, solos, en el barco de vela de él. Su esposa estaba viva entonces, sin embargo nunca sintió culpa por el tiempo que habían pasado juntos. Subconscientemente, él había sabido que ella estaría en el vuelo a Pekín, pero había decidido no pensar en ello. Ahora, frente a frente, volvió a sentir el abrumador magnetismo de ella.

—¿Retirado? —La cara de ella reflejaba su incredulidad.

—Sí, retirado. De volar, por lo menos.

—Pero, ¿por qué, Duncan? Lo deseas tanto... te emborrachabas con ello, vivías para ello.

El vio a Bobby, el hombre del sonido, que se acercaba—. Es una larga historia. Supongo que irás en el vuelo. —Se le ocurrió, con un sentimiento de intensa desilusión, que a lo mejor ella estaba cubriendo sólo la salida.

—Sí, sí voy... no me lo perdería.

—Qué bien. Te lo contaré todo entonces. Creo que te necesitan.— Manning señaló hacia el ingeniero de sonido.

—Lo siento, Eileen... necesitamos otra prueba para estar seguros. —Observó a Manning y su cara mostró su aprobación.

—Bien, Bobby. —Puso la mano en el brazo de Manning—. Regresaré en pocos minutos. —Sus ojos se encontraron y por un segundo se sostuvieron la mirada; luego ella asumió su profesionalismo y caminó de regreso al área de prensa.

Manning la estudió mientras se alejaba. Eileen Morgan caminaba con el paso elástico que le daban seis horas de tenis a la semana a las personas que lo jugaban bien. Un movimiento fluido, lleno de gracia. El había jugado con ella una vez durante la campaña, en una calurosa tarde en Birmingham. El era un jugador regular —tenaz, pero preciso. Ella le dio una paliza, venciéndole 6—1,6—0.

El sabía más acerca de ella que la mayoría de la gente. Ella tenía cuarenta y tres años (no era del dominio público), divorciada, y totalmente dedicada a su trabajo. Su casamiento había fracasado cuando ella empezó un programa de noticias, matutino. Su esposo, un director de relaciones públicas, no podía soportar una esposa que era más conocida que él. La ruptura fue desagradable, y ella se había encerrado en su trabajo, ascendiendo de las noticias locales a la escala nacional. Mientras florecía su carrera, así florecía ella. La cadena la cambió de las noticias matutinas a las vespertinas, y ella fue un éxito instantáneo, su auditorio aumentaba día a día para delicia de la cadena transmisora.

Caminaba de regreso a él, el hombre del sonido parecía ya satisfecho con la acústica de la locación que habían escogido para las entrevistas. El observó su cara cuando ella cambió de una personalidad de las noticias, a un ser humano—. ¿Quieres salir en televisión? Su sonrisa era traviesa. —¿Cómo demonios podrías hacer eso? —Fácil... el hombre de la calle —entrevista al pasajero, ex piloto de la campaña del Presidente Bradley. Las tonterías de costumbre.

El se mostró sorprendido—. Eso no suena como tu... tonterías.

Ella se encogió de hombros—. De vez en cuando yo también me canso de esto, como cualquiera. —Encendiendo un cigarrillo, dijo—, ¿cómo está tu esposa? Pregunta vacía. Sin expresión.

—Murió.

La conmovió un poco—. Oh, Duncan, lo siento. —Dejó caer el cigarrillo que acababa de empezar a fumar, y lo aplastó con el pie, enojada consigo misma.

El sonreía pero con tristeza—. Fue hace tres años... un accidente automovilístico. En cierto modo, hace ya mucho tiempo.

—¿Es por eso por lo que te retiraste?

El lo pensó un momento—. No... en realidad, no. Supongo que fue un factor, pero no importante. —No quería seguir con esto ahora. Se sintió actividad a su derecha. — ¿Quiénes son esos?

Eileen se volvió a mirar—. El hombre alto y canoso es Christopher Watlington. Es el nuevo embajador en China. El resto son de su personal. La guapa pelirroja es su hija, Candice. Oí decir que consiguió para ella un puesto bastante alto en la embajada.

Manning miró a la joven. Era impresionante—. Magnífico cuerpo. ¿También puede pensar?

Eileen se rio, con una risita callada—. He oído decir que piensa con el cuerpo. ¿Con unas tetas así, quién necesita cerebro?

El se rio con fuerza—. ¿Miau?

—No, —dijo Eileen— no en realidad. Los rumores entre la prensa son de que es una perra en celo. Utiliza los contactos de papá para mezclarse con los del jet—set —jugadores de polo, corredores de automóviles, todo eso. Los rumores también dicen que lleva una cucharita de oro de catorce kilates para la cocaína, en medio de esas dos magníficas glándulas mamarias, y que la usa mucho.

Duncan se frotó distraídamente la cicatriz de la quijada—. Lo siento por su padre.

—No creo que él se dé cuenta. La adora, y supongo que si oye algo, lo aparta de su mente. Es un buen hombre. Tuvo alguna dificultad en las audiencias de la confirmación de su puesto, pero nada serio. Bradley lo empujó y se trabajó a algunos de los senadores. Dio resultado. Es competente, pero no brillante. Yo hubiera querido que el Presidente hubiera escogido a alguien con más habilidad natural para ser el nuevo embajador en China.

Manning observaba al grupo. Los fotógrafos no interrumpían un segundo sus fogonazos mientras Watlington se dirigía al área de embarque. Carson Trewes, presidente de Aerolíneas Century, se adelantó, y los dos hombres se estrecharon la mano. Más fogonazos—. Tengo que trabajar —dijo Eileen—. ¿Tendremos tiempo en el avión de enterarnos de lo que ha sido de nosotros?

—Deberíamos... el vuelo toma más de once horas.

Ella asumió su aire profesional otra vez—. Hasta más tarde —dijo, y caminó hacia la confusión del área de embarque, seguida por su equipo y el hombre del sonido.

Manning abservó cimbrarse sus caderas, suavemente bajo la lana de angora verde pálido, y se preguntó si el cuerpazo de la tal Candice, se vería la mitad de lo bien que el de Eileen, cuando pasaran veinte años. Su voz se fue apagando mientras se alejaba—. Bobby... grabaremos esto en cinta—las cadenas pueden utilizarlo como fondo, si se deciden a hacer un programa de media hora sobre el vuelo.

Beemish, Will Albertson y Hal Wexler, tomaron sus maletines de vuelo y salieron de la sala de despacho. Los tres pilotos caminaron juntos hacia el área de la puerta. Se detuvieron brevemente en Seguridad, mostrando su identificación con retrato a los guardias. Lou Tafero, el hombre del Servicio Secreto, se hallaba de pie cerca del magnetómetro y los saludó con una inclinación de cabeza cuando pasaron. Esta área de entrada era especial —todos los otros vuelos de la Century estaban usando otras puertas debido a las medidas especiales de seguridad para el Vuelo 101. Los tres capitanes caminaban uno tras otro, debido al número de personas que tenían que rebasar. Los tres hombres representaban más de setenta y ocho años de experiencia en el aire, casi sesenta mil horas de vuelo tras los instrumentos, llevando gente de un sitio a otro. Variaban mucho en sus gustos, en su personalidad y en su actitud hacia el trabajo —pero todos eran aviadores soberbios. Eileen Morgan dio fin a su breve entrevista con Christopher Watlington y avanzó hacia la tripulación del vuelo. Le pasó su micrófono al ingeniero de sonido y le habló a Beemish—. Perdóneme, capitán Beemish.

Este se detuvo, al igual que Albertson y Wexler—. ¿Sí?

—Me pregunto si me concedería una entrevista. Beemish vaciló—. No sé, señorita Morgan...

—Será breve —algo sobre el vuelo, la experiencia de la tripulación, ese tipo de cosas.

El no pudo resistir la tentación—. Bueno, sólo un minuto.

Se volvió a los demás—. Adelántense yo subiré a bordo en un momento.

Eileen le llevó a un lugar frente al mostrador en el centro del área de embarque. Se encendieron las luces, y Beemish, inconscientemente, se enderezó la corbata. El letrero, visible tras Beemish, decía:

AEROLÍNEAS CENTURY

VUELO: 101

DESTINO: Pekín

SALIDA: 1:00 P.M.

La composición para el cuadro en televisión era perfecta, espectacular. Eileen recibió la señal de proceder del hombre del sonido y habló en el micrófono que sostenía—. Estoy hablando con el Capitán Frank Beemish, vicepresidente de operaciones de vuelo de Aerolíneas Century y capitán del Vuelo 101, el vuelo que hoy restablecerá un servicio regular entre nuestro país y la República Popular China. —Se volvió a Beemish—. Capitán Beemish, ¿qué se siente comandar este histórico vuelo?

Beemish acostumbrado a toda clase de entrevistas, replicó sin vacilación—. Un gran honor. Creo que el vuelo inaugural representa un paso significativo hacia adelante en la historia del transporte aéreo.

—¿Puede usted decirnos algo sobre la tripulación?

Beemish se veía calmado —como si no se diera cuenta que varios millones de personas verían la entrevista esa noche—. Ciertamente. Además de mí, habrá otros dos pilotos, ambos capitanes y un ingeniero de vuelo. El nivel de experiencia, como en todas nuestras tripulaciones es muy alto.

Eileen Morgan conocía su trabajo—. ¿Es normal llevar tres capitanes?

—Bueno, sí y no. En vuelos de más de diez horas, hay siempre un capitán de relevo para permitir los periodos de descanso de la tripulación, así que normalmente van dos. Debido a la naturaleza inaugural de este viaje, decidimos que cada piloto fuese un capitán, con la excepción de Tad Elliot, que es un piloto calificado pero que ocupa la posición de ingeniero de vuelo.

—¿Puede usted decirnos algo sobre el vuelo en sí? ¿Anticipa alguna clase de problema?

—No, el vuelo en sí mismo es rutina —no hay condiciones de tiempo especiales ni aquí ni en Pekín por las que preocuparse, así que no anticipamos problemas. Nuestra ruta nos lleva al norte, inicialmente, a lo largo de la costa. Saldremos al Pacífico más o menos a la altura de la frontera de California. De ahí en adelante dependeremos de nosotros solos.

—¿De ustedes solos?

Beemish miró al micrófono, y dijo—: Bueno, es una forma de hablar. Seguiremos lo que normalmente se llama una ruta fortuita. Es decir, fuera de las rutas aéreas normales. Hacemos esto para aprovechar los vientos favorables al sur de las Aleutianas. —Empezó a entusiasmarse—. Como ya sabe, señorita Morgan, éste es uno de los vuelos más largos del mundo, más de 10 000 kilómetros. Prácticamente el máximo alcance de nuestros DC—10, así que tenemos que aprovechar todas las ventajas al planear el vuelo. Estaremos volando sobre el Pacífico casi diez horas, volviendo a ver tierra en la esquina noreste del Japón, luego cruzando Corea, y a Pekín. Se sonrió como un padre orgulloso después de recitar las estadísticas de su nuevo bebé—. Será un vuelo histórico. Nosotros...

Eileen Morgan notó que uno de los técnicos apuntaba a su reloj y hacía un movimiento de degüello con la mano. Ella interrumpió a Beemish sin que éste se diera cuenta—. Capitán Eeemish, muchas gracias... Espero poder hablar con usted en Pekín, después del vuelo.

—Gracias a usted, señorita Morgan.

Las luces se oscurecieron casi instantáneamente. Eileen le sonrió a Beemish —una sonrisa que el público rara vez veía, pero que era una de sus herramientas más efectivas—. Lamento haberle interrumpido, capitán Beemish, pienso que se verá muy bien en la televisión, pero el Vicepresidente debe llegar en cualquier momento, y el equipo quiere acercarse al área de prensa. —Le dio las gracias otra vez y luego se dirigió al área preparada para la breve entrevista que concedería el Vicepresidente.

Beemish se quedó solo, sorprendido por la desaparición de la gente que le había rodeado. Era, como si repentinamente, le hubiese atacado un severo caso de lepra. Extraño, pensó. Levantó su maletín y se dirigió a la puerta de la pista. Al abrirla, notó que una multitud pasaba por el área de seguridad. El Vicepresidente de los Estados Unidos de América, había llegado.