CAPÍTULO VEINTIDÓS
Segundo mes de Verano - Día 17
1
Al día siguiente era la fiesta de la luna nueva. Imhotep tenía que ir a la Tumba para hacer ofrendas. Yahmose pidióle que le dejase sustituirle, pero Imhotep se obstinó en lo contrario. Con una terquedad que parecía una parodia de sus pomposos ademanes de otras veces, declaró:
—Si no asisto personalmente a las cosas, no puedo tener la certeza de que se hagan en forma debida. ¿He faltado alguna vez a mis obligaciones? ¿No os he atendido a todos, no os he mantenido a todos y…?
Se interrumpió.
—¡Ah! —agregó—. Olvidaba que mis dos hijos, el gallardo Sobek y el inteligente Ipy, tan amado por mí, ya no existen. Vosotros, Yahmose y Renisenb, seguís a mi lado, ¿por cuánto tiempo?
—Espero que por largos años —dijo Yahmose, hablando con voz fuerte, como a un sordo.
—¿Cómo? —respondió Imhotep.
Y pareció caer en éxtasis. De repente añadió:
—Todo depende de Henet, ¿verdad?
Los dos hermanos cambiaron una mirada, Renisenb, con suave tono, dijo:
—No te entendemos, padre.
Imhotep articuló unos sonidos ininteligibles. Después alzó un tanto más la voz y repuso:
—Ella sabe las grandes responsabilidades que yo tengo contraídas. Sí, lo sabe. Y sólo para encontrar ingratitud. Esto merece castigo. La ley de la retribución es justa. La soberbia ha de ser humillada. Henet, que es humilde, recibirá su recompensa.
Y alzándose, añadió con pomposa gravedad:
—Ya lo sabes, hijo: Henet ha de tener todo lo que pida y sus mandatos han de obedecerse.
—¿Por qué, padre?
—Porque yo lo digo. Y porque, si se hace lo que ella mande, no habrá más muertes en esta casa.
Y con un solemne movimiento de cabeza se alejó. Yahmose y Renisenb se miraron, alarmados.
—¿Qué significa esto, Yahmose?
—No lo sé, Renisenb. A veces me parece que nuestro padre ya no sabe lo que hace ni lo que dice.
—Acaso tengas razón. En cambio, Henet conoce bien lo que dice y lo que hace. Pocos días ha me declaró que antes de poco tiempo ella tendría poder en esta casa.
Yahmose apoyó la mano en el brazo de Renisenb.
—Procura no irritarla. Tú sueles expresar tus sentimientos demasiado abiertamente. ¿Oíste lo que dijo nuestro padre? Si Henet quiere, no habrá más muertes ya.
2
En un cuarto ropero, Henet, sentada en cuclillas, se ocupaba de contar montones de sábanas. Eran sábanas viejas, que colocaba de modo que las marcas de sus ángulos coincidiesen.
—Son las sábanas de Ashayet —murmuraba—. ¡Cuánto tiempo hace que ella y yo vinimos aquí! ¡Si supieras para lo que se usan tus sábanas ahora, Ashayet!
Soltó una risilla reprimida. Pero se interrumpió. Había sonado un paso a sus espaldas.
Se volvió. Era Yahmose.
—¿Qué haces, Henet? —preguntó.
—Los embalsamadores necesitan más sábanas. Están usándolas en cantidades enormes. Estos embalsamadores exigen tanta tela… Así que hemos echado mano a estas sábanas viejas, que son de buena calidad y apenas están gastadas. Eran de tu madre. Yahmose.
—¿Y quién te mandó usar éstas precisamente?
Henet rió.
—Imhotep me ha puesto a cargo de toda la casa. No tengo que pedir permiso a nadie. Tu padre confía en la pobre Henet. Sabe que yo hago las cosas con acierto. Durante largo tiempo he estado presenciando todo lo que ocurría en esta familia y ahora voy a recibir mi recompensa.
Yahmose repuso con sosiego:
—Así parece, Henet. Según mi padre, ahora todo depende de ti.
—Bueno es oírtelo, Yahmose. ¿Y qué te parece de ello?
—Todavía no lo sé a punto fijo —respondió Yahmose con placidez, pero mirando a la mujer de hito en hito.
—Mejor es que concuerdes con tu padre, Yahmose ¿Verdad que no querrás más… complicaciones?
—Con esas «complicaciones», ¿qué quieres indicar? ¿Muertes?
—Desde luego, habrá más muertes, Yahmose.
—¿Y quién será el primero en morir?
—¿Por qué había yo de saberlo?
—Porque creo que sabes muchas cosas. El otro día, por ejemplo, supiste que iba a morir Ipy. Tú eres muy inteligente, Henet.
—¡Menos mal que te enteras al fin! Ya no soy la pobre y estúpida Henet, sino la que está enterada de todo.
—¿Y de qué estás enterada?
La voz de la mujer cambió.
—Por lo pronto, de una cosa: de que en lo sucesivo se hará siempre en esta casa mi voluntad. Nadie me lo impedirá. Imhotep me ha dado ya su confianza y tú harás seguramente lo mismo, ¿verdad?
—¿Y Renisenb?
Henet soltó una carcajada maliciosa.
—Renisenb ya no estará aquí.
—¿Crees acaso que ha de ser la primera en morir?
—¿Qué piensas tú?
—Primero me gustaría conocer tu opinión.
—Puedo referirme únicamente a que Renisenb se haya casado y marchado.
—Pero ¿a qué te refieres en realidad?
Henet reprimió una risa.
—Esa dijo una vez que mi lengua era peligrosa. Acaso lo sea en efecto.
Y rió agudamente, balanceándose sobre sus caderas.
—Ea, Yahmose —añadió—, ¿qué dices? ¿Voy a hacer en la casa lo que se me antoje o no?
Yahmose la contempló por un momento.
—Sí, Henet —dijo al fin—. Eres tan inteligente que puedes hacer lo que quieras.
Hori llegaba de la sala. Saludó a Yahmose diciendo:
—Imhotep te espera para ir a la Tumba.
—Ya voy —dijo Yahmose. Y agregó, bajando la voz—: Creo, Hori, que Henet está loca de remate. Comienzo a pensar que es la culpable de todo lo ocurrido. Es una mujer rara… y loca, además.
Y en un murmullo, añadió:
—Me parece que Renisenb está en peligro, Hori.
—¿En peligro, por parte de Henet?
—Sí. Acaba de decirme que Renisenb puede ser la próxima en… irse.
Sonó la voz de Imhotep.
—¿Qué es esto? ¿Hasta cuándo os voy a esperar? Nadie me hace caso. Nadie sabe lo que sufro. ¿Dónde está Henet, que es la única que me comprende?
Desde el cuarto ropero se oyó clamar a Henet:
—¿Oyes, Yahmose? ¡Henet es la única que le comprende!
En la voz de la mujer sonaba un tono de victoria y desafío.
Yahmose respondió:
—Sí, Henet. Entiendo. Tú eres la única que tienes poder en esta casa. Tú, mi padre y yo… Los tres unidos…
Hori salió en busca de Imhotep. En tanto, Yahmose habló unas palabras en voz baja a Henet, la cual asintió. Una expresión de maligno triunfo iluminaba su rostro. Yahmose se reunió a su padre y a Hori, excusándose por su tardanza. Y los tres se encaminaron a la Tumba.
3
Renisenb tuvo la impresión de que el día transcurría muy despacio.
Sentíase inquieta. Paseaba del pórtico al estanque, y volvía del estanque al pórtico y después a la casa vez tras vez.
A mediodía, Imhotep retornó. Hízose servir la comida y salió al porche. Renisenb se unió a él.
La joven, con las manos enlazadas en torno a las rodillas, miraba de vez en cuando el rostro de su padre, sobre el que persistía la expresión desconcertada y ausente que sus hijos le notaron antes. Imhotep hablaba poco. Un par de veces exhaló profundos suspiros.
Al fin se levantó y preguntó por Henet. Pero Henet estaba ocupada en llevar lino a los embalsamadores.
—¿Dónde se hallan Yahmose y Hori, padre? —inquirió Renisenb.
—Hori —repuso el viejo— ha ido al extremo de los campos de lino, donde hay que hacer unos cómputos. Yahmose está en las tierras de labrantío. Todo el trabajo recae sobre él desde que mis pobres hijos Sobek e Ipy nos faltan.
Renisenb trató de distraerle.
—¿Por qué no va Kameni a vigilar a los peones?
—Ningún hijo mío se llama Kameni.
—Kameni es mi futuro esposo.
—No. Tu esposo se llama Khay.
La joven suspiró mas no dijo nada. Habría sido una crueldad querer hacer recordar a su padre el presente.
De repente el anciano se incorporó.
—¡Es verdad! Había olvidado a Kameni. Precisamente tiene que dar instrucciones al capataz del lagar. Voy a buscarle.
Y salió murmurando entre sí. Había recobrado parte de su gravedad anterior y Renisenb se sentía ahora más animada. Acaso el cerebro de su padre sólo se hallaba temporalmente oscurecido.
La joven miró a su alrededor. Reinaba aquel día en la casa y en el jardín un silencio ominoso, casi siniestro. Los niños jugaban al otro lado del estanque. Kait no se hallaba con ellos.
—¿Dónde estará? —se preguntó Renisenb.
Henet salió de la casa. Dirigió una mirada en torno y se acercó a la joven. Había recuperado su aspecto humilde de otras veces.
—Llevaba rato esperando verte a solas, Renisenb —dijo.
—¿Por qué?
—Porque Hori me ha dado un encargo para ti —repuso la mujer en voz baja.
—¿Cuál?
—Que te aguarda en la Tumba.
—¿Quiere que vaya ahora?
—No, sino una hora antes de ponerse el sol. Tal me ha dicho. Si él no está, debes esperar a que llegue. Asegura que es cosa de importancia.
Y tras una pausa, Henet añadió:
—He esperado que quedases sola porque no quería que nadie me oyera.
Y se alejó. Renisenb sintióse satisfecha ante la perspectiva de disfrutar de la paz y el sosiego que se gozaría en la cámara exterior de la Tumba. Sería grato hablar a solas con Hori. Sólo la sorprendía un tanto el que Hori hubiera confiado su mensaje a Henet.
Henet, sin embargo, podría ser maliciosa, pero había transmitido el encargo con fidelidad.
—No sé por qué he de temer a esa mujer —díjose Renisenb, medio para sí—. Yo soy más fuerte que ella.
Se irguió con orgullo. Era joven, poseía vitalidad y la confianza volvía a su espíritu.
4
Después de dar el recado a la joven, Henet retornó al ropero. Reía para sí.
—Pronto necesitaremos más sábanas —dijo, dirigiéndose en apariencia a las piezas de lino—. ¿Oyes, Ashayet? Yo soy ahora la dueña y te hago saber que pronto habrá que fajar otro cadáver. ¿Y cuál? Ya lo verás. No has podido efectuar muchas cosas en pro de los tuyos, ¿eh? Ni tú, ni tu tío el monarca. ¿Qué justicia podéis hacer vosotros, los difuntos, en el mundo de abajo?
Tras los altos montones de tela Henet sintió un movimiento. Volvióse a medias.
Una pieza de lino cayó sobre su cabeza, tapándole boca y nariz. Y una mano inexorable fue pasando la tela en torno al cuello de la mujer, como en torno a un cadáver, hasta que los forcejeos de Henet cesaron.