CAPÍTULO OCHO
Segundo mes de Invierno - Día 10
1
Los días seguían a los días. En ocasiones a Renisenb le parecía vivir en un sueño.
Ya no había hecho más intentos de reconciliarse con Nofret. Había en la concubina una expresión enigmática que asustaba a la joven.
A partir del altercado con Kait, Nofret estaba transformada. Existía en ella una satisfacción, casi un entusiasmo, que Renisenb no lograba comprender. A veces decíase que había sido una necia pensando que Nofret podía sentirse disgustada de vivir. Nofret se mostraba complacidísima de la existencia, de sí misma y de lo que la rodeaba.
No obstante, todo en ella había cambiado definitivamente en mal sentido. Era claro que Nofret se esforzaba en sembrar la discordia entre la familia del ausente Imhotep. Pero la familia había cerrado sus filas contra la intrusa.
Ya no surgían disensiones entre los diversos miembros de la casa. Satipy no reñía con Kait. Tampoco zahería al infortunado Yahmose. Sobek estaba más tranquilo y menos jactancioso que de costumbre. Ipy procedía con algo menos de descaro respecto a sus hermanos. Reinaba en la familia una armonía excepcional.
No por ello se sentía tranquila Renisenb. Porque, a la par que tal armonía, imperaba en la casa un intenso ambiente de mala voluntad contra Nofret.
En vez de disputar con ella, Satipy y Kait rehuían su trato. No le hablaban jamás. Si ella aparecía, las dos cuñadas salían con sus hijos.
Empezaron a ocurrir ciertos incidentes menudos, pero significativos. Un vestido de Nofret fue echado a perder al alisarlo con una plancha demasiado caliente. Sobre otro cayó una caldera de tinte. En las ropas de Nofret se hallaban a veces agudos espinos. Un día se descubrió un escorpión junto a su lecho. Los alimentos que le servían estaban sazonados hasta la exageración o bien carecían de todo adobo. En su pan apareció en una ocasión un ratón muerto.
Era una persecución continua e implacable. Nada concreto, nada a que Nofret se pudiera asir para protestar. Una campaña esencialmente femenina.
Un día la anciana Esa mandó llamar a Satipy, Kait y Renisenb. Cuando éstas entraron vieron a Henet en el fondo de la estancia.
La criada movía la cabeza y se frotaba las manos. Esa dirigió a las mujeres una mirada irónica.
—Hola, inteligentísimas nietas. ¿Qué estáis haciendo? Sé que servís a Nofret platos incomibles y que le estropeáis las ropas.
Satipy y Kait sonrieron torvamente. La primera preguntó:
—¿Se ha quejado Nofret?
—No —dijo Esa.
Y se ladeó un tanto la peluca que solía usar incluso dentro de casa.
—No —agregó—, y eso es lo que me inquieta.
Satipy echó su hermosa cabeza hacia atrás.
—Pues a mí no me inquieta nada —dijo.
—Porque eres una imbécil —respondió Esa—. Nofret tiene doble inteligencia que vosotras tres juntas.
—Ya lo veremos —replicó Satipy con un talante complacido y casi jovial.
—¿A qué creéis que conduce esto? —dijo la anciana.
El rostro de Satipy se endureció.
—Eres una vieja, Esa. No es que al decirlo quiera faltarte al respeto, sino que deseo hacerte entender que las cosas para ti no son como para nosotras, que tenemos hijos y esposos. Hemos resuelto acabar con esta situación y, como mujeres, conocemos recursos para vengarnos de una persona a la que no queremos aceptar.
—¡Lindas palabras! —dijo Esa—. Dignas de unas esclavas chachareando en el molino.
—Bien has hablado —declaró Henet a la anciana.
Esa se volvió hacia la sirvienta.
—Tú que andas siempre con Nofret, sabrás lo que ésta dice de cuanto le pasa.
—La atiendo —respondió la mujer—, porque así me lo manda el amo, mas lo hago a pesar mío. Sin duda vosotras no pensáis…
Esa interrumpió.
—Ya sabemos, Henet, lo adicta que nos eres y lo poco que se te agradece. Pero te he preguntado otra cosa: ¿Qué piensa Nofret de lo que le pasa?
Henet movió la cabeza.
—No hace más que sonreír.
—Exacto.
De una bandeja que tenía al lado, Esa tomó una azufaifa que se llevó a la boca. Dijo luego, con una repentina y amarga malignidad:
—Todas sois unas necias. La poderosa aquí es Nofret, no vosotras. Os prestáis al juego que más le conviene. Debe estar encantada de lo que hacéis.
Satipy respondió:
—¡Boberías! Ella es una sola contra muchas y no tiene poder alguno.
Esa rebatió con acritud.
—Tiene el poder de una mujer joven y bonita que vive con un hombre viejo. Sé lo que me traigo entre manos, y Henet conoce que estoy en lo justo.
Henet, algo sobresaltada, empezó a retorcerse las manos.
—El amo la quiere mucho —dijo—. Sí, mucho…
—Bien —ordenó Esa—, vete a la cocina, Henet, y tráeme unos dátiles, vino de Siria y miel.
Cuando la criada salió, Esa expuso:
—Estáis buscándoos graves complicaciones. Lo veo venir. Tú que llevas en esto la voz cantante, Satipy, ten cuidado de no servir las conveniencias de Nofret.
Recostóse hacia atrás y cerró los ojos.
—Idos ya. Os he advertido lo oportuno.
Cuando las mujeres llegaron al borde del estanque, Satipy exclamó:
—¡Decir que estamos en poder de Nofret! Esa, por lo vieja, piensa cosas rarísimas. Nosotras somos quienes tenemos a Nofret en nuestro poder. Nada haremos de que pueda con razón quejarse, pero se me figura que pronto lamentará la hora en que vino a vivir aquí.
—¡Eres cruel! —protestó Renisenb.
—No creo que tú aprecies a Nofret, Renisenb.
Satipy miró con ironía a su cuñada.
La joven replicó:
—No, no. Pero tampoco le tengo tanto rencor.
—Yo pienso en mis hijos… y en Yahmose. No soy de miel, ¿comprendes?, ni tolero los insultos. Además, tengo ambiciones. Con gusto retorcería a esa mujer el cuello. Por desgracia no se pueden arreglar las cosas con tanta sencillez. No nos conviene exasperar a Imhotep. Pero ya encontraremos un medio de…
2
La carta cayó en la casa tan abrumadoramente como un arpón sobre un pez.
Yahmose, Sobek e Ipy miraron mudos a Hori, mientras éste leía:
«¿No advertí a Yahmose que le haría responsable de lo que le ocurriese a mi concubina? Por mi vida que, pues todos estáis contra mí, yo estoy contra todos vosotros. No viviré más con vosotros en mi casa, ya que no habéis respetado a Nofret. Tú, Yahmose, has dejado de ser mi hijo. Y Sobek e Ipy también. Todos habéis dañado a mi concubina, como lo testimonian Henet y Kameni. Por lo tanto, os expulso a todos de mi casa. Os he mantenido hasta ahora, pero ahora dejo de manteneros».
Hori hizo una pausa antes de continuar:
«El sacerdote Imhotep se dirige a Hori. Tú, que me has sido fiel, ¿vives en paz y gozas de salud? Saluda en mi nombre a mi madre, Esa, y a mi hija Renisenb y da recuerdos a Henet. Atiende con cuidado a mis asuntos en tanto que yo llego, y ocúpate de redactar un documento por el cual mi concubina Nofret entrará a participar de mis bienes como esposa mía. Ni Yahmose ni Sobek serán asociados a mí, y desde ahora los desheredo, puesto que han dañado a mi concubina. Atiende a todas las cosas hasta que yo regrese. ¡Malditas sean las gentes de una casa cuando hostigan a la concubina del dueño! Advierte a Ipy que, si causa el menor mal a mi concubina, será también arrojado de casa».
Hubo un intenso silencio. Luego Sobek se incorporó airado.
—¿Qué es esto? ¿Quién ha mandado falsas nuevas a nuestro, padre? ¿Vamos a soportar tal situación? ¡Nuestro padre no puede desheredarnos para dar sus bienes a una concubina!
Hori dijo con calma:
—Nadie mirará bien que Imhotep haga esto, pero tiene derecho legal a efectuarlo. Está en su mano extender un documento de cesión de sus bienes en la forma que guste y a quien guste.
—¡Esa serpiente ha hechizado a nuestro padre!
Yahmose, atónito, murmuró:
—Es increíble…
—¡Mi padre está loco! —exclamó Ipy—. ¡Volverse contra mí por una concubina!
Hori repuso con gravedad:
—Imhotep dice que volverá pronto. Acaso entonces haya cedido su rabia. Quizá sólo os amenace para asustaros y no pasará nada.
Sonó una risa desagradable. Era Satipy quien había reído. Miraba a los hombres desde la puerta de las habitaciones de las mujeres.
—¿Qué debemos, pues, hacer, buen Hori? ¿Esperar sentados?
Yahmose murmuró:
—No veo que podamos ejecutar otra cosa.
—¿No? —gritó Satipy—. Entonces, ¿qué tenéis en las venas en vez de sangre? ¿Agua? Ya sé yo que mi marido no es un hombre. Pero tú, Sobek, ¿no das con un remedio a nuestros males? Una cuchillada en el corazón, y esa moza habrá dejado de perjudicarnos.
—¡Satipy! —protestó Yahmose—. Nuestro padre no nos perdonaría jamás.
—Eso imaginas tú. Pero yo te contesto que una concubina muerta no es igual que una concubina viva. Cuando ella no exista, el corazón de Imhotep se volverá a sus hijos y nietos. Además ¿Cómo sabría él en qué forma había muerto Nofret? Podríamos decir que le había picado un escorpión. Si estamos todos de acuerdo…
—Henet le contaría la verdad —respondió Yahmose.
Satipy soltó una carcajada histérica.
—¡Oh, prudente y bondadoso Yahmose! Deberías, en verdad, cuidarte de los niños y hacer las faenas que realizamos las mujeres. ¡Sakmet me ayude! Me he casado con un hombre que no es un hombre. Y tú, Sobek, que tanto alardeas, ¿dónde están tu valor y tu arrojo? Por Ra os digo que yo soy más hombre que vosotros.
Y se alejó. Kait dio un paso adelante.
—Satipy ha dicho la verdad —afirmó con voz profunda y temblorosa—. Ninguno de los tres valéis para nada. ¿No piensas en tus hijos, Sobek? ¿Quieres que se mueran de hambre? Pues os digo que seré yo la que obre. No sois hombre ninguno de los tres.
Marchóse. Sobek se alzó de un salto.
—¡Por los dioses declaro que Kait tiene razón! Éstas son cosas de hombres, y aquí estamos todos hablando y sin hacer nada.
Avanzó a zancadas hacia la puerta. Hori le llamó.
—¡Sobek! ¿Qué vas a hacer?
Desde el umbral, Sobek habló con arrogancia:
—¡Algo! ¡Y con el mayor gusto!