CAPÍTULO DIECINUEVE
Segundo mes de Verano - Día 15
1
—¿Qué opinas sobre el particular, Renisenb?
La muchacha miró a su padre y a Yahmose. Sentía la cabeza embotada; estaba como aturdida.
—No sé —dijo con una voz sin inflexiones.
—En condiciones ordinarias —siguió Imhotep— sobraría tiempo para discutir. Tengo otros parientes y podríamos elegir el que más adecuado fuese para esposo tuyo. Pero la vida es incierta. La muerte nos amenaza hoy a los tres. ¿A quién de nosotros le corresponderá primero la vez? Es preciso dejar ordenados mis asuntos. Si algo le sucede a Yahmose, necesitamos que tengas un marido que comparta tu herencia y dedique a la hacienda las atenciones que no son propias de una mujer. Ignoramos en qué momento puedo ser arrebatado por la muerte. Ya he confiado la tutela de los hijos de Sobek a Hori si Yahmose falta. Y la de los de Yahmose también. Así lo has querido tú, ¿verdad, Yahmose?
Éste asintió.
—Sí. Siempre he apreciado a Hori. Le considero como un hermano.
—Cierto, cierto. Pero no pertenece a la familia —dijo Imhotep—. Y Kameni, sí. Y, en las presentes circunstancias, es el esposo más conveniente para Renisenb. ¿Qué te parece, hija?
—No sé —volvió a decir Renisenb, que se sentía muy fatigada.
—¿No lo encuentras agradable?
—Sí.
—Pero no quieres casarte con él, ¿verdad? —inquirió Yahmose suavemente.
Renisenb dirigió a su hermano una mirada de gratitud. Yahmose estaba empeñado en no permitir que hicieran tomar a la joven una decisión precipitada.
—Realmente no sé qué contestar —dijo Renisenb—. No sé a punto fijo lo que deseo. Me siento ofuscada. Debe ser cosa de la tensión en que vivimos.
—Con Kameni a tu lado te sentirás protegida —dijo Imhotep.
Yahmose preguntó a su padre:
—¿No has considerado la posibilidad de que Hori pudiera casarse con mi hermana?
—Posibilidad sí la hay.
—Hori quedó viudo muy joven. Renisenb le conoce y le aprecia.
Los dos hombres discutían el posible matrimonio de la muchacha. Y ésta experimentaba un vacío mental tan grande como si en vez de ser su cabeza la de una mujer fuese la de la muñeca de Teti.
Sin oír siquiera lo que decían, interrumpió bruscamente:
—Si creéis que eso es conveniente, me casaré con Kameni.
Imhotep lanzó una exclamación de contento y salió. Yahmose se acercó a su hermana y le apoyó la mano en el hombro.
—¿Serás feliz casándote con Kameni, Renisenb?
—¿Por qué no? Es guapo, afable y alegre.
La faz de Yahmose expresaba satisfacción y duda.
—Tu felicidad es cosa importante, Renisenb. No dejes que nuestro padre te imponga una cosa que no te agrada. Ya sabes el carácter que tiene.
—Sí. Cuando se le mete una idea en la cabeza se obstina en que todos se sometan a ella.
Yahmose dijo con firmeza:
—Pues, salvo que quieras tú, esta vez no cederé.
—No podrás oponerte a nuestro padre.
—En este caso concreto, sí. No podrá forzarme a obedecer.
Renisenb miró a su hermano. Su rostro, usualmente indeciso, aparecía animado por una inmensa resolución.
—Eres muy bueno, Yahmose —dijo la muchacha—. Pero te aseguro que no me caso porque me obliguen. La antigua vida casera que tanto me gustaba ya no existe. Kameni y yo emprenderemos otra nueva y viviremos como buenos hermanos.
—Si tan segura estás…
—Lo estoy —afirmó Renisenb.
Y, dirigiendo a Yahmose una sonrisa de afecto, salió al porche.
Cruzó el jardín. Junto al estanque Kameni jugaba con Teti. Kameni parecía divertirse tanto como la pequeña. La joven se dijo: «Este hombre será un buen padre para Teti».
Kameni volvió la cabeza en aquel instante y se incorporó, riendo.
—Jugábamos —refirió— a que la muñeca de Teti es sacerdote y presenta ofrendas en la Tumba.
—La muñeca ahora se llama Meriptha —añadió Teti, muy grave—, y tiene dos hijos y un escriba llamado Hori.
Kameni rió de nuevo.
—Teti es muy inteligente. Y, además, muy robusta y muy mona.
Sus ojos se fijaron en Renisenb. Y en la mirada acariciadora del hombre la joven leyó que él pensaba en los hijos que Renisenb podría darle algún día.
Sintió un estremecimiento mezclado de cierto disgusto. En aquel instante hubiera deseado que Kameni sólo pensase en ella. Pero pronto tal sentimiento se desvaneció. Sus labios sonrieron al escriba.
—Mi padre me ha hablado —dijo.
—¿Y consientes…?
La muchacha vaciló un momento antes de responder:
—Sí.
Todo había quedado, pues, decidido. Se había pronunciado la palabra final.
«¡Qué lástima —se dijo Renisenb— que en una ocasión como ésta me sienta tan fatigada y tan sin ánimo!».
—Renisenb —dijo el joven—, me gustaría pasear contigo en barca por el Nilo. Es una cosa que he deseado siempre.
Era curioso que él tuviera aquella ocurrencia. Porque ella, desde que le conociera, le había asociado con la idea de una vela cuadrada sobre el Nilo y con el rostro risueño de Khay. Y ahora Khay estaba olvidado; y en el Nilo, recortando su perfil sobre el fondo de la vela cuadrada, se sentaría Kameni.
Tales eran los efectos de la muerte. Los muertos son sepultados y el recuerdo se disipa…
Pero quedaba Teti. Teti era la renovación y la vida. La sucesión de las generaciones equivalía a las inundaciones periódicas que cada año barrían las aguas estancadas y las tierras secas y preparaban los campos para nuevas cosechas.
Recordó las palabras de Kait acerca de que las mujeres de una casa deben mantenerse unidas. Al fin y al cabo, Renisenb no era sino eso: una más entre las mujeres de una casa…
La faz perpleja de Kameni la sacó de sus meditaciones.
—¿En qué piensas, Renisenb? ¿No quieres pasear en bote por el río?
—Sí.
—Nos llevaremos también a Teti.
2
A Renisenb le parecía un sueño cuanto le rodeaba: el bote, Teti, Kameni, ella misma… Habían escapado de la muerte y del temor de la muerte y comenzaba una nueva vida.
Kameni le hablaba. Ella respondía maquinalmente como en un trance.
«Ésta es la vida a la que estoy destinada —pensó—. No puedo evadirme de ella».
Y en seguida añadió para sí: «¿Por qué habló de evadirme? ¿Acaso deseo huir a algún otro lugar?».
Y recordó la cámara auxiliar de la Tumba, donde ella solía sentarse reflexionando, con una rodilla alzada y las manos en torno a la pierna.
«Hay algo además de la vida —pensó—. Sólo que la vida es esto y sólo con la muerte cabe librarse de vivir».
Kameni hizo aproar el bote a la orilla. Renisenb saltó a tierra. Kameni alzó en brazos a Teti. Ésta se asió con fuerza al hombre y su mano rompió el hilo de un amuleto que él llevaba. El amuleto cayó a los pies de Renisenb, que lo recogió. Era un objeto de oro.
—Lo siento, Kameni —dijo—. Se ha doblado y temo que vaya a romperse.
Los dedos fuertes del hombre quebraron el amuleto en dos. Tendió uno de los fragmentos a Renisenb.
—¿Qué has hecho?
—Cada uno nos guardaremos la mitad del amuleto. Ello será un símbolo de que los dos constituiremos una parte de un solo conjunto.
Repentinamente una idea brotó en el cerebro de Renisenb, que aspiró con fuerza.
—¿Qué te pasa, Renisenb?
—¡Nofret!
—¿Qué quieres decir con eso?
Renisenb habló con veloces y convencidas palabras.
—Este amuleto es la mitad que falta al que estaba roto en el joyero de Nofret. De manera que ella y tú… ¡Tú se lo diste! Ahora comprendo por qué ella era tan desgraciada. También sé quién puso el joyero en mi cuarto, lo sé todo, Kameni. ¡No me mientas!
Kameni no protestó. Habló con voz serena. La sonrisa había huido de su rostro, sustituida por una expresión grave.
—No te mentiré, Renisenb.
Y calló, frunciendo el ceño. Parecía estar coordinando sus pensamientos.
—Hasta cierto punto, Renisenb, me alegro de que lo sepas todo, aunque no sea precisamente nada de lo que piensas.
—Sí. Tú le diste a Nofret, la mitad de este amuleto como ahora me lo das a mí, es decir, como un símbolo de unión.
—No te incomodes, Renisenb. Me agrada que te pongas así porque eso prueba que me amas. Yo no di el amuleto a Nofret. Me lo dio ella a mí.
Calló por un instante antes de añadir:
—Quizá no me creas, pero te juro que es verdad.
—No niego que puede serlo —contestó Renisenb con despaciosa voz.
Y creía ver alzarse ante ella el rostro moreno y triste de Nofret.
—Has de comprender las cosas —insistió Kameni con súplica casi pueril—. Nofret era bella. A mí me halagó que… Pero en realidad no la amaba.
Renisenb sintió piedad. No, Kameni no había amado a Nofret, mas ella le había amado a él de modo desesperado y amargo. Y en aquel mismo lugar de la ribera del Nilo, Renisenb había hablado una mañana con la concubina, ofreciéndole su cariño y su amistad. Recordaba bien la expresión de sufrimiento y odio que emanaba de Nofret aquel día. Porque Nofret, concubina de un hombre viejo y ridículo, se moría de amor por un joven apuesto y alegre a quien ella le tenía sin cuidado.
Kameni seguía:
—¿No sabes, Renisenb, que me enamoré de ti desde que vine? Desde aquel momento no pensé en otra cosa. Nofret lo comprendió muy bien.
Sí. Nofret lo había comprendido y por eso la había odiado. Renisenb disculpaba ese odio.
—Yo no quería escribir a tu padre la carta que ella me encargó. No deseaba intervenir en las maquinaciones de Nofret. Pero debes reconocer que mi posición era muy delicada.
—Ya, ya —repuso Renisenb con impaciencia—, mas todo eso no hace al caso. Lo que importa es lo desgraciada que fue Nofret, que amaba de tal modo.
—¡Pues yo a ella no! —exclamó Kameni.
—Eres cruel —dijo Renisenb.
—Soy un hombre y nada más. Si una mujer quiere sufrir por mí, ello me disgusta, pero no puedo remediarlo. Yo no deseaba a Nofret, sino a ti.
A su despecho, la joven sonrió.
—No debemos permitir —siguió Kameni— que una muerte se interponga en el amor de dos seres vivos. Yo te amo, Renisenb, tu me amas, y lo demás no importa.
Renisenb pensó que era cierto. Lo demás no importaba. Miró a Kameni, que había ladeado un tanto la cabeza. En su rostro alegre se pintaba una expresión suplicante. Tenía un aspecto muy juvenil.
«Tiene razón —se dijo Renisenb—. Nofret está muerta y nosotros vivos. Comprendo que ella me aborreciese, pero estas cosas pasan a menudo. Yo no tengo la culpa de que Kameni me quisiese a mí y a Nofret no». Teti, que había estado en la orilla, se acercó y tomó la mano de Renisenb.
—¿Vamos a casa, mamá?
Renisenb exhaló un hondo suspiro.
—Sí —dijo—, vamos a casa.
Se dirigieron hacia el edificio. Teti les precedía a pocos pasos de distancia. Kameni se dirigió a Renisenb.
—Eres generosa. ¿Sigue siendo todo, entre nosotros, lo mismo que ha sido?
—Lo mismo, Kameni.
Él bajó la voz.
—Cuando estábamos en el río me sentí muy feliz. ¿Y tú?
—Yo también.
—Eso me pareció. Pero parecióme, a la par, que pensabas en algo muy remoto. Yo hubiese preferido que sólo pensases en mí.
—En ti pensaba.
Kameni tomó la mano de la muchacha. Ella no la retiró. Y él canturreó en voz baja:
—Diré a Ptah: «Dame a mi hermana esta noche…».
La mano de la joven tembló y los latidos de su corazón se aceleraron. Kameni se sintió satisfecho al fin.
3
Renisenb hizo llamar a Henet a su cuarto.
Henet entró, presurosa. Se detuvo en seco al ver a la joven junto al abierto joyero de Nofret, empuñando el amuleto roto.
—¿Verdad —dijo— que fuiste tú, Henet, quien puso este joyero aquí, para que viese el amuleto partido y descubriera dónde estaba la otra mitad?
Henet rió con desdén.
—Ya veo que lo has encontrado.
—Sí.
—Convendrás conmigo en que vale más saber las cosas que vivir entre incertidumbres.
La ira de Renisenb creció.
—Lo que tú querías era herirme. Te gusta lastimar a la gente. Nos odias a todos y esperas el momento oportuno para dañarnos.
—Estoy segura de que no hablas de corazón, Renisenb.
Pero en la voz de Henet no vibraba su tono quejoso usual, sino una expresión de malévolo triunfo.
—Tú querías —dijo Renisenb— ponernos a mal a Kameni y a mí. ¡Pues no lo has conseguido!
—Lo que demuestra que eres una buena hija. No hubiera Nofret perdonado a Kameni.
—No hablemos de Nofret.
—Quizá valga más no hablar. Kameni tiene una suerte, además: la de poseer buena apariencia. Gran fortuna fue para él que Nofret muriera como murió. De lo contrario, ella hubiese hallado el modo de persuadir a tu padre de que no dejara casarte con ese escriba.
—Tienes una lengua viperina, Henet. Punza como un escorpión. Pero no me enojaré por ello.
Renisenb miró a la mujer con frío desagrado.
—De todos modos, muy enamorada debes estar de Kameni. Es, lo reconozco, guapo y sabe cantar bellas canciones de amor. Él conseguirá en la vida todo lo que quiera. Realmente le admiro. Tiene la habilidad de parecer sencillo y recto.
—¿Qué intentas sugerir, Henet?
—No intento sino decirte que admiro a Kameni. Además tengo la certeza de que esa sencillez y esa rectitud que aparenta son reales. Y cuando se case contigo habrá ocurrido una cosa tan bella como las historias que entonan los recitadores de cuentos en los mercados: el escriba, joven y pobre, que se casa con la hija de un patrón rico y que comparte las riquezas con ella y vive feliz. ¡Qué suerte el ser un hombre de buen aspecto!
—Yo acertaba —murmuró Renisenb—. Nos odias a él y a mí.
—¿Cómo puedes decir eso cuando sabes que desde la muerte de tu madre he sido esclava de todos vosotros?
En la voz de Henet seguía palpitando el tono triunfal. Renisenb miró el estuche de joyas y de pronto se le ocurrió otro pensamiento.
—Tú fuiste también quien puso en mi estuche el collar de los leones de oro. No lo niegues, Henet. Me consta en absoluto.
Henet se espantó.
—¡Oh! No pude evitarlo, Renisenb. Estaba asustada.
—¿Asustada?
—Nofret me regaló ese collar, y alguna otra cosa, poco antes de morir. Era muy generosa.
—Presumo que debió pagarte bien.
—Eso es un modo avieso de desvirtuar las cosas, Renisenb. Nofret, como te digo, me regaló un collar, más un broche de amatistas y otras menudencias. Y cuando el mozo de vacas vino con el relato de que había visto a una mujer con el collar de leones de oro inclinándose sobre el vino emponzoñado, temí que se supusiera que era yo la envenenadora. Por eso guardé el collar en el joyero.
—¿Es ésa la verdad, Henet?
—Te juro que sí. Tenía miedo…
La joven miró a Henet con curiosidad.
—Me parece que cuando lo tienes es ahora. Estás temblando.
—Sí, y no me faltan razones.
—¿Por qué?
Henet se pasó la lengua por los labios. Dirigió a su alrededor una mirada que recordaba la de un animal acosado.
—Dímelo —insistió Renisenb.
Henet movió la cabeza y respondió con voz insegura:
—No hay nada que decir.
—Tú sabes demasiadas cosas, Henet, y las has sabido desde el primer momento. Pero es peligroso seguir ocultándolas ya, ¿lo entiendes?
Henet, moviendo la cabeza otra vez, rió maliciosamente.
—Algún día, Renisenb, seré yo quien tenga poder en esta casa y entonces sabré utilizarlo. Espera y verás.
Renisenb se irguió.
—A mí no podrás hacerme nada. Me protegerá mi madre.
Un cambio se produjo en la faz de Henet. Sus ojos chispearon.
—Yo he aborrecido siempre a tu madre —dijo—. Y a ti, que tienes sus ojos, y su voz, y su belleza, ¡te odio también!
Renisenb rió.
—Al fin he logrado hacértelo confesar —repuso.