CAPÍTULO TRECE

Primer mes de Verano - Día 23

1

—¿Puedo hablarte un momento, Esa?

La anciana miró a Henet, que se hallaba en el umbral, sonriendo.

—¿Qué quieres? —preguntó bruscamente y de mal humor a la fámula.

—Nada importante, en realidad, pero me pareció que te convenía…

—Entra y habla.

Volvióse a una esclava negra que ensartaba cuentas en un hilo y la tocó en el hombro con su bastón.

—Tú vete a la cocina. Tráeme aceitunas y un vaso de jugo de granada.

La muchacha salió a toda prisa y Esa se volvió a Henet.

—¿Qué hay?

—Esto.

Y la mujer enseñó a Esa un joyero de tapa sujeto por dos broches.

—Es el joyero de Nofret. Lo he hallado en su cuarto.

—¿En el de Satipy?

—No, Esa. En el de la otra.

—¿En el de Nofret? ¿Y qué?

—Que todas sus joyas, cajas y ungüentos y ánforas de perfumes fueron enterrados con ella.

Esa abrió el estuche. Dentro había un collar de ágata rojiza y la mitad de un amuleto verde, que había sido partido en dos.

—No hay gran cosa aquí —dijo la vieja—. Los embalsamadores lo habrán olvidado.

—Los embalsamadores se lo llevaron todo.

—Pues se dejaron esto. No se puede confiar en ellos más que en los otros hombres.

—No, Esa. La última vez que estuve en el cuarto de Nofret no vi este joyero.

Esa miró con enojo a Henet.

—¿Qué pretendes decir? ¿Que ha venido Nofret del otro mundo y está en la casa? No, Henet. No eres una necia, aunque te agrade fingirlo a veces. ¿Qué ganas con andar esparciendo estas habladurías?

—¿Por qué le ha ocurrido a Satipy lo que le ha ocurrido? Todos sabemos a qué me refiero.

—Todos —dijo Esa, impaciente—, y acaso algunos lo supieron de antemano. ¿No te parece, Henet? Se me figura que de la muerte de Nofret tú sabes más que otros.

—No te imaginarás ni por un momento…

Esa atajó:

—Puedo pensar lo que me parezca. Dos meses ha pasado Satipy andando por la casa más asustada que cuanto se pueda decir. Yo siempre he pensado que acaso haya vivido amedrentada por alguien que la amenazaba con decir la verdad a Yahmose o quizás al mismo Imhotep.

Henet rompió en un torrente de protestas. Esa, cerrando los ojos, se recostó en su asiento.

—No espero —dijo al fin la anciana— que confieses que has amenazado a mi difunta nieta.

—No lo he hecho. ¿Por qué lo había de hacer?

—No tengo la menor idea. Pero tú, Henet, haces muchas cosas de las que nunca he encontrado alguna explicación.

—Veo que crees que hice pagar mi silencio a Satipy. Pero juro por los nueve dioses de…

—Deja en paz a los dioses. Prefiero creer en tu sinceridad sin juramentos; y admito que quizá no supieses nada sobre la forma en que murió Nofret. Pero apenas se te escapa nada de lo que en esta casa acontece. Y puestas a jurar, yo juraría que has sido tú quien metió este estuche en la alcoba de Nofret, aunque ignoro con qué fines. Alguna razón tendrás, eso sí.

—Te aseguro…

—Mira: podrás engañar a Imhotep con tus ardides, mas a mí no. No empieces a gimotear. Soy muy vieja para esas boberías, ¿entiendes? Vete a quejarte a Imhotep, que gusta de tus lloriqueos, aunque sólo Ra sabe por qué.

—Llevaré a Imhotep el estuche y le diré…

—Se lo llevaré yo misma. Márchate, Henet, y procura no difundir cuentos supersticiosos. Ahora que Satipy ha muerto, aquí se goza de más paz. Nofret muerta nos ha hecho más beneficios que Nofret viva. Pero la deuda está pagada y no hay que pensar sino en las cosas usuales.

2

Imhotep entró precipitadamente en el cuarto de Esa a los pocos instantes.

—¿Qué pasa? Henet ha ido a verme llorando. ¡Parece mentira que nadie de la casa sea más atento con una mujer tan adicta!

Esa soltó una risilla seca.

Imhotep prosiguió:

—La has acusado de robar un joyero…

—Nada de eso. Ahí lo tienes. Parece que se lo ha encontrado en el cuarto de Nofret.

Imhotep lo cogió.

—¡Ah, sí! —dijo, abriéndolo—. Yo mismo se lo regalé. Poca cosa hay dentro. Descuidados anduvieron así los embalsamadores no incluyendo esto entre los demás efectos de la muchacha. Dado lo que cobran Ipy y Montu, bien podían ser más meticulosos. En fin, veo que se ha hecho una montaña de lo que no merece la pena ni de hablar. Eso son chismorrees y sandeces.

—Justo.

—Regalaré el joyero a Kait. O mejor a Renisenb, que siempre se portó bien con Nofret. —Y añadió, suspirando—: ¡Qué trabajo cuesta mantener la paz en una casa! Las mujeres no hacen más que llorar, protestar, discutir…

—Ahora tenemos una mujer menos, Imhotep.

—Sí. ¡Pobre Yahmose! De todos modos se me figura que… ¡que casi vale más lo ocurrido! Satipy criaba niños muy robustos, pero en otros aspectos no era una buena esposa. Yahmose tenía la culpa, claro. Mas ahora que ha pasado todo, he de decir que me ha satisfecho mucho la conducta de mi hijo mayor en los últimos tiempos. Parece más dueño de sí, menos tímido. Y su juicio en diversos asuntos ha sido muy acertado.

—Siempre ha sido bueno y obediente, Imhotep.

—Pero poco inclinado a asumir responsabilidades.

—Porque nunca se lo consentiste —replicó Esa.

—Todo cambiará ahora. Vamos a extender un contrato de asociación. Dentro de pocos días lo firmaremos. Voy a tomar por asociados a todos mis hijos.

—¿A Ipy también?

—Le ofendería que le dejase fuera. Además, es muy cariñoso e inteligente.

—Despejado sí lo es —concedió Esa.

—Exacto. Respecto a Sobek, antes me ha dado disgustos, pero ahora ha cambiado mucho. Ya no se entrega tanto al ocio y respeta más mi opinión y la de Yahmose.

—Estás entonando un himno de alabanzas, hijo —declaró Esa—. Y ahora te manifiesto que me parece que vas a obrar con buen sentido. Era mal asunto tener a tus hijos descontentos. No obstante, Ipy me parece muy joven para asociarle a ti. Es ridículo conceder tal posición a un mozo de su edad. No podrás tener autoridad sobre él.

—Eso acaso sea cierto —dijo.

Y se levantó, añadiendo:

—He de irme. Hay no sé cuántas cosas que hacer. Han venido los embalsamadores y tenemos que ocuparnos del sepelio de Satipy. Estos asuntos cuestan muy caros. ¡Y dos muertes tan seguidas!

—Esperemos —dijo Esa, por vía de consuelo— que no haya otras… hasta que me llegue la vez.

—Te deseo largos años de vida, querida madre.

Esa sonrió.

—Seguramente es cierto. Porque conmigo te prohíbo que hagas economías. Deseo un buen equipo para pasarlo bien en el otro mundo.

—Madre…

—Sí. Mucha comida y bebida, numerosas figuras de esclavos, un tablero de ajedrez ricamente ornamentado, surtido de cosméticos y perfumes, y ánforas de las más caras, es decir, de alabastro.

Imhotep se agitó, nervioso.

—Sí, sí, por supuesto. Cuando llegue ese día de tristeza se te harán todos los honores. Confieso que respecto a Satipy no creo que deba hacerse igual. No es que desee un escándalo, pero dadas las circunstancias…

Y sin concluir la frase, Imhotep salió presuroso.

Esa sonrió sarcásticamente. Imhotep no pasaría de decir «dadas las circunstancias» en punto a reconocer que su preciada concubina no había muerto de un mero accidente.