CAPÍTULO NUEVE

Segundo mes de Invierno - Día 10

1

Renisenb salió al porche y permaneció inmóvil un momento, amparándose los ojos con la mano contra el intenso resol. Se sentía llena de un temor indecible. Una y otra vez dijo…

—Tengo que advertir a Nofret, tengo que advertirla…

Sonaban en la casa voces masculinas. Las de Hori y Yahmose eran serenas, y la de Ipy, aguda y pueril:

—Satipy y Kait están en lo justo. No hay hombres en la familia. Pero yo soy un hombre. Si no en años, lo soy por el corazón. Nofret se burla de mí, me trata como a un niño, mas yo le probaré que no lo soy. No temo a mi padre. Mi padre que le embelesa, él volverá a mí. Él me quiere más que a ninguno. Me tenéis por un chiquillo, pero ya veréis si yo…

Salió corriendo de la casa y tropezó con Renisenb con tal ímpetu, que estuvo a punto de derribarla. Ella le cogió por la manga:

—¿Adonde vas, Ipy?

—A buscar a Nofret. Ahora sabrá si puede burlarse de mí o no.

—Cálmate. Ninguno debemos hacer un disparate.

El muchacho rió con desprecio.

—¿Un disparate? Eres como Yahmose. No pensáis más que en la prudencia, en proceder con calma. Yahmose es un viejo indecente. Y Sobek también, a pesar de sus jactancias. Suéltame, Renisenb.

Y se soltó de ella, preguntando:

—¿Dónde está Nofret?

Apareció Henet.

—Éste es muy mal asunto, hijos. ¿Qué será de nosotros? ¿Qué diría mi difunta señora?

—¿Dónde está Nofret, Henet?

—¡No se lo digas! —exclamó Renisenb.

Pero Henet estaba ya hablando:

—La vi marchar hacia los campos de lino. Salió por la puerta trasera.

Ipy entró de nuevo en la casa. Renisenb reprochó a Henet:

—¿Por qué se lo has dicho?

La mujer respondió, acentuando la quejumbrosidad de su voz:

—Aquí nadie confía en mí. Pero yo sé lo que me hago. Al muchacho le conviene algún tiempo para serenarse. No encontrará a Nofret donde le indiqué, porque ella está en el pabelloncito con Kameni.

E hizo un signo hacia el estanque. Luego repitió, subrayando las palabras:

—Con Kameni…

Renisenb adelantó por el jardín. Teti, con su león de madera, vino corriendo desde la orilla del estanque. Renisenb la recibió entre sus brazos. Al oprimirla entre ellos comprendió el impulso que movía a sus cuñadas. Ambas luchaban por sus hijos.

—No me aprietes tanto, madre, que me lastimas.

Renisenb, soltando a la niña, avanzó lentamente. Nofret y Kameni se hallaban en el extremo más apartado del pabellón. Al aproximarse Renisenb, se volvieron a ella.

Renisenb habló con voz rápida y jadeante:

—He venido a avisarte, Nofret. Ten mucho cuidado. Peligras.

Nofret miró a la joven con un talante despectivo.

—Ladran los perros, ¿verdad?

—Temo que te causen algún mal.

Nofret denegó con la cabeza.

—Ningún mal pueden causarme —respondió con soberbia confianza—. Si lo hacen, lo contaré a tu padre y éste me vengará. En cuanto lo piensen con calma todos lo comprenderán. Son unos necios. ¡Hay que ver cuánto me han convenido sus injurias y persecuciones!

Y rió.

Renisenb, con voz pausada, dijo:

—¿De manera que tú misma has planeado esto? ¡Y yo que te compadecía, creyendo que nos portábamos mal contigo! Ya no te compadezco, Nofret. Eres una mujer mala. Cuando en la hora del juicio te pregunten si cometiste algunos de los cuarenta y dos pecados, no podrás responder: «No cometí mal». Ni tampoco: «No fui codiciosa». Y tu corazón se pesará en la balanza contra la pluma de la verdad, que ocupará el otro platillo, y el peso se volverá contra ti.

Nofret murmuró, adusta:

—¡Muy piadosa te has vuelto de repente! Yo a ti no te he perjudicado, Renisenb. Pregunta a Kameni si algo he dicho contra ti.

Y, apartándose, se dirigió a la casa y subió los peldaños de acceso. Henet acudió a recibirla y las dos pasaron al interior.

Renisenb se volvió a Kameni.

—¿La has ayudado a delatarnos a nuestro padre, Kameni?

—No te enojes contra mí —respondió el escriba—. No me cabía hacer otra cosa. Tu padre me mandó que le escribiese siempre que me lo pidiera Nofret. ¿Qué quieres que hiciera, Renisenb?

—No te recrimino. Presumo que has tenido que cumplir lo mandado por mi padre.

—Lo hice contra mi deseo, Renisenb. Y es verdad que no puse ni una palabra contra ti.

—Eso me es igual.

—A mí, no. Aunque Nofret me lo hubiera ordenado, nada contra ti hubiera escrito yo.

Renisenb, perpleja, movió la cabeza. La insistencia de Kameni en aquel pormenor le parecía poco trascendental. Sentía tal enojo como si Kameni, en algún sentido, le hubiese sido infiel. No obstante, era un extraño, al fin y al cabo. Les unía cierto parentesco remoto, mas fuera de ello, era un simple desconocido al que su padre había llevado allí desde una comarca distante. Se trataba de un escriba joven que se limitaba a ejecutar las órdenes de su señor.

Kameni insistió:

—Sólo escribí la verdad. Te juro que no conté una sola mentira.

—Lo creo —dijo Renisenb—, porque Nofret es harto inteligente para mandarte poner embustes.

Esa había acertado. El hostigar a Nofret había conducido a servir sus fines. Así se explicaba la felina sonrisa de la concubina cuando fue golpeada por Kait.

—Mala cuestión es ésta —murmuró Renisenb, medio para sí.

Kameni asintió:

—Sí. Nofret es aviesa.

Renisenb le miró con curiosidad.

—¿La conociste en Memfis?

Kameni se ruborizó y movióse con desasosiego.

—Mucho no. Pero he oído decir a algunos que era orgullosa, dura y vengativa…

Renisenb, impaciente, echó la cabeza hacia atrás.

—No creo —dijo— que mi padre cumpla sus amenazas. Las ha proferido porque estaba enojado, pero cuando vuelva nos perdonará a todos.

Kameni replicó:

—Nofret se encargará de impedirle que cambie de parecer. No conoces a Nofret. Es muy lista, muy decidida… y muy bella.

—Sí; es bella —admitió Renisenb.

Se levantó. Sin motivo razonable le dolía pensar en la hermosura de Nofret.

2

Renisenb pasó la tarde jugando con los niños. El vago presentimiento que experimentó se disipó.

Poco antes de ponerse el sol se incorporó. Alisóse el cabello y los pliegues de la ropa, que se le habían desordenado en el juego, y se preguntó por qué Satipy y Kait no habrían salido de la casa, como acostumbraban.

Kameni había marchado largo rato atrás. Renisenb entró en el edificio. No halló a nadie en la sala y siguió hasta las habitaciones de las mujeres. En un rincón de su cuarto, Esa cabeceaba, mientras una muchachita negra ponía prendas de vestir en montones. En la cocina se cocían triangulares hogazas. No se veía a nadie más por allí.

Renisenb se sintió perpleja. ¿Dónde estaba la familia?

Hori debía haber ido a la Tumba. Yahmose podía estar con él o en los campos. Sobek e Ipy en los campos también, o con el ganado. Mas, ¿y Satipy y Kait? Sobre todo, ¿dónde estaba Nofret?

El aposento de la concubina se hallaba vacío y olía con intensidad a los ungüentos aromáticos que Nofret usaba. Desde el umbral, Renisenb miró la almohada de la concubina, su joyero, un montón de pulseras de cuentas y un anillo que tenía incrustado un escarabajo azul. Los perfumes, los óleos, las telas, la ropa interior, las sandalias parecían recordar la presencia de aquella Nofret que ocupaba la alcoba y era la enemiga de todos.

Renisenb se dirigió a la puerta de la casa y encontró a Henet.

—¿Adonde se han ido mis cuñadas?

—¡Qué sé yo! —repuso la sirvienta—. He estado ayudando a tejer y a otras mil cosas. No tengo tiempo para dar paseos.

Renisenb dedujo de esto que alguien había salido a pasear. Quizá Satipy hubiera seguido a Yahmose a la tumba para zaherirle. ¿Y Kait? No era corriente que Kait pasase tan largo rato apartada de sus hijos.

El pensamiento de antes volvió a su mente: ¿Dónde estaba Nofret?

Como si Henet leyera en la mente de la joven, manifestó:

—Nofret se ha ido a la Tumba hace un buen rato. Suele hablar allí con Hori que tiene talento también.

Acercóse a Renisenb un tanto más.

—Quisiera explicarte, Renisenb, lo mucho que me disgusta todo lo ocurrido. El día que Kameni escribió a tu padre, Nofret vino a mi llevando todavía en la cara las señales del golpe de Kait. Obligó a Kameni a escribir y me puso a mí por testigo. Yo no podía negar la verdad. Pero sufrí mucho pensando en tu querida madre.

Renisenb la apartó, empujándola, y salió. Bajo el áureo sol del crepúsculo los acantilados proyectaban sobre el valle fantásticas sombras.

Renisenb, a buen paso, se encaminó a la Tumba. Quería hablar con Hori. De niña cuando se le rompía un juguete o se sentía asustada, buscaba a Hori. Porque Hori era inmutable y sólido como los acantilados mismos.

«En cuanto le encuentre —pensaba confusamente la joven— no temeré nada».

Apresuró la marcha. Y de pronto vio acercarse a su cuñada Satipy.

—¿Qué hay, Satipy? ¿No te sientes bien?

Satipy miraba a ambos lados con desconfianza. Respondió con áspera voz:

—No me pasa nada.

—Pues parece que te hallas mal. Tienes la cara muy asustada. ¿Qué ha pasado?

—Nada. ¡No sé qué iba a pasar!

—¿Dónde estabas?

—En la Tumba. Había ido en busca de Yahmose, pero ni él ni nadie estaban allí.

Renisenb miró a su cuñada. A Satipy parecían haberle abandonado toda su resolución y sus fuerzas.

—Anda —dijo Satipy—, vamos a casa.

Y apoyó la mano en los hombros de la joven. Ésta notó que los dedos de la mujer temblaban un tanto. Se separó con enojo.

—No. Voy a la Tumba.

—Te digo que no hay nadie allí.

—Pero me sentaré un rato y miraré al río.

—Ya es tarde y está poniéndose el sol.

Los dedos de Satipy se clavaron como garras en el brazo de Renisenb. Ésta se soltó.

—Déjame, Satipy.

—No. ¡Ven conmigo!

Renisenb, sin atenderla, corrió hacia la escarpadura. Su instinto le anunciaba que había sucedido algo.

No le causó sorpresa lo que vio. Lo esperaba.

Nofret yacía al pie de la altura, con el rostro vuelto hacia el cielo, el cuerpo retorcido y quebrado, los ojos abiertos, mas ya sin vista…

Renisenb tocó la fría mejilla de Nofret. Luego se incorporó, Satipy se acercaba, diciendo:

—Nofret debe haberse caído desde arriba.

Sí, eso debía ser. La concubina pudo resbalar en el empinado sendero y rebotar de piedra en piedra.

Satipy añadió:

—Quizá viese una serpiente y se asustara. En esta vereda suele haber serpientes tomando el sol.

Serpiente. Renisenb recordó la lucha de Sobek con la cobra. Una serpiente muerta bajo el cielo. Sobek con los ojos encendidos…

«Señor, Nofret…», pensó Renisenb.

Sintió un repentino alivio al oír la voz de Hori, que dijo:

—¿Qué ha sucedido?

Hori y Yahmose llegaban juntos. Satipy, con voz presurosa, empezó a explicar que Nofret debía haberse caído desde lo alto de la escarpada.

Yahmose repuso:

—Quizá viniera a buscarnos. Nosotros habíamos ido a dar una ojeada a las acequias. Llevábamos en ellas más de una hora. Al volver os hemos visto. Por eso nos acercamos.

Renisenb con un acento que la sorprendió a ella misma, inquirió:

—¿Dónde está Sobek?

Hori, en el acto, volvió la cabeza. Yahmose, perplejo repuso:

—No le he visto en toda la tarde, desde que entró furioso en casa. No sé donde está.

Hori miró a Renisenb. Luego se fijó en la muerta y Renisenb creyó adivinar con toda exactitud lo que meditaba el hombre.

—¿Acaso Sobek…? —murmuró Hori.

—¡No, no! —exclamó Renisenb sin saber por qué hablaba.

—Nofret se ha despeñado —insistió Satipy—. El sendero es estrecho y peligroso.

Renisenb evocó lo que Hori le contara. Una vez, de niño, Sobek había atacado a su hermano mayor y su madre le había reprendido, diciéndole:

—No hagas eso, Sobek. Es peligroso.

A Sobek le gustaba matar. Lo había dicho él mismo más de una vez.

Y Sobek había matado una serpiente.

Y Sobek podía haberse encontrado con Nofret en aquel angosto camino…

Con quebrada voz, Renisenb murmuró:

—No sabemos lo que ha pasado.

La voz de Hori sonó, prestando autoridad y fuerza a la opinión de Satipy.

—Nofret ha debido caer desde la parte más alta del acantilado.

Y sus ojos se fijaron en los de Renisenb, que pensó, consolada: «Él y yo sabemos lo que ha ocurrido».

En voz alta y tenebrosa, añadió:

—Sí, Nofret ha caído desde el acantilado.

Como un eco final la voz suave de Yahmose agregó:

—Ha debido caerse desde el acantilado.