CAPÍTULO UNO

Segundo mes de Inundación - Día 20

1

Renisenb miraba el Nilo.

Oía a distancia las voces de sus hermanos, Yahmose y Sobek, disputando sobre si determinados diques necesitaban reparación o no. Sobek, como siempre, se expresaba en tono alto y confiado. Tenía la costumbre de asentar sus juicios con toda certidumbre. En cambio, Yahmose hablaba en voz baja y un tanto incierta, que delataba ansiedad y duda. Yahmose se sentía siempre inquieto por una cosa o por otra. Era el primogénito de la familia y, mientras duraba la ausencia de su padre, que había marchado al norte, a él le correspondía hasta cierto punto la dirección de las fincas. Yahmose era despacioso, cauto e inclinado a encontrar dificultades donde no existían. Tenía el cuerpo recio y tosco y los movimientos lentos y le faltaban la seguridad y la jovialidad de Sobek.

Renisenb, desde su más tierna infancia, recordaba haber oído disputar a sus hermanos. Esto le produjo una repentina impresión de tranquilidad. Había retornado a su casa…

Pero al mirar el río, de aguas brillantes y pálidas, otra vez sintió renacer su dolor y su rebeldía contra los hados. Khay, su joven marido, había fallecido. Khay el de la faz riente y fuertes hombros estaba con Osiris en el Reino de la Muerte… Y su amada Renisenb se hallaba desolada. Ocho años habían pasado juntos los dos (Renisenb se casó siendo casi una niña), y de aquí que ahora la viuda, acompañada de Teti, la hija de Khay, había regresado a la casa paterna.

Por un momento le pareció no haber abandonado aquella mansión jamás.

«Olvidaría —se dijo— los años de descuidada dicha, súbitamente convertida en intensa pena. Volvería a ser Renisenb, la despreocupada hija de Imhotep, el sacerdote».

El amor de la joven por su esposo había sido una cosa cruel, engañosa en su dulzura. Aquel mocetón de sólidos hombros broncíneos y boca riente, se encontraba ahora embalsamado, envuelto en vendajes, provisto de amuletos para ayudarle en su viaje al otro mundo. No volvería Khay a navegar por el río en su lancha, pescando, mientras Renisenb, tendida en el fondo, con la niña a su lado, coreaba las risas de su marido.

Renisenb pensó:

«No quiero acordarme de eso. He vuelto a mi casa y todo es lo que era. Teti ha olvidado ya a su padre y juega y ríe con las demás niñas. Yo haré lo mismo».

Volvióse hacia la casa. Varios jumentos cargados se dirigían a la ribera. Pasando junto a graneros y cobertizos Renisenb penetró en el jardín. Había en él un lago artificial, rodeado de adelfas y jazmines y sombreado por sicómoros bellos y esbeltos.

Sonaban las voces agudas de Teti y los otros niños, entrando y saliendo, a la carrera, del pabelloncito inmediato al estanque. Teti jugaba con un león de madera que abría y cerraba la boca cuando se le tiraba de un cordel. Ese mismo juguete había complacido mucho a Renisenb, de niña.

Pensó otra vez, satisfecha: «He vuelto a mi casa…». Nada había cambiado; todo seguía siendo lo que fuera antes. La vida aquí parecía una cosa continua, segura, inmutable. Ahora la niña era Teti, y Renisenb una más entre las madres que en la morada vivían, pero el ambiente y la esencia de las cosas no habían cambiado.

Una pelota con que jugaban los niños llegó a los pies de la viuda. Cogiéndola, Renisenb la lanzó a los pequeños, entre risas.

Cruzando el pórtico de columnas vistosamente coloreadas, penetró en el edificio. Atravesó la vasta sala central, cuyos frisos ornaban lotos y amapolas, y llegó a las habitaciones ocupadas por las mujeres, en la zona posterior de la casa.

Escuchó con placer las voces, tan familiares. Satipy y Kait discutían, como siempre. La voz de Satipy sonaba alta, dominadora, imperiosa. Porque Satipy, esposa de Yahmose era alta, enérgica, gritadora, autoritaria y, en su estilo, bella. De continuo dictaba la ley a los demás, reprendía a los criados, encontraba defectos en todo, hacía ejecutar, a fuerza de vituperios y órdenes, cosas imposibles. Todos temían su lengua y se apresuraban a obedecer sus mandatos. Yahmose admiraba a su resuelta esposa y se dejaba tiranizar por ella de un modo que enfurecía a Renisenb.

Cuando cesaba la voz chillona de Satipy, sonaba la tranquila y obstinada de Kait. Kait, anchota y fea, era la mujer del gallardo Sobek. Vivía consagrada a sus hijos y rara vez pensaba en nada más ni hablaba de otra cosa. En sus disputas con su cuñada sólo usaba un arma: la de repetir incansablemente los primeros alegatos que hiciera. No se acaloraba ni excitaba, y ni por un momento tenía en cuenta otro criterio que el propio. Sobek quería mucho a su esposa y solía hablarle de todos sus asuntos, en la certeza de que ella no le replicaría, ya que, mientras fingía escuchar, estaba con toda seguridad absorta en reflexionar sobre algo concerniente a los chiquillos.

Satipy gritaba:

—¡Si Yahmose tuviera los arrestos de un ratón, no toleraría eso! En ausencia de Imhotep, él es el amo aquí. Y yo, como mujer suya, debo tener el derecho a escoger antes que nadie los colchones y almohadones que me convengan. Ese hipopótamo de esclava negra…

La voz pastosa y profunda de Kait dijo:

—No te comas el pelo del muñeco, pequeña. Toma este dulce, que sabe mucho mejor.

—Eres una grosera, Kait. Ni siquiera atiendes a lo que te digo.

—El almohadón azul es mío. Mira a la pobre Ank. ¡Cómo intenta andar!

—Eres tan estúpida como tus hijos, lo que ya es decir, Kait. Pero no te consentiré que atropelles mis derechos.

Un paso quedo sonó junto a Renisenb. Volviéndose, la joven experimentó el viejo y conocido sentimiento de disgusto que siempre la acometía cuando divisaba a la sirvienta Henet.

La flaca faz de Henet se crispó en su forzada sonrisa usual.

—Ya veo que piensas, Renisenb, que las cosas no han cambiado en nada. ¡No sé cómo toleramos la lengua de Satipy! Kait tiene la suerte de poder replicarle, lo que no nos es hacedero a todas. Yo no sé salirme de ser lo que soy, y agradezco mucho a tu padre el que me proporcione albergue y alimento. Tu padre es muy bueno. Yo siempre he procurado corresponderle, echando una mano donde quiera que hace falta. No porque espere gratitud. Si tu buena madre hubiese vivido, todo habría resultado diferente. Era una excelente mujer y me apreciaba. Nos tratábamos como hermanas. En fin, yo he cumplido mi compromiso con ella. Cuando estaba moribunda, me pidió que mirase por sus hijos, y lo he hecho, sin esperar que me lo agradeciesen. He sido la esclava de todos y nadie me toma en serio. Es igual.

Deslizóse fuera de la habitación como una anguila, y entró en el cuarto contiguo.

—Acerca de esos almohadones —empezó—, te diré, Satipy, y perdona, que, según Sobek…

Renisenb se apartó. Todos en la casa miraban mal a Henet. Quizás ello se debiera a su voz quejumbrosa, a su continua piedad de sí misma, a la malignidad con que procuraba encizañar las discusiones.

«Si eso la divierte, allá ella», pensó Renisenb. La vida de Henet no debía ser atrayente. Trabajaba mucho y nadie se lo apreciaba. Pero era imposible apreciárselo, porque el oírla siempre alardear de su laboriosidad helaba todo impulso generoso.

Quizás Henet, se dijo Renisenb, fuera de esas personas cuyo destino consiste en consagrarse a los demás sin que nadie se consagre a ella. Era fea y poco atractiva. Conocía siempre cuanto en la casa pasaba. Se movía sin ruido, atentos los oídos y los ojos a todo. En ocasiones se reservaba sus descubrimientos, mientras otras veces iba con chismes a los de la casa, complaciéndose en observar los resultados de sus habladurías.

Cuando alguien de la familia pedía a Imhotep que despidiese a Henet, Imhotep se negaba en redondo. Era acaso el único de la casa que estimaba a Henet, quien le correspondía con un apego y unas lisonjas que indignaban a todos los demás.

Renisenb escuchó por un momento la disputa de sus cuñadas, azuzadas por la intervención de Henet. Luego se dirigió al cuarto de su abuela, Esa, a quien asistían dos muchachitas negras, esclavas de la familia. La vieja examinaba unas ropas que le habían llevado las rapazas y reprendía a una y otra de un modo regañón y amistoso típico en ella.

Todo seguía igual que antaño, sí. Únicamente Esa se había encogido un tanto. Pero su voz era idéntica, e idénticas sus palabras a las que solía proferir ocho años atrás.

Renisenb volvió a salir sin que Esa ni las esclavas reparasen en ella. Un momento se detuvo la joven ante la puerta abierta de la cocina. Olía a pato asado y muchas voces charlaban, disputaban y reían simultáneamente. Se veía un montón de legumbres listas para ser hervidas.

Desde donde se hallaba Renisenb lo percibía todo; las voces descompasadas de la cocina, la chillona de Esa, la estridente de Satipy y la profunda de Kait. Una babel de tonos femeninos discutiendo, riñendo, riendo, quejándose, calmando…

Renisenb se sintió harta. Así eran todas las casas donde había muchas mujeres. De continuo gritos, siempre palabras, pero hechos nunca.

Evocó a Khay, silente en el bote, donde se preparaba a arponear a los peces… Y pensó que en su hogar de casada no había existido un chachareo tan fútil como el de la morada de su padre.

Salió de la casa. Reinaba fuera, bajo el calor, una apagada quietud. Sobek volvía de los campos y, a distancia, se veía a Yahmose dirigirse a la tumba.

Renisenb tomó el camino de los acantilados de piedra caliza donde se abría la Tumba. Yacía en ella el magnate Meriptah, y el padre de Renisenb era el sacerdote encargado de cuidarla. Todas las tierras y bienes de la propiedad formaban parte de la dotación de la Tumba.

Cuando Imhotep se ausentaba, las tareas de guardián del sepulcro correspondían a Yahmose, como hijo mayor.

Subiendo lentamente el empinado sendero, Renisenb vio a su hermano hablar con Hori, el hombre de confianza de su padre. Los dos se hallaban en una pequeña cámara de roca contigua a la de las ofrendas.

Hori había extendido sobre sus rodillas una hoja de papiro y Yahmose se inclinaba para mirarla.

Los dos hombres sonrieron a Renisenb al verla llegar y sentarse a la sombra. Yahmose y ella se habían querido siempre mucho. Yahmose se hacía amar por su carácter afable. Hori, cuando Renisenb era pequeña, la había querido también, a su modo grave y serio, y en ocasiones solía recomponerle sus juguetes rotos.

Antaño Hori era joven, taciturno y grave, con dedos ágiles y finos. Ahora, aunque algo envejecido, no había cambiado en lo demás. Su sonrisa era la de siempre, simpática, acogedora.

Yahmose y Hori dialogaban:

—Setenta y tres medidas de cebada.

—En total, ciento veinte de cebada y doscientas treinta de lo otro…

—Falta cobrar, en aceite, el importe total de la madera.

Siguieron hablando. Renisenb se sentía contenta. Oía las voces de los hombres como los acordes de fondo de una música. Al fin Yahmose entregó el papiro a Hori.

Renisenb, viendo otro rollo de papiro, preguntó:

—¿Hay carta de nuestro padre?

Hori asintió.

—¿Y qué dice?

Y, desenvolviendo la hoja, miró los signos que tan enigmáticos le resultaban.

Hori, sonriendo, se inclinó sobre el hombro de la muchacha y, pasando el dedo sobre los renglones leyó. La epístola estaba redactada en el pomposo estilo propio de los amanuenses profesionales de Heracleópolis:

«El sacerdote Imhotep servidor del Estado, dice:

»Os deseo que os halléis en tan buena salud como la de quien va a vivir un millón de veces. Así el dios Herishaf, señor de Heracleópolis, y los demás dioses, os ayuden. Así el dios Ptah os conceda el júbilo de corazón de quien llega a la vejez. El hijo habla a su madre, el servidor del Estado se dirige a su madre, Esa. ¿Cómo estás de salud, paz y lo demás de la vida? Los demás de la casa, ¿cómo estáis? Y tú, hijo Yahmose, ¿cómo estás de paz, salud y lo demás de la vida? Procura sacar a las tierras el mayor provecho posible. Trabaja de firme, cava hasta hundir la cara en la tierra. Si eres laborioso, yo te ensalzaré ante Dios…».

Renisenb rió.

—¡Ya trabaja bastante el pobre Yahmose!

Las palabras de la carta le hacían recordar a su padre, con su pomposidad, sus continuas instrucciones, sus exhortaciones…

Hori continuó:

«Cuida mucho de mi hijo Ipy que creo que se siente descontento. Ocúpate de que Satipy trate bien a Henet. Escríbeme sobre la cosecha de lino y la del aceite. Guarda el producto de mis siembras y conserva todo lo mío, porque de ello te hago responsable. Si se inundan mis tierras, ¡ay de ti y de Sobek!».

—Mi padre es el de siempre —sonrió Renisenb—. Imagina que si está ausente, todo anda de mal modo.

Y, soltando el papiro añadió:

—Todo sigue como antes.

Hori no contestó. Tomó un papiro y empezó a escribir. Renisenb le miró en silencio. Se sentía harto contenta para hablar.

Dijo al fin con voz lenta:

—Debe ser interesante saber escribir. ¿Por qué no aprenderán todos?

—Porque no es necesario.

—Acaso necesario no; pero agradable, sí.

—¿Para qué querrías tú saber escribir, Renisenb?

Renisenb reflexionó y dijo:

—No lo sé, Hori.

Hori repuso:

—Hoy bastan unos pocos escribas para todas las necesidades aunque imagino que llegará día en que haya un ejército de escribas en Egipto. Estamos viviendo en el alborear de tiempos muy grandes.

—Que existan muchos escribas será una buena cosa —dijo Renisenb.

Hori repuso:

—No estoy muy seguro de ello.

—¿Por qué no?

—Porque es muy fácil escribir: «Diez medidas de cebada», o «Diez campos de lino…». Mas luego lo escrito parece convertirse en cosa real, y de este modo autores y escribas vendrán a despreciar a quienes aran los campos, recogen la cosecha y atienden al ganado. Pero campos, cosechas y ganado son reales y no meros signos en un papiro. Y cuando no queden escribas, y los papiros que ellos compusieron se hayan dispersado, seguirá habiendo hombres que trabajen la tierra y existirá Egipto.

Renisenb miró con fijeza a su interlocutor.

—Te comprendo. Sólo son reales las cosas que pueden verse, tocarse y comerse. Escribir: «Tengo doscientas cuarenta medidas de cebada» no quiere decir nada, si la cebada no se tiene. Pueden escribirse mentiras a montones.

Hori, notando la seriedad de la joven, sonrió. Renisenb dijo:

—¿Te acuerdas de cuando me arreglaste mi león de madera?

—Sí.

—Teti juega ahora con el mismo león.

Y, tras una pausa, añadió:

—Cuando murió Khay me entristecí mucho. Pero, puesto que he regresado a casa y veo que todo sigue lo mismo, volveré a alegrarme.

—¿Crees que todo sigue lo mismo?

Renisenb contempló al hombre con intensidad.

—No te entiendo, Hori.

—Todo cambia. Ocho años son ocho años.

—Yo deseo que todo continúe igual.

—Pero tú no eres la Renisenb que se casó con Khay.

—Sí lo soy. O volveré pronto.

Hori movió la cabeza.

—Es imposible volverse atrás, Renisenb. Si yo tomo una medida de grano y añado la mitad, más un cuarto y luego un décimo, la cantidad no será la misma.

—Yo sigo siendo Renisenb.

—Con añadidos que te han hecho una Renisenb diferente.

—No, no. Y tú eres el mismo Hori.

—No. He cambiado.

—Te digo que sí. Y Yahmose, siempre inquieto y preocupado, es el mismo también. Y es la misma Satipy, con sus imperiosidades. Ella y Kait disputando sobre colchones y almohadas, sin perjuicio luego de ponerse a reír juntas, como las mejores amigas del mundo. Henet continúa espiándolo todo y jactándose de su adhesión, y mi abuela discute con las muchachas a propósito de la ropa blanca. Y cuando venga mi padre habrá gran revuelo, como siempre, y empezará a preguntar por qué no se ha hecho esto y lo de más allá. Y Yahmose se sentirá disgustado, y Sobek contestará con insolencia, y mi padre mimará a Ipy, que tiene dieciséis años, como cuando tenía ocho. No ha cambiado nada.

Hori suspiró.

—No te haces cargo de las cosas, Renisenb —dijo—. Hay males que nos acometen desde el exterior, y ésos son visibles para todos. Pero otros nacen en nuestro interior y nos consumen sin que lo notemos, al modo que la fruta se pudre por dentro.

Renisenb miró a su interlocutor. Hori parecía más bien que dialogar, hablar consigo mismo.

—Me asustas, Hori —murmuró la joven.

—También me asusto a mí.

—¿De qué mal hablas?

Él, mirándola, sonrió.

—¡Bah! Olvida mis palabras, Renisenb. Estaba pensando en los males que atacan las cosechas.

Renisenb suspiró, consolada:

—Lo celebro. No sé lo que se me había ocurrido pensar.

Y dejó a los hombres.