CAPÍTULO DIECIOCHO
Segundo mes de Verano - Día 10
1
Imhotep se sentía aniquilado. Su cuerpo parecía encogido de pronto. Se hallaba mucho más viejo y estaba quebrantadísimo. Una lamentable expresión de apenado asombro le contraía la faz. Henet llegó con vituallas y le animó a comer.
—Tienes que conservar las fuerzas, Imhotep.
—¿De qué sirven las fuerzas? Fuerte y sano estaba Ipy, y ahora su cadáver yace en un baño de agua salobre. Mi queridísimo hijo, el último de los que me quedaban…
—Te queda tu buen Yahmose.
—¿Por cuánto tiempo? Está condenado también. Lo estamos todos. ¿Qué mal es éste que sobre nosotros ha descendido? ¿Cómo iba yo a pensar que todo esto debía ocurrir por traer a casa una concubina? Tomar concubina es cosa lícita y justa ante la ley de los hombres y la de los cielos. ¿Por qué, pues, me acontecen estas cosas? ¿Será que Ashayet quiere tomar venganza de mí? No ha respondido a mi petición y las muertes continúan.
—No digas eso, Imhotep —repuso Henet—. Ha pasado poco tiempo desde que pusiste la vasija con la carta en la cámara de las ofrendas. Si tan lenta tramitación tienen los asuntos de este mundo ante el monarca (y más aún ante el visir), ha de suponerse que lo mismo pasa en el mundo del Más Allá. La justicia siempre opera con lentitud, pero al cabo resuelve.
Imhotep, dudoso, movió la cabeza. Henet prosiguió:
—Además, Imhotep, Ipy no era hijo de Ashayet. Es natural que Ashayet no se interesase mucho por él. Pero ya verás cómo por Yahmose sí se preocupa.
—Confieso, Henet, que tus palabras me consuelan. Además, es cierto que Yahmose va reponiéndose. Es un hijo bueno y leal, aunque no tiene los ánimos ni la gallardía de Ipy.
Imhotep gimió. Henet hizo coro a sus lamentos.
—¡Ojalá no hubiese yo puesto nunca los ojos en aquella condenada muchacha!
—Cierto, Imhotep. Nofret era un aborto de Set[1]. No hay duda de que estaba versada en magias y hechizos.
Sonó en el suelo el golpecito de un bastón. Esa penetró en la estancia, diciendo con indignado tono:
—¿No queda sentido común en esta casa? ¿No sabéis hacer mejor cosa que hablar de una pobre moza que te sorbió el seso y cuyo único delito fue entregarse a estúpidos manejillos femeniles provocados por la estúpida conducta de las estúpidas mujeres de tus estúpidos hijos?
—¿Cómo puedes decir eso, madre, cuando dos de mis hijos vástagos han muerto y otro está moribundo?
—Alguien ha de decir la verdad, ya que tú no conoces los hechos tal como son. Quítate de la cabeza la idea supersticiosa de que una muchacha difunta está causando males. Una mano viva fue la que sujetó la cabeza de Ipy debajo del agua y vivo estaba quien vertió veneno en el vino de Yahmose y Sobek. Tú tienes un enemigo, Imhotep, y ese enemigo vive en esta casa. La prueba es que, desde que se aplicó el consejo de Hori y Renisenb ella misma prepara la comida de su hermano, o vigila la preparación, el enfermo va recobrándose de día en día. Déjate de sandeces, de darte puñetazos en la cabeza, y de las demás imbecilidades en que tanto te auxilia Henet.
—¡Oh, Esa, que mal me tratas! —dijo la aludida gimoteando.
—Repito que Henet te ayuda en la actitud que tomas, por necesidad o por otra razón.
—Ra te perdone, Esa, tu dureza con una pobre y desvalida mujer sola.
Esa agitó su bastón con impaciencia.
—Escucha, hijo: tu esposa Ashayet quizá pueda servirte de algo en el otro mundo, pero es insensato pensar que va a ocuparse de pensar por ti en éste. Si no actúas pronto habrá más muertes.
—¿Crees realmente, madre, que tengo un enemigo vivo y en esta casa?
—Lo creo porque es lo único que razonablemente se puede creer.
—Entonces todos estamos en peligro.
—¡Claro que lo estamos! No en peligro de conjuros, no de males causados por espíritus, sino en peligro de morir por obra de dedos humanos que envenenan el vino y hacen cosas análogas. ¡En peligro de ser víctimas de alguien que espera la hora tardía en que vuelve del pueblo un muchacho atolondrado y lo empuja, sujetándolo hasta que muere!
—Para eso —dijo Imhotep, pensativo— se requiere fuerza.
—En apariencia, sí. Pero, Ipy, de seguro habría bebido en el pueblo mucha cerveza. Vendría fanfarrón y jactancioso. Pudo acercársele alguien de quien no desconfiara. Quizás inclinó la cabeza él mismo para refrescarse el rostro en el agua. Y, en este caso, poca fuerza se necesitó para no dejarle alzarse.
—¿Qué dices, Esa? ¿Cómo puede una mujer hacer eso? Todo ello es imposible. Ningún enemigo tenemos aquí, porque lo sabríamos.
—La maldad del corazón, Imhotep, no se refleja en el rostro.
—¿Crees que algún esclavo o sirviente…?
—Ninguna de ambas cosas.
—¿Pues quién? ¡Como no sean Hori o Kameni! Pero Hori lleva con nosotros largo tiempo y siempre se ha mostrado digno de confianza. Kameni, aunque es de fuera, pertenece a nuestra familia y ha acreditado su celo en mi servicio. Además, esta mañana vino a pedirme que le consintiera casarse con Renisenb.
Esa pareció interesarse.
—¿Sí? ¿Y qué le dijiste?
—Que ésta no era ocasión oportuna para hablar de matrimonios.
—Y él, ¿qué respondió?
—Que la ocasión oportuna era precisamente ésta, ya que Renisenb, a su entender, no está segura en la casa.
—No sé —murmuró Esa—. Hori y yo pensábamos lo contrario, pero ahora…
Imhotep interrumpió:
—No se pueden simultanear unas ceremonias fúnebres con otras nupciales. Todo el mundo nos criticaría si lo hiciésemos.
—Esta situación no permite andar con convencionalismos —contestó Esa—. Y ello con tanta razón cuanto que, al parecer, los embalsamadores van a instalarse definitivamente en la casa. ¡Buen negocio deben estar haciendo Ipy y Montu!
—Ya han elevado sus precios en un diez por ciento —indicó Imhotep, olvidando de momento su pena—. ¡Es inicuo! Dicen que ha subido la mano de obra.
—¡Bien podían hacernos una rebaja en vista de que trabajan para nosotros al por mayor!
Y Esa rió de su lúgubre chanza.
Imhotep la miró horrorizado.
—No me parece de buen gusto tu broma, madre.
—Toda la vida es una broma, hijo, y quien al final se ríe es la muerte. ¿Acaso no se dice en todos los festines que conviene comer, beber y alegrarse, puesto que mañana vamos a morir? Pues esto para los de esta familia es harto cierto. La única duda es una: ¿quién morirá mañana?
—Es terrible lo que dices, madre. ¿Qué podríamos hacer nosotros?
—Lo primero y esencial es no confiar en nadie.
Y repitió con énfasis sus palabras.
Henet comenzó a sollozar.
—¿Por qué me miras así, Esa? Si en alguien se puede confiar aquí es en mí. Bien lo he demostrado durante años y años. No atiendas a tu madre, Imhotep.
—Vamos, Henet, calma. Conozco tu devoción, tu fidelidad.
—Tú no conoces nada, ni los demás tampoco —dijo Esa—. Y en tal ignorancia está el mal.
—¡Me acusas! —clamó Henet.
—No puedo acusar sin pruebas. Me limito a sospechar.
Imhotep miró fijamente a su madre.
—¿Y de quién sospechas?
Esa repuso con voz pausada:
—He sospechado de varios. Seré sincera. Primero sospeché de Ipy, pero como ha muerto, mi sospecha era falsa. Luego sospeché de otra persona, mas el día de la muerte de Ipy se me ocurrió una tercera idea.
Se detuvo un instante y agregó:
—Haz llamar a Hori y Kameni. Y a Renisenb, que está en la cocina. Y a Kait y Yahmose. Tengo que decir ciertas cosas que deseo que oiga la familia.
2
Esa miró a los reunidos. Advirtió la expresión grave y natural de Kameni, la descuidada palidez de Kait, la pensativa inescrutabilidad de Hori, el temor de Imhotep y la ávida curiosidad y aun la satisfacción que se pintaba en el semblante de Henet.
Esa pensó: «Es imposible sacar nada en limpio de estos rostros. Pero sé que uno al menos de los presentes es un criminal».
Y en voz alta agregó:
—Tengo que hablaros de una cosa. Mas antes deseo interpelar a Henet en vuestra presencia.
El rostro de Henet se demudó. El terror asomó a sus ojos. Lanzó un agudo grito de sorpresa.
—¡Ya sabía yo que sospechabas de mí, Esa! Vas a acusarme y, como soy una pobre mujer sola y sin inteligencia, se me condenará sin oírme.
—Sin oírte, no —respondió Esa con ironía sutil.
Hori sonrió.
La voz de Henet se elevó en un clamor cada vez más histérico.
—¡Yo no he hecho nada! ¡Soy inocente! Sálvame, Imhotep, señor y dueño mío.
Y cayó de rodillas ante él. Imhotep le pasó la mano por la cabeza.
—¡Vamos, madre! —dijo—. Esto es demasiado.
Esa contestó:
—No he acusado a nadie. No lo haré sin pruebas. Sólo quiero que Henet nos explique el significado de ciertas cosas que ha dicho.
—¡No he dicho nada!
—Sí, y en mi presencia. Tengo mala vista, pero buen oído. Veamos: ¿qué es lo que dijiste que sabías acerca de Hori?
El mencionado pareció un tanto sorprendido.
—Di lo que sepas sobre mí, Henet —pidió el mayordomo.
Henet se sentó en el suelo y se secó los ojos. Su semblante se había tornado hosco y retador.
—No sé nada. ¿Qué voy a saber?
—Eso es lo que esperamos que nos aclares —contestó Hori.
Henet se encogió de hombros.
—Habré hablado por hablar. No sé nada.
Esa intervino:
—Voy a repetir tus propias palabras. Dijiste que todos te despreciábamos, pero que estabas al corriente de cuanto en la casa ocurría y que veías más cosas que las que ven otros de mayor inteligencia. Añadiste que Hori fingía no reparar en ti cuando te encontraba y que dirigía la vista a espaldas tuyas como si viera algo inexistente.
—Siempre hace lo mismo —declaró, torva, Henet— Hori me mira como si yo fuese un insecto.
—Ahora recuerdo —insistió Esa— que también dijiste que más le valiera mirarte a ti. Y luego hablaste de Satipy, y de que ella se creía muy inteligente, y de cuál había sido su fin.
Esa dirigió una mirada en torno.
—¿Significa esto algo para alguno de vosotros? Pensad que Satipy ha muerto. Pensad también en el consejo de Henet: que vale más mirar a las personas vivas que no a una cosa inexistente.
Hubo un momento de intenso silencio, roto en seguida por un aullido estridente de Henet.
—¡Sálvame, Imhotep! ¡No he dicho nada!
Imhotep estalló:
—¡Esto es vergonzoso! No consentiré que se acuse y se aterrorice a esta pobre mujer de tal modo. Hasta ahora no veo que haya contra ella más que meras palabras.
Yahmose habló sin mostrar su timidez usual.
—Mi padre tiene razón. Si hay alguna acusación definitiva contra Henet, exponla, abuela.
—No la acuso de nada.
Y se apoyó en su bastón. Repentinamente su figura parecía haberse encogido. Hablaba con voz un tanto dificultosa.
Yahmose se dirigió con autoridad a Henet:
—Ya lo oyes. Mi abuela no te acusa, pero parece que sabes ciertas cosas, y éste es el momento de explicarlas. Cuenta lo que conozcas.
—No conozco nada.
—Ten cuidado con lo que dices, Henet. Hay ciertos conocimientos muy peligrosos.
—Juro que nada sé —repuso la mujer moviendo la cabeza—. Lo juro por la diosa Maat, por Ra y por los nueve dioses de…
La voz de Henet sonaba temblorosa. Había perdido su acento plañidero y tenía la expresión de la verdad.
Esa lanzó un profundo suspiro. Su figura inclinóse hacia delante. Murmuró:
—Ayudadme a volver a mi cuarto.
Hori y Renisenb corrieron hacia ella. Esa dijo:
—Tú no, Renisenb. Que me acompañe Hori nada más.
Cuando llegaron al aposento de la anciana, ésta observó que la faz del hombre experimentaba desagrado y severidad. Murmuró:
—¿Qué piensas, Hori?
—Que has sido muy inteligente.
—Quería cerciorarme de la verdad.
—Pues has corrido un riesgo terrible.
—Lo sé. ¿No coincides con mi criterio?
—Hace tiempo que vengo pensando igual que tú. Pero no tienes la menor prueba de lo que sospechas, Esa. Todo hasta ahora, es cosa de tu imaginación.
—Me basta saber que lo sé.
—Puede ser que sepas demasiado.
—Lo sé.
—Ten cuidado, Esa. Desde ahora estás en peligro.
—Hemos de actuar rápidamente.
—¿Y cómo? Necesitaríamos pruebas.
—Es verdad.
No hablaron más. Llegó la doncella de Esa y se aplicó a atender a su señora. Hori salió. Una expresión grave y perpleja se pintaba en su rostro.
Esa, mientras la muchachita la servía, reflexionaba. Sentíase mal, la acometían escalofríos… Creía ver a su alrededor el circulo de rostros tan conocidos.
Por un momento la acometió un terror infinito. Todo lo comprendía. ¿Habría hecho mal en…? ¿Tenía la certeza de lo que había visto? Sus ojos estaban tan débiles…
Sí, sentía la certeza absoluta. No había sido precisamente una expresión concreta, sino cierta repentina tensión de todo un cuerpo, un endurecimiento, una extraña rigidez. Sólo para una persona entre las presentes habían tenido un sentido las palabras de la anciana.