CAPÍTULO QUINCE
Primer mes de Verano - Día 30
1
Aquel hallazgo dejó espantada a Renisenb.
Siguiendo su primer impulso guardó otra vez el collar y cerró el joyero. Por instinto pensó que le convenía ocultar lo descubierto. Incluso miró con temor a sus espaldas para cerciorarse de que nadie la había visto abrir la caja.
No durmió en toda la noche. Y por la mañana había llegado a una resolución: tenía que confiarse a alguien.
Parecíale imposible soportar sola el peso de aquel terrible descubrimiento. Dos veces había creído ver a Nofret al lado de su lecho. Mas todo era pura fantasía.
Sacó del joyero el collar de los leones y lo ocultó en los pliegues de su túnica de lino. Apenas acababa de hacerlo, entró Henet. Sus ojos brillaban. Notábase a primera vista que tenía novedades que comunicar.
—¡Es terrible, Renisenb! —exclamó—. El muchacho de ayer…
—¿Qué muchacho?
—El boyero. Ha dormido cerca de la casa y no ha despertado más. Parece haber bebido una mortífera cantidad de jugo de adormideras… ¡y acaso sea así! Pero ¿quién se lo pudo dar? Nadie de la familia, sin duda. Y él mismo no es natural que lo haya tomado.
Henet apoyó las manos en los amuletos que llevaba.
—¡Amón nos proteja contra los espíritus malignos de los muertos! El muchacho dijo lo que vio. Y «ella» ha venido y le ha dado jugo de adormideras a fin de cerrar sus ojos para siempre. ¡Muy poderosa es esa Nofret! Ha viajado mucho, ha estado fuera de Egipto y conoce probablemente toda clase de magias. Nadie está seguro ahora en esta casa. Tu padre debiera sacrificar algunos toros a Amón, y aun una manada entera, si necesario fuese, porque éste no es tiempo de economías. Necesitamos protegernos. Tenemos que apelar también a tu madre, cosa que ya ha resuelto hacer Imhotep. Se lo he oído decir al sacerdote Mersu. Van a escribir a los muertos una carta solemne, que ya está redactando Hori. Tu padre la dirige a Nofret. El escrito empieza así: «¡Oh, excelentísima Nofret! ¿Qué mal te he hecho yo?». Pero, como Mersu dice, se requieren otras medidas más enérgicas que ésa. Ashayet, tu madre, era una gran dama, Renisenb. Un tío suyo fue monarca, y su hermano sirvió como mayordomo al visir de Tebas. Cuando Ashayet sepa lo que ocurre, no permitirá que una vulgar concubina destruya a sus hijos. Obtendremos, pues, justicia. Como te digo, ya está Hori preparando la carta que va a mandar.
Renisenb había pensado participar a Hori el descubrimiento del collar de los leones de oro. Pero si Hori estaba ocupado con los sacerdotes del templo de Isis, era inútil pensar en hallarle solo.
Renisenb pensó: «Contaré a mi padre lo de mi hallazgo». En el acto movió la cabeza. Ya había perdido su creencia infantil en la omnipotencia de su padre. Veía claramente que en los momentos dramáticos la moral del viejo se derrumbaba y tenía que sustituir con una pomposidad absurda la fuerza que le faltaba en realidad. De no estar enfermo Yahmose, Renisenb le hubiese hablado. Aunque, por otra parte, difícil sería sacar de él consejo práctico alguno. Se limitaría a decir que convenía someter el asunto a Imhotep.
Lo cual, a juicio de Renisenb, era improcedente. Imhotep se apresuraría, sin duda, a manifestar a todos lo del descubrimiento. Y el instinto decía a la joven que más valía callarlo.
El consejo que necesitaría era el de Hori. Él tomaría el collar, él meditaría, él miraría la joya con sus ojos graves y él diría las palabras apropiadas y justas.
Por un instante tuvo Renisenb el impulso de hablar a Kait. Pero Kait no sabía escuchar como es debido. Quizás interpelándola en un momento en que no estuviese con los niños…
No, resolvió Renisenb. Kait, aunque buena, era estúpida.
De pronto Renisenb se acordó de otras dos personas a quienes en aquellas circunstancias le cabía confiarse: Kameni y su abuela.
La joven imaginó la reacción de Kameni. Los ojos risueños del escriba se tornarían atentos e interesados. Estudiaría el asunto con ahínco seguramente en bien de Renisenb.
Una vez más acudió al ánimo de la muchacha la idea de que Nofret y Kameni habían sido amigos más íntimos de lo que parecía. ¿Por qué había Kameni ayudado a Nofret en su propósito de indisponer a Imhotep con su familia? El escriba había dicho que era imposible evitar el escribir a su patrón, mas, ¿hasta qué punto era ello cierto? Desde luego, cuanto decía Kameni parecía siempre razonable y justo. Incluso reía de un modo tan alegre que contagiaba su hilaridad a los demás. Andaba con gracia, y su mirada…
Sin saber por qué, Renisenb comparó los ojos de Kameni con los de Hori. Los de Hori eran bondadosos, amables, mas los de Kameni retaban y exigían…
Renisenb se ruborizó al observar lo que estaba pensando. Y decidió no contar a Kameni el hallazgo del collar de Nofret. Iría a hablar con Esa. Esa tenía una comprensión y un sentido práctico de las cosas que no compartía nadie de la familia.
«Esa es vieja —se dijo Renisenb—, pero sabe entender la vida».
2
Cuando oyó mencionar lo del collar, Esa miró a su alrededor, se llevó un dedo a los labios y alargó la mano para recibir la sarta que le tendía Renisenb. Guardó la joya en los pliegues de su vestido y dijo con voz alta e imperiosa:
—No hablemos más de esto por ahora. Cada palabra que en esta casa se pronuncia la escuchan un centenar de oídos. Esta noche he estado reflexionando y creo que hay mucho que hacer.
Renisenb murmuró:
—Mi padre y Hori han ido al templo de Isis a fin de escribir a mi madre una carta pidiendo su intervención.
—Ya lo sé. Dejemos a tu padre discutir con los muertos. A mí sólo me interesan las cosas de este mundo. Cuando venga Hori, dile que quiero hablarle. Es un hombre de confianza.
—Sí —repuso Renisenb con animación—. Hori sabrá lo que conviene realizar.
Esa miró con curiosidad a su nieta.
—Tú vas mucho a la Tumba a ver a Hori. ¿De qué platicáis los dos?
Renisenb movió la cabeza.
—Del río, de Egipto, de los cambios de luz y de los colores de la arena de las rocas… A veces no hablamos de nada. Es muy grato estar allí en silencio, sin oír disputas ni gritos de niños. Yo me entrego a mis pensamientos y Hori no me interrumpe. En ocasiones alzo la vista y hallo que él me mira y los dos sonreímos. Y yo me siento muy contenta allí.
Esa dijo:
—Eres muy afortunada, Renisenb. Has hallado la dicha que se encierra dentro de nuestro propio corazón. La mayoría de las mujeres creen que la felicidad consiste en moverse mucho, en afanarse por menudencias, en atender a los niños, en reír y disfrutar con otras mujeres, en sentir alternativamente amor y odio por un solo hombre…
—¿Ha sido así tu vida, abuela?
—Generalmente, sí. Pero ahora que soy vieja, coja y medio ciega, comprendo que hay una vida interior, como para aprender el sentido de esa vida interna, prefiero atenerme a las cosas prácticas como comer buenos platos calientes, saborear las muchas clases de pan que comemos y tomar uvas maduras y jugo de granadas. Estas cosas siguen siendo positivas cuando las demás dejan de serlo. Los hijos a quienes más amé han muerto. Tu padre, a quien Ra ayude, ha sido un necio siempre. De niño yo le quería, pero ahora sus aires de importancia me incomodan. Entre mis nietos, a ti te quiero más que a nadie, Renisenb. Y a propósito de nietos, ¿dónde está Ipy? Ni ayer ni hoy le he visto.
—Anda muy preocupado en dirigir el almacenamiento del grano. Mi padre le encargó esa tarea.
—Mucho le agradará el encargo al mozo. Se sentirá muy importante. Cuando venga a comer dile que deseo hablarle.
—Sí.
—Y sobre lo demás no digas nada, Renisenb.
3
—¿Me llamabas, abuela?
Ipy estaba en pie, sonriendo y arrogante, y ladeaba un tanto la cabeza. Tenía entre los blancos dientes una flor. Parecía muy satisfecho de sí mismo y de la vida en general.
—¿Puedes dedicarme unos instantes de tu valioso tiempo? —preguntó Esa, guiñando los ojos para ver mejor.
El tono de la anciana no impresionó a Ipy.
—Es cierto que ando muy ocupado. Como mi padre ha ido al templo, yo tengo que dirigir todas las cosas.
—Siempre los perros pequeños ladran mucho —murmuró Esa.
Ipy no se alteró.
—Algo más que eso debes tener que decirme, abuela.
—Sí. Y por lo pronto, te diré que, mientras tu hermano Sobek está en manos de los embalsamadores, tú tienes la cara muy jovial y festiva.
Ipy sonrió.
—Tú no eres hipócrita, abuela. Bien sabes que yo no quería a Sobek. Él me humillaba, me trataba como a un niño y me mandaba hacer los trabajos peores. Se burlaba de mí continuamente. Cuando nuestro padre quiso asociarnos con él, Sobek le persuadió de que no me incluyese en la asociación a mí.
—¿Quién te ha dicho tal cosa? —exclamó Esa.
—Kameni.
La anciana enarcó las cejas, se puso la peluca de lado y se rascó la cabeza.
—¿Kameni? Eso es interesante.
—Kameni dijo que se lo había oído a Henet, y Henet está siempre enterada de todo.
—Pues esta vez —repuso Esa con sequedad— Henet se engaña. Desde luego, Sobek y Yahmose te juzgaban demasiado joven para asociarte a tu padre, pero quien disuadió a Imhotep de incluirte en el contrato de asociación fui solamente yo.
—¿Tú, abuela?
En el rostro del muchacho se leía una extraordinaria sorpresa. La flor que llevaba entre los dientes cayó al suelo.
—¿Tú? —repitió—. ¿Y a ti qué te importaba eso?
—Cuanto incumbe a cualquier miembro de mi familia me importa.
—¿Y te hizo caso mi padre?
—De momento, no, nieto. Y quiero darte una lección. La cual es que las mujeres aprovechamos las debilidades de los hombres. Unas nacen sabiendo hacerlo, y otras lo aprenden de la vida. ¿Recuerdas el día que mandé a Henet que os llevara el tablero de juego a tu padre y a ti?
—Sí.
—Pues como tú juegas mucho mejor, ganaste a tu padre tres partidas. Como todos los malos jugadores, a él no le gusta ser derrotado. De manera que entonces le vino mi consejo a la memoria y llegó a la conclusión de que eras demasiado joven para que él te asociase a sus negocios.
Ipy, asombrado, miró a su abuela. Luego emitió una risa desagradable.
—Eres vieja —dijo—, pero eres lista. Tú y yo somos los dos únicos inteligentes de la familia. Con esa ocurrencia del tablero, me ganaste la primera partida. Pero ten cuidado, que yo ganaré la segunda.
—Ya tendré el cuidado que me dices —respondió la anciana—, y te voy a pagar el consejo con otro. Y es que tengas cuidado tú mismo. Uno de tus hermanos ha muerto y al otro le ha faltado poco. Hijo eres de tu padre también ¡y pudiera ocurrirte algo igual!
Ipy rió, despectivo.
—Poco me preocupa eso.
—Pues tú amenazaste e insultaste a Nofret.
—¡Nofret! —exclamó el muchacho con desdén.
—¿Qué quieres decir?
—Yo tengo mis ideas propias, abuela. Y te aseguro que el espíritu de Nofret no me asusta. Que haga lo más trágico que quiera.
Sonó un chillido y apareció Henet.
—¡Chiquillo desvergonzado! ¡Muchacho imprudente! ¡Desafiar a los muertos! ¡Después de lo que aquí se ha visto! ¡Y eso lo habla un insensato que no lleva encima ni un mal amuleto!
—No los necesito, Henet. Y quítate de en medio, que voy a hacer ver a esos labriegos perezosos lo que es estar vigilados por un dueño que sabe lo que tiene entre manos.
Y, dando un empujón a la sirvienta, Ipy salió.
Henet estalló en quejas y lamentaciones. Esa le interrumpió.
—Déjate de boberías, Henet, y responde a lo que te pregunto. Ya veo que Ipy hace cosas muy raras, cuyo motivo puedes saber o no. Pero lo que yo te interrogo es esto: ¿dijiste tú a Kameni que Sobek había convencido a su padre de que no incluyera a Ipy en el contrato de asociación?
Henet repuso, con su quejumbrosa voz habitual y no siempre comprensible:
—Ando siempre demasiado ocupada para irle a la gente con chismorrerías. Y a Kameni menos aún. Jamás le hablo si él no me habla antes. Desde luego, es un mozo muy atrayente, como tú misma sabes. Y tú y yo no somos las únicas que lo pensamos. Claro que si una viuda joven desea volver a casarse es natural que busque un hombre guapo. Verdad es que ignoro lo que Imhotep diría, porque, a fin de cuentas, Kameni no es más que un escriba modesto.
—No hace el caso lo que Kameni sea o no sea. ¿Le dijiste tú que Sobek se oponía a que Ipy entrara en sociedad con su padre?
—No recuerdo lo que dije, Esa. Sólo que no anduve llevando cuentos. Pero una palabra, cualquiera la dice, y tú sabes que Sobek (y Yahmose también, aunque con menos veces) asegura que Ipy era demasiado joven para asociarse a ellos. Kameni puede haber oído al propio Sobek aparte de que para algo tiene uno lengua. Yo no soy sordomuda.
—Eso no —convino Esa—; pero has de saber, Henet, que una lengua puede ser un arma, y puede causar una muerte. Por tu bien deseo que no haya la tuya causado ninguna.
—¡Qué cosas dices, Esa! Lo que yo diga, todo el mundo puede oírlo. Bien sabes lo adicta que soy a la familia, aunque nadie me lo aprecie. Moriría por cualquiera de vosotros. Yo prometí a la esposa de Imhotep…
—Ahí me traen —interrumpió Esa— un pato asado con apio y puerro. Huele deliciosamente. Ya que eres tan adicta, Henet, bien puedes probar un bocado de ave, por si estuviera envenenada. ¡Anda, hazlo, mujer!
—¡Esa! —exclamó Henet—. ¡Envenenada! ¡Habiéndose preparado por nuestra propia cocina!
—Por sí o por no —repuso Esa—, alguien lo ha de probar. Y nadie mejor que tú, que estás dispuesta a morir, según dices, por cualquiera de nosotros. No debe ser muerte muy dolorosa ésta. Anímate, Henet. ¡Mira qué jugoso y gordo está el pato!
—Puede probarlo tu esclava. Ordénaselo a ella.
—No, gracias. Es muy joven y muy agradable. Tú, en cambio, ya has dejado atrás tus buenos tiempos y no debe importarte perder la vida. Ea, abre la boca. ¡Toma! ¡Hola! ¡Te has puesto lívida! No te gusta mi broma, ¿eh? ¡Ja, ja!
Y Esa, rompiendo en carcajadas, se aplicó a despachar su plato favorito.