CAPÍTULO DIECISIETE
Segundo mes de Verano - Día 1
1
Cuando Esa, renqueando, entraba en su aposento, Henet le preguntó:
—¿Habías salido? Mas de un año hace que no abandonabas la casa.
—Los viejos —dijo la interpelada— tenemos a veces caprichos raros.
Henet miró a Esa inquisitivamente.
—Te vi junto al estanque con Hori y con Renisenb.
—Pocas cosas hay que tú no veas, Henet.
—No te entiendo, Esa. Todo el mundo pudo verte sentada allí.
—Por fortuna no todo el mundo pudo oírme.
Y Esa sonrió. Henet sonrojóse.
—No sé por qué eres tan poco amable conmigo —protestó—. Ando siempre harto atareada para dedicarme a escuchar las conversaciones ajenas. Además a todos les tiene sin cuidado lo que yo pueda decir. No siendo Imhotep…
—Sí —repuso la vieja—. Es en él en quien confías y de quien dependes. ¿Qué sería de ti si faltase Imhotep?
—No faltará —contestó Henet.
—¿Tú que sabes? Esta casa parece muy peligrosa. Ya ves lo que les ha sucedido a Yahmose y a Sobek.
—Es verdad. Uno ha muerto y el otro está moribundo en la actualidad.
Esa se inclinó hacia la mujer.
—¿Por qué has sonreído al decir eso?
—¿Sonreír yo al hablar de una cosa tan horrible? —exclamó Henet desconcertada.
—Aunque estoy medio ciega —repuso Esa— no he perdido la vista del todo. En ocasiones veo las cosas con toda claridad. Por regla general los que hablan con personas conocidas no suelen preocuparse mucho de vigilar su propia expresión. Vuelvo, pues, a preguntarte: ¿por qué has sonreído con tanto contento al hablar de lo sucedido a mis nietos?
—Es indignante lo que dices.
—Ya veo que tienes temor.
—¿Quién no lo tiene con las cosas que acontecen en esta casa, donde han venido espíritus malignos de ultratumba para acosarnos? Y Dime: ¿qué te contaba Hori respecto de mí?
—¿Qué sabe Hori acerca de ti?
—Nada. Mejor harías en preguntarme qué es lo que yo sé de él.
Henet meneó la cabeza.
—¡Todos me despreciáis! Me tenéis por odiosa y estúpida. Pero yo sé todo lo que ocurre en esta casa. Podré ser una necia, mas no se me escapa nada. Hori, cuando me encuentra, finge no reparar en mí y mira a mis espaldas como buscando algo inexistente. Más le valiera lo contrario: mirarme a mí. A veces los más inteligentes son los que salen peor librados de las cosas. Satipy se creía muy lista y ¿qué ha sido de ella?
Y Henet suspendió sus palabras, pronunciadas con una expresión de triunfo. Luego se estremeció y miró a hurtadillas a Esa.
Pero Esa se hallaba entregada a sus propios pensamientos. Y ahora se leía en su rostro una expresión de pasmo y casi de miedo.
—Satipy… —empezó la anciana.
Henet recobró su usual tono quejumbroso.
—Siento haberme dejado llevar de mi ira, Esa. No sé qué locuras he estado diciendo.
Esa respondió:
—Vete, Henet. Sólo una cosa quiero advertirte: que no deseamos más muertes en esta casa. Has pronunciado unas palabras que me han abierto nuevos horizontes.
2
«Todo es temor en torno nuestro».
Recordando lo que hablaran los tres juntos en el estanque, aquellas palabras acudían maquinalmente, una vez y otra, a los labios de Renisenb. Pero sólo después reparó en la verdad que contenían.
Dirigióse en busca de Kait y de los niños, que se hallaban junto al pabellón. De pronto se detuvo. Temía mirar el rostro vulgar y plácido de Kait y leer en él la verdad de que aquella mujer era una envenenadora.
Vio salir a Henet de la casa y la repulsión que la mujer le inspiraba se acrecentó. Volvióse hacia la salida del jardín. Ipy llegaba. Traía erguida la cabeza y sonreía con descaro.
Renisenb le miró. Éste era el mimado de la familia, el niño caprichoso y guapo que sólo tenía ocho años cuando ella se casó con Khay…
—¿Por qué me miras de ese modo, Renisenb? —preguntó el joven.
—¿De qué modo?
—Con una cara tal como si estuvieses tan loca como Henet.
E Ipy rió.
—Henet no es una loca, sino una mujer muy astuta —dijo la joven moviendo la cabeza.
—Sí, y además es un estorbo. Pienso desembarazarme de ella.
Renisenb, atónita, abrió la boca.
—¿Desembarazarte de…?
—¿Qué te pasa, hermana? ¿Acaso has estado viendo visiones como ese pobre loco del boyero?
—Para ti todos son locos.
—El mozo lo era. Yo no puedo con la gente estúpida. Te aseguro que no es nada divertido tener que tratar con dos hermanos que tienen la mente dura como una piedra. Sin embargo, ahora que ya no se interponen en mi camino mi padre hará lo que yo le diga.
Renisenb escudriñó la faz de su hermano. Ipy estaba más gallardo y arrogante que nunca. Parecía emanar de él una vitalidad anómala, una euforia inusitada.
Renisenb dijo con acritud:
—Yahmose no ha muerto.
—Pero ¿crees que se repondrá del todo? —dijo Ipy con despectiva mofa.
—¿Por qué no?
Ipy rió.
—No te diré sino que estoy en desacuerdo contigo. Yahmose es hombre acabado. Ha vencido los primeros efectos del veneno, mas no volverá a ser lo que era en lo que le quede de vida.
Renisenb contestó:
—Pues el médico dice que dentro de poco nuestro hermano estará completamente restablecido.
Ipy se encogió de hombros.
—Los médicos no son infalibles. Hablan con solemnidad y usan palabras muy prolijas, y nada más. Maldice, si quieres, a la perversa Nofret, mas yo te aseguro que Yahmose no sanará.
—¿Y tú no temes seguir su camino?
Ipy, echando la cabeza hacia atrás, volvió a reír.
—¿Temer yo?
—Nofret no te quería con locura.
—A mí nada puede dañarme. Soy de los que han nacido para vencer. Y tú, Renisenb, harías bien en ponerte de mi parte. Me sueles tratar como a un chiquillo sin juicio, pero soy algo muy diferente. De mes en mes irás notándolo más. Pronto no habrá en la casa más voluntad que la mía.
Dio un par de pasos, volvióse y dijo bajando la voz:
—¡Ten mucho cuidado, Renisenb, y procura no contrariarme!
Renisenb quedó inmóvil en el jardín. Kait se aproximó.
—¿Qué te decía tu hermano, Renisenb?
—Que pronto será el dueño de la casa.
—Yo opino de otro modo.
3
Ipy entró en la casa a la carrera. El ver a Yahmose tendido en su lecho pareció complacerle. Díjole, en tono bonachón:
—¿Cómo va eso, hermano? ¿No vuelves a trabajar a los campos? ¡No sé cómo no se arruina todo ahora que nos faltas tú!
Yahmose respondió con voz débil:
—No comprendo esto. Si ya he expulsado el veneno, ¿por qué no recobro mis fuerzas? Esta mañana intenté andar, y las piernas no me sostienen. Estoy debilísimo y cada día me debilito más.
Ipy movió la cabeza.
—¡Mala cosa! ¿No hacen, pues, nada los médicos?
—El ayudante de Mersu viene a diario y se siente desconcertado. Me ha hecho beber infusiones de hierbas muy enérgicas. A diario se pronuncian aquí conjuros. Se me sirven comidas especialmente tonificadas. No hay razón, según el médico, para que yo no me reponga y, sin embargo, voy de mal en peor.
—Es una lástima —murmuró Ipy.
Y se alejó, tarareando una tonada. Imhotep y Hori se ocupaban de comprobar unas cuentas. La preocupada faz de Imhotep iluminóse al ver a su amado hijo menor.
—Hola, Ipy. ¿Has inspeccionado las tierras?
—Sí, padre. Hemos segado la cebada ya. Hay una buena cosecha.
—Sí. Gracias a Ra, todo exteriormente marcha bien. ¡Así marchase lo mismo por dentro! Tengo mucha confianza en Ashayet, pero esa incomprensible debilidad de Yahmose me conturba.
Ipy sonrió despectivo.
—Yahmose no fue nunca muy fuerte.
Hori dijo con voz suave:
—Te engañas. Ha gozado siempre de excelente salud.
Ipy contestó tajante:
—La salud de un hombre depende de sus ánimos y Yahmose no los ha tenido nunca. Incluso vacilaba antes de dar una orden a cualquier esclavo.
—Últimamente no era tal el caso —replicó Imhotep—. Yahmose mostraba unas energías que me sorprendían y agradaban mucho. Lo que me preocupa es esa debilidad que siente en las piernas. Según Mersu, una vez eliminado el veneno, Yahmose debiera haber recobrado el vigor.
Hori, jugueteando con las hojas de papiro, murmuró:
—Hay otros venenos…
—¿Qué quieres decir?
—Que existen venenos que obran sin violencia. Una dosis pequeña, aplicada a diario, va acumulándose en el organismo hasta que viene la muerte por consunción. En esto son expertas las mujeres, que aplican ese veneno cuando quieren quitar de en medio a un marido, haciendo creer que fallece de muerte natural.
Imhotep palideció.
—¿Sugieres que ése es el caso de Yahmose?
—No hago más que indicar una posibilidad. Aunque la comida de tu hijo es probada previamente por un esclavo, ya te digo que una porción diaria de tóxico no causa efecto inmediato.
—En mi vida he oído hablar nunca de semejantes venenos —protestó Ipy.
Hori alzó la vista.
—Eres muy joven y aún ignoras muchas cosas.
—No sé qué podemos hacer —exclamó Imhotep—. Ya hemos apelado a Ashayet. Hemos enviado ofrendas a los templos. No es que yo confíe mucho en los templos, puesto que sólo las mujeres tienen fe en esas cosas. ¿Qué más nos cabe probar?
Hori repuso:
—Hagamos que pruebe los alimentos de Yahmose un esclavo de confianza y observemos lo que al esclavo le sucede en un término dado de tiempo…
—Pero eso significaría que existe en esta casa…
—Todo eso son necedades —dijo Ipy.
Hori enarcó las cejas.
—Hagamos el ensayo y luego hablaremos —repuso.
Ipy, enojado, se alejó. Hori, con el ceño fruncido, le miró marchar.
4
Tan furioso iba Ipy, que tropezó con Henet y le faltó poco para derribarla.
—¡Quítate de en medio, Henet! —increpó—. Siempre andas atravesada estorbando en todas partes.
—Eres muy torpe, Ipy; me has hecho daño en el brazo.
—Me alegro. Estoy harto de ti y deseo verte fuera de esta casa cuanto antes.
Los ojos de la vieja Henet relampaguearon malignos.
—De manera que cuentas con echarme, ¿eh? ¡Después de la adhesión que os he demostrado a todos! Bien lo sabe tu padre.
—Estoy cansado de oírte siempre lo mismo. Y entérate de que, a mi juicio, eres una intrigante perniciosa. Tú ayudaste a Nofret en sus maquinaciones. Luego, cuando murió, empezaste a contar fantasías sobre su espíritu. Pero no tardaré en convencer a mi padre de que no preste oídos a tus asquerosas mentiras.
—Muy rabioso estás, Ipy. ¿Por qué?
—No te importa saberlo.
—¿Es que no temes a nada? Ya sabes que aquí pasan cosas muy curiosas.
—No pretendas asustarme, vejancona.
Y se apartó presuroso.
Henet volvió al interior del edificio. Un gemido atrajo su atención. Yahmose se había levantado y trataba de andar. Pero le fallaron las piernas y de no haberle sostenido Henet, hubiese dado en el suelo.
—Vamos, Yahmose, acuéstate —exhortóle la mujer.
—Eres muy fuerte, Henet, aunque no lo pareces —murmuró Yahmose, tendiéndose en el lecho—. Gracias por tu ayuda. ¿Qué será lo que pasa? ¿Por qué sufriré esta impresión de que mis piernas se han vuelto como agua, y no son de carne y hueso? No lo comprendo.
—La casa —murmuró Henet— está hechizada. Un demonio en forma de mujer tuvo la culpa. Vino del norte y del norte nunca viene nada bueno.
Yahmose murmuró, abatido:
—Estoy muriéndome.
—Otros morirán antes que tú.
Yahmose, apoyándose en un codo, miró a la mujer.
—¿Qué quieres decir?
—Que no serás el primero en morir. Ya lo verás.
5
—¿Por qué me rehuyes, Renisenb?
Y Kameni se plantó ante la joven. Ésta se sonrojó, sin saber qué contestar. Había, en efecto, tratado de apartarse cuando vio al escriba.
—Explícame eso, Renisenb.
Ella se limitó a mover la cabeza. Luego alzó la vista y miró a su interlocutor. Por un momento tuvo la impresión de que iba a hallar cambiado el rostro de aquel hombre. Mas no era así. Los ojos del joven la contemplaban y por una vez sus labios no sonreían.
El corazón de Renisenb latió con redoblada fuerza. La proximidad de Kameni le causaba siempre dicho efecto.
—Sé por qué me huyes, Renisenb.
—No te huía. Es que no te vi venir.
—Mientes, hermosa Renisenb.
Y ahora Kameni sonrió y oprimió con su mano cálida el brazo de la muchacha.
Ella se soltó en el acto.
—Déjame. No me agrada que me toquen.
—No me resistas, Renisenb. Eres joven y bella y no vas a pasarte la vida llorando a un marido que no existe ya. Ya sabes lo que siento por ti. Yo te sacaré de esta casa llena de malos espíritus y de hechizos.
—Eso sería si yo quisiese ir contigo —repuso Renisenb con ímpetu.
Kameni sonrió y sus blancos dientes relampaguearon.
—Tú deseas venir, aunque lo niegues. La vida, Renisenb, es grata cuando el hombre y la mujer viven juntos. Yo te amaré y te haré feliz y tú serás la deleitosa heredad que yo labraré. Yo no diré a Ptah: «Dame a mi hermana esta noche». No, diré a Imhotep: «Dame a mi hermana Renisenb». Y como creo que aquí no estarás segura, te llevaré a otro lugar. Soy un buen escriba y puedo emplearme en la mansión de algún magnate de Tebas. Verdad es que me gusta la vida del campo y ver arar, y segar, y oír cantar a los labriegos y contemplar los botecillos de placer que surcan el río. Me placería bogar contigo por el río, Renisenb. Nos llevaremos con nosotros a Teti, que es una niña hermosa y sana, y yo seré para ella un padre. ¿Qué me respondes, Renisenb?
Renisenb callaba. Seguía el corazón latiéndole con fuerza y una singular languidez señoreaba sus sentidos. Pero a la par que aquello, experimentaba respecto a Kameni cierta rara sensación de claro antagonismo.
«El contacto de su mano en mi brazo disuelve mi vigor —pensaba—. No puedo resistir sin emocionarme el ver su reciedumbre, sus hombros cuadrados, su boca risueña… Pero nada sé de su alma, de sus pensamientos, ni de su corazón. No hay entre nosotros placidez ni dulzura. Deseo algo, no sé qué… Pero esto no…».
Murmuró con voz apagada:
—No quiero otro marido. Deseo vivir sola.
—Te engañas, Renisenb. El temblor de tus manos entre las mías me lo dice.
Con un esfuerzo, Renisenb libró su mano de las del joven, que la oprimían.
—No te amo, Kameni. Hasta creo que te odio.
Él sonrió.
—No me importa. Tu odio es muy parecido al amor. No lo dudes.
—Bien; ya volveremos a hablar de esto.
Y se alejó con el paso ligero de una gacela joven.
Renisenb, lentamente, se acercó a Kait y los niños, que estaban junto al estanque. Kait la interpeló y Renisenb respondió sin saber lo que decía.
Kait no pareció notarlo. Acaso, como de costumbre, estuviese absorta en pensar en los niños y no acertara a ocuparse de otras cosas.
De repente, Renisenb preguntó:
—¿Crees, Kait, que me convendría volver a casarme?
Kait replicó con plácida indiferencia:
—Quizá sí. Eres joven y puedes tener muchos hijos.
—¿Y a eso se reduce la vida de una mujer? ¿A tener hijos y a jugar con ellos en el jardín de la casa?
—Para una mujer no hay otra cosa. No hables como una esclava. En Egipto, las mujeres tienen autoridad. Las herencias, a través de ellas, pasan a sus hijos. Las mujeres son la vida de Egipto.
Renisenb, pensativa, miró a Teti, que se ocupaba en hacer una guirnalda de flores para su muñeca. En la concentración de su tarea, Teti fruncía el entrecejo.
Tiempo atrás la niña se parecía muchísimo a su padre. Como él, solía adelantar a menudo el labio inferior y ladear mucho la cabeza. Ello hacía que Renisenb recordara con dolor al difunto. Mas ahora la memoria de Khay iba disipándose en la mente de Renisenb y hasta la niña había perdido aquellos gestos que tanto la asemejaban a su progenitor.
Teti, viendo a su madre, sonrió de una manera grave, cordial, confiada y placentera.
Renisenb volvióse a Kait y dijo:
—No se ve bien el río desde aquí.
—¿Y para qué es menester ver el río? —repuso Kait.
—No sé —contestó Renisenb con voz lenta—. Soy una tonta.
Ante sus ojos se extendía un panorama de campos verdes y ricos, y mucho más allá, una encantadora lejanía de pálidos tonos rosados y de amatistas que se desvanecían en el horizonte.
—Si vuelvo la cabeza —murmuró entre dientes— seguramente veré a Hori. Él alzará los ojos que fija en sus papiros y me sonreirá. Y luego se pondrá el sol y me dormiré. Y eso será la muerte… tan dulce… tan callada…
—¿Qué dices, Renisenb?
La joven se sobresaltó. Había hablado en voz alta sin darse cuenta. Kait la contemplaba con curiosidad.
—¿En qué pensabas? —preguntó—. Has hablado de muerte.
Renisenb movió la cabeza.
—No sé lo que he dicho.
Miró a su alrededor. Era grato hallarse en un lugar tan familiar, ver jugar a los niños, oírles chapotear en el agua.
—¡Qué paz tan grande reina aquí! —comentó—. Es horrible pensar que en un sitio como éste ocurran cosas tan espantosas.
A la mañana siguiente, Ipy fue hallado de bruces dentro del estanque. Alguien le había sostenido la cabeza hundida en el agua hasta que pereció ahogado.