CAPÍTULO DIEZ
Cuarto mes de Invierno - Día 6
1
Imhotep miró a Esa.
—Todos cuentan la misma historia —afirmó hosco.
—La cual, cuando menos, es conveniente —replicó la anciana, con tono seguro.
—¿Conveniente? No entiendo.
Esa soltó una risa cascada.
—Sé lo que me digo, hijo.
Imhotep respondió, solemne:
—Lo que he de averiguar es si dicen la verdad.
—Tú no eres la diosa Maat, ni puedes, como Anubis, pesar los corazones.
Imhotep movió la cabeza con gravedad.
—¿Se habrá tratado de un accidente? Debo tener en cuenta que el anuncio de mis intenciones respecto a mi desgraciada familia pudo producir ciertos sentimientos malévolos.
—En efecto —repuso Esa—. Todos gritaban de tal modo que yo les oía desde mi cuarto. ¿Te proponías, en efecto, desheredar a tus hijos?
Imhotep se agitó, desazonado.
—Cuando hice escribir estaba furioso. Quería dar una lección a mis hijos.
—O sea que querías asustarlos, ¿verdad?
—¿Hace eso al caso ahora, madre?
—Ya veo que ni siquiera sabías lo que pensabas hacer. Estabas en una confusión tan grande como siempre. Siempre serás igual.
Imhotep, con un esfuerzo, dominó su irritación.
—He querido, y nada más, significarte que ese aspecto particular de la situación ya no tiene interés. Lo que ahora importa es esclarecer lo concerniente a la muerte de Nofret. Si me convenciese de que hay en mi familia alguien tan desequilibrado en su enojo, tan cruel como para haber matado a la muchacha… ¡No sé lo que haría!
—Pues en ese caso es una suerte —declaró Esa— que todos coincidan en lo que dicen. Creo que nadie ha apuntado otra posibilidad.
—No.
—Pues entonces, da el incidente por concluido. Yo ya te aconsejé que te llevases a la muchacha.
—¿Acaso crees…?
—Creo siempre lo que me dicen, salvo que esté en contradicción con lo que veo (y veo muy poco ahora) o lo que oigo —dijo la anciana con énfasis—. Presumo que habrás interrogado a Henet. ¿Qué cuenta?
—Está muy disgustada. Me quiere tanto que…
Esa enarcó las cejas.
—¡Ah! ¿Sí?
—Es una mujer de mucho corazón.
—Sí. Y de más lengua de la que convendría. Si es como dices, lo mejor será olvidar lo sucedido. Tú tienes otras cosas en qué pensar.
—En efecto —respondió Imhotep, recobrando sus aires pomposos de costumbre—. Yahmose me espera en la sala y hay muchos asuntos urgentes. Como dices, los disgustos privados no deben paralizar los asuntos más importantes.
Y salió a toda prisa.
Esa sonrió sarcásticamente. Luego su rostro recobró la gravedad habitual. Movió la cabeza y exhaló un suspiro.
2
Yahmose y Kameni esperaban a Imhotep. Hori se ocupaba, según dijo Yahmose, en vigilar a los embalsamadores y otras gentes que atendían a los detalles del sepelio.
Habían transcurrido varias semanas antes de que Imhotep conociera la muerte de su concubina y regresara. En el intermedio se habían consumado todos los preparativos fúnebres. El cadáver había recibido el largo baño en salmuera, había sido devuelto, en lo posible, a su aspecto normal, había sido ungido y frotado con sales y ya estaba envuelto en sus vendajes y depositado en el ataúd.
Yahmose explicó que había designado para contener el cuerpo de Nofret una cámara funeraria contigua a la que con el tiempo debía acoger los restos del propio Imhotep. Éste aprobó todos los pormenores que le daba su hijo.
—Has hecho bien, Yahmose —dijo con amabilidad—. Veo que has atendido a todo y no has perdido la cabeza.
Yahmose se sonrojó ante tan inesperada alabanza. Imhotep prosiguió:
—Claro que Ipy y Montu son embalsamadores muy caros. Esos jarrones que han usado me parecen costosísimos. Por ciertas cosas han puesto precios desaforados. Siempre pasa lo mismo con los embalsamadores que trabajan para la familia del gobernador. Se imaginan que pueden cobrar lo que quieran. Más barato es usar otros operarios menos conocidos.
Yahmose respondió:
—No estando tú aquí, me incumbía a mí resolver esas cuestiones, y todos los honores me parecieron pocos para una concubina a quien tanto apreciabas.
Imhotep dio una palmada en el hombro de Yahmose.
—Si has pecado ha sido en tu afán de complacerme, hijo. Sabes que suelo ser prudente en cuestión de gastos y por eso te agradezco que para complacerme, hayas incurrido en innecesarias prodigalidades. Claro que no nado en oro y que una concubina, al fin, sólo es una concubina. Creo que podremos anular el encargo de ciertos amuletos muy costosos, y acaso haya medios de disminuir otros capítulos de las facturas. ¿Quieres leerme las cuentas, Kameni?
El escriba echó mano a un rollo de papiro. Yahmose suspiró contento.
3
Kait, a pasos lentos, salió de la casa y se detuvo junto al estanque, donde estaban las otras dos mujeres, con sus hijos.
—Razón tenías, Satipy —declaró Kait—. Una concubina muerta no es igual que una concubina viva.
Satipy le dirigió una mirada vaga. Renisenb preguntó:
—¿A que te refieres?
—A que para Nofret, mientras vivió, nada era excesivo; ni joyas, ni ropas, ni la misma herencia de los hijos de Imhotep. En cambio Imhotep, ahora, procura disminuir todo lo posible los gastos del sepelio. Realmente, ¿a qué gastar dinero en una muerta? Acertabas, Satipy.
—No me acuerdo de lo que dije —murmuró Satipy.
—Más vale así —respondió Kait—. Yo también lo he olvidado todo, a Renisenb le sucede lo mismo.
Renisenb, en silencio, miró a Kait. En las últimas palabras de la mujer vibraba un acento levemente amenazador. Renisenb estaba habituada a considerar a Kait como una mujer suave y sumisa, pero casi necia. Ahora, en cambio, Satipy y Kait parecían haber cambiado. La dominante y agresiva Satipy se mostraba casi tímida, y la tranquila Kait parecía sobreponerse a su cuñada.
Renisenb se sintió confusa. ¿Cambiarían, en efecto, de carácter las gentes? ¿Habíanse transformado sus cuñadas en las postreras semanas, o bien la transformación de una producía la de la otra? ¿Había Kait adquirido agresividad, o sólo lo parecía a causa de la aminoración de los arranques de Satipy?
Ésta, desde luego, sí había cambiado. Su voz no se elevaba como solía. Andaba por la casa y el jardín con pasos nerviosos totalmente distintos a su actitud acostumbrada, arrogante y segura. Al principio Renisenb había atribuido aquello a la impresión causada por la muerte de Nofret, pero, transcurrido tanto tiempo, no era verosímil que la impresión persistiera. Hubiera sido más propio de Satipy acoger con entusiasmo la muerte de la concubina.
Pero bastaba mencionar a ésta para que Satipy se estremeciera. Y Yahmose, al ver menguar los arrestos de su mujer, asumía un talante más recio. En general, el cambio surgido en Satipy había sido conveniente para todos. Sin embargo, Renisenb sentía cierta vaga inquietud.
De repente, Renisenb advirtió que Kait la miraba, frunciendo el ceño. Sin duda Kait esperaba el asenso de su cuñada a algo que había dicho.
—Renisenb —advirtió Kait— olvidará lo ocurrido también.
La joven sintió un impulso de rebeldía. Sus cuñadas no tenían autoridad para dictar su conducta. Se volvió a Kait con expresión retadora.
—En una casa —dijo Kait— las mujeres deben marchar unidas.
Renisenb repuso con voz clara y desafiadora:
—¿Por qué?
—Porque tienen intereses comunes.
Renisenb movió la cabeza. Pensaba: «Antes que mujer, soy una persona».
En voz alta declaró:
—No todo es tan sencillo de hacer como de decir.
—¿Quieres buscar perturbaciones?
—¿A qué te refieres?
—A que lo que acerca de Nofret se dijo aquel día en la sala ha de ser olvidado.
Renisenb rió.
—Eres una estúpida, Kait. Todos os oyeron: mi abuela, los criados, los esclavos… Es absurdo pretender que las cosas que se sabe que acontecieron no han acontecido.
—Estábamos irritadas —dijo Satipy— y hablábamos lo que no sentíamos.
Y añadió con febril enojo:
—No insistas, Kait. Si Renisenb quiere enredos, que los busque.
—Yo no deseo enredo alguno —protestó Renisenb, incomodada—. Digo que es absurdo fingir ciertas cosas no sucedidas.
—No es absurdo, sino prudente —rebatió Kait—. Tú tienes que pensar en tu hija.
—A ninguno nos pasa nada ahora que Nofret ha muerto —contestó Kait.
Y sonrió con una placidez que indignó a Renisenb.
No obstante, Kait estaba en lo cierto. La muerte de Nofret lo había resuelto todo. Las mujeres, sus maridos y los hijos vivían en paz, sin inquietudes para el porvenir. La intrusa había desaparecido para siempre.
Sin embargo, Renisenb sentía ciertos extraños impulsos de salir en defensa de aquella mujer con la que en vida no había simpatizado. Ya que Nofret había perecido mejor era dejarla en paz. Empero, una cierta piedad, rayana en comprensión, agitaba a Renisenb.
Las otras dos mujeres se fueron. Renisenb, perpleja, miraba el estanque, sin poder desenmarañar las ideas que se agolpaban a su mente.
Poníase el sol; Hori, que atravesaba el patio, vio a la joven y se acercó a su lado.
—¿No entras, Renisenb? Es tarde ya.
Como siempre, la voz dulce y grave del hombre la serenó.
—¿Crees tú que las mujeres de una casa deben mantenerse unidas? —preguntó la muchacha.
—¿Quién te ha hablado de eso?
—Mis cuñadas.
—¿Y tú prefieres mantenerte independiente, Renisenb?
—No sé qué pensar, Hori. Tengo una gran confusión en la cabeza. Todos los de la casa se muestran distintos a como yo los creía. Satipy, antes tan resuelta y dominante, ahora parece acobardada y tímida. No sé cómo puede cambiar la gente así… y en un día.
—En un día, no.
—Kait, antes tan sumisa, ahora nos tiraniza a todos. Hasta Sobek parece temerla. El mismo Yahmose ha variado. Da órdenes y lo hace con toda confianza, totalmente otro.
—¿Y esas cosas te asombran, Renisenb?
—Sí, porque no las comprendo. A veces pienso que la misma Henet puede ser distinta a lo que parece.
Y la joven rió, como si hubiese proferido una extravagancia. Hori se mostraba pensativo.
—¿Verdad, Renisenb —dijo—, que no has solido pensar mucho en lo que es la gente? Pero óyeme: ¿sabes que en todas las tumbas hay una puerta falsa?
—Sí, claro.
—Pues a las gentes les sucede lo mismo. Todos nos creamos una puerta falsa para engañar a los demás. Si nos sentimos débiles e inútiles, fingimos autoridad, jactancia, poder. Y, al cabo de algún tiempo de fingir, creemos en ello. Imaginamos que somos lo que parecemos. Y los demás lo imaginan también. Pero tras esa puerta inexistente sólo se encuentra la roca desnuda. Y en cuanto llega la hora de la verdad, el ser auténtico de cada uno sale a la superficie. A Kait su suavidad y su sumisión le dieron cuanto deseaba: esposo e hijos. Fingir estupidez le facilitaba la vida. Mas al surgir la realidad, en forma de un peligro, su verdadero carácter apareció. Kait no ha cambiado, porque su energía y su inexorabilidad existieron siempre latentes en ella.
Renisenb murmuró:
—Eso me asusta, Hori. ¿Es posible que nadie sea lo que parece? Yo, en cambio, soy la misma.
—¿Lo crees así? Pues entonces, ¿por qué pasas horas enteras meditando? Antes de casarte no te pasaba eso.
—No era necesario… —empezó la joven.
—Tú lo has dicho. Las cosas reales son las cosas necesarias. Ya no eres la niña atolondrada que juzgaba la vida por lo que parecía. Ni eres una mujer más en la casa, sino que tienes una personalidad independiente y ansiosa de pensar y de comprender al prójimo.
Renisenb dijo con voz lenta:
—He estado reflexionando en Nofret. No consigo olvidarla. Ya sé que era mala y cruel y quiso dañarnos; no sé por qué me ocupo de ella todavía.
—Inténtalo.
—No lo consigo. A veces me parece conocer lo que Nofret sentía.
Y se pasó las manos por los ojos, visiblemente desconcertada.
—No me puedo explicar mejor. Pero a veces me parece tenerla a mi lado, y hasta casi identificarme con ella. Nofret fue muy desgraciada, aunque no lo he reconocido hasta ahora, y por eso intentó perjudicarnos.
—Eso no se sabe, Renisenb.
—Por lo menos así lo creo, Hori. Antes no comprendí su odio, su dolor y su amargura, a pesar de que una vez se los vi pintados en la cara. Bien puede ser que ella hubiese amado a otra persona y sufrido un desengaño, que puso en su alma un gran rencor y un gran deseo de vengarse en los demás, digas lo que quieras, me consta que acierto. Nofret se hizo concubina de un viejo como mi padre, vino, vio el desagrado con que la acogimos y decidió causarnos el mal que pudiera. Eso fue.
Hori miró a la joven con curiosidad.
—¡Hablas con mucha certeza, Renisenb! Y, sin embargo, no conocías bien a Nofret.
Sobrevino un silencio. Había oscurecido casi del todo.
Hori, al fin, preguntó con voz queda:
—¿Crees que Nofret murió víctima de un accidente casual? ¿U opinas que la despeñaron de la roca abajo?
Renisenb, al oír expresar lo que en el fondo pensaba, sintió verdaderas náuseas.
—¡No digas eso!
—Si lo crees, debes confesarlo. ¿Lo crees?
—Sí.
Hori inclinó ligeramente la cabeza, reflexionando. Luego preguntó:
—¿Y tienes a Sobek por culpable?
—¿Quién otro podría haber sido? Acuérdate de lo que hizo con la serpiente. Acuérdate también de lo que dijo aquel día, cuando salió furioso de la sala.
—Lo recuerdo. Pero los que más dicen no son siempre los que más hacen.
—¿No crees que a Nofret la asesinaron, Hori?
—Sí, lo creo. Pero no hay pruebas de lo contrario. Por eso he procurado persuadir a Imhotep de que fue un accidente. Mas Nofret fue arrojada abajo por alguien cuyo nombre no conoceremos nunca.
—¿Juzgas que ese alguien no fue Sobek?
—Tal pienso. Pero, puesto que nada sabemos, más vale no ocuparnos del asunto.
—Si no fue Sobek, ¿quién pudo ser?
Hori movió la cabeza.
—Si alguna idea tengo, puede ser equivocada. De suerte que es mejor dejarlo.
—¿Y no sabremos nunca lo que pasó? —dijo Renisenb—. ¡No lo sabremos nunca!
—Acaso sea eso preferible para todos.
—¿El qué? ¿No saber nada?
—Sí; no saberlo.
Renisenb se estremeció.
—Tengo miedo, Hori —dijo—. ¡Tengo mucho miedo!