CAPÍTULO SIETE

Primer mes de Invierno - Día 5

1

Renisenb no pudo volver a conciliar el sueño con tranquilidad. Sólo durmió de una manera agitada e interrumpida sin cesar, y al amanecer ya no pudo pegar los ojos. Tenía el presentimiento de que un terrible mal se cernía sobre la casa.

Levantóse temprano y salió. Como hacía a menudo, se encaminó al Nilo. Había ya pescadores en el agua y una enorme lancha se dirigía a Tebas impulsada por sus remos. Otros barcos menores desplegaban sus velas a favor del viento.

En el corazón de Renisenb se agitaba un deseo impreciso, que no conseguía concretar. «Quiero algo —se dijo—, mas ignoro qué».

¿Deseaba a Khay? Pero Khay había muerto y no retornaría. «No volveré a pensar en él —decidió—. Es inútil por completo».

De pronto reparó en otra mujer que fijaba sus ojos en la barca que navegaba hacia Tebas. Había en aquella mujer una expresión desolada que enterneció a Renisenb. Y su piedad no disminuyó después de advertir que la otra mujer era Nofret.

Nofret mirando al río, Nofret sola, Nofret pensando…, ¿en qué?

No sin un estremecimiento, Renisenb pensó de pronto que en la casa no sabían nada apenas acerca de Nofret. La habían aceptado como una extraña, e incluso como una enemiga, y no se habían preocupado de su vida ni del lugar de donde podía proceder.

Y Renisenb se dijo que debía ser triste para Nofret vivir sola y sin amigos, rodeada por gente que la miraba con aversión.

Adelantóse levemente hasta llegar junto a la concubina. Nofret volvió la cabeza un instante, pero en seguida tornó a su contemplación del río. Tenía la faz inexpresiva.

Renisenb habló tímidamente:

—Hay muchas barcas en el Nilo.

—Sí.

Renisenb, siguiendo un oscuro estímulo que la impulsaba a mostrarse amistosa, prosiguió:

—¿Es así la tierra de donde tú vienes?

Nofret rió, no sin amargura.

—No —dijo—. Soy hija de un mercader de Memfis. En Memfis todo es alegre y divertido. De continuo se toca, se canta y se danza. Mi padre viaja mucho. He estado con él en Siria, he cruzado el Desfiladero de la Gacela, y también he ido en una nave grande por el mar.

Hablaba con orgullo y animación. Renisenb la oía con interés.

—Mucho debes hastiarte aquí —murmuró.

Nofret volvió a reír, esta vez con impaciencia no disimulada en absoluto.

—Más de lo que te figuras. Aquí todo se vuelve plantar, recolectar, hablar de cosechas, discutir el precio del lino… Es como vivir en una tumba.

Renisenb miraba de soslayo a Nofret, y se debatía entre infinitos pensamientos, insólitos en ella.

Y de repente pareció emanar, casi de un modo físico, una oleada de ira de la muchacha que Renisenb tenía a su lado.

«Es muy joven —pensó Renisenb—, tan joven o más que yo, y, sin embargo, ha de ser concubina de un viejo pomposo y un poco ridículo como mi padre».

¿Qué sabía ella acerca de Nofret? Nada. Cuando el día antes había dicho a Hori que Nofret era bella, cruel y mala, Hori había respondido:

«Eres una niña, Renisenb».

Ahora comprendía la joven lo que Hori había querido significar. No se podía juzgar tan a la ligera a un ser humano. ¡Cuántos dolores y cuántas amarguras podían esconderse tras la sonrisa cruel de Nofret! Ni Renisenb ni nadie de la familia habían hecho nada en pro de la concubina de su padre.

Renisenb murmuraba, con trabada y presurosa lengua:

—No nos quieres, Nofret, porque no hemos sido buenos contigo, pero no es tarde para reconciliarse. Tú vives apartada de nosotros, mas podríamos tratarnos como hermanas. Si ello está en mi mano, yo…

Y se interrumpió. Nofret volvióse a ella. Por un momento la miró con rostro inexpresivo, aunque Renisenb creyó notar en la concubina cierta momentánea blandura.

Fue un instante singular, un instante que Renisenb no iba a olvidar nunca…

Gradualmente la expresión de Nofret cambió. Un fuego diabólico ardió en sus ojos. Tanta furia y tanta malicia había en las pupilas de la concubina, que Renisenb, temerosa, retrocedió un paso.

Nofret dijo en voz airada y baja:

—¡Vete! Nada quiero de vosotros, necios.

Y se dirigió a la casa, andando a paso vivo.

Renisenb siguióla lentamente. No la habían ofendido las palabras de Nofret. Pero sí habían abierto en su alma un negro abismo de odio y miseria, un abismo de cosas desconocidas para ella y al contemplar las cuales su mente se debatía en un caos.

2

Cuando Nofret cruzaba el jardín una de las niñas de Kait salió a la carrera, detrás de una pelota.

Nofret rechazó a la chiquilla dándole un empujón que la hizo rodar por el suelo. La pequeña lanzó un grito. Renisenb levantóla y dijo con indignación:

—Eres una bruta, Nofret. La nena se ha hecho un corte en la barbilla.

—¿Y qué me importa que esos chiquillos mimados se lastimen o no? ¿Se cuidan sus madres de no herir mis sentimientos? ¿Acaso no me ofenden?

Kait apareció corriendo. Vio la lesión de su hija y se volvió a Nofret, iracunda y con los ojos desorbitados.

—¡Malvada! —gritó—. ¡Demonio! ¡Serpiente! Espera y verás lo que hacemos contigo.

Y con todas sus fuerzas asestó un golpe a Nofret. Antes de que Kait pudiera repetir el golpe, Renisenb, exhalando un grito, asió el brazo de su cuñada pronto a golpear de nuevo.

—No hagas eso, Kait.

—¿Cómo que no? Ya se enterará esta mujer de lo que le aguarda. Es una sola contra muchos.

Nofret permanecía quieta. Un brazalete que llevaba Kait había alcanzado a la concubina debajo del ojo, haciéndole una heridita de la que brotaba un hilo de sangre que se deslizó por la mejilla.

La expresión de Nofret impresionó a Renisenb. La concubina no parecía furiosa. Por él contrario, una expresión de placer había asomado a sus ojos y sus labios se curvaron en una felina sonrisa.

—Gracias, Kait —murmuró.

Y penetró en la casa.

3

Nofret llamó a Henet.

Henet empezó a desolarse al ver ensangrentada a la joven. Nofret la interrumpió.

—Haz llamar a Kameni. Dile que traiga pluma, tinta y papiro. Hay que escribir al amo.

Henet, fijando los ojos en la mejilla de la concubina, murmuró:

—Comprendo.

Y agregó en seguida:

—¿Quién te ha maltratado?

Nofret sonrió.

—Kait.

Henet produjo un sonido con la lengua y movió la cabeza.

—Todo es deplorable, mucho… Sí, habrá que informar al amo.

Y miró de soslayo a Nofret.

—Tú y yo pensamos lo mismo, Henet —dijo Nofret con voz dulce.

Desprendió de su túnica de lino una amatista engarzada en oro y la puso en la mano de la mujer.

—Tú y yo —agregó— nos preocupamos realmente del bien de Imhotep.

—Esta joya es espléndida, Nofret. Eres demasiado generosa.

—Imhotep y yo apreciamos la fidelidad.

Y Nofret seguía sonriendo, con una expresión felina en sus ojos entornados.

—Trae a Kameni —repitió—. Él y tú seréis testigos de lo sucedido.

Kameni llegó. Su rostro denotaba contrariedad y su entrecejo estaba fruncido.

Nofret habló imperiosamente.

—¿Recuerdas las instrucciones que te dio Imhotep antes de marchar?

—Sí —dijo Kameni.

—Pues ha llegado el momento de cumplirlas —manifestó Nofret—. Siéntate, toma pluma y papiro y escribe lo que te diga yo.

Kameni continuaba vacilando. La concubina agregó, impaciente:

—No vas a escribir sino lo que vean tus ojos y oigan tus oídos. Y Henet será testigo de todo.

—Ya.

—La carta —añadió Nofret— ha de expedirse a toda prisa y con el mayor secreto.

—No me agrada nada… —empezó Kameni.

Nofret le atajó:

—No tengo quejas que formular contra Renisenb. Renisenb es buena, suave y tonta y no me ha hecho mal alguno.

El bronceado color de Kameni se acentuó.

—No pensaba en eso…

—Creí que sí —repuso Nofret—. Ea, escribe.

Henet intervino:

—Sí, escribe. Yo estoy disgustadísima por lo que pasa. Es menester que Imhotep lo sepa. Muy desagradable es advertirle, pero cuando se trata de una cosa que es deber de uno, no hay más remedio que…

Nofret rió quedamente.

—Tenía la certeza de que hablarías así, Henet. Yo haré mi gusto y Kameni hará su oficio.

Kameni vacilaba todavía. Había en su rostro una clara expresión de enojo.

—No me gusta el encargo —afirmó—. Mejor harías en pensar esto más maduramente, Nofret.

—¿Cómo osas hablarme así? —exclamó Nofret.

Kameni se sonrojó, pero no varió su expresión adusta. Limitóse a apartar la vista.

—Anda con cuidado, Kameni —advirtió Nofret—. Yo tengo mucha influencia con Imhotep. Me atiende en todo… y hasta ahora te ha mirado con simpatía.

Marcó una pausa significativa. Kameni inquirió:

—¿Me amenazas?

—Acaso.

El escriba la contempló airadamente durante unos instantes. Luego inclinó la cabeza.

—Haré lo que mandes, Nofret, pero creo que te arrepentirás de ello.

—¿Me amenazas ahora tú, Kameni?

—No. Te hago una advertencia.