SEIS
Fue un verdadero desastre. De haber
imaginado que el día acabaría de aquella manera, me hubiese quedado
en casa, estudiando piano. Pero la mañana había despertado
radiante, y Madre se mostraba especialmente cariñosa. Nada hacía
presagiar lo que ocurriría horas más tarde. Aquel día aprendí una
lección que jamás he olvidado, pues de no haber sucedido entonces,
habría tenido lugar más adelante. Era cuestión de tiempo.
Hace años que no regreso al Lago Simcoe, por
lo menos desde que Padre vendiese la casa. Imagino que seguirá
siendo ese lugar idílico donde pasar el verano, por mucho que el
turismo haya podido desvirtuar el espíritu de antaño.
A finales de los años treinta, era casi un
santuario que yo pisaba con devoción. En cuanto alboreaba julio, y
las escapadas de fines de semana daban paso a las vacaciones
estivales, la familia recalaba allí. Y yo no perdía ocasión de
montar en el bote y alejarme de la orilla y del mundo. ¡Aquel bote!
Aquella fidelidad fraternal. Cuántas vivencias compartimos.
Recuerdo que desayuné cualquier cosa. Me
despedí de Florence y de Bert. Silbé a Nicky para que me
acompañase. El perro saltó dentro del bote con la alegría del preso
que recupera la libertad.
Me encantaba respirar el silencio que
dormía, fervoroso, en el mismísimo centro del Simcoe. Sentir el
balanceo virtuoso de las aguas. Y tener el cielo por refugio.
Disfrutar de la mansedumbre del sol que, ahí, en mitad del lago, se
antoja menos combativo. O del altruismo de aquella brisa que
superaba en frescor al ventilador más caro que Padre pudiese
comprar en Toronto.
Me gustaba admirar la cadencia de las olas.
Calibrar el frescor del agua con la punta de los dedos antes de
zambullirme. Y, de regreso a la orilla, llevarme todo aquello
grabado en los ojos para así contárselo a Padre y Madre.
«No os imagináis lo que es el aire libre»,
decía con una sonrisa beatífica. Como si ellos permaneciesen ciegos
ante el milagro de aquel lago. Como si tuviesen que ser redimidos
gracias a la efusividad de mis comentarios.
Solía navegar hasta muy lejos. Para meditar,
qué se yo. Para leer o componer mentalmente mis primeras bagatelas.
Lo que daría ahora por recuperar aquella casa. No se lo he contado
a mucha gente, pero desde hace tiempo albergo un sueño, algo
infantil tal vez, pero sueño al fin y al cabo. No me lo estoy
inventando ahora: ya con diez años soñaba con poseer mi propia
flota de taxis acuáticos, una flota para cruzar el Simcoe de una
punta a otra.
También soñaba con vivir en una casa
flotante, algo del estilo de la del tío Birdie de La noche del cazador. Me daba igual que estuviese
anclada a la orilla o en el mismo centro del lago. ¡Menuda vida!
Allí me olvidaría del piano, o lo tocaría únicamente para mí. Por
el propio placer de hacerlo.
Imagina las manos encallecidas por el roce
de las cuerdas, la piel tostada al sol en verano, casi congelada
cuando llegase el invierno. Y una vieja partitura de Bach en la
cabeza para interpretarla hasta la extenuación. O hasta que sonase
con el armonioso compás de las aguas.
«No os imagináis lo que es el aire libre»,
decía a mis padres cada vez que regresaba a casa.
«Calla y siéntate a almorzar», solía
contestar Florence.
No había enfado en su respuesta. Me guiñaba
un ojo, cómplice con mi entusiasmo. A ella también le encantaba
aquel lugar. Florence amaba todo aquello, ya lo creo. Era más feliz
allí que en Toronto. Sin embargo le irritaba mi obstinación por
navegar tan lejos como me guiase el motor del bote. Y es que le
daba miedo que me pudiera pasar algo.
«No te alejes mucho de la orilla, puede ser
peligroso», le dolía la boca de decirlo.
«No me pasará nada, mamá.»
«Tú hazme caso.»
«Pero si voy con Nicky.»
Solía acompañarme Nicky, que era un
excelente nadador. Nada malo podía sucederme estando con él, y
Madre debía de saberlo.
«Haz caso a tu madre», intervenía Padre
antes de que la cosa fuese a más.
Yo sentía sus ojos sobre mí, parapetados
tras las gafas, fiscalizando el menor mohín de disgusto. Le
desagradaba que discutiese con Florence. Cuando torcía el bigote y
el gesto, es que andaba contrariado.
Pese a todo conseguí salirme con la mía.
Quiero pensar que ambos confiaban en mi destreza en el manejo del
bote. No en vano más de una vez Padre y yo navegamos juntos, y pudo
comprobar de primera mano mi pericia durante las maniobras.
Dicen que las madres tienen un sexto
sentido. Florence tenía un séptimo: algo de razón había en aquella
inquietud que la embargaba. Es verdad que lo que sucedió después
fue mucho menos grave de lo que pareció en un principio, pues nunca
peligró mi vida. Pero ella se llevó un buen susto.
«No te alejes de la orilla.»
«Vale, te haré caso.»
Por desgracia le mentí.
* * *
Cuando zarpé el sol arrancaba sombras
vigorosas a los árboles, apenas un par de nubes enturbiaban el
cielo. El día perfecto. Ahora que lo pienso, no sé si sucedió en
verano o en alguna de las escapadas de fin de semana que mis padres
realizaban durante el invierno. Ni qué edad tenía exactamente. Pero
sí sé que lucía el sol sin tibieza. Casi con arrogancia. El caso es
que navegué hasta ese santuario escondido en el centro del Simcoe.
Allí era libre.
Unas horas después, antes de que pudiese
reaccionar a tiempo, la tormenta se me echó encima. Igual que un
perro rabioso. Recuerdo que Nicky le ladraba a las nubes y al
vendaval que se desató a continuación. Sin conseguirlo, yo le
instaba a permanecer tranquilo.
La superficie del lago se encrespó de
repente. Una cortina de agua se abatió sobre el bote. No me asusté
por tan poca cosa; conocía el Simcoe como la palma de mi mano y
habría podido navegar por él con los ojos vendados. Igual que el
teclado de un piano, el lago carecía de secretos para mí.
Con la mano izquierda sobre el timón del
bote, me valía de la derecha para dirigir la música que tarareaba a
voz en grito. La Cabalgata de las
Valquirias nunca ha sonado más exaltada en ningún teatro del
mundo que en la estrechura de aquel bote y bajo la insidia de la
tormenta.
Fue divertido, un momento mágico. Estar
calado hasta los huesos y sonreír cada nota. Gritarla como si no
importase nada más. Enseguida se me empapó toda la ropa, también la
interior, a pesar de lo cual no reparaba en semejante
insignificancia: era consciente de la magnitud del instante y de
que lo recordaría durante toda la vida.
Una vez en tierra, Nicky ladró un par de
veces anunciando nuestro desembarco. Pasamos directamente al
interior de la cocina. Allí me esperaba la borrascosa mirada de
Florence. Pocas veces vi a Madre tan enfadada. Aquellos ojos, aquel
cruce de brazos.
Maduraba un cabreo wagneriano, más propio de
Wotan que de ella. Padre, con el temple propio de Fricka, asistía a
la escena desde el quicio de la puerta mientras se afanaba en secar
el pelo a Nicky.
«¿Dónde has estado?»
La pregunta de Madre era cualquier cosa
menos inteligente. Como cuando en las películas de Hollywood una
esposa descubre juntos, y en la cama, al marido y a la amante, y
pregunta: cariño, ¿qué estás haciendo?
La lluvia crepitaba sobre los cristales.
Bastaba con aquel sonido para responder a Madre, así que decidí
quedarme callado.
«Tenías que haber regresado al ver las
nubes.»
Para qué iba a explicarle que todo había
sucedido de manera repentina. No me iba a creer. Por toda respuesta
me encogí de hombros.
«Me duele la boca de pedirte que te quedes
cerca de la orilla. Pues tú nada, como si fueses sordo. Prométeme
que no volverás a hacerlo.»
«Contra el ayuntamiento no hay quien
pueda.»
Es posible que lo del ayuntamiento no lo
dijese entonces, y que me lo invente ahora. Pero era la expresión
exacta de lo que sentía por dentro: un imprevisto es siempre un
imprevisto, y que la tormenta se había desatado a traición. ¿Qué
podía decirle, que lo sentía? ¿Que no volvería a hacerlo? Me quedé
callado, esperando que escampase la lluvia de reproches.
«Este domingo iré a rezar por ti.»
Me escabullí y desembarqué en el salón. Me
dejé caer sobre el sofá. Adopté una postura de lo más incómoda: la
espalda casi en paralelo con la alfombra. Madre me siguió hasta
allí.
«Te crees muy mayor y muy listo, y un día
vas a tener un susto de verdad.»
Me puse a tararear la Cabalgata de las Valquirias con la misma intensidad
con que lo había hecho bajo el diluvio.
«Glenn, por favor», intervino Padre, quien
desde el pasillo trataba de arbitrar en la disputa.
«¡Levanta de ahí, estás mojando el sofá!»,
gritó Florence.
Una vez en pie, en un acto de humillación
infinita, Madre empezó a desvestirme, con la rabia con que se
desposee de los galones a un oficial de la caballería que ha
cometido una falta grave. Cuando me dejó en calzoncillos, fue en
busca de dos toallas al cuarto de baño. Con una, me rodeó la
cintura.
«Quítatelos», dijo.
Enroscó la otra toalla sobre mi cabeza. Me
frotaba el pelo con rabia, deseosa de que protestase y así
prolongar la discusión. En un descuido, la otra toalla cayó al
suelo. Quedé desnudo, durante unos segundos, ante la mirada de
Madre.
Pocas veces he sentido tanta vergüenza como
entonces; bueno, tal vez, cuando me emborraché en casa de Leonard
Bernstein. Pero ésa es otra historia.
«Te odio», gruñí tras cubrirme.
«¿Qué has dicho, jovencito?»
Me quedé callado.
«¿Qué has dicho?», repitió.
«¡Te odio!», grité.
Con toda la fuerza de mis pulmones. No
quería que quedase duda alguna de la intensidad de mi rabia.
«Pues no tocarás el piano durante toda una
semana.»
Me asusté. No de la reacción de Madre,
lógica hasta cierto punto, una madre siempre se preocupa de sus
hijos. Me asusté de lo que yo llegué a imaginar. Durante un segundo
pensé que podría matarla. Hubiese bastado con aguardar a que
llegase la noche para asfixiarla con uno de los cojines del
sofá.
Horrorizado, hice un juramento en silencio
mientras arreciaba la bronca de Florence: nunca más desearía la
muerte de nadie.