VEINTE
Aún sigo haciéndolo. Por diversión. Fiel a
los patrones establecidos durante los primeros ensayos. Es posible
que todo desprenda cierto aire de película de espías, no lo niego;
seguramente más de uno de cuantos me rodean en esas ocasiones se
haya preguntado, ¿quién demonios es ese fantasma?
Empieza porque sí, nunca lo programo de un
día para otro. Cuando experimento semejante necesidad, aparto el
libro, dejo de ensayar, apago el televisor y las radios, y me dejo
llevar. Me visto a toda prisa, como quien llega tarde a una cita o
como quien huye de algo.
Coloco correctamente el cojín que, de un
tiempo a esta parte, utilizo para conducir. Ya te contaré. Subo al
Lincoln y abandono Toronto por cualquiera de las autopistas. Lo
ideal es descubrir un nuevo local, no frecuentar siempre el mismo.
La aleatoriedad de estas experiencias me ha permitido conocer
establecimientos de lo más interesante, donde se come muy bien por
muy poquito dinero.
Ahora imagínate que ya estás sentada a la
mesa, que hace unos minutos que has detenido el vehículo en la
misma puerta del local. Para llevar a cabo el experimento lo
correcto es elegir una de las mesas del centro. Evita las esquinas:
allí las mesas son perfectas para cuando quieras pasar totalmente
desapercibida.
Como nadie te va a reconocer, pues nunca has
salido en la televisión, sé lo más natural posible. No llames la
atención. En cambio yo tengo que esconderme bajo la visera de la
gorra y unas gafas de sol, y atrincherarme tras la bufanda. Es lo
que tiene haber frecuentado tanto la CBC.
«Póngame el plato del día», dirás al
camarero o camarera que se te acerque.
Lo importante es no perder tiempo eligiendo
lo que vas a comer. Una vez te hayas quedado sola, sacas un diario,
una agenda o una pequeña libreta. Finge que escribes algo. Luego
abre bien los oídos. Acalla tus ideas y deja que la vida de los
demás atraviese tu cerebro. Enseguida empezarás a distinguir voces.
Conversaciones. Alusiones a problemas triviales. Discusiones en voz
baja.
«Antes de ayer se escapó el perro de la
vecina del cuarto. Todos creían que se había perdido.»
«No soporto a Craft. Siempre enredando, a la
caza y captura de culpables en la oficina.»
Las voces empiezan a confundirse unas con
otras, tanto que enseguida te sentirás superada por el experimento.
No te agobies. Tranquila. No trates de entenderlas todas, disfruta
con el conjunto, que es lo verdaderamente hermoso.
«A la vecina por poco le da algo. ¡Denver,
Denver!, llamaba al perro a voces por toda la calle. Menudo sofoco
por un chucho insignificante.»
«Un día, a la salida del trabajo, va a
encontrarse las ruedas pinchadas. No una, sino dos. Para que tenga
que avisar a la grúa.»
Los hay que hablan de béisbol, de básquet o
de fútbol. Estas conversaciones no dan mucho de sí, salvo que de
pronto se sumerjan en problemas personales. Sin embargo cumplen su
cometido: sirven de fondo a las realmente interesantes.
«Por lo visto fue el cartero quien encontró
al chucho. Dicen que, al verlo tan desnortado, anduvo preguntando a
unos y a otros. ¿Alguien sabe de quién es este perro?»
«La semana pasada Julius Erving anotó de
media más de treinta puntos.»
Agradece al camarero la diligencia en el
servicio. Que se vaya pronto y te deje sola. Almuerza con mesura,
lo suficientemente despacio como para no perder el hilo de las
conservaciones.
«Tampoco creo que haya que llegar a tanto.
Podríamos quejarnos al sindicato. O directamente al jefe. Con un
poco de suerte, le leerán la cartilla.»
«He escuchado decir que los hijos no
heredarán nada. Que el señor Spencer se lo ha dejado todo a su
segunda esposa.»
«Habrá que ver cómo empiezan los Yankees
esta temporada.»
«Tenías que ver lo contento que se puso
Denver al regresar a casa. El rabo parecía un helicóptero.»
«Craft necesita un escarmiento, no una
charla.»
«Lógico, los hijos están que se suben por
las paredes. Y con razón.»
«No soporto a los Yankees.»
«Ahora saca a pasear al chucho con
correa.»
Es la polifonía propia de un bar de
carretera. A la hora del almuerzo. Es obvio, cuanto más tiempo
lleves practicando, más conversaciones serás capaz de seguir sin
frustrarte. Todo requiere práctica.
Yo ya soy capaz de sentir toda la
palpitación del bar como la de un ser vivo y disfrutar con dos
docenas de voces cruzadas de manera más o menos armoniosa,
experimentando el mismo placer con que escucho un motete de William
Byrd o de Orlando Gibbons.
* * *
Siempre he estado enamorado de la radio,
mucho más que de la televisión. En casa de mis padres, cuando aún
no era más que un mocoso, sonaba a todas horas. Aquellos seriales
infinitos que se prolongaban durante años. La música bailable de
Glenn Miller o de Stuart Kenton. El programa Stage, donde se montaban obras de teatro.
Viviste un año con nosotros mientras
cursabas magisterio, así que recordarás aquel constante murmullo en
casa. Tras mi temprana retirada de los escenarios, pude hacer
realidad uno de mis sueños: trabajar en la radio. Al fin.
Obviando la serie El
arte de Glenn Gould o los experimentos de La psicología de la improvisación y La búsqueda de «Pet» Clark, mi primer programa fue
La idea del norte, que a la postre sería
la primera parte de la Trilogía de la
soledad.
La idea fundamental era concederle toda la
importancia a la palabra, que la música no fuese más que el
decorado, permitir que la Quinta sinfonía
de Sibelius colorease las ideas de quienes iban a participar en él.
El programa nació de las experiencias cobradas durante aquel viaje
que hice en tren desde Winnipeg a Churchill. Mil seiscientos
kilómetros en dirección al norte. Churchill no es el Círculo Polar
Ártico, cierto, pero allí uno puede hacerse una idea de lo que es
vivir tan al norte.
Para el programa necesitaba a un narrador y
otras cuatro voces. Entre éstas, la primera representaría a un
entusiasta; la segunda, a un cínico; la tercera, a un funcionario
federal; y la cuarta personificaría las expectativas
desilusionadas. Entre todos, materializarían una visión de lo que
es vivir y soñar en el norte. No íbamos a hablar de historia ni de
geografía, ni mucho menos de política. Sino sobre los efectos que
tiene el aislamiento sobre la humanidad. No había mayor pretensión
que ésa.
No vienen al caso los nombres de cada una de
aquellas cinco voces. Lo verdaderamente significativo es la
concepción. La voz del narrador daría paso a un viaje en tren. El
entusiasta, el cínico, el funcionario federal y la desilusionada se
habrían montado en el Muskeg Express, el mismo tren en que yo había
realizado el viaje entre Winnipeg y Churchill. El sonido del tren,
traqueteando sobre los raíles, se convertiría en el bajo continuo
sobre el que entretejer las voces. Entrevisté a los cinco
personajes por separado y luego todo fue montado en el
estudio.
La soledad hablaba por boca de aquellos
cinco canadienses. ¿Qué importa que uno fuese topógrafo, otro
biólogo, profesor de sociología, funcionario federal o enfermera?
Todos sentían el norte de la misma manera, y era eso justamente lo
que quería aprehender en el prólogo, los cinco actos y el epílogo
en que se fragmentaba el programa.
Con la ayuda de los técnicos fui enhebrando,
cosiendo las voces. En solitario, en dúos y hasta en tríos. A modo
de un motete renacentista. En el cuarto acto la polifonía se hace
arte: los cuatro personajes se encuentran en el vagón restaurante
del Muskeg Express, sentados por parejas. El cínico y la
desilusionada, por una parte; el funcionario y el entusiasta, por
otra.
Las conversaciones van y vienen, así se
percibe. El oyente parece un camarero que fuese de una mesa a otra,
de modo que conforme se acerca a la mesa del cínico y la
desilusionada, pierde el hilo de la conversación mantenida por el
funcionario y el entusiasta. Y viceversa.
Aquella idea de la radio en contrapunto se me ocurrió en el interior
de un bar de carretera cuando, de incógnito, me sumergía en una
tormenta de conversaciones que rolaban de babor a estribor, según
fuesen arribando los platos a las mesas que quedaban a mi izquierda
o a mi derecha.
No hay mayor secreto. La vida no es
homófona, todo lo contrario: es polifonía en estado puro.
Contrapunto. Y hay pocos placeres más exquisitos que sentarse en
mitad de un bar y dejar que la vida de los demás te atraviese. Oír
fragmentariamente sus problemas, sentir a intervalos sus
esperanzas.
Dijeron de La idea del
norte, y de los otros dos programas que componían la
Trilogía de la soledad, que era imposible
escucharlos sin volverse loco. Que era imposible seguir las
conversaciones.
«Nadie dice eso del final del Falstaff de Verdi», respondía a todo aquel que se
me acercaba con aquella crítica.
«Ya, pero hablamos de música.»
«Todo es música. Un parque infantil lleno de
niños es música. La redacción de un periódico. Un almacén de carga
y descarga. Una estación de trenes. El vestíbulo de una comisaria.
Todo.»
En la vida, al igual que en la música, es
inútil intentar atraparlo todo. Hay notas, instrumentos que están
ahí para servir de sustento a otros; de la misma manera que en
La idea del norte hay retazos de
conversaciones que son el cimiento de aquellas otras que va
señalando el micrófono.
Realicé un verdadero rompecabezas que el
oyente debía de resolver. Éste, al otro lado de la radio, era parte
activa de la obra. Y no un retrasado mental que precisa que los
libros, películas o programas de radio se lo presenten todo bien
pasado, esa infamante papilla que se le ofrece a un
desvalido.
«Si Dios nos proveyó de dientes para
masticar», he dicho en más de ocasión a quien ha querido oírme
hablar de aquellos programas, «usemos el cerebro para
pensar.»
La radio. Cuánta ilusión he invertido en
cada uno de los programas. Casi más que en cada una de mis
grabaciones pianísticas. Casi más que en cada documental de
televisión en que he participado.
El trabajo es mi hobby. No tengo otro: nada
de coleccionar cosas o dedicarme al aeromodelismo. ¡Cuántas veces
he gastado un día de fiesta, Año Nuevo o Acción de Gracias
trabajando o grabando algo nuevo!
Han sido muchas horas de trabajo, frente a
un micrófono, un piano o una cámara, pero no lo bastantes
todavía.
Sigo siendo joven.
Dentro de dos días cumplo cincuenta
años.
Y aún me quedan muchas cosas por
hacer.