VEINTIOCHO

Una punzada en la nuca. Un disparo silencioso que traspasa el cerebro, que te avisa de la inminencia del peligro. Una suerte de alarma. Es así como empieza.
Sentirse observado es desagradable, pero muchísimo menos que saberse observado y perseguido a la vez. Doblas una esquina con la esperanza de perder a quien te acosa. Redoblas el paso, giras en la siguiente esquina, ahora en sentido contrario. A derecha y a izquierda, o viceversa. Aunque estás lejos de The Beach y del colegio Williamson Road, la angustia es la misma con que huías de clase cuando eras un mocoso.
De nuevo eres la Sombra Huidiza.
Atraviesas una manzana, un barrio, una ciudad. Nadie repara en ti porque ellos, quienes se cruzan en tu camino, ya tienen bastante con su propia huida. Interceptas un autobús que te llevará a la otra punta del país. Cuando ya te crees a salvo, el perseguidor logra subir al vehículo en el último instante, justo cuando se cerraban las puertas. Maldita sea. Es momento de bajar, lo sabes. Ahí dentro estás perdido.
Alzas la mano. El conductor observa tu gesto a través del espejo retrovisor. Abra la puerta, por favor. Durante ese interminable segundo de espera no miras a nadie, solamente quieres salir a la calle.
Se reanuda la persecución. No escaparás a su constancia. A su tenacidad de lobo que acecha a la presa. Corres a través de Toronto, Nueva York o de esa ciudad que se parece a todas las demás y no es ninguna de ellas. En tren o en coche. Hasta que esa inercia se hace vieja, se marchita, y empiezas a asumir la derrota. Es el momento de dejarte llevar.
«Que sea lo que Dios quiera.»
Entonces la persecución se relaja. La fiera no salta sobre la presa en cuanto tiene ocasión: permite que ésta vaya a su aire. Todo tiene su ritmo. El miedo, imaginas, ha de ser también un manjar sabroso, pues de lo contrario no hay otra razón para dilatar el instante final.
Esta vez no vencerás a tu perseguidor con un arranque de genio, la cabeza por delante. Como cuando lo lograste con aquel aprendiz de lobo. Permaneces atrapado en el corredor de la muerte sin poder desembarazarte de ese absurdo pijama naranja. Poco importa que quieras escapar, pues el corredor te concederá la ilusión de que has huido. Pero no es así: se agiganta, traspone la frontera de ciudades o estados para obtengas la ilusión de que eres libre.
Pero la condena sigue vigente. El depredador no deja de acechar a la vuelta de cada semana, de cada año. Cuando comprendes y aceptas tu condición de víctima, dejas de ser Sombra Huidiza. Renuncias a la angustia. Te relajas. Asumes la derrota por adelantado.
«Que sea lo que Dios quiera. Pero cada día estoy más cansado.»
Cuando duermes, el perseguidor vela tus sueños. Cuando te afeitas frente al espejo, olfatea la sangre que se cobra la cuchilla, igual que la que termina tiñendo el papel higiénico que usas tras defecar. Cuando te peinas con esmero de forense, escuchas el imperceptible alud de los cabellos que pierdes por culpa de la alopecia.
Para que no te confíes, te mandará un recado. Bastará con que Madre muera de un ataque del corazón y tú no puedas hacer nada por salvarla. A partir de entonces sabrás que el acoso va en serio. Nada de burlas propias de colegiales.
No le invitas a almorzar en Navidad ni a cenar en Fin de Año porque nunca lo ves. Pero está ahí, al acecho. Sientes su bocado diferido en la nuca. Acaso veas su sombra. Terminará haciéndose parte de tu vida.
El año pasado me volvió a mandar un recado. Aprovechó la angustia que sufrí tras conocer la noticia de la inminente demolición del estudio neoyorquino de la Columbia. Esta vez no se sirvió de la muerte inesperada de ningún pariente o amigo: fue mucho más sutil. Es lo que tiene el dulce arte del acoso, que al final se terminan perfeccionando todos los detalles.
Su emisario me esperaba a la salida del estudio.
«Señor Gould, por favor.»
Lo reconocí enseguida. Era Henry Davidson, el antiguo conserje de la Columbia Records.
* * *
La vida, decía Shakespeare, es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia. Escucha el que voy a contarte ahora, no tardaré mucho.
Érase una vez dos antiguos compañeros de trabajo que se encuentran después de nueve años sin verse. Uno fue ordenanza, ahora ya jubilado; el otro es pianista. Aquél ha envejecido mal y demasiado rápido; éste, demasiado lento. El más viejo no quiere gran cosa: sólo hacerse una foto con el otro y que le firme uno de sus últimos elepés comercializados.
Se han sentado en un bar no muy lejos de la Calle Treinta. El más joven ha invitado a su acompañante a tomar un café. Le duele ver cómo se sostiene precariamente sobre las dos muletas que utiliza.
«Estaremos mejor ahí dentro.»
Le ayuda a entrar en el local sosteniéndole la puerta. No se atreve a preguntarle acerca de lo que haya podido ocurrirle en las piernas. Una vez sentados, el ordenanza, que entiende la deferencia del pianista al no preguntarle por las muletas, aventura una explicación demasiado genérica.
«Cosas de la edad.»
Uno frente al otro, junto a un ventanal. Día de primavera. El sol se enhebra en las altas agujas de los rascacielos para calentar con ternura el bar.
«Hace mucho tiempo que no nos veíamos, señor Gould.»
«Llámeme Sibelius, señor Sibelius», pide el pianista en voz baja.
Es una broma tan vieja y tan gastada que no merece la pena explicarla, o eso cree el músico, quien en previsión de que alguien pueda reconocerle, no se quita las gafas de sol ni la gorra.
«Hace mucho tiempo que no nos veíamos.»
El más joven se revuelve, incómodo, sobre la silla de madera. Echa en falta el cojín que usa cuando conduce el Lincoln. Debería contarle al doctor Percival que el problema se ha recrudecido. Que no ha dejado de sangrar.
La llegada de los cafés abre un compás de silencio. Los viejos compañeros se observan entre buche y buche. El pianista piensa durante un segundo en preguntarle al otro si él también se siente perseguido. Pero es una obviedad: Davidson lleva más tiempo que él huyendo y tiene que saberlo. Otra cosa es que su huida se vea entorpecida por las dos muletas. Mejor no dice nada y se concentra en el sabor del café.
«Mucho tiempo.»
El pianista asiente. El sol le besa la mejilla izquierda. Con una suavidad, con una tersura que le recuerda otro sol y otro día. A ese crucero que compartió con Cornelia. Ella y él se sentaban en la terraza del barco a primera hora de la mañana, con un café entre las manos.
«Señor Sibelius, me han dicho que usted va a…»
El cerebro del más joven está sintonizado en otra realidad. Es por eso que no repara en el socavón en que, a traición, han tropezado las palabras del ordenanza. Está cómodamente retrepado en una hamaca a muchas millas de distancia. En mar abierto. Pero el sol es el común denominador que le permite hacer semejante trasvase de realidades. Ir de un tiempo a otro, del presente al pasado, y viceversa, sin volverse loco.
«Hace mucho tiempo que no nos veíamos», dice Cornelia en la memoria del pianista.
La brisa marina ha arrastrado las palabras por encima de su cuerpo. Abonando esa tristeza que ella y él comparten cada vez que las circunstancias personales de cada uno les obligan a vivir a varias amistades de distancia.
«Demasiados días huyendo», añade ella.
Porque Cornelia también huye. Pero no sólo de quien la persigue, su propio lobo; también lo hace de la presencia insatisfactoria y acechante de su esposo. Es un esfuerzo doble que le desgasta el ánimo. Pobre mujer.
La risa de Cornelia es antídoto. La felicidad instantánea que irradia durante esos encuentros, también. Menos hermosa que la señorita Morris, pero más convencida de su encanto, Cornelia es un regalo. Un premio. La recompensa a todas las decepciones que él ha cobrado en su relación con las mujeres.
«Me gustas cuando sonríes», dice él.
«Y tú cuando callas.»
«Lo digo en serio. La música de Mozart debería sonar como tu felicidad.»
El ordenanza sacude la cabeza. De pronto, consigue acordarse de lo que iba a decirle al pianista. Habla de la demolición del estudio y del anhelo del otro por grabar por última vez en su interior.
«Será una bonita despedida», agrega tras darle un buche al café.
«Me niego a que sea la última vez», protesta el pianista, todavía instalado en la cubierta del barco.
«Será una bonita despedida», dice ella, que se ha acercado hasta reposar la cabeza sobre el hombro izquierdo de su acompañante.
«Las despedidas nunca son hermosas», protesta él. Le ofrenda un beso sobre el pelo. Necesita que sepa que luchará por ella cuanto sea posible.
«Davidson, las despedidas nunca son hermosas», tercia el pianista de regreso al presente, observando de reojo las dos muletas que descansan bajo la mesa.
«Siempre tan melodramático, Glenn. No entiendo cómo no te gusta la ópera. Tienes cosas de tenor pucciniano.»
Ella se incorpora con objeto de mirarle a los ojos. Se encoge de hombros. Tiene que darse cuenta de que no pueden hacer otra cosa. Que la separación será lo más sano para ambos. Si ella no estuviese casada, todo sería distinto.
«Ojalá todo fuera diferente.»
«Ojalá todo fuera diferente, señor Gould», dice el ordenanza con un asomo de resignación. «Ojalá se pudieran descontar los años para que las cosas volviesen a ser como eran antes.»
El pianista se incorpora. En mitad del bar y también en la cubierta del barco. A un lado y a otro de la realidad, el sol le besa la mejilla izquierda. Empieza a sentirse incómodo.
Ella entiende que la conversación ha acabado y se retrepa en la tumbona. Ya hablarán más tarde.
El ordenanza precisa de ayuda. A merced de su intermitente desmemoria, asemeja un niño que se hubiese perdido en mitad de Wall Street o del Yankee Stadium. El pianista le sirve de lazarillo para aproximarlo al borde de la acera. ¿Dónde vive, Davidson? Rebusca entre sus ropas. Si encuentra su documentación, será fácil remitirlo a casa dentro de un taxi.
«Adiós, señor Gould.»
«Adiós, Glenn.»
«Espero haberlo hecho bien y que la señorita Morris no regrese mañana.»
A saber en qué día y año ha embarrancado la memoria del ordenanza.
«Este caballero te llevará a casa.»
Dicta la dirección al taxista, le entrega unas monedas y añade:
«Quédese con el cambio.»
Hasta aquí el cuento de los dos antiguos compañeros de trabajo y cómo, mientras tomaban café en un bar, uno de ellos se acordó de aquella mujer increíble que una vez fue suya. No es un cuento lleno de ruido y de furia, ni tampoco tiene mucho sentido.