CINCO

Al final nada resulta como uno ha planeado con anterioridad. Eso piensa Glenn, que, muerto de cansancio, es incapaz de conciliar el sueño. Corre imaginariamente tras las primeras hebras de sueño y en el último momento éstas lo esquivan: un regate y a comenzar de nuevo la persecución.
Durante los días previos al viaje ha estado restando horas al sueño. Tenía la esperanza de que, al sentarse, lo venciese el cansancio. Pero nada resulta como ha planeado. Desesperado, da vueltas en el asiento del avión. Tal vez sea cuestión de encontrar la postura adecuada.
Lo que sí se ajustó a los planes iniciales fue el éxito cosechado por su interpretación de las Goldberg. Él, mejor que nadie, conocía su verdadero potencial artístico y podía prever el impacto que tendría la grabación; otra cosa es que se hayan superado con creces las previsiones más optimistas.
La interpretación se lanzó comercialmente en enero de 1956. En un elepé monoaural, señalado con la numeración ML 5060. A cuatro dólares el ejemplar. La portada, en tono amarillo, estaba compuesta por treinta fotografías de Glenn Gould que Don Hustein tomó durante las sesiones de grabación.
Poco después del lanzamiento, en el New York Times se podía leer lo siguiente: Nos hallamos ante una manera de tocar poco habitual. Glenn Gould posee destreza e imaginación, y la música parece significar algo para él. Está dotado además de una técnica precisa y nítida que le permite manejar las complejidades del contrapunto sin esfuerzo aparente.
No es la única crítica positiva, pues aparecen muchas más: una verdadera tormenta de papel y elogios. En Newsweek, Musical America, American Record Guide, High Fidelity… La heterodoxia con que había interpretado las Variaciones Goldberg, una pieza de museo a decir de muchos, asombró a medio mundo, y no sólo a los especialistas que escribían para los periódicos más importantes.
A finales de esa década de los cincuenta se habrán vendido más de cuarenta mil ejemplares, un verdadero hito en el campo de la música clásica. En 1957 el nombre de Glenn Gould resuena en todo el planeta. Ha dejado de ser un perfecto desconocido para convertirse en un ídolo de la talla de un actor de Hollywood. Cada una de sus actuaciones es seguida con evidente interés y no faltan comentarios laudatorios sobre ellas en diarios y revistas especializadas.
Al fin Glenn consigue dormirse, con una sonrisa en los labios. No hay mejor manera de negar el miedo a volar: sumergirse en el sueño y gastar así el mayor número de horas. Aunque le aterrorizan las muertes de Guido Cantelli, William Kapell y Guinette Neveu, todavía no ha tomado la decisión de dejar de volar. Tardará aún unos años en hacerlo. Que sueñe con Nicky, su antiguo perro, o con la posibilidad de grabar en el futuro algo de Beethoven carece de trascendencia; está descargando la tensión acumulada antes de iniciar el viaje, y eso ya es mucho.
A falta de una hora para el aterrizaje, despierta. Consciente de que no volverá a dormir, entretiene los ojos y las manos recorriendo una partitura. Es la reducción realizada por Franz Liszt de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Lástima que, a última hora, no se haya decidido por la Pastoral. Sus melodías bucólicas habrían atemperado su atribulado estado.
La fuerza imparable del Allegro con brío, con sus cuatro golpes de orquesta, en este caso golpes de piano, le hostiga. Nada, no encuentra un solo tema musical en toda la obra que le sirva de bálsamo. Cierra la partitura, no sin cierto fastidio. Walter Homburger, que ocupa el sillón de al lado, prefiere no comentar nada.
—Me sudan las manos —dice Glenn mientras se esfuerza por secarlas sobre el pantalón.
El aterrizaje pone punto final al ahogo, a la claustrofobia. En cuanto el avión se detiene, Glenn avanza precipitadamente a lo largo del pasillo central. Cuanto antes salga, mejor. Por desgracia un bosque de pasajeros se interpone entre él y la libertad.
Respira hondo cuando alcanza la escalerilla. Al fin. Como quien regresa a la superficie del mar en el instante en que creía que se ahogaba. Como quien escapa de un ataúd en que le han enterrado vivo por equivocación. Ya ha pasado lo peor, Glenn. Ahora, disfruta de la experiencia.
La obsequiosidad con que es recibido en el de Aeropuerto Internacional de Vnúkovo es idéntica a la que le prodigarán al llegar al Hotel Metropol.
* * *
Todos los contratiempos surgidos desde que aterrizó en la Unión Soviética no cuentan a la hora de subirse al escenario. El público le juzgará solamente por su forma de tocar el piano, nada más, y no por los miedos vencidos o las adversidades superadas. Y los moscovitas, acostumbrados a oír a grandísimos pianistas de la escuela rusa como Heinrich Neuhaus, Tatiana Nikolayeva o Sviatoslav Richter, no se van a conformar con cualquier cosa, con una actuación para salir del paso. Ellos son mucho más exigentes que todo eso. Glenn nunca se ha enfrentado a un público tan entendido, y lo sabe.
El éxito de la grabación de las Goldberg no ha conseguido franquear la altivez del telón de acero. Una proeza semejante se halla sólo al alcance de los pájaros. Así que tampoco es extraño que el Gran Salón del Conservatorio de Moscú sea un páramo de butacas huérfanas. Los que están ahí, ocupando sus localidades, sin embargo no se van a conformar con una interpretación sin más. Quieren oír buena música.
—¿Hay mucho público? —pregunta Glenn antes de abordar el escenario.
No es preciso que ninguno de los acompañantes responda: el escaso alboroto de la sala certifica el fracaso de la convocatoria. No importa, dice Glenn para sí. Lo único relevante es Bach, Beethoven y Berg, y decirlos de la mejor manera posible. Ya habrá ocasión para que el concierto de mañana sea un verdadero éxito.
En un último gesto de nerviosismo, estira los puños de la camisa bajo el frac. No se siente cómodo, de hecho nunca se ha sentido a gusto disfrazado de burgués. Se siente fuera de lugar.
—¿Salimos ya?
Uno de los acomodadores de la sala abre la puerta. Glenn respira hondo, aborda el escenario aligerando el paso. La salva de aplausos que le recibe es excesivamente contenida, casi tímida. Tan contenida que se apaga antes de que arribe a la orilla del piano. En mitad de semejante desastre puede oír el eco de sus propios pasos, rebotando en la altura catedralicia del segundo anfiteatro.
Mira de reojo el órgano que preside el fondo del escenario. Bracea hasta el instrumento. Se aferra a él con la desesperación del náufrago. Dobla la cintura correspondiendo a un par de aplausos despistados. Y pensar que tan solo ocho meses antes esa sala se había llenado para recibir a la Orquesta Sinfónica de Boston y al director de orquesta Charles Munch. Pero entiende que su presencia nunca conseguiría despertar el morbo de ver a una orquesta estadounidense tocando en mitad de Moscú.
Durante un momento piensa que se han equivocado al invitarle a esa fiesta. Que no es a él a quien esperan. Observa la sala, pintada en tonos pálidos, el inmaculado blanco de las molduras sobre un suavísimo verde. También los doce grandes retratos que cuelgan, a derecha e izquierda, de la parte alta del Gran Salón. Retratos circulares de Mozart, Beethoven, Wagner, Glinka, Borodin o Tchaikovsky entre otros. En un rapto de lucidez, o de locura, quién sabe, piensa que ese barbudo de ahí arriba no es Tchaikovsky, sino él mismo. Que se lo pregunten a Florence, ella sabe por qué lo dice. Sonríe por dentro: es un viejo chiste que comparte con Madre.
Contempla los rostros de acero de los espectadores más próximos, ésos que resisten en mitad del desierto de butacas. Si el Gran Salón cuenta con más de mil setecientas localidades, esta noche a lo sumo se habrán vendido seiscientas. Se encoge de hombros dentro del frac.
Los espectadores permanecen atrincherados, aquí y allá, deseosos de que empiece el recital, o de que acabe antes de comenzar por culpa de un imprevisto. A lo mejor están deseando regresar a casa para cenar temprano e irse a la cama pronto.
A falta de otro apoyo, Glenn cuenta con su silla plegable, esa amiga que uno reconoce con agrado cuando está de viaje en la otra esquina del mundo. La complicidad patriótica, la amistad franca de dos paisanos en mitad de un país extranjero. Estando ella allí, nada malo podrá sucederle.
Se sienta frente al teclado, huérfano de partitura. Contempla su rostro sobre la coraza negra del instrumento a modo de espejo. Se guiña el ojo.
Ataca la primera fuga de El Arte de la Fuga de Bach. La ligereza de los dedos anda y desanda el camino de las ochenta y ocho teclas blancas y negras del piano. Erigiendo una arquitectura perfecta, nota a nota. Inmaculada. Casi como si estuviese construida con el cristal más puro y liviano inimaginable. La música bachiana se convierte en un fogonazo de luz en la hondura de un túnel. La calidez de una fogata en mitad de ese cementerio que es el Gran Salón del Conservatorio.
Toca sin descanso, pero con la delicadeza de un orfebre. Fuga a fuga, modela a su antojo el sonido del piano. Se vuelca sobre el teclado, cruje la silla. Rumia la música, que apenas es capaz de contener en su interior. Casi la tararea. Cuando la música se relaja y se hace más serena, echa hacia atrás la espalda. La silla de Padre se adapta sin problema a cada uno de sus movimientos.
Entre pieza y pieza los espectadores bisbisean por lo bajo, de acuerdo a las buenas costumbres, acercando la boca a la oreja del vecino de butaca. Nada de molestar a los demás. No pueden creer lo que están viendo. ¡Qué forma es esa de tocar el piano! Si Tchaikovsky levantase la cabeza y viese a ese jovenzuelo retorciéndose así, sentado a un palmo del suelo y colgado del teclado. ¿Nadie le ha obligado nunca a sentarse correctamente? ¿Quién le habrá enseñado a tocar así?
Tras extinguirse el eco de la Partita nº 6, el silencio planea sobre el patio de butacas. Un par de segundos que duran toda una eternidad para Glenn, que aún no ha retirado las manos del desfiladero de teclas.
Traga saliva. Rompen entonces los primeros aplausos. Cuando se incorpora para corresponder al público, observa cómo un espectador se levanta y abandona la sala apretando el paso. ¿Qué está sucediendo? Lo malo es que no será el único en marcharse. A ése le seguirán otros muchos.